“Y sé muy bien por qué adopté el cine: para que a cambio me adoptara.
Para que me enseñara a tocar incansablemente con la mirada
a qué distancia de mi empezaba el otro.”
Serge Daney
“no el país torturado, aplastado y prostituido
sus noches encarceladas en cofres fuertes
y puesta a la venta a precios de ocasión
no ese país fantasmagórico que se quiere presente todo el tiempo
y trata de invadir hasta nuestro sueño.
pero otro país, redescubierto ahora, una vez más
en este encuentro de nuestras miradas
otro país que aún late, bajo la alfombra trémula del Tercer Mundo”
Claudio Willer, dicho por Aloysio Raulino en Inventário da Rapina (1986)
Más conocido por haber sido uno de los más importantes directores de fotografía de la historia del cine brasileño, Aloysio Raulino posee también una obra autoral vibrante y original, que se extiende desde finales de los años sesenta hasta el comienzo del siglo XXI. Esos filmes, en su mayoría cortometrajes –algunos ya integrantes de cierto canon del cine brasileño, la mayor parte aún muy poco conocida– están siendo redescubiertos poco a poco, y revelan una conjunción notable de rasgos estéticos frecuentemente considerados antagónicos o inconciliables: la devoción al encuentro con los sujetos filmados y el trabajo constructivo del montaje; la fuerza indicial de la situación de filmación y la meditación intelectual del ensayo; la atención a la integridad de las palabras de los hombres comunes y la intervención analítica que recurre a citas literarias, filosóficas y musicales diversas; el improviso de la performance y el anti-naturalismo de la pose; las potencias del directo y el gesto francamente alusivo; el compromiso político y la libertad de la creación poética de vanguardia.
El cine de Aloysio Raulino es uno de los puntos altos de la indisociabilidad entre experimentación estética y compromiso político, marca del mejor momento del cine latinoamericano (Avellar, 1995; León Frías, 2014). Pero cuando empieza a filmar, las utopías que se esparcen por todo el continente bajo el paradigma de la revolución cubana ya han sido sofocadas, al menos en Brasil, por la represión y la dictadura (Schwartz, 2008). Paradójicamente, sin embargo, lo que hace Raulino no es meditar sobre la derrota –como en el Cinema Novo tardío (Viany, 2007; Xavier, 2006)– ni adoptar las tácticas de agresión típicas del Cinema Marginal (Sganzerla, 2004), sino encarnar, a cada película, una tensión irresolvida entre las utopías revolucionarias de inicios de los años sesenta y la desesperación del momento post-1968. Su cine es a la vez revelatório y autorreflexivo, comprometido con la intervención en la realidad y desconfiado de las potencias del gesto cinematográfico, creyente en el encuentro con las orillas del país y consciente de la necesidad de destruir las ingenuidades del cine de denuncia.
Desde Lacrimosa (1970), cortometraje que Raulino y Luna Alkalay (su esposa, gran cineasta y colaboradora fundamental en la época) realizan aún en la universidad, a Inventário da Rapina (1986), obra de madurez, filmada quince años después, es posible trazar un itinerario por entre uno de los motivos más recurrentes en la obra autoral del cineasta: la mirada-cámara, ese momento en que un sujeto filmado encara el antecampo (y, consecuentemente, el espectador). En estos innumerables momentos en que el encuadre destaca un rostro y busca la frontalidad de la mirada de los sujetos filmados, Raulino forja construcciones formales variadas, al mismo tiempo que hace emerger las metamorfosis de una actitud estética y política que acompañará toda su trayectoria.
La mirada-cámara
En un texto publicado en los Cahiers du Cinéma en 1977, Pascal Bonitzer discurría sobre la mirada predominante en el cine: se trata de la mirada objetiva, que alterna libremente entre el plano detalle y el plano general, y que no pertenece ni a uno de los personajes de la narrativa ni al espectador (una vez que nuestra mirada está regida y dirigida por ella). “Los personajes, actores, espectadores, operadores de cámara y realizadores están implicados, de diversas maneras, pero esa mirada no es propiamente de nadie: ella carece de alguien” (Bonitzer, 1977, p. 41). Se trata de una mirada sin nombre, sin persona, una mirada desencarnada que es hegemónica en la ficción “clásica”, pero también opera en el campo del documental (por ejemplo, en las películas bajo la influencia de la escuela inglesa de Grierson o en el cine directo norteamericano). Para Jacques Aumont (2004), es ese modo transparente de la mirada que garantiza una “separación radical” entre el campo (el espacio que constituye la escena visada por la cámara) y el antecampo (ese espacio invisible “detrás” de la cámara, donde se juegan el punto de vista y la enunciación).
Para Bonitzer, hay una ley que rige esa modalidad de la mirada (concerniente a los actores, a los figurantes y a cualquiera que atraviese el campo de la toma) y que se expresa bajo la forma del famoso imperativo: “no mire a la cámara”. Esta interdicción es uno de los elementos centrales en la garantía de la denegación: sabemos bien que la mirada de la cámara no lo ve todo y que el mundo que se materializa en la pantalla es obra de un artificio, pero es crucial que el personaje no nos devuelva la mirada, porque así nos daríamos cuenta –sensiblemente– de la filmación, de que hay un antecampo, una enunciación, y el flujo de la fruición de la narrativa estaría bloqueado. Incluso la “cámara subjetiva” no hace más que “elidir el problema” (Bonitzer, 1977, p. 42), ya que mantiene aún la separación entre el mundo de la película y el del espectador. Por otra parte,
“Si el más frágil figurante perdido en un rincón del campo arroja la mirada más corta a la cámara, una fisura, un agujero aparece en el tejido fílmico y es toda su ‘realidad’ –esa ‘realidad de los acontecimientos’ que en algún lugar sabemos ser un fraude– que amenaza con escapar por ese agujero, como el contenido de un tonel por su orificio” (Bonitzer, 1977, p. 41).
La mirada-cámara (regard-caméra) es, en ese sentido, el momento en que se opera una ruptura decisiva: de un golpe, la brecha habitual entre los dos mundos es perturbada, y todo un nuevo juego de relaciones triádicas entre la escena, la enunciación y el espectador se pone en movimiento. Triple afirmación: del sujeto que filma y construye (la escena), del sujeto que mira y experimenta sensiblemente esa construcción (de la escena) y del que devuelve la mirada a ambos (en la escena). Triple implicación inevitable: de quien encara, de quien filma y del espectador. Triple transformación: de la escena en juego tenso de miradas, de la imagen en mediación explícita, de la película en territorio de (des) encuentros.
Si, como nos dice Marie-Josée Mondzain, “la imagen alcanza su visibilidad en la relación que se establece entre aquellos que la producen y aquellos que la miran” y si su naturaleza es la de ser “la expectativa de una mirada” (2009, p. 30), la mirada-cámara constituye una figura singular, en la medida en que relanza y multiplica el juego entre lo visible, lo invisible y la mirada que los pone en relación (y que, en esa figura e, se desdobla necesariamente en tres). La mirada que, en la escena, encara quien filma (y, por extensión, mira a la comunidad de los espectadores) desestabiliza las coordenadas de lo sensible y baraja las expectativas.
En el repertorio crítico, la interpretación de la mirada-cámara está casi siempre vinculada al rompimiento de la distancia entre el mundo de la ficción y el del espectador, gesto autorreflexivo definidor del cine moderno (de Harriet Andersson en Un Verano con Monika (Sommaren med Monika, 1953), de Ingmar Bergman, a Jean Seberg en Sin Aliento (Breathless, 1960), de Jean-Luc Godard). En las películas de Raulino, sin embargo, la aparición de esa figura compone una investigación recurrente y matizada, que alcanza un grado de variación impresionante y plantea un conjunto de implicaciones estéticas, éticas y políticas profundas.
Un pequeño itinerario: de Lacrimosa a Inventário da Rapina
“Recientemente se abrió una avenida en São Paulo. Ella nos obliga a ver la ciudad por dentro”. A los dos intertítulos iniciales de Lacrimosa, se sigue un largo plan-secuencia, que descortina a la orilla de la Marginal Tietê, la avenida más grande de San Pablo: desde dentro del Volkswagen, vemos el matorral que se acumula en los márgenes, destellos de la industria metalúrgica, caseríos de madera, carteles publicitarios, hasta que el coche entra en una favela y hay un corte. Después de un nuevo intertítulo, una alteración radical en el régimen formal construido hasta allí: el primer plano dentro de la favela es el retrato fugaz de un niño, que nos mira frontalmente.
La mirada del niño es dura, grave e inolvidable, pero no dura mucho. La cámara manejada por el propio Raulino –como en prácticamente todas sus
películas– luego procurará, reiteradamente, a veces al borde de la persecución, otros rostros, otras formas de ponernos frente a esas miradas que desestabilizan la escena y exigen nuestra atención. “La fuerza de la imagen proviene del deseo de ver” y su poder es “encarnar el deseo sin satisfacerlo” (Mondzain, 2009, p. 31). El deseo de la cámara de descubrir algo en los rostros, el deseo (o el rechazo) del espectador de acompañarla en este descubrimiento, el deseo de la película de hacer de todos los deseos (o de todos los rechazos) un inmenso problema.
“El cálculo, los silencios insólitos, las segundas intenciones, el espíritu subterráneo, el secreto, todo esto el intelectual va abandonando a medida que se sumerge en el pueblo”, dirá, unos años más tarde, la narración de O Tigre e a Gazela (Aloysio Raulino, 1976), compuesta por citas de Frantz Fanon y Aimé Césaire. En primer lugar, esta búsqueda incesante por la mirada-cámara: sumergirse en la gente, buscar el encuentro con estos habitantes de las orillas de la ciudad como una especie de respuesta a la aniquilación diaria. Toda la secuencia en la favela de Lacrimosa buscará un contraste entre los intertítulos de denuncia (“La basura es el único medio de supervivencia”, “Olor insoportable”) y los retratos, entre las imágenes del río contaminado y los ojos de los vecinos. El montaje quiere forzar una dialéctica imposible, como si quisiera encontrar en esas miradas una insurgencia rebelde contra la degradante situación. Hay un ballet extraordinario entre la cámara y un hombre que baila, pero el sentimiento que persiste es el de una incitación contrariada, que la película pone en escena con desesperación. Al final, sobre la imagen de un mapa de Brasil en blanco sobre fondo negro, surge el poema de Ángel Parra: “Quisiera volverme noche/ para ver llegar el día/ que mi pueblo se levante/ buscando su amanecida”.
En O Tigre e a Gazela, la tensión entre la crónica de la dominación y los destellos de resistencia adquiere nuevas formas. Después de un conjunto de tres planos de la misteriosa mirada de un hombre negro que sostiene a un niño blanco (el contraste entre los colores será a la vez un tema filosófico y una forma encarnada en una fotografía en blanco y negro altamente contrastada), un intertítulo nos dice que el colonialismo no está contento con “atrapar el pueblo en sus mallas”, sino que “se vuelve hacia el pasado del pueblo oprimido, lo deforma, lo desfigura, lo aniquila”. Es entonces cuando aparece por primera vez una mujer negra, que canta una oda conciliadora a la Princesa Isabel (monarca falsamente tenida como responsable por “libertar los esclavos” en Brasil), que dice que “hoy no hay más prejuicios de color”. Animada ora por una percusión furiosa, ora por una canción que es casi un lamento, la cámara nuevamente persigue el rostro de los transeúntes, de los mendigos que habitan en las calles de São Paulo. El encuadre busca la mirada, pero inicialmente la mirada es furtiva, ocasional, desviante. La interacción entre los planos, los textos y los fragmentos de música, sin embargo, conlleva un crescendo de intensidad, como si del rostro del pueblo emergiera gradualmente la revuelta. “Su mirada ya no me fulmina, ya no me detiene más. Su voz ya no me petrifica. Ya no estoy perturbado en su presencia. De hecho, hago lo contrario”, dice la voz over.
Es entonces cuando descubrimos la camaradería alegre entre dos muchachos negros, que sonríen contra un porche. La cámara se detiene en su retrato por un momento y, animada por una canción de Luiz Melodia, parte decidida hacia uno de ellos, se acerca hasta que la imagen se pone borrosa, se hunde en el rostro y alcanza la granulación. Sólo entonces podrá reaparecer esa mujer (que por un momento fuera una especie de confirmación de los efectos del colonialismo), cantando de nuevo un himno patriótico, pero esta vez el que nos dice que “la libertad ya ha amanecido”, y que “lejos estará el miedo servil”. Después de esta segunda aparición, la película se sumergirá en la gente, de brazos dados con la música furiosa del disco Milagre dos Peixes de Milton Nascimento, en las imágenes de la fiesta popular. Ahora la fotografía contrastada explota en la celebración del carnaval, se convierte en una epidermis festiva y brillante.
Hay catarsis, pero no síntesis dialéctica. El tigre y la gacela permanecerán por toda la película como vectores ambivalentes de la mirada. De forma análoga, el montaje vertical que conjuga los textos de Fanon, los extractos musicales y las imágenes opera mediante fricciones vertiginosas, sin homonimia ni ilustración posible. Podríamos invocar Jean-Marie Straub: “Es necesario que una película destruya a cada minuto, a cada segundo, aquello que decía en el minuto precedente, porque estamos a sofocar bajo los clichés y es necesario ayudar la gente a destruirlos” 1En entrevista al catálogo de la retrospectiva de Straub y Huillet en la Cinemateca Portuguesa.
El comienzo de O Porto de Santos (Raulino, 1978) está marcado por una poética que remite a las sinfonías urbanas de vanguardia, cercano a À Propos de Nice (Jean Vigo, 1930). El montaje combina el elemento arquitectónico con la figura humana de una manera apasionada y hermosa. Sin embargo, a partir de la segunda aparición de la palabra labor, cuando la película comienza a dedicarse a la vida nocturna de la ciudad portuaria, el rostro y la mirada vuelven a ocupar el centro de atención. En un plano, una joven se para frente al espejo, preparándose el maquillaje. Alterna entre mirarse a sí misma y mirar a la cámara, fuma y nos enfrenta con sensualidad y decisión.
El espejo está ahí, pero su reflejo es turbio, lleno de humo, y lo que vemos ya no se presta a nuestras identificaciones: la mirada-cámara desafía la pulsión escópica y nos devuelve una mirada extranjera. Toda la economía especular del cine (basada en la identificación y en nuestra proyección en los personajes de la escena) se deconstruye desde adentro: los ojos en el espejo nos devuelven la mirada, pero, como en un cuento de Poe, el rostro que refleja la superficie del espejo es de otro.
Desde allí, la película entrará en los bares y los burdeles, en una búsqueda celebratoria por esos rostros femeninos que sonríen y nos devuelven una mirada llena de un placer indescriptible. Si en Lacrimosa había un malestar renitente, y si en O Tigre e a Gazela había un descubrimiento gradual de la resistencia, en las mujeres y en las travestis de O Porto de Santos, la alegría y el goce son evidentes de inmediato. Si en las películas anteriores la forma respondió con la urgencia del conflicto provocado a fórceps o con la alternancia entre la observación y la incitación, aquí surge la pose, el juego lúdico, el placer del encuentro. Si antes el montaje necesitaba dibujar paralelos entre el exterior y los retratos, aquí presenciamos una alegre celebración de la multiplicidad de las criaturas de la noche. “Hay algunos a quienes les gusta la poesía y otros los cómics. Otros son marginales, otros no lo son. Algunos dan para trabajar, otros para robar. Así que la vida, hijo, está llena de muchas cosas”, dice una voz masculina en la banda sonora, mientras vemos las espléndidas imágenes nocturnas de Santos.
Inventário da Rapina multiplica las formas de la mirada-cámara. La frontalidad del muchacho negro que nos enfrenta y dice que no regresará a la empresa (“No debo nada a ustedes. ¡Ustedes son los que me deben mucho!”) contrasta con los travellings que revelan la frialdad de los ojos de las estatuas de mármol en la plaza, que inventarían los vestigios monumentales de la dominación (los indios, los esclavos, los trabajadores) bajo la música de un himno nacional irónico. Hay la mirada afectuosa de la esposa del cineasta y la mirada curiosa de su hijo, pero también están los ojos saltones del propio Raulino, quien narra frente a la cámara la incomodidad y el escape de un encuentro con un “negro muy alto, muy delgado, muy hambriento”, “como si hubiera llegado del infierno”. Vemos la inscripción “¡Viva Brasil!” borrada de la arena por las olas, y también vemos este movimiento de la cámara que se mueve desde un acordeón en la calle (bajo los ojos curiosos de los transeúntes) hacia a un niño cantor, que nos mira fijamente.
“Ayúdame a desenvolver esta ciudad”, dice el poema de Claudio Willer inscrito en la pantalla. El ímpetu revelatório de los intertítulos de Lacrimosa aún resuena, pero ahora rebate implacablemente en la extraordinaria secuencia de niños que bailan con los ojos vendados, como si una interdicción material contradijera el impulso más profundo de la cámara de Raulino: el deseo de encontrar, incesantemente, desesperadamente, en la confrontación de estas miradas, este “otro país que aún late/bajo la alfombra trémula del Tercer Mundo”.
El problema que mueve este ensayo –las variaciones de la mirada-cámara en algunas películas de Aloysio Raulino– no pertenece únicamente a la historia de las formas, sino a la vida en comunidad: las miradas de aquel hombre y de aquel niño en el inicio de O Tigre e a Gazela dicen respeto, ayer y hoy, a los repartos y a las divisiones que conforman el país, a los lugares bien definidos en los que encajamos a los pobres, al secuestro diario de su palabra y su mirada, a su devenir-pueblo y a su capacidad para resistir, y a nuestro lugar (espectatorial y político) en todo esto. Cada vez que se muestra una de esas películas –o cada vez que una de esas formas vuelve a existir, incluso en otras obras– estas preguntas son relanzadas y expuestas, una vez más, a los sentidos de los espectadores y a su facultad de juzgar.
Si “la imagen solo se basa en la disimilitud, en la distancia entre lo visible y el sujeto de la mirada” (Mondzain, 2009, p. 24), lo que promueven los gestos cinematográficos de Raulino es una inmersión sensible en el espesor de las distancias, una danza vertiginosa sobre la superficie de las escisiones, un salto de cuerpo entero hacia el abismo entre el cineasta, el sujeto filmado y el espectador. No hay mucho más que pedir a un cineasta.
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