Más allá de la pulcritud de su estilo, lo que más identifica al cine de Andrés Wood ha sido su permanente observación de aquellos rasgos sociales identitarios de la cultura chilena. Si entendemos la relevancia de lo que el cineasta ve en las canchas populares, entonces Historias de Fútbol (1996) es una cinta fundacional en ese proyecto explícito de construcción caracterológica del Chile de la postdictadura, en el mismo sentido en que Machuca (2003) reorienta esa indagación a los aspectos más cívicos sustentados en la observación histórico-política y que ha expandido tanto en sus obras para cine como en aquellas dirigidas exclusivamente para la televisión, como Ecos del desierto (2013) y Ramona (2017).
Sin duda la estrategia de producción con que Wood ha llevado adelante algunos de sus trabajos plantea un evidente problema estético-ontológico. La metodología de concebir obras como proyectos televisivos más extensos y extraer de ese material lo necesario para el desarrollo dramático, la intensidad y la duración de un filme para ser exhibido en salas, implica analizarlos con la lógica de un producto residual, incompleto o, en el mejor de los casos, fragmentado. Tal ha sido el estatuto de El desquite (1999) y Violeta se fue a los cielos (2011), piezas que comparten entre sí el análisis de ciertas lógicas de poder establecidas en la idiosincrasia nacional, sea la institución del inquilinaje en la primera, o el papel de la mujer pobre en el contexto de la migración campo-ciudad en el caso de la segunda. Ambas tuvieron vida como miniseries poco después de su estreno en salas y en ellas se vieron ampliadas líneas dramáticas y personajes que fueron omitidos o reducidos considerablemente en sus versiones para cines.
Por ese cruce híbrido entre algunas de sus realizaciones y tambien por la importancia que le ha dado a la producción fuera de lo estrictamente cinematográfico, es pertinente integrar su trabajo para televisión como parte de ese corpus creativo, al menos aquellas realizaciones en las que ha participado explícitamente como director.
En ese terreno son evidentes las orientaciones que vinculan en una sola dirección los proyectos de Machuca (2003), La Buena Vida (2008), Violeta se fue a los cielos (2011), además de Ecos del desierto y Ramona, al punto que todos ellos podrían ordenarse cronológicamente para construir una historia social de Chile en los últimos sesenta o setenta años.
Desde distintos puntos de vista la relevancia de la fractura institucional establecida a partir del Golpe de Estado es tan gravitante en la obra de Wood que ésta bien puede establecerse a partir de la persistente nostalgia republicana. Desde este punto de vista La buena vida sería la película más clara en esa concepción institucional, en tanto geográficamente se circunscribe en el entorno del Barrio Cívico, históricamente se localiza a mediados del primer gobierno de Michelle Bachelet y, en su concepción coral, propone una lógica restitutiva que moviliza a sus cuatro personajes centrales hacia un grado de inserción, tanto en lo afectivo como en las aspiraciones sociales e íntimas, ligadas directamente con las posibilidades del desarrollo individual instaladas con la transición política.
Que las expectativas de estos persoajes terminen en menor o mayor medida estrelladas por la inercia estructural, los individualismos y por las burocracias actuales vincula a la película con el aplastamiento de esa utopía de sociedad más solidaria expuesto en Machuca.
Desde La buena vida en adelante, las obras de Andrés Wood han sido una cronología de procesos sociales trágicos o truncos que devastan a sus personajes y los arrastran a través de los años. Tanto el proyecto artístico-folclórico que termina arrasado por la lluvia de La Reina en Violeta se fue a los cielos, como la ilusión de familia de Carmen Hertz y Carlos Berger en Ecos del desierto están construidos con un aliento trágico y son en estricto rigor distintas perspectivas de un fracaso colectivo. Incluso las conquistas de las tres mujeres protagonistas de Ramona -quienes, en medio de los padecimientos de la toma de terreno en las cercanías del Zanjón de la Aguada, lograron construirse afectiva y también socialmente-, son relativizadas al final del último episodio de la serie, cuando una línea de diálogo hace mención la inminente campaña de Salvador Allende de 1970 y ese sólo dato introduce, como una probabilidad inexorable, el destino fatídico de esos personajes al final del camino.
Fascismo ordinario
En ese cúmulo de percepciones sobre la historia reciente Araña (2019) plantea consideraciones completamente distintas sobre su manera de abordar el análisis en torno al Golpe de Estado. Si bien sus conclusiones no neutralizan comcpletamente la coherencia global de su visión de mundo, si siembran dudas sobre el análisis específico con el que el nuevo filme tiende puentes entre la ultraderecha de inicios de los setenta, las posteriores ramificaciones del poder económico y la expresión más violenta de la xenofobia chilena actual.
El tejido central del filme es el triángulo amoroso iniciado a comienzos de 1971 entre los jóvenes Inés (María Valverde), su marido Justo (Gabriel Urzúa) y Gerardo (Pedro Fontaine), un trío exaltado por el triunfo de Allende en la elección presidencial y volcado a la dirigencia del movimiento Patria y Libertad que oficiaba como principal instrumento de sabotaje político de la extrema derecha durante el primer año del nuevo gobierno.
Entre ellos Inés no sólo es la más fría y manipuladora. Evidentemente es también más lista que los otros dos y es en parte por su impulsividad que encuentra en la desbocada e irascible personalidad de Gerardo una pieza de deseo, por encima del infantilismo inconciente de su joven.
Como ya ocurría en Violeta se fue a los cielos y Ecos del desierto, la estructura narrativa del filme opta por hilvanar el relato desde sus extremos, tomando como inicio la reaparición de Gerardo (Marcelo Alonso) en la actualidad, luego de asesinar un poco por inercia a un carterista, y los intentos de Inés ya envejecida (Mercedes Morán) por evitar que la vuelta de su antiguo amante pueda sacar a la luz sus vínculos con el movimiento de ultraderecha y, específicamente, la participación de la pareja en el asesinato del edecán naval de presidente Allende, hecho que contribuiría a cerrar filas en la oficialidad de las Fuerzas Armadas en torno a un golpe militar.
Aunque en términos formales la cinta parece centrarse en Inés, como vértice de ese triángulo y como articuladora de las intrigas que definirán la suerte final de Gerardo, la verdad es que la su vocación se acerca a la de una película más coral que individual -en tanto el relato no obedece exclusivamente al punto de vista del personaje femenino-, y muchos de los problemas de construcción del filme radican en parte en las decisiones estructurales derivadas de ahí.
Precisamente la fragmentación excesiva termina siendo un problema por la arbitrariedad que llega a adquirir el relato. A diferencia de Ecos del desierto -donde la verosimilitud en las idas y vueltas temporales se justificaba en gran medida por los recuerdos del personaje central que encarnan María Gracia Omegna y Aline Kuppenheim-, o en Violeta se fue a los cielos, que organiza su columna vertebral de manera más cronológica y en torno a la célebre entrevista que la televisión argentina realiza a la cantautora, aquí los empalmes visuales que en gran medida sirven de transición entre un tiempo y otro derivan frágiles e incluso obstinados, evidenciando una debilidad más profunda que se sitúa en la arquitectura de sus personajes.
Sin duda es Inés el personaje más atractivo y el mejor construido del filme. En la vuelta de los años ella se ha transformado en empresaria exitosa, madre, abuela y mujer encumbrada en la esfera de la beneficencia corporativa, labor que le ha dado notoriedad como benefactora. Es un personaje que funciona en su cinismo, en su maldad de antes y después y que deja menos dudas sobre sus propósitos, a diferencia de Gerardo, personaje antojadizo del cual cuesta entender a cabalidad sus motivaciones, desde el innecesario asesinato de un carterista que lo visibiliza peligrosamente al inicio del filme, hasta sus vínculos con las nuevas castas neofascistas organizadas en la periferia santiaguina.
En el núcleo dramático que plantea esa relación truncada por la traición, y que busca su ajuste de cuentas cuarenta y cinco años después, es la dimensión erótica suspendida entre ambos personajes el aspecto dramático más fallido del filme. En la medida en que esa atracción es el motor subterráneo que moviliza a Inés en sus acciones, la manera tópica y torpe en que el filme las resuelve en dos instantes claves del metraje debilita las implicancias asociadas al poder y a la supervivencia que parecían ser el verdadero sentido de su relación. No es suficiente que el Justo ya maduro (Felipe Armas) haya devenido con los años en un borracho impenitente, aspecto que el filme no duda en subrayar de la manera más obvia, como para justificar hacer verosímil la pasión sexual aún latente entre los dos protagonistas envejecidos.
El poder y la clase
En medio de esos elementos eróticos con que Inés intenta desde el inicio atraer a Gerardo y jugar con la complicidad de Justo, son los apuntes sobre las tensiones de clase los aspectos más atendibles del filme de Wood y los que que, a la larga, hacen que los segmentos de los años setenta sean superiores al resto del metraje.
Porque en la manipulación sexual que ella ejerce existe también un componente de clase que es el que contribuirá al distanciamiento progresivo entre Justo y Gerardo. No es sólo la impulsividad irreflexiva de este último lo que lo convertirá en potencial carne para el sacrificio, sino principalmente su origen humilde. Desde el comienzo, la fascinación que ambos sienten por él se sustenta en que intuyen esa fidelidad de mascota faldera y en dos momentos de la película Justo enrostra ofensivamente a Gerardo esa calidad de perro fiel.
Esa diferencia de clase, que está en el origen de la tragedia que cuenta Wood, se amplifica en la medida que los juegos de poder motivados por esa diferencia en los años setenta se transformaron en abismos ideológicos con el correr de las décadas. Inés y Justo, como parte importante de la dirigencia de Patria y Libertad, se mimetizaron con la algarabía golpista post 11 de septiembre, se blanquearon yadquirieron prestigio social y económico renegando y borrando gran parte de ese pasado. Gerardo, en cambio, se radicalizó, se fue a Argentina y retornó en silencio para reactivar su odio racial que también es el odio de clase acuñado en esos años.
Estos aspectos centrales que el filme intenta poner sobre la mesa y que conforman el escenario en donde se juega la definición psicológica de los personajes, son aplastados en parte porque la pasión erótica termina siendo más relevante que el fanatismo de ultraderecha que organiza y da el título al filme y porque, en términos globales, la lectura histórico-social de Wood confunde el camino e intenta sugerir que la xenofobia de hoy es herencia exclusiva del fascismo setentero, cuando en rigor está extendida de manera relativamente transversal en zonas muchísimo más amplias de nuestra constitución sociocultural.
Que además el filme defina a sus personajes principales en virtud de sus zonas más abyectas tampoco contribuye a una lectura crítica, en tanto la ausencia de matices asfixia cualquiera tentativa de observar al trío protagónico más allá de sus trazos de caricatura. Puede ser catártico para cierto público el trazo áspero que Araña realiza de ese mundo ultranacionalista sobre el cual aún se sabe considerablemente poco. Pero ese tratamiento, lejos de representar algún tipo de valentía política, confirma las falencias de un filme que está entre los puntos más débiles en la filmografía de su realizador.
Blanco, F. (2020). Araña, laFuga, 23. [Fecha de consulta: 2024-12-02] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/arana/983