En una de las tantas entrevistas que Lucrecia Martel dio tras el lanzamiento de su última película, Zama (2017), señala: “Sobre el pasado hay que tener hipótesis audaces, especialmente en el caso de Latinoamérica, donde la historia ha sido escrita por los vencedores”. Yendo un poco lejos, Martel dice que su film puede ser tan artificioso como 2001, odisea del Espacio (Stanley Kubrick, 1968). La directora insiste en que se pueden esperar realidades alternativas en la ciencia ficción y, sin embargo, se exige la indicialidad y la precisión para las películas de ‘época’, algo aún más complejo para un pasado difícil de recuperar, como el mundo de las colonias en América. Para Martel, el discurso histórico es esencialmente conservador, en particular para aquellos que han quedado excluidos de la historia occidental, como los indígenas y esclavos (Martel y García López, 2017).
En esta línea, Stanley Kubrick decía a propósito de su película Barry Lyndon (1975): “Una película histórica es comparable a una de ciencia ficción” (Ferro, 2008, p. 14). Sin embargo, Lucrecia Martel propone en Zama, según nuestra lectura, un desplazamiento doble: la lectura de una novela que no se propone una reconstrucción histórica, y a la vez, enmarca el relato y el devenir de su protagonista en una circularidad y una exploración de la temporalidad. A partir de esta apuesta, consideramos que se puede concebir la película como una heterocronía, es decir, una postulación alternativa de la historia americana.
Dicho esto, no se trata de que el film se desentienda del marco histórico.1La película se basa en la novela homónima de Antonio Di Benedetto, publicada en Buenos Aires en 1956. Como Lucrecia Martel manifestó en diversas entrevistas, nunca se propuso realizar una versión cinematográfica de la novela, sino más bien tomar algunos de sus ejes y expandirlos. La realización del film tomó un tiempo extendido (5 años) debido a diversas vicisitudes de producción y a problemas de salud de la directora. Di Benedetto nació en 1922 en Mendoza y allí vivió hasta 1976, cuando fue secuestrado el 24 de marzo, el mismo día del golpe de estado, en su despacho del diario Los Andes. Fue torturado y en 1977 partió al exilio en Europa. En 1984 regresó al país y fijó residencia en Buenos Aires, donde falleció dos años más tarde. Su obra fue reconocida por Jorge Luis Borges, Juan José Saer y Roberto Bolaño, que lo retrata en su cuento “Sensini”. Varios de sus textos fueron llevados al cine. En 2016 la novela fue traducida al inglés por Esther Allen y en 2017 John Maxwell Coetzee escribió un artículo donde lo señala como un autor desconocido y central en la literatura latinoamericana. Puede consultarse en http://www.nybooks.com/articles/2017/01/19/antonio-di-benedetto-great-writer/ Zama recupera muchos elementos del mundo colonial –a través del vestuario, la ambientación, la sociabilidad, las jerarquías y estamentos raciales, las estructuras protonacionales y protoprovinciales, la organización legal y aspectos de la burocracia colonial española–, pero lo hace distorsionando esos mismos elementos.2Una de las lecturas más interesantes de Zama pone el foco en una adaptación ‘naturalista’ de la novela y del mundo colonial (Bernini 2017). Así, en un ejemplo evidente, las pelucas correspondientes al siglo XVIII en que transcurre el film no se ajustan a los usos históricos del Paraguay colonial, ni tampoco el cabello, los atuendos o la pintura facial de los indígenas. Esta es una decisión estética, con efectos en la lectura del pasado. En más de un sentido, la película busca poner atención a otras voces y a otros cuerpos, y lo hace apelando a una etnografía extrañada, como si el cine fuera el medio privilegiado para visitar un mundo que se perdió, pero del que muchos rasgos sobreviven en el presente.3Como otros filmes heterocrónicos latinoamericanos contemporáneos, en donde se funden y entrecruzan presente y pasado, el mundo indígena emerge con fuerza, del mismo modo que el componente africano y la esclavitud. Selva Almada observa en su libro sobre la filmación de Zama, que la directora se valió de refugiados senegaleses miembros de una creciente población africana en la Argentina para representar a los esclavos. De este modo recupera tanto las huellas de la esclavitud y la población africana en el mundo colonial, como la presencia contemporánea de inmigrantes provenientes de África en la Argentina (Almada 2017).
Con esto, proponemos leer esta puesta en escena deliberadamente anacrónica que postula Zama, como una revisión especulativa del pasado, de un pasado tal vez alternativo, más atento a las voces y a los cuerpos subalternos. Extremando un poco más esta lectura, podemos pensar en Zama como una ucronía, es decir, una exploración de las voces y sujetos que quedaron en un intersticio o entrelugar. En este mundo otro, la película abre una exploración de las posibilidades de imaginar las voces y corporalidades subalternas de ese mundo de difícil acceso. Nos parece además que el propio Diego de Zama puede ser leído como una figura de explorador alternativo.4Como ha sugerido la propia Lucrecia Martel, Zama puede leerse en afinidad con El entenado (1983), de Juan José Saer. En la ya mencionada entrevista en Casa de América, Lucrecia desliza esas afinidades, en relación a un héroe débil, frágil. Asimismo, esta heroicidad negativa o alternativa, es detectada por Juan José Saer en su prólogo a El silenciero, otra de las novelas de Di Benedetto, En ese prólogo, Saer cita una línea de la novela que ilumina al propio Zama: “De día pensé que me faltaban, hasta en el sueño, dones o ambición de héroe” (Saer, 2015, p. 7). Un explorador que hace ver, escuchar, tantear un mundo que se perdió, y que siglos después se reconfiguró y guarda afinidades con las relaciones sociales, raciales y de género contemporáneas.5Sin dudas pueden trazarse genealogías y afinidades con los cuerpos y las relaciones que plantean los filmes anteriores de Lucrecia Martel, como en la sociabilidad que se da entre clases sociales y tensiones domésticas en La ciénaga (2001). Un personaje que le permite a Lucrecia Martel enmarcar una historia atenta a otros cuerpos y a otros sonidos –valiéndose del recurso sonoro que el cine de Martel ha trabajado de un modo extremo, con la colaboración del músico Luciano Azzigotti–, y postular una cosmogonía circular, con una noción de la temporalidad y la cronología en el relato que se arremolina, y que leemos como una forma alternativa de pensar la historia.
- Hetero-temporalidades, narración e historia. Cronologías/Cronotopías
Zama es un film dentro de una serie más amplia, sintomática de una cierta estética del cine latinoamericano contemporáneo, en la que reaparece con insistencia una revisión y reescritura de la historia latinoamericana, a través de lecturas levemente fantásticas o con recursos oníricos. Se trataría, en una hipótesis tentativa, de una relación que algunas películas contemporáneas establecen con imprecisión deliberada y cuestionadora del pasado, de sus historias nacionales y occidentales. Una relación que se daría de un modo diferente al cine latinoamericano de otras épocas. Las figuraciones cinematográficas para revisar el pasado americano y nacional son vastas, pero de modo general podría decirse que una mayoría de las adaptaciones de décadas pasadas, han procurado atenerse o buscar la precisión, intentando cumplir con las expectativas de un cine de época. Esto es, un cine cuyo trabajo de arte y vestuario propone cumplir con una lectura ‘verosímil’ del pasado histórico, como en los filmes de María Luisa Bemberg (Camila, 1984) o Nelson Pereira dos Santos (Como era gostoso o meu francês, 1971) o muchos directores de la Retomada en Brasil.6En muchos de los estudios sobre el Cine de la Retomada en Brasil se ha señalado esta recuperación de temas históricos. Ver por ejemplo la compilación de Lúcia Nagib, The New Brazilian Cinema. Tal vez un antecedente, aunque con diferencias, para revisar la temporalidad que explora Zama, está en algo de la circularidad temporal, aunque muy atenuada, que ha configurado Glauber Rocha en torno al sertão (un sertão que es histórico y a la vez no lo es, como ha trabajado Ismail Xavier en su libro Alegorias do subdesenvolvimento).
Para continuar con la comparación de Zama con otras películas latinoamericanas contemporáneas, en algunos casos se trata del regreso de lo reprimido, en una línea más explícita, como en el malestar del pasado esclavista y la persistencia de las tensiones raciales en los films del brasileño Kleber Mendonça Filho: Aquarius (2016) y, más claramente, O som ao redor (2012) –que le debe mucho al cine de Martel en su trabajo de los cuerpos, la promiscuidad entre patrones y empleados domésticos y sus recursos sonoros–. Las últimas dos películas de Adirley Queirós, Branco sai, Preto fica (2014) y aún más claramente Era uma vez Brasília (2017), revisan el pasado y el futuro, a través de un procedimiento de ucronía, y reinventan Brasil.7Las dos películas utilizan un procedimiento similar: un viajero del futuro es enviado para salvar al Brasil, en un momento en el que se tuerce para siempre la historia del país. En el caso de Era uma vez Brasília, la película está filmada durante el intento parlamentario de expulsión de la presidenta Dilma Rousseff. En el cine argentino, tal vez menos que en Brasil, también hay algunos ejemplos de filmes que exploran ciertos saltos temporales y a veces hacen una revisión inusual de la historia, sin preocuparse del todo por las precisiones al revisitar el pasado, como en Jauja (Lisandro Alonso, 2015) o El movimiento (Benjamín Naishtat, 2015), o incluso en Cuatreros (Albertina Carri, 2016), los últimos filmes de Patricio Guzmán, Nostalgia de la luz (2010) Botón de Nácar (2015), así como Archipiélago (1992), de Pablo Perelman.
Zama, como esta serie de filmes que revisitan de manera diversa el pasado, debe pensarse como uno de los rasgos y preocupaciones estéticas contemporáneas, más allá del cine. Leemos en esta línea las obras de las artistas brasileñas Adriana Varejão, e incluso las fotografías de Claudia Andujar, a partir de la ‘invasión’ y ‘contaminación’ del pasado colonial o en la re-presentación en primer plano de los rostros indígenas. También es posible trabajar esta relación en algunos trabajos del artista argentino tailandés Rirkrit Tiravanija que refieren el pasado colonial y sus proyecciones en el mundo contemporáneo y en las temporalidades divergentes y post-apocalípticas de Adrián Villar Rojas. La bibliografía teórica señala la dimensión heterocrónica como un rasgo recurrente en el arte contemporáneo, caracterizado por la superposición y coexistencia de tiempos históricos diferentes en una misma imagen, como lo examina Koselleck.8Koselleck lo lee en relación con una pintura de 1529 que alude a la batalla de Issus, en la que Alejandro Magno triunfó sobre los persas abriendo la era del helenismo en el año 333 d.C., pero donde Albert Altdorfer pinta a los persas con turbantes turcos como los que usaban los enemigos de Viena en la época en que se pintó el cuadro (Koselleck, 2004, p. 10). Así, el arte contemporáneo incurriría en una práctica semejante, aunque ahora es el presente el que expande su sombra sobre los otros tiempos. Ante la expansión de la homogeneidad presentista asociada con la globalización en su fase actual (Cheah 2016, Hartog 2004), la representación de eventos simultáneamente históricos y contemporáneos pone en crisis una temporalidad monocroma y vuelve palpables la complejidad y superposición de tiempos recuperados en el arte contemporáneo. Leemos Zama en esta misma ecuación heterocrónica, donde el mundo colonial hospeda ejes como la violencia de género, las migraciones y los refugiados o el habla de lenguas indígenas en peligro de extinción.
La novedad y la audacia al pensar y explorar el pasado por parte de Martel, reside en parte en los desajustes y en la intraducibilidad y desacople temporal propio de la novela de Antonio Di Benedetto, pero más que esto, en las decisiones estéticas y narrativas para abordar el pasado. A pesar de las fechas que sitúan y organizan el texto: 1790, 1794 y 1799, la novela (y la película tal vez aún más) se desinteresa en la precisión histórica. Las fechas y el paso del tiempo, por el contrario, parecen más bien contradecir la lógica circular y arremolinada del relato visual, por momentos a través de sutiles recursos fantásticos. La escritura de Di Benedetto es de difícil traducción, lenta, arremolinada, acuática, trabada, que va y vuelve, como en el inicio mismo de la novela, y como en las decisión de adaptación y guión que estructuran el sentido narrativo de la película.9El pasaje del inicio de la novela es una de las claves de entrada de la temporalidad que construye, así como el mundo en el que se mueve el protagonista: “Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos. Ahí estábamos, por irnos y no.” (Di Benedetto, 2017, p. 11).
La puesta en escena, así como su temporalidad extrañada de Zama, se apoyan en la exploración del plano sonoro, pero en gran parte en su plano sensorial, y en la exploración del agua como elemento. Lucrecia Martel ha utilizado a veces literalmente lo que ella llama metáfora de la ‘pileta para componer planos y las posibilidades que ofrece el medio acuático se repiten en toda su filmografía. Es una línea que aprovecha el sonido, en el sentido del agua como un elemento que permite la expansión de las ondas sonoras, al tiempo que lo hace de un modo retrasado, extrañado, necesario para una mirada descentrada del mundo, observado desde una periferia doméstica e interior (la provincia, Salta, Paraguay). En todas sus películas abundan las escenas acuáticas, sobre todo ligadas al juego y lo corporal: recordemos la imagen central de la pileta de La ciénaga, pero también los cuerpos de las diferentes clases que se mezclan durante el verano, en el río. Es también importante la pileta en La niña santa (2004) y el canal de riego en La mujer sin cabeza (2007). Tal vez menos visible que en las películas anteriores, en Zama es un recurso explorado mucho más en la película que en la novela. El agua y sus posibilidades permiten plantear un marco conceptual para pensar en Zama y una temporalidad circular, en remolino, y que en esas vueltas hace ver y escuchar otros sujetos, otras voces, otros modos de vida.
En cuanto a la estructura y arco dramático, la película abre y cierra literalmente con escenas acuáticas, primero con Diego de Zama parado, observando el gran río que puede traer la carta salvadora que el personaje esperará en vano; al final, Zama es llevado por el agua, horizontal, casi en trance, en la canoa conducida por los niños indígenas que son también sus posibles salvadores. En el inicio, antes de ver a Zama en la costa del ancho río, Lucrecia Martel hace oír un chapoteo y voces de niños en una lengua indígena. Enseguida, en un plano con gran profundidad de campo, aparece Don Diego en la costa, mirando el horizonte en pose de hidalgo algo impostada, y detrás, muchos metros detrás, en la misma costa, el grupo de niños indígenas que se oye chapotear.
En el final, la decisión de concluir el relato de Don Diego de Zama de un modo abierto es aún más radical. Lucrecia Martel visita un escenario que no está presente en la novela, una zona de humedales y palmeras -filmada en la provincia de Formosa- (Almada, 2017). En ese universo ligeramente fantástico, que parece tierra y agua a la vez, el cuerpo mutilado de Don Diego es desplazado en una canoa, rodeado por un vasto territorio acuático, cubierto de plantas flotantes de un verde intenso. Dentro de la canoa, Zama tiene sus brazos mutilados, y sus muñones son verdes también, como si fuera una parte de ese elemento americano, entre agua y tierra, ese suelo que no es tal. El último plano de la película, y la voz de cierre de la película, es la de un niño, un niño indígena, que como en la novela, le pregunta al protagonista si quiere vivir. Lo último que le dice, en su lengua, no se llega a comprender. El desplazamiento de la balsa, a su vez, se acompañado por la música de Los Indios Tabajaras, un grupo musical contemporáneo que además informa al carácter anacrónico y transnacional de la estética con la que Martel revisita el pasado.10Los Indios Tabajara, que Lucrecia Martel descubrió gracias a YouTube, fueron dos hermanos guitarristas, de origen brasileño, de la tribu Tabajara oriunda del estado de Ceará. Su repertorio cubre varios géneros latinoamericanos.
A diferencia del final en la novela de Di Benedetto, donde Zama alucina con un niño rubio que parece ser él mismo de joven, Martel desplaza y complica la pregunta sobre la identidad, y a la vez da el poder del cierre del relato a una voz subalterna. Así, este marco planteado por la película puede pensarse como una mirada o una interpretación de una vida, la de Zama, circular, pero también, como una revisión del tiempo histórico y su representación, respecto a quiénes narran y a cómo lo hacen.
En esta línea, ¿cómo se narra la vida de Zama y cómo se transpone la primera persona de la novela? Más allá del primer acto que define a Zama, su condición de ‘mirón’, de voyeur, que analizamos más abajo, Martel da a conocer el pasado de Zama, y su decadencia, a través de un niño, el hijo de un comerciante que llega al pequeño puerto. La vida de Zama previa a la espera y búsqueda de traslado es resumida por la voz del niño. El niño, susurrando, presenta una especie de vida circular y profética de Zama, que prefigura el final y da el tono arremolinado de la historia: “Don Diego de Zama, que ha nacido anciano, y no puede morir”. Se trata de un recuento formulado con las palabras de Di Benedetto, pero extrañado por la estética de Martel, una estética que aquí se vuelve ligeramente fantástica: la voz del niño que oye Zama es a-sincrónica, se adelanta y luego recupera el ritmo, recuperando el tempo realista, y enseguida enrarecida con el trabajo sonoro. Junto a la voz del niño y su relato, Lucrecia Martel enrarece el marco de la historia con el diseño sonoro del artista Luciano Azzigotti, cuyo trabajo distorsiona el ambiente con la inclusión de grillos e insectos.11La relación del pasado de Zama, es también, ‘animalizada’ en la novela. Dice el Zama narrador: “Zama había sido y no podía modificar lo que fue… Sin embargo, yo veía el pasado como visceral, informe y, a la vez, perfectible. Por los elementos nobles no dejaba de reconocer algo –lo más– pringoso, desagradable y difícil de capturar como los intestinos de un animal recién abierto. No renegaba de eso; lo tomaba como una parte de mí, incluso imprescindible, aunque no hubiese intervenido en su elaboración, Más bien, yo esperaba ser yo en el futuro, mediante lo que pudiera ser en ese futuro” (Di Benedetto, 2017, p. 25).
Zama, quien como escribe Di Benedetto y repite el niño, “ha nacido anciano y no puede morir”, tampoco puede avanzar en el filme. Más bien su devenir es el desarrollo de una degradación, pero también su trayectoria pueda pensarse como una circularidad, en re-comienzos, y también, como proponemos, como una exploración alternativa del pasado americano, ya no lineal, ni progresivo. En esos desplazamientos, como si Zama no envejeciera dice el niño, su mirada (y lo que produce Martel alrededor) permite pensar en la película como una exploración etnográfica distorsionada, pero que deja ver un modo alternativo de imaginar el pasado.
- Modos de ver y la dimensión etnográfica. Visión de(l) mundo
Se puede pensar en la figura de Zama como voyeur – ‘mirón’, tal como lo definen el grupo de mujeres en el inicio del film, cuando lo descubren espiándolas en la costa del río.
Según Walter Benjamin el mirón -voyeur- es lo opuesto del flâneur:
Notable distinción entre el flâneur y el mirón: “No obstante, no vayamos a confundir al flâneur con el mirón, hay un matiz… El flâneur… está siempre en plena posesión de su individualidad. La del mirón, por el contrario, desaparece, absorbida por el mundo exterior… que lo golpea hasta la embriaguez y el éxtasis. El mirón ante el influjo del espectáculo que ve, se convierte en un ser impersonal. Ya no es un hombre, es público, es muchedumbre. Naturaleza aparte, alma ardiente e ingenua llevada a la ensoñación… el verdadero mirón es digno de admiración de todos los corazones rectos y sinceros (Benjamin, 2005, p. 433, M 6, 5).
Es posible explorar en esta línea la configuración de Diego de Zama como mirón o voyeur, dado que a lo largo del film el personaje no desaparece, pero habla poco, y parece ir entregándose a la inacción, como llevado por otros. Asimismo, la escena que define al Zama ‘mirón’ –tal como lo señalan las mujeres, que abandonan la lengua indígena y apelan al término en castellano– es una de curiosidad y a la vez un trabajo sobre los cuerpos, sus superficies y el paisaje fluvial subtropical que enmarca la película. El mirón no solo se funde con aquello que observa, sino que también asigna relieve y proyecta un mundo a partir de su propia perspectiva, es decir ‘crea mundo’.12“Una persona muerta significa que todo lo que ella podía pensar sobre el mundo ya nunca más sucederá” –señala Martel en el reportaje incluido en el volumen Estudio crítico sobre La ciénaga (Oubiña, 2007: p. 59).
Zama escucha primero al grupo de mujeres riendo y hablando cuando se acerca al río, mientras espera ansioso al barco que traiga correo real. Como en muchas escenas del film, la percepción sonora precede a la percepción visual: el ex corregidor escucha voces femeninas, pero no sabe de dónde proviene el murmullo. Una vez que el personaje logra identificar el origen del sonido, contempla al grupo de mujeres junto al río. Lucrecia Martel toma la decisión de ‘igualar’ las superficies de los cuerpos de las mujeres en la costa. Ellas resultan tanto semejantes entre sí como con la materia predominante en el film: el barro, la tierra y el agua mezcladas que proveen el alimento (el pescado, los vegetales, la fruta), el adobe para las casas, la madera e incluso la vía fluvial para que lleguen los barcos que permiten a los pobladores conectarse con el mundo, España y Buenos Aires, las metrópolis de las cuales el gobernador depende. El grupo de mujeres, entre las que hay indígenas, la esclava africana Malemba y la ama Doña Luciana, aparece cubierto completamente por barro, embadurnándose, conversando entre sí, aunque solo se oyen algunas palabras en lenguas indígenas sin traducir. Aunque la escena refiere, como toda la película, al pasado histórico que ya ha sido presentado en la apertura, las mujeres realizan una actividad indefinida, pero que parece un tratamiento de belleza con materia orgánica más propio de la vida urbana y burguesa que de usos del siglo XVIII. A partir de la puesta en escena de Martel, a partir de la mirada que como proponemos, plantea una historia alternativa, el tiempo colonial y la cultura indígena coexisten con prácticas modernas. También aquí lo etnográfico (la lengua indígena, el empleo del barro, la desnudez grupal del colectivo femenino) resulta perturbado por la dimensión ficcional y anacrónica que combina elementos ‘documentales’ con elementos imaginarios: prácticas indígenas con usos contemporáneos, como un tipo de alianza política entre los personajes femeninos de resonancias actuales (y hasta es dable pensar, en esta línea, en los usos del color verde en los cuerpos indígenas femeninos, un color cargado por la lucha a favor del aborto en el presente argentino). Al mismo tiempo, los cuerpos femeninos se mimetizan con la tierra y el agua –materia central que atraviesa todo el film– y son cuerpos africanos, indígenas y también blancos. Las jerarquías raciales características de la sociabilidad colonial aquí resultan disueltas.
Pero el voyeur, cuyo poder y función reside en ver sin ser visto, la escopofilia, es descubierto. En su análisis sobre el voyeurismo en el cine, Laura Mulvey sostiene que el placer del voyeur, típicamente masculino en el cine clásico, reside en ver el cuerpo femenino sin ser visto (Mulvey, 1999). Pero además, la ‘mirada’ del cine clásico, según Mulvey, reside en la construcción de una estructura de mirada no solo heterosexual, sino también antropomórfica,13The cinema satisfies a primordial wish for pleasurable looking, but it also goes further, developing scopophilia in its narcissistic aspect. The conventions of mainstream film focus attention on the human form. Scale, space, stories are all anthropomorphic. (Laura Mulvey, 1989, p. 17). algo que el trabajo de los cuerpos en Zama va disolviendo, explorando una corporalidad y un abordaje alternativo a los géneros. Por eso esta escena inicial complica el esquema clásico del voyeur. Por un lado, los cuerpos femeninos pueden ser no solo objeto de escopofilia masculina, pueden también ser objeto de deseo de otras mujeres (así como los cuerpos masculinos pueden ser deseados por hombres). Por el otro lado, el voyeur de Martel pierde el privilegio de la observación oculta. Las mujeres advierten que las observa y es denunciado: “¡mirón!”. Una de ellas lo persigue e invierte la relación mujer-pasiva/hombre-activo. Zama es increpado, sorprendido y en un movimiento que desafía una vez más los protocolos de verosimilitud historicista, es perseguido por una de las mujeres que lo alcanza, y a la que finalmente el personaje golpea. Esta escena no es más que la primera en una serie en la que el apetito del voyeur es empleado para rebajarlo y ubicarlo en una posición menor, dependiente del poder femenino. Así, la inversión de las posiciones de dominación masculina y sumisión femenina puede reconocerse como otro anacronismo entre los que proliferan en el film. El cuerpo femenino funciona como un objeto que subyuga la mirada masculina y en la dialéctica entre la contemplación y los cuerpos, se compone un mundo articulado por una economía escópica. El film multiplica planos en que el voyeur es observado cuando observa y se funde con el mundo contemplado.
Son muchas las escenas en donde Zama se presenta como voyeur y observa de más, mirando cuerpos que su posición y su moral no debería contemplar. En rigor, como en otros filmes de Martel, la observación siempre resulta algo desencajada, obstruida por marcos que interrumpen la visión y a la vez la enmarcan. Esto ocurre principalmente en las dos primeras partes de la película, cuando los personajes circulan por las viviendas coloniales. Los cuerpos siempre están situados en espacios incómodos donde escasea la intimidad y conviven varios personajes. Los intentos eróticos frustrados con Doña Luciana se construyen en esta línea. Luciana es española y esposa de un funcionario superior en jerarquía a Zama, el Ministro de la Real Hacienda. La seducción que ambos practican transgrede fronteras estamentales. A tal punto Zama transgrede las normas y es castigado, que el personaje se mete casi a la fuerza en su casa, donde la espía, y al hacerlo, descubre el romance de Luciana con su funcionario subalterno, Ventura Prieto.14Toda esta subtrama, la de la frustrada seducción de Doña Luciana por parte de Diego de Zama, y el descubrimiento del poder político y sexual que ejerce su segundo, Ventura Prieto, se acompaña por la metáfora de la “avispa pómpilo”, de la que se dice que “pone sus huevos sobre las arañas vivas”, en otra de las muchas metáforas animales que impulsa la película. Asimismo, Martel muestra a Zama fascinado y censurado con los cuerpos de las prostitutas negras en el burdel -otro clásico espacio de análisis benjaminiano- (Benjamin, 2005).
El devenir de Zama como ‘mirón’ parece organizar parcialmente su devenir dramático, como si el guión y la puesta en escena castigaran o rebajaran esta práctica, al punto que es posible sostener que Zama, quien comienza erguido junto al río, como analizamos, acaba recostado, literalmente amputado, encuadrado por una cámara cenital. Pero además, la decadencia de su poder está ligada al modo en que su mirada excesiva afecta sus juicios y dictámenes legales. La escena más evidente es aquella en que la familia descendiente del adelantado Domingo Martínez de Irala le solicita a Zama una encomienda de indios. Aunque el matrimonio alega derechos para su demanda, la negociación transcurre en un espacio atravesado por la mirada cada vez más interesada del asesor letrado a la nieta del matrimonio, una mujer “mezcla”, como la define su abuela, una ex cautiva recuperada por la familia luego de una estadía entre los indios. En la escena, el subalterno Ventura Prieto objeta la concesión de Zama de la encomienda sin que haya mediado documento alguno, y solo la palabra del “descendiente de adelantados” para otorgar el beneficio. “Para esclavizar naturales no basta el nombre de Irala”, impugna Ventura Prieto. El asesor letrado asistente revela tanto la complicidad de Zama con el régimen colonial realista como la emergencia de voces críticas de los privilegios esclavistas entre los criollos, que prefiguran el pensamiento ilustrado que abasteció el discurso de la emancipación. Pero Zama es escéptico, su interés está más en la salvación personal que en la redención colectiva. El pago que acaso esperaba a cambio de su favor, la atención de la nieta a la que observa con fruición mientras ella se deja lamer la mano por un perro, tampoco ocurre aquí. Zama es otra vez ignorado por las mujeres que persigue, pero su mirada ‘compone mundo’, es decir, sus derroteros permiten explorar y hacer ver una historia alternativa, el modo en que eran vistas las mujeres, la intraducibilidad de las lenguas ajenas al poder colonial, y los matices y fuerzas que articulaban el orden colonial.
Pero además, si bien la mirada deseante de Zama corresponde con la del voyeur, y a pesar de que el sujeto que observa es castigado y rebajado, Martel se nutre de este dispositivo para mostrar y denunciar la promiscuidad americana fundacional, en los cuerpos entre amos y esclavos, animales y humanos, que se extienden al cine contemporáneo y dan cuenta de una puesta en escena interesada en el presente. Las familias criollas que dependen de sirvientes indígenas para realizar el trabajo son uno de los colectivos mejor investigados en el cine de Martel y esta familia puede pensarse como una con lazos de sangre y economía con las de La ciénaga o La mujer sin cabeza, así como en los filmes de Kleber Mendonça Filho y Gabriel Mascaró en Brasil.
En la exploración de la mirada que propone Zama, no solo los adultos son ‘mirones’. Los niños y los indios, que ocupan lugares privilegiados en distintos momentos del film, también son responsables de miradas capaces de descubrir rasgos de otro modo invisibles, rasgos de un mundo histórico recuperado a través de estas puestas en escena, y en ese sentido legible como una historia alternativa. Incluso los animales (la llama, los caballos) miran el mundo y devuelven la mirada al espectador desde la pantalla. Como señalamos antes, el hijo del oriental en el comienzo del film traza un retrato y un marco del protagonista y lo define como inmortal: “nació viejo y no puede morir”. Así, el protagonista Zama se encuentra encerrado en un círculo sin salida, sin origen ni muerte que libere a los seres de la permanencia sin progreso en una temporalidad repetitiva. El mono en el remolino, la escena con la que se inicia la novela, figura la posición del personaje en un tiempo detenido y permite pensar en una noción de historia alternativa, no ya lineal y progresiva, sino en remolinos.
Si continuamos y analizamos en otras escenas esta re-educación alternativa de la mirada que propone Martel, y que es una revisión temporal, el encuentro con el mundo indígena en el final permite ampliar los efectos de esta apuesta. Así, en la tercera parte del film son los indios ciegos quienes se acercan al grupo de Zama, internado en la selva para buscar a Vicuña Porto. Los indios ciegos se desplazan y ‘ven’ por otros medios: el tacto, el olfato, su orientación en un territorio conocido. La estrategia de permanecer quietos recomendada a Zama por los baqueanos, y sobre todo por el bandido Vicuña Porto: “si tú fica quieto, tu vives”, le dice, y así habilita la supervivencia que depende cada vez más de la convivencia con los indígenas. De hecho, incluso el bandido a quien persigue la partida, Vicuña Porto, tiene él mismo la condición de invisibilidad: está en todas partes, pero nadie lo ve.15Sobre el final de la novela, Antonio Di Benedetto postula hipótesis muy productivas sobre los poderes de la mirada, la ceguera, y sus efectos, cuando Zama es tomado prisionero por el grupo de indígenas. Son dos ideas, ligadas además al universo infantil: “Ciegos. Todos los adultos eran ciegos. Los niños, no.” (Di Benedetto, 2017, p. 278) y “Un indio se había echado sobre una india. Estaban en la zona de luz. Creí comprender. No veían y habían eliminado de encima de ellos la mirada de los demás” (Di Benedetto, 2017, p. 278).
La mirada, y la pérdida de ese poder de ver, o la degradación y transformación del punto de vista, es así una de las claves del film. Zama va adquiriendo, a la fuerza, a través de la exploración circular y en trance por la que lo llevan Di Benedetto, y más aún Martel, un aprendizaje sobre estos modos de ver alternativos, incluso, más que sobre su oído y la escucha (porque Lucrecia Martel extraña el sonido, a través de distorsiones y también de sonidos no sincrónicos y hasta fantásticos, pero la mirada es lo que va educando a Diego de Zama). En esta línea, el ‘mirón’ va volviéndose niño y hasta animal, a su pesar. Pero además, se puede sostener que ese cambio en el punto de vista lleva a la exploración de mundos otros, subalternos, a prácticas y saberes a los que Zama es llevado, hasta arrastrado. Uno de los ejemplos evidentes es la escena de curación, un ritual anacrónico que mezcla prácticas y lenguas contemporáneas. En esta escena Zama asiste a buscar a un ‘médico’ para el Oriental, quien ha enfermado de cólera y finalmente muere. Zama, en esa escena, parece ver la figura elusiva de un niño, quien se le escapa, como en otras escenas del film. Al presentar la escena, Lucrecia Martel hace arrodillar a Zama, degradándolo y al mismo tiempo cambiándole el punto de vista, habilitando así una exploración etnográfica (pero no realista) de las prácticas de curación indígenas.
En esta línea puede pensarse también la exploración que hace ver a Zama en la confrontación con su familia americana, con su hijo mestizo y su madre, y la manera en que Lucrecia Martel pone en escena la situación. Componiendo un cuadro de cuerpos sentados, donde se mezclan niños, mujeres indígenas y animales, Martel muestra a las mujeres deliberadamente con sus pieles en dos colores, sus pieles pintadas parcialmente de verde (anticipando lo que sucederá más adelante con los cuerpos de los guerreros pintados de rojo), a la vez que trabajando en la superficie de los pescados, que se muestran en parte sin escamas, en un proceso de cambio de piel, y entonces, de transformación ante la mirada externa.
En todas estas escenas, la exploración en torno al ‘mirón’, la pulsión escópica y la re-educación de la mirada tienen una capacidad que va más allá de la economía visual plana, documental, etnográfica y se valen del detalle (la peluca, los peinados y cortes de cabello indígenas, las pinturas corporales, el barro en los cuerpos y el cabello de las mujeres junto al río) para inventar mundos. Esta puesta en escena, además, rompe con la mirada antropomórfica occidental, confundiendo cuerpos y bordes, límites entre lo humano y lo animal, entre lo acuático y lo terrenal, por lo que los recursos al barro y a las escamas son metáforas perfectas para entender esa historia alternativa, invisible para la historia del mundo colonial. Por esto mismo los niños y los animales contemplan el mundo de la película con peculiar profundidad. Se crea un circuito donde el mirar integra a quienes observan la escena observada. El personaje de Zama, como la avispa pómpilo que pone sus huevos sobre las arañas vivas, queda integrado en el mundo que lo captura. Son dispositivos y economías capaces de revelar lo invisible, decisiones estéticas que permiten hacer ver aquello que la mirada neutra no consigue reconocer y de ir un poco más lejos, al identificar el mecanismo de cooptación por el que el voyeur, como un insecto encandilado, se funde con aquello que observa y crea así un mundo.
Conclusiones
Zama plantea un conjunto de intervenciones que pueden pensarse en torno a los dos núcleos explorados en este artículo. Por un lado, una organización temporal que desafía los relatos teleológicos y el tiempo lineal evolutivo y propone en contraste una economía circular, tipificada en el remolino, que puede leerse en sintonía con las teorías contemporáneas de la heterocronía y el anacronismo (Cheah, Didi-Huberman, Hartog, Koselleck).
Los mundos que el film compone están formados por capas de tiempo heterogéneo que conviven y reescriben el pasado colonial. Hay elementos y detalles que indican el tiempo histórico: libros, pelucas, muebles y costumbres, pero esos detalles conviven con otros que no pertenecen a ese momento, como la centralidad de los cuerpos embarrados así como la mirada animal. El film reescribe el mundo colonial y revela lazos con el presente: los esclavos ya no existen pero sí los refugiados africanos sin ciudadanía, como los senegaleses contratados para representar la esclavitud y que comparten con los esclavos coloniales una posición subalterna. El mundo indígena ha cambiado pero no ha desaparecido por completo: las lenguas que el film registra pertenecen al habla contemporánea americana y documentan un acervo lingüístico que aunque no haya desaparecido todavía, se encuentra en peligro de extinción, y que Martel decide reponer en la historia, sin traducción, otorgándole una fugaz visibilidad, como las luciérnagas de las que hablara Pasolini, y que permiten pensar en las funciones políticas de las artes y el cine, según Didi-Huberman.
Por otro lado, en segundo lugar, el problema de la representación visual y del personaje masculino como voyeur (aunque también ocupan esta posición niños, animales e indígenas) recorre el film en diversas instancias y permite problematizar tanto el privilegio del que mira como la posición del espectador que contempla y es contemplado en su observación. El observador observado como re-educación de la mirada. El voyeur es mirado y convertido en objeto, tanto como él observa mujeres de distinto rango, indígenas, africanas y españolas. Los esclavos no solo sirven a sus patrones, también son testigos y fiscales de las conductas de los amos blancos. Pero esa red de relaciones intangibles, formada por líneas invisibles entre ojos que se contemplan unos a otros, forma un mapa articulado por ojos humanos y ojos animales, ojos de una llama (animal al menos improbable en el mundo colonial paraguayo, pero que establece un parentesco con el mundo andino del que viene Martel) y ojos de niños. El mirón crea mundo, un mundo que sin su intervención, sin su vida, su mirada y su pensamiento, no podría existir. Pero además, ese mundo alternativo, antes invisible o poco referido en la historia colonial, rompe con las miradas antropomórficas y las nociones de espacio y escala tradicionales, a partir de una puesta en escena extrañada, con cuerpos agachados, recostados, en posiciones incómodas y vistos por niños arrodillados y animales.
El mundo colonial, aunque lejano y aparentemente remoto en el pasado, no ha cesado completamente de existir y el cine de Lucrecia Martel revela rastros coloniales en las relaciones patriarcales, patronales y raciales que todavía hoy organizan el tejido y el imaginario donde se proyecta nuestra visión del mundo. Esas relaciones y formas de ver encuentran su medio especial en un cine sensorial, donde la mirada se vuelve des-centrada y se re-educa, y hace ver una historia más extensa y antigua, de un fluir líquido, con remansos y remolinos.
Bibliografía
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