X-Men

Formas de acción política

Por Daniel Link

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Daniel Link es catedrático y escritor; dicta cursos de Literatura del Siglo XX en la Universidad de Buenos Aires y es el autor del blog Linkillo (cosas mías), donde se publicó originalmente este texto. 
 
 

 

La trilogía cinematográfica X-Men (Bryan Singer, 2000; Bryan Singer, 2003; Brett Ratner, 2006) habla, sobre todo, de formas de acción política. En esa historia no hay modo de ignorar que los mutantes representan (alegorizan) a los diferentes (raciales y/o sexuales) del mundo. En la segunda entrega no se nos ahorra ninguno de los estereotipos iconográficos de la conversión homosexual ni el encuentro de viejos amantes despechados -“Yo creía que eras el único, pero no fue así”, le dice el despreciable comandante William Stryker (sólo por un pelo no lo llamaron Jeff) a su creación, el extraordinario Wolverine- ni el coming out, durante el cual la madre le dice al hijo: “Y… ¿No podrías no ser mutante?” (política del enfrentamiento dialéctico). Otro tanto sucede en la tercera entrega, cuando el padre irrumpe en el baño donde el hijo adolescente se ha encerrado y, como un César de la modernidad, lo abofetea con un Quoque tu al que el hijo, servil y miserable, sólo atina a contestar con un “Perdón, perdón” que tendrá profundas consecuencias en la resolución de los conflictos principales de la trama.

Los mutantes de X-Men saben que los seres humanos sólo quieren destruirlos, porque les temen. El primer paso para esa destrucción (alrededor del cual giraba la primera entrega) es la anunciada promulgación de un “Acta de Registro de Mutantes”, con asiento de la identidad y de la potencia, al cual, como no podría ser de otro modo, los mutantes se oponen por diferentes vías. En la tercera entrega, se trata de una vacuna capaz de curar a los mutantes y devolverlos a su triste humanidad. Como el tiempo es una categoría política, los mutantes parecen haber aceptado en la tercera parte de la trilogía (“en un futuro no muy lejano”) un protocolo de categorización del cual hablan todo el tiempo (y que, tristemente, copia la escala de los huracanes y otras tragedias naturales: se trata de colocar a los mutantes en una escala de destrucción).

Una de las vías ensayadas por los mutantes para resistir a la humanidad es la negatividad dialéctica de la modernidad marxista (Magneto), una forma de negatividad patética (con pathos), una forma de política-heroica característica de los vanguardismos políticos y estéticos de todos los tiempos, que desemboca en enfrentamiento y ruptura. La causa de Magneto (a la que por momentos no podemos sino adherir calurosamente) es la mutación inducida y generalizada (en la primera entrega de X-Men), la aniquilación de la humanidad (en la segunda entrega) o, más módicamente, en la tercera entrega, el asesinato del mutante a partir del cual la vacuna ha sido generada.

Lo que todo el tiempo se le recuerda a Magneto es que la negación dialéctica (el “no pasarán”) implica la posibilidad de ser incluido en el sistema como el Otro, lo que en algún sentido anularía el tipo de evolución que los mutantes representan y reivindican (“Sos un dios entre los insectos”, le dice Magneto a un adolescente que no podrá sino convertirse a su causa dialéctica). Paradójicamente (o no tanto), el final de la saga es pesimista en todo (el que pudo ser un ángel se nos revela en realidad como una paloma gigante que sobrevuela los parques, algunos mutantes han aceptado la “vacunación voluntaria”, la escuela de Xavier se ha transformado en una escuelita infame regenteada por la estúpida Storm, a donde los padres llevan alegremente a sus hijos y donde, con certeza, ejercerán el poder de censura de las familias norteamericanas sobre los programas de estudio, y triunfa esa forma de la hipocresía y de la segregación que llamamos corrección política).

La otra vía política que examina la trilogía es la negatividad acefálica de la modernidad nietzscheana, cuyo representante es el doctor Xavier. Una suspensión del enfrentamiento, una política apática de la extenuación, un devenir menor y una educación para una “vida en conjunto” al margen del Estado: el elogio de lo neutro, la suspensión de las órdenes, los mandatos, las arrogancias y los terrorismos. La reinvindicación del derecho a no responder, del derecho al silencio, del que acepta la complejidad de lo múltiple y que afirma el poder de no ser (es decir: la deliberación sobre el poder de no ser). Como señaló Maurice Blanchot en páginas ya viejas como el mundo que conocemos:

El derecho de no elegir es un privilegio, pero es un privilegio extenuante. El derecho de no elegir también es la negativa a elegir, el deber de no consentir ninguna elección, la necesidad de sustraerse a la elección que nos propone el orden natural del mundo en que vivimos (o que nos propone todo orden expresado por una ley, trascendente o inmanente). Es más, no se trata de negarse a elegir por una especie de decisión moral, por una disciplina ascética invertida, sino de alcanzar el instante en que ya no es posible elegir (1969, p. 169).

Un debate, se ve, muy a tono con la más alta filosofía de nuestro tiempo sobre los modos de enfrentar al enemigo (que, en la imaginación de los creadores de X-Men, y esto es notable y hay que destacarlo, son los seres humanos, demasiado humanos): ¿Lo haremos a la manera de ese héroe de la economía de la necesidad, Hamlet (“¿ser o no ser?”), o a la manera de ese otro héroe, pero de la economía del deseo, Bartleby (“preferiría no hacerlo”)?

El final de la trilogía evalúa con gran escepticismo la política de Xavier: él no sólo ha desempeñado (para escándalo de sus asociados y seguidores) el papel de “aprendiz de brujo”, produciendo (como el capitalismo) unidades puras de esquizofrenia (Jean Grey/ Phoenix), lo que justifica plenamente el pavoroso final que su discípula le reserva, sino que la única esperanza es la supervivencia de Magneto y, con él, de sus poderes de confrontación. La última secuencia de una película que de otro modo sumiría una historia bella como pocas en las sombras de la melancolía encuentra al héroe de la revolución mutante en una plaza, jugando al ajedrez como un jubilado que espera su muerte en un mundo donde el campo de concentración sigue siendo el paradigma de la política: el presidente de los Estados Unidos designa como representante ante las Naciones Unidas -¡las Naciones Unidas!- a un mutante, que representa por igual “a todos los norteamericanos, humanos y mutantes”. La confusión entre ciudadanía y biología sobre la que Giorgio Agamben no ha cesado de alertarnos. Pero Magneto no es la ruina senil que parece. Solo en esa plaza sobrevolada por el mutante más vil (el que ha salvado de la muerte a quien pretendía destruirlo), Magneto alcanza a mover una pieza de ajedrez sólo con pensarlo.

Es fácil imaginar aquello de lo que la tercera entrega de X-Men habla indirectamente. Los mutantes han sido normalizados (ya por la vía de la vacuna o ya por la vía de la incorporación al mercado). No es un defecto del guión lo que hay que leer en un proceso de normalización semejante sino, tal vez, un pesimismo de la inteligencia que, afortunadamente, no deja de estar acompañado por un optimismo de la imaginación. Magneto volverá (“Nadie nos va a curar. ¡Nosotros somos la cura!” es su divisa) , y volverá para ponerse al frente de esas hordas de mutantes marginales (una tropa de desclasados, pobres, ignorantes y con poderes completamente inútiles, fuera de toda posibilidad de normalización en el mercado: los ángeles de la aniquilación). Giorgio Agamben ha señalado:

La psicología moderna ha vaciado de tal manera el término acidia de su significado original, haciendo de ella un pecado contra la ética capitalista del trabajo, que es difícil reconocer en la espectacular personificación medieval del demonio meridiano y de sus filiae la inocente mescolanza de pereza y de desgano que estamos acostumbrados a asociar con la imagen del acidioso. Sin embargo, como sucede a menudo, el sobreentendido y la minimalización de un fenómeno, lejos de significar que éste nos es remoto y ajeno, son por el contrario un indicio de una proximidad tan intolerable que debe camuflarse y reprimirse (1977, pp. 28-29).

Y en nota al pie: “Sin duda no es pura coincidencia si, paralelamente al disfraz burgués de la acidia como pereza, la pereza (junto con la esterilidad, que se cristaliza en el ideal de la mujer lesbiana) se convierte poco a poco en el emblema que los artistas oponen a la ética capitalista de la productividad y de lo útil”.

Bibliografía

Agamben, G. (1977). Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental. Valencia: Pretextos.

Blanchot, M. (1969). El espacio literario. Buenos Aires: Paidós.

 

 
Como citar:
Link, D. (2007). X-Men, laFuga, 3. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/x-men/222