José Luis Torres Leiva se ha encargado, desde sus primeras películas, a pensar el tiempo; a observar su paso, su transcurrir, los efectos que este tiene sobre los paisajes y las personas, sus marcas. Podríamos decir que su cine es el registro de esas marcas y huellas que va inscribiendo el paso del tiempo en sus personajes y en los territorios que registra: el psiquiátrico con sus habitantes sin tiempo (El tiempo que se queda); el sur de Chile luego del terremoto, congelado en la catástrofe (Tres días después); el tiempo impreso en el paisaje fluvial de las cercanías de Valdivia (El cielo, la tierra y la lluvia).
Su último filme, Verano, segundo largometraje de ficción, continúa con esa reflexión. Si hubiese que sintetizar de qué trata el argumento podríamos decir -simplemente- que es sobre el verano, la estación, sobre la idea de su recuerdo, una suerte de imaginario de su concepto cargado de nostalgia y de fantasía.
La película transcurre en las Termas de Cauquenes. Mientras algunos personajes vacacionan en ese lugar, otros, que viven en los alrededores, trabajan en el centro turístico. Torres Leiva omite cualquier fricción social, simplemente registra a unos descansando y tomando el sol a orillas de la piscina y a otros aprendiendo como doblar una servilleta de género para adornar la mesa.
También hay movimiento, permanentes tránsitos y desplazamientos por parte de los personajes; caminando, se movilizan en bicicleta, en automóvil, en motocicleta, los espectadores viajamos con ellos a través de estas superficies verdes.
La cámara se concentra en la brisa, que pasa a través de las hojas de los árboles y va organizando un paisaje plástico, la brisa que entra por una ventana y hace bailar el velo de la cortina, la brisa que juega con el pelo de los personajes que en verano –que en un verano- tienen diferentes preocupaciones: una piensa si tener o no tener un hijo a los cuarenta años, otras se fastidian ante una aspiradora que ya no aspira, otro personaje se apena por un amor que se dejó escapar, un señor simplemente observa y alimenta a una perra que acaba de tener cachorros. La película avanza desde esas pequeñas historias.
Verano representa muchos veranos. No es uno en particular y la forma como lo viven un conjunto de personajes, es más bien sobre todos los veranos que ya pasaron y que persisten cohabitando con el presente, en forma de sensaciones, de texturas, de olores, de descubrimientos.
Para lograr la representación de esas experiencias sensibles, Torres Leiva logra redistribuir las jerarquías y las relaciones forma – contenido: la operación consiste en filmar con distintos tipos de cámaras y luego proyectar la película con un data sobre un muro para registrar todo nuevamente. Esa segunda filmación es la que veremos a modo de película. Es la materialidad lo que le importa a José Luis Torres Leiva: la luz, la paleta cromática, los destellos que deja un cuerpo al abandonar un plano. Lo que le interesa no es capturar mecánicamente la realidad, sino que buscar organizar cierta belleza, indagar en su intrínseca ambigüedad.
En ese sentido es que hay algo muy moderno y autorreflexivo en el cine de José Luis Torres Leiva, en tanto cine que piensa en sus propios recursos, haciendo visible lo invisible, trabajando directamente en la exposición de los materiales que componen la obra y permitiendo la emergencia de elementos afectivos para la construcción del imaginario de una estación.
Urrutia, C. (2012). Verano, laFuga, 14. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/verano/592