Pablo comienza a escribir un diario autobiográfico que en cierta forma testimoniará la manera en que él, un hombre gay portador del VIH enfrentado a la carencia afectiva, al aburrimiento urbano y a la idea de que su tiempo se acaba, busca apalear la soledad abismal en la que se encuentra. “Un año sin amor” es la adaptación de la novela de Pablo Pérez del mismo nombre, en donde se narra este intento casi póstumo de encontrar finalmente a un compañero, el amor y algo de comunicación y placer.
El sida, la homosexualidad, el sadomasoquismo, un diario de vida en proceso, los ambientes underground bonaerenses, etc. son tópicos que pudieron haber llevado a la cinta a un sensacionalismo vulgar, a un efectismo gratuito o a juegos narrativos relacionados con lo espacio-temporal. Basta ver cómo la cultura video clip está invadiendo la pantalla grande, o caer en cuenta de la incesante reconstrucción y reordenamiento de los relatos. En definitiva, en la actualidad se privilegia una recepción sensorial a una reflexiva, permanentemente pues se está confundiendo la emoción adrenalínica de montajes histéricos con una emoción nacida de procesos de la mirada. Anahí Berneri, la directora no mete mano indiscriminadamente en estas aristas de la vida de Pablo pues sabe que ellas ayudan a configurar la historia como factores funcionales y no como espectáculos autónomos; en el fondo sabe que la historia, independiente de la opción sexual del protagonista, es la angustiante espera por el amor y por la compañía, todo acentuado por su enfermedad que constantemente le recuerda que la muerte es inminente.
La película está ambientada en 1996, año en que se celebra el congreso de Vancouver y en donde se estableció al VIH como una enfermedad crónica y no terminal gracias a la aparición del AZT (tratamiento basado en un cóctel de drogas). El miedo de Pablo es doble, por un lado la muerte y por el otro los nuevos fármacos no garantizados y por lo mismo no confiables: su consumo pasa a ser un experimento (pues no sabe qué contraindicaciones u otros efectos puedan tener) y el joven escritor se siente sobrepasado por las limitantes que su enfermedad le impone. Pero esta incertidumbre angustiante y cómo ella influye en la ansiedad por encontrar prontamente a la persona que lo provea de amor, de protección y de ternura, se muestra bajo un parámetro que engloba todo el largometraje y que se basa en registrar las acciones en forma extremadamente higiénica traduciéndose esto en la limpieza compositiva, en el ritmo pausado, en encuadres distantes y ajenos y en movimientos mínimos. La cámara sigue al personaje valorizando tal cual como éste narra su historia en el diario que se obliga a escribir, por ende su vida familiar (establecido por las relaciones con su tía, su padre y su mejor amigo), su vida laboral (como escritor frustrado y profesor de francés), su búsqueda afectivo-sexual (determinada por los lugares e individuos que frecuenta en el mundo gay citadino) o su tratamiento médico, adquieren niveles similares y en ese sentido nada en la película huele a politización o a moralización, pues dentro de la mirada propuesta no cabe una observación crítica (ni inquisidora ni benévola) sobre el mundo en el que Pablo se mueve. Por ello la reflexión no viene “masticada” y es el espectador quien debe hacerse cargo de lo que ve.
La temática, intencionalmente despojada de algún juicio de valor y a la vez la postura visual y narrativa, siempre termina por ser un discurso ideológico: la forma pausada y controlada de mostrar este viaje de Pablo, alejada del morbo y el amarillismo, necesariamente nos está hablando de cómo se tratan estos temas usualmente y así se configura en una crítica al régimen fílmico. Estamos demasiado acostumbrados a formas representacionales consensuadas (más bien implantadas por el comercio y/o la moda) y en el caso particular de temas supuestamente densos como el sexo no heterosexual y “anormal” (propio de las parafilias) y además practicado por personas enfermas (¡contagiadas!) los asociamos inmediatamente a una estética del horror (algo así como metal-industrial-porno) como si tuvieran un único y propio lenguaje, cuando en realidad no es así.
Finalmente, la elegancia y calma que he celebrado hasta ahora hace que la cinta corra el riesgo de la lejanía, básicamente por su tono calculado (hasta frío quizás) y su mencionada higiene en el tratamiento general, justificada seguramente por el respeto profundo a los personajes y su historia. Este aparente congelamiento está contrastado, eso sí, por la gran interpretación del elenco que goza de complejidad y naturalidad, en respuesta al realismo exacerbado que se busca, y que a momentos logra establecer ese espacio vacío y oscuro que produce la soledad. “Un año sin amor” no es una gran película ni pretende serlo, pero sí es una ventana que nos permite apreciar (y se agradece) formas propias y menos escandalosas de narrar.
Doveris, R. (2005). Un año sin amor, laFuga, 1. [Fecha de consulta: 2024-10-05] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/un-ano-sin-amor/203