Que el tercer filme de Andrés Waissbluth haya cambiado su título inicial (Hermanitos), por el de Un Caballo Llamado Elefante, no es sólo un alimento para la trivia cinéfila. La decisión entrega ciertas luces sobre la orientación dramática que el realizador de Los Debutantes le fue dando a su proyecto de manera de hacerlo transitar desde una cinta sobre la infancia de Roberto y Lalo Parra –según lo que la prensa dejó ver durante el desarrollo del proyecto–, a un filme situado en una tradición virtualmente olvidada del cine infantil: la película de aventuras. En estas decisiones y en virtud del autoritarismo que el factor de género podría ejercer sobre el filme, hay una soltura indudable en el modo en que Waissbluth maneja los códigos de la ficción, construyéndola a partir de la arraigada tradición de la cultura popular chilena.
En los cimientos del filme está la fijación con cierta iconografía de lo campesino, derivada explícitamente de la literatura en donde elementos como el rito familiar en torno a la muerte, la figura patriarcal perdida y una idea de equilibrio roto son, en buenas cuentas, aquello que impulsa el drama hacia zonas muy distintas en donde el cómic es el elemento central que utilizará el filme para la construcción de los referentes infantiles.
Desde luego, el filme de Waissbluth está más cerca de Salgari y de Kipling que de Pixar o Spielberg y en ello hay no sólo una decisión de presupuesto sino también de moral, en la medida que establece una diferencia entre situarse en el territorio de lo que es humano y posible soñar y de hacerlo en uno donde esa posibilidad está impuesta y digerida desde la mercadotecnia.
Formas de escape y formas de realismo
La película se centra en la huida de los hermanos Eduardo y Roberto desde la casona familiar, para liberar al caballo que perteneció a su abuelo, la última voluntad que el viejo confiesa antes de morir. Ese deseo motiva un viaje que en principio es sólo el de Lalo pero por accidente se une su hermano Roberto y lo que era inicialmente una escapada breve termina con los dos niños escondidos en un circo, lugar al que llegan siguiendo la ruta de animal perdido.
El microcosmos del circo, referencia ineludible de la infancia premoderna, adquiere aquí una connotación ambigua. Para los niños es en parte un lugar con reglas distintas de la tradición de la casona familiar chilena y en parte también un lugar mágico, pero es ante todo un espacio opresivo donde el bien y el mal fluyen con iguales libertades.
Lo más interesante del tratamiento dramático en el filme de Waissbluth se concentra en la manera en que construye ese espacio, despojándolo de cierta temporalidad y concreción, para otorgarle una naturaleza mítica que parece estar más cerca de la imaginación de sus protagonistas. Por razones obvias asociadas al género en que se mueve, el mundo que reconstruye el filme está delineado a partir de simplificaciones necesarias en la construcción de personajes y en la manera en que se delinean las soluciones narrativas. Aún así el relato se encarga de resolverlas casi siempre apelando al mito y la leyenda que construye la imaginación de los dos niños.
Hay, podríamos decir, dos opciones de juego con el realismo que en cierto modo son operaciones de ida y vuelta, o de intercambio de roles. El primero es el alejamiento de un tipo de realismo ‘histórico’ que abre y cierra el relato para acercarse a un mundo mítico dominado por las posibilidades trazadas en la imaginación de sus dos protagonistas. Por encima de eso, hay otro realismo que impera en el amplio segmento del circo y que, al margen de la verosimilitud dramática que el relato maneja razonablemente bien, se expresa en las simetrías con que el filme se va vinculando a la psicología mítica de sus protagonistas.
La opción de Waissbluth es circunscribir su película dentro de una idea más amplia de realismo en donde la aventura está siempre intervenida por una potencialidad de lo fantástico. Ello introduce licencias y ambigüedades que le permiten al filme escapar de las ataduras del terreno puramente físico de la acción y cruzarlo con las libertades estéticas de la historieta.
Así, el universo de Un Caballo Llamado Elefante está construido desde la intuición infantil que arrastra los hechos objetivos hasta el territorio del ensueño y de la memoria, sin que por ello la tragedia o la lúcida sospecha de la permanencia del mal queden excluidas de ese mundo. Esa intuición y toma de conciencia por parte de sus dos personajes principales es coherente con la construcción esencial de la película como un viaje de aprendizaje y restitución.
En la medida que la película introduce la dimensión de la muerte, que virtualmente inicia y cierra el relato, introduce un punto de inflexión importante que da coherencia al desenlace y concluye la aventura de los dos hermanos con un mayor grado de conciencia, autonomía y crecimiento.
Un Caballo Llamado Elefante es de las apuestas más riesgosas del cine chileno en el último año. Ese riesgo se expresa no sólo en la elección de un género asfixiado por la industria estadounidense, sino en una voluntad estética en donde, salvo contadas excepciones, la naturaleza completa de la ficción está definida frente al lente y no en los ilimitados recursos de la postproducción.
Blanco, F. (2017). Un caballo llamado elefante, laFuga, 19. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/un-caballo-llamado-elefante/815