Desde antes que se instalara la “Institucionalidad cultural” por allá en el 2003, la jerarquía oficial del mundo cultural ha tendido a referirse al cine como parte de la industria cultural del país.
Instaurada la Institucionalidad y modificado el sistema de postulación a los proyectos culturales, dejando atrás el manido cúmulo anterior, conocido por todos como el Fondart (a los fondos de cultura aún se les reconoce con este nombre), se crean tres líneas separadas de financiamiento, atendiendo a la supuesta categoría de “industria” de éstos.
De esta manera, se crean las líneas de la música, del cine y se mantiene el Fondo del Libro. Tres áreas en donde se supone que el mercado lo regulará todo y en donde las disciplinas artísticas tienen las herramientas para subsistir.
Hablar de Industria cultural hoy en Chile supone que el desarrollo artístico y cultural de las diferentes expresiones de nuestra sociedad son capaces de entrar en este juego de la oferta y la demanda y que tienen contemplada en su proceso creativo toda una cadena de valor necesaria para subsistir en esta contienda. O, como también lo explica Manuel Antonio Garretón, cuando señala que “las industrias culturales conforman realidades híbridas, con un componente económico y otro cultural, es decir, con dos lógicas que a menudo entran en tensión. La cultura penetra a través del mercado, del encuentro entre cultura y economía, a través de los bienes culturales como bienes económicos” (Garretón, 2003, pp. 170-171).
Esta tensión visualizada por Garretón no es otra cosa que la ambición de las autoridades culturales del país que han querido homologar nuestro desarrollo cultural con experiencias norteamericanas o europeas. En el ámbito ideológico, no es necesario citar latamente a los exponentes de la Escuela de Frankfurt para mellar el concepto de industria cultural, conceptualizado por ellos sarcásticamente como que “trata de la misma forma al todo y a las partes. El todo se opone, en forma despiadada o incoherente, a los detalles, un poco como la carrera de un hombre de éxito, a quien todo debe servirle de ilustración y prueba, mientras que la misma carrera no es más que la suma de esos acontecimientos idiotas” (Horkheimer & Adorno, 1979, p. 183).
Esta “confianza” de las autoridades culturales y políticas, en querer hacer correr en las grandes ligas a tres incipientes industrias culturales, no es otra cosa que miopía y desconocimiento de la política cultural que implementan. Más de alguno podrá no ser tan ingenuo y aseverar que la “autoridad” lo hace a sabiendas, tomando en cuenta el manto misterioso que cubre estos comportamientos. La industria cultural introduce en la conciencia del público maneras de ver, pensar, hacer y sentir la realidad que ponen a la población en una situación de permeabilidad ante la manipulación del aparato de poder y presión, en un contexto laboral caracterizado por la explotación y la alineación.
Sin duda estas tres expresiones artísticas -libro, música y cine- son las entendidas y comprendidas masivamente y son las que mayor conexión logran con el público o comunidad. Sin embargo, los creadores y artistas de estas disciplinas tienen realidades tan diversas que malamente se puede afirmar que en su totalidad transitan plácidamente en la “industria cultural”.
No es motivo del presente analizar la calidad de las obras, ni la pertinencia o momento del creador, sino que profundizar en algunos elementos que nos darán luces sobre como las cosas que el Estado debiera manejar dan cuenta de que el estado de las cosas se mueven con otro ritmo, otro sentir.
Primero que todo, para que una obra -sea cual sea su formato- circule, se conozca y no se pierda en las bodegas de algún sitio gubernamental, debe cumplir con la cadena de valor establecida en una industria como tal. O sea, si entendemos nuestro contexto cultural como industria se debe hablar de él como un “producto” y como tal debe cumplir con la cadena de valor estándar para un bien cultural: creación, edición, producción, distribución y difusión y/o circulación. La mayoría de los productos culturales siguen la primera parte de la cadena, sin embargo, los parámetros referidos a distribución y circulación son escasamente cumplidos. En virtud de esto, se rompe la cadena de valor y el producto no circula. Esto sucede con la mayoría de las expresiones artísticas, a diferencia de lo que ocurre con el libro, la música y el cine, debido a que ellos sí cumplirían con esta cadena de valor.
Acá les pregunto a los creadores de estas tres expresiones, ¿efectivamente su obra circula como ellos quisieran? o ¿si no se entienden con las cadenas de distribución (sellos, editoriales, casas de distribución) simplemente la obra queda arrumbada por allí?
De partida, les puedo asegurar que realidades muy distintas son las que se viven en regiones en relación con la capital. En éstas ni hablar de industrias culturales -a pesar que todos se rigen por la misma ley y que existen fondos especiales para regiones- ya que las obras que se realizan premiadas o apoyadas por fondos culturales de cualquiera de estas tres áreas, efectivamente quedan guardadas en algún cajón. Esto, ya que una vez que se acaba el ítem para arrendar el teatro o sala de exhibición, no existe posibilidad de seguir mostrando la obra y sólo, con suerte, se incluye el producto en alguna itinerancia gratuita por la región, ni pensar en el resto del país. No nos detendremos en otras expresiones artísticas (plástica, fotografía, danza, teatro o artes integradas), las que seguramente viven una realidad más dramática.
En una conversación sostenida al bajar del tren en Viña del Mar (metro dirán algunos) con Agustín Squella, mentor de la institucionalidad cultural y asesor de cultura del entonces Presidente Ricardo Lagos, y al plantearle mis dudas sobre la pertinencia de la relación del Estado con los agentes culturales, él me señaló que, si bien mis inquietudes estaban fundamentadas y que seguramente había un vacío en la ley y en la postura del Estado al respecto, yo no estaba reparando en todos los artistas que no quieren dar a conocer su obra, aquellos que, por libre inspiración, daban a luz lo más escondido de su ser en una obra X. Si bien quedé un poco trastocado con su respuesta, lo comprendí en el caso de algunos pintores, poetas y quizás algunos escritores. Extrapolar esta aseveración para nuestras “industrias” del libro, la música y el cine me resulta contraproducente por la génesis misma o motivación en cada una de estas obras.
Qué debe hacer el Estado por el cine
Ahora bien, en Santiago, que es desde donde el país se proyecta principalmente hacia el resto del territorio y el extranjero, existe una suerte de círculo que conjuga aparentemente en buenas condiciones lo que una cadena de valor debiera contemplar. Eso es lo que se ve, pero ¿será así? Seguramente no tengo las herramientas ni los conocimientos para llegar a una respuesta satisfactoria, pero sí se puede señalar que si del Estado dependiera, la mayoría de las películas chilenas no verían la luz, pues los fondos destinados a través del fondo audiovisual son sumamente escasos y los realizadores deben ramificar su obtención de recursos para las distintas etapas de producción de un film. Por ello, postulan a CORFO, al Fondo de Medios, a Ibermedia y otros fondos internacionales para concretar su iniciativa, estando de moda las coproducciones.
De hecho, el futuro promisorio con más de 20 largometrajes anunciados para el 2007, se nubló un tanto, pues varios de ellos postergaron su estreno al no contar con recursos para la etapa de postproducción. Sólo 11 vieron las luz, más 4 documentales.
Menos mal que hace ya un par de años (recién en 2006) se comenzó a rodar la mejor película para los creadores santiaguinos: el SANFIC, un festival de cine que al menos ya da tribuna y es vitrina para un sinnúmero de realizadores.
En estas relaciones de las cosas con el Estado, en donde el estado de las cosas es en algunos casos deplorable, lo mínimo sería que se asegurara la circulación y /o distribución de la obra, del film, y que independiente de la calidad del mismo, se destinaran espacios para su exhibición, ya que lamentablemente la ley de la oferta y la demanda que luego la regulará, puede hacer de ésta un muerto viviente.
No se trata de hacer una apología de obras de dudosa calidad o de avivar su reproducción, sino de que todos los realizadores-artistas tengan las mismas oportunidades de exhibición, y que luego el público de, para bien o para mal, su veredicto.
Por la razones esgrimidas en estas letras, no es de extrañar que algunos de los estrenos del 2007 apelaran a lo masivo, a la popularidad, no tan sólo para ser circulados sino que para atraer dividendos a los bolsillos. En este contexto, podemos nombrar los casos de Chile puede (Ricardo Larraín, 2008), Radio corazón (Roberto Artiagoitía, 2007) o Casa de remolienda (Joaquín Eyzaguirre, 2007). Y en una columna paralela el triste caso de Malta con huevo (Cristóbal Valderrama, 2007), que con una apuesta experimental, pero apelando a rostros mediáticos de telenovela, no pudo acaparar la atención del respetable.
Bibliografía
Garretón, M.A.(Coord.) (2003). El espacio cultural latinoamericano. Santiago: Fondo de cultura económica-Convenio Andrés Bello.
Horkheimer, M. & Adorno, Th. (1979). La industria cultural: iluminismo como mistificación de las masas. En AA.VV. Industria cultural y sociedad de masas. Caracas: Monte Ávila.
Muñoz, R. (2008). A propósito de la “industria cultural” en el cine , laFuga, 7. [Fecha de consulta: 2024-10-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/a-proposito-de-la-industria-cultural-en-el-cine/306