“Aprenderás a cantar los Cantos del Pueblo si es que no te fatiga.”
Georg Büchner
Los pioneros que pensaron el cine como un arte de masas, más allá de la paradójica expresión, tuvieron fe en el movimiento automático, capaz de producir en el mundo un shock perceptivo y de hacer del movimiento el dato inmediato de la imagen. Es bien conocida la fórmula que dice: hacer el movimiento consiste en convertir en potencia lo que sólo era posibilidad, en producir una vibración que se hunde en nosotros en lugar de alcanzar la violencia figurativa de lo representado. El problema de fondo podría formularse del siguiente modo: ¿fue capaz el cine de imponer al Pueblo un movimiento? o bien ¿sería una secuencia movediza de imágenes y sonidos la que fue capaz de traer pueblos a la presencia?
Más allá de experimentos abstractos o de figuraciones comerciales reducidas a fórmulas estereotipadas de sexo y sangre, el cinematógrafo tuvo que vérselas en su historia con la voluntad de moldear y modificar a un Pueblo o con la esperanza de que los pueblos vean la luz del movimiento. Ha sido parte de un proyecto de emancipación imponer al Pueblo un movimiento. Proyecto por momentos inconcluso y por momentos fracasado. El potencial shock perceptivo que produjo un pensamiento por el cine, una vibración o un movimiento en el sistema nervioso central del Pueblo, se ha constituido en una promesa inalcanzada. Sólo hace falta constatar que los hombres y el Pueblo aludido, no obran, sienten o piensan en consecuencia con ese movimiento.
El Pueblo como conjunto de los ciudadanos en su condición de cuerpo político unitario -uno e indiviso- depositario de la soberanía, siempre arrastra una escisión interna. Por una parte, la lucha intestina que divide al Pueblo y a los pueblos; por la otra, la imagen de un Pueblo unificado, proyectado y movilizado como soberano, cuyo reverso son los pueblos engendrados por los actos de creación de los individuos resistentes. No hay cómo reclamar que el Pueblo -como titular de la soberanía- sintetice a los pueblos -como multiplicidad fragmentaria- de cuerpos resistentes o menesterosos siempre excluidos. Los pueblos son la reserva virtual frente a la actualidad del Pueblo. Reserva, como ha señalado el filósofo italiano Giorgio Agamben, que se presenta bajo la forma de “la corte de los milagros” o “el campo de los vencidos”, es decir: la bandita. Tal vez, pueda pretenderse movilizar al Pueblo soberano, pero los pueblos resistentes o menesterosos, siempre insisten o irrumpen como creación de modos de vida y nunca como representaciones esperables. La existencia política del Pueblo soberano no cesa de excluir e incluir a los pueblos, modo paradojal de todo poder político y de toda representación unitaria.
Cualquier identidad pretendida como soberana en nombre del Pueblo debe ser capaz de enfrentar el enunciado de Paul Klee: “ya sabéis, falta el pueblo”. Agregaría, para ser justo, que faltan los pueblos siempre múltiples, indefinidos y por venir, que vuelven cualquier unidad orgánica un principio de imposición abstracta y totalizadora. Tal corroboración desmonta en la imagen cualquier pretendida representación jurídicamente soberana y políticamente inclusiva. De allí, que la voz del filósofo francés Gilles Deleuze resulte precisa cuando dice: “el pueblo falta y, a la vez, no falta. Que falta el pueblo quiere decir que esta afinidad fundamental entre la obra de arte y un pueblo que aún no existe nunca será algo claro. No hay obra de arte que no apele a un pueblo que aún no existe”. Proponemos extremar la tensión entre un Pueblo que responde a la pretensión orgánica y los pueblos resultantes del desgarro de tal unidad en el mundo.
1. Había una vez un Pueblo
La creencia en el Pueblo que imaginó el cineasta soviético Sergei Eisenstein se sostenía en la idea de una totalidad orgánica, movilizada en la fisiología del cuerpo de la sensación, por un salto del pensamiento. Pueblo afectado por la violencia del shock que lo hace pasar -por un golpe sublime o un salto de la cantidad a la cualidad- de las patrias imaginarias a las fuerzas de la conciencia y su intencionalidad transformadora. Ninguna duda hay en tal pensamiento de la unidad del Pueblo y de su potencia de transformación del mundo material. El emplazamiento perceptivo tiene un efecto sobre el espíritu: lo fuerza a pensar y a unificar una conciencia del Todo, que se mantiene siempre abierta en una espiral de transformaciones. Las voces en juego se conducen hacia un monólogo interior que constituye los eslabones de un pensamiento colectivo y las figuras que propone, confieren a la imagen una carga afectiva que multiplica la expansión sensorial. Monólogo interior y figuras de una potencia patética están al servicio de un concepto conciente para intencionar la acción, que va del cuerpo social al movimiento de un cerebro colectivo. En tal movimiento, la imagen integra la manera en que los personajes se sienten y piensan a sí mismos, y los modos, en que las figuras que proponen, hacen sentir o pensar al Pueblo. Como en Hegel o en Marx, la idea de movimiento totalizador supone un movimiento de lo Uno que se desdobla y rehace sin fin en una nueva unidad por contradicción y oposición. Claro está, que un universo pensado por oposiciones, o bien progresa paralela y alternamente hacia una convergencia, o bien lo hace de modo dialéctico hacia una espiral de crecimiento abierto, siendo el montaje la función donde el tiempo se piensa en relación a la creación del movimiento de la historia. La amenaza de cualquier movimiento orgánico de la historia es su retorno a lo inorgánico. Sólo evitándolo nace la visión de un movimiento entre contrarios que lleva a la unidad orgánica del Pueblo y a la constitución de la Nación.
El cinematógrafo es la afirmación del nacimiento del Pueblo y del movimiento en marcha de la Nación. Sueño americano y soviético del que surge la idea de la historia universal del siglo XX como proyecto del siglo XIX. Historia cuyo ideal, supone fusionar minorías pensadas como una división estructural y complementaria de partes, puestas en movimiento psicológico para comprender la constitución de la unidad y las oposiciones. Eisenstein lleva esta representación orgánica muy lejos inventando un cine que tiene por objeto la naturaleza y por sujeto las masas. En este sentido, crea un cine que se desplaza entre lo orgánico y lo sublime -en el que el cambio de estado entre lo orgánico y lo patético, entre la cantidad y la cualidad- fuerza a pensar el Todo y no solamente al hombre. La naturaleza dialéctica del organismo, que había llevado a Eisenstein a revelar la precariedad estadounidense de la concepción alterna-paralela-convergente del movimiento del Pueblo, se sostenía en imaginar un film sobre El capital de Marx, que revelaba que las partes de un organismo son necesariamente una relación dialéctica: ricos y pobres no existen en sí y opuestos entre sí, sino que existen en el movimiento de una misma causa: la explotación social. Tal movimiento de oposición va de la unidad a la dualidad y de ésta a una nueva unidad. La oposición, entonces, está al servicio de la progresión que hace surgir un Pueblo con otra temporalidad para las cosas y los hombres. Así, el organismo constituido de oposiciones es orgánico, patético y dramático, y en él se abren nuevas relaciones entre el hombre y el mundo, entre el hombre y la naturaleza. La constitución del Pueblo, para Eisenstein, debe pasar por tres aspectos dialécticos sucesivos: orgánico (es la ley cuantitativa de crecimiento a partir de la unidad que se desdobla), patético (es la ley cualitativa de desarrollo, el momento del salto de la naturaleza a la conciencia, de lo cuantitativo a lo cualitativo) y dramático (es el pensamiento-acción que reúne a la naturaleza y al hombre, los eleva a una potencia suprema: a un monismo dialéctico). Eisenstein al concebir el Pueblo soberano llevó la dialéctica a un sentido propiamente revolucionario. Ese sentido se desplaza de la noción de representación orgánica en El organón de Aristóteles a La ciencia de la lógica de Hegel, para la creación con Marx y Engels, de una cualidad de transformación nueva. Esto supone el gran salto sublime que consiste en pasar de la cantidad a la cualidad, para producir una promesa unificada de un Pueblo soberano que siente y piensa su destino histórico en un movimiento abierto al porvenir.
2. Viaje al país de los pueblos
La incredulidad moderna, heredera del desgarramiento de la segunda guerra y de la crisis de los proyectos de emancipación, puede sintetizarse en una palabra: nihilismo. Nihilismo que aparece como incredulidad en la capacidad del pensamiento, en la existencia del mundo y en la concepción del Pueblo. Sin más, éste es el nombre de la destitución de las potencias de fabulación. Supone la negación del mundo, de la tierra, de la Naturaleza y de todos los valores. Sin fidelidad a la tierra no podría haber fidelidad a la vida y a los modos de organización de ésta. Es en tal organización donde se juegan los modos de aparecer de los pueblos. Si el cine ha sido el arte del siglo XX, como proyecto del siglo XIX, donde fue posible reemplazar el modelo del saber por el de la creencia, claro está que la creencia no reemplaza al saber cuando ésta es creencia en este mundo tal cual es. El cine es la gran potencia de fabulación que enfrentó a las fuerzas destructivas sintetizadas en la negación del mundo. Tal es el poder del cinematógrafo: donar sensaciones y razones para creer en este mundo: en la tierra, el cuerpo, la vida, siempre imperfectos y poblados de dementes e idiotas, pero que al fin, testimonian a favor de la vida y al borde de la grieta, bajo la forma de una ética o de una fe. El cine como las otras artes es un acto de resistencia, en tanto emplaza una visión en favor de un sujeto capaz de creer en un mundo más extenso e intenso que sí mismo. El gran problema del cinematógrafo no es el sujeto sino su amplificación más allá de sí. Por lo tanto, es el de ser otra cosa que una imagen visual tecno-estética entendida como cliché de lo real y vacía de vida. El cinematógrafo así entendido no es un concentrado de información ni la comunicación de consignas de orden, sino la reserva de pueblos y de mundos del que los idiotas, los menesterosos y la corte de los milagros también forman parte. Eso es lo que el cineasta italiano Roberto Rossellini designa como una posición moral desde la que se contempla el mundo y que enseguida, se convierte en posición estética, pero el punto de partida es ético. Optimista, supo decir que tal posición supone un carácter que ve la destrucción y los hombres sin esperanza con los ojos del milagro de la vida para crear una imagen mental. El trabajo del artista supone construir un punto de vista capaz de la conversión del cuerpo y de las voces que lo acompañan. Rossellini dirá que no hay más pueblo que el de los resignados, que el de los que renunciaron a mirar. Sólo la mirada del extranjero parece dejarnos tocar la ofensa de un modo de concebir a los pueblos y al mundo. Tal ofensa es para la mirada lo intolerable donde los menesterosos se revelan.
La creencia en este mundo podría sintetizarse en un gesto que asume y soporta la historia y la traduce en su fragilidad irremediable, en su locura vidente, en su crueldad imborrable. La fuerza singular de una obra como la de Rossellini y del movimiento de pensamiento que ésta abre, reside en sus potencias de fabulación: en la creación de figuras y procedimiento de expresión, capaces de procesar la crueldad del mundo. También, en el poder de distinguir aquella crueldad innata a la vida de aquella otra constituida por la mala conciencia que se expresa en el resentimiento y en la voluntad de juzgar a la vida. El cinematógrafo nada tiene que ver con la circulación de informaciones sino con el retorno de éstas a la sensación y al pensamiento para hacer surgir una voluntad de creer. Se trata de emplazar visiones que no estaban sobre lo que hay y lo que es y de actos de habla o de palabra capaces de fabular el reverso de los mitos dominantes de las hablas en curso. En cierta manera, se trata de reclamar potencias de fabulación creadoras de mundo y de pueblos por venir. Tales potencias provienen de Bergson y también, de Nietzsche, para la creación dinámica de visiones de este mundo que atraviesan cualquier forma de cultura para extraer de ella un resto vital. Ante la incredulidad el cinematógrafo responde con una lucha interior con la información, en favor de conquistar un poder de creación y configuración de mundos. Acaso, pueda pensarse que éste es el esfuerzo perceptivo realizado por Rossellini, en su lucha contra el nihilismo, para devolverle una voz a los pueblos, que se elevan de las entrañas de la tierra, y así, liberar al tiempo de su sumisión al movimiento de la historia.
3. Falta un pueblo
Tenemos poco más de cien años de cine en los ojos, en el habitus y en el ethos. Éste está plantado en nuestra cultura y manera de vivir. A partir de él y con él, hemos modulado de mil maneras la relación con la ilusión y con lo real, con las leyendas y las fábulas. Conocemos bien sus técnicas en relación a la imagen, a la puesta en escena y al montaje. Con el uso hemos recorrido y nos hemos habituado a todas sus posibilidades de representación. Poco a poco, y después de la Shoah, ha nacido una mirada que ya no es sobre la representación, ni tampoco representativa. La Shoah nos abre a un estado de abandono de la representación y del sentido totalizador por devastación. No se trata de fundar un nuevo sentido, sino de llevar esa posibilidad hasta el final, dejándola abierta y vigilante. La Shoah afirma: aquí falta un pueblo, y sobre esa ausencia la razón no podrá volver a totalizar el sentido de Pueblo. El sentido totalizador y su fuerza mítica han caído por la grieta de las fábricas de la muerte y su producción en serie.
La pregunta de fondo que resuena en nuestros oídos pertenece a Bertolt Brecht: cómo continuar. Cómo continuar bajo los efectos de la desaparición de un pueblo que falta de la faz de la tierra, bajo los efectos de la desaparición que ha desfondado en su razón a las promesas emancipatorias de un pueblo por venir como totalidad orgánica. Entre la espera inconclusa de la venida del hombre nuevo y la constatación de la vergüenza de ser hombre se juega el intervalo de la razón occidental: el del primado de la conciencia, de la razón suficiente y de la identidad representadora de las grandes fábulas del siglo. Lo que resta del siglo después de Auschwitz son promesas desilachadas de emancipación y resistencias testimoniales de fulgores de vida. La polaridad estética se expresa desde entonces, bajo los efectos del acontecimiento que divide al siglo en dos, vía una ética de la mirada. Los cineastas franceses Claude Lanzmann y Jean-Luc Godard, más allá de sus radicales diferencias, creen que el efecto del acontecimiento llamado Shoah demanda pensar toda nuestra relación con la imagen. Por un lado, el film-monumento Shoah (1976-1985) de Lanzmann; por otro, el film-ensayo Historia(s) del cine (1988-1998) de Godard, se instalan de cara a la oscuridad especial de la Shoah y de la desaparición de un pueblo. Al contemporáneo le resta una pregunta insistente que emerge de la cesura del tiempo histórico.
A grandes trazos, Lanzmann cree que ninguna imagen es capaz de ‘decir’ esta historia y los efectos del acontecimiento en la historia, y es por eso que filma incansablemente la palabra del testigo. Palabra absoluta -por su martirio- que ratifica la imposibilidad de una imagen venidera, ya que, frente a la Shoah, en palabras de Lanzmann: “o se sabe todo, o se niega todo”. Reclamando al Hegel de la experiencia totalizadora, Lanzmann contraría las palabras de Adorno “el todo es lo no verdadero”. La fidelidad de un pensamiento que pretende apresar la totalidad desconoce su reverso, que equivale a decir, que la totalidad se corresponde con la inmovilización, con impedirle ser otro. Sin embargo, Lanzmann cree que la experiencia totalitaria cuyo proyecto fue la desaparición de un pueblo, deber ser respondida con la palabra testimonial, que es la única verdadera y por lo tanto, totalizadora. De este modo, erige con el film su propio monumento infranqueable al final de la historia. Reivindica así haber hecho durante once años “una obra visual de la cosa más irrepresentable”, donde se trató de vencer, al mismo tiempo, el fetichismo y la ficción bajo las apariencias de la mentira, a favor de reconducir la palabra humana en su destino hacia la verdad. Sin duda, toda la puesta en escena no está al servicio de reconstruir o de fabricar, sino de dar lugar -en el lugar mismo del borramiento de las huellas- a un inmenso coro de voces que atestiguan lo que ha sido perpetuado: las fábricas de la muerte. El procedimiento está al servicio de una batalla entre la imagen y la palabra, para que una palabra -la del testigo- se eleve, y aquello de lo que hable haya ocurrido bajo la tierra desnuda y desierta, bajo la pradera impasible que la imagen visual estaba mostrándonos: una imagen visual que carece de toda relación con la imagen sonora. El acto de resistencia de las voces dice: ‘ya sabéis, falta un pueblo’.
A grandes trazos Godard, cree que todas las imágenes, desde entonces, no nos ‘hablan’ más que de eso: pero decir que ‘hablan’ de eso, no es decir que ‘lo dicen’, y es eso por lo que incansablemente revisita toda nuestra cultura visual condicionada por esta cuestión. Cuando Godard escribe que “el cine está hecho para pensar lo impensable”, se coloca a sí mismo y a su arte, en la situación trágica de constatar que el cine no ha sabido cumplir su papel. Dice: “todo acabó desde el momento en el que no se filmaron los campos de concentración. En ese momento, el cine faltó a su deber”. El cine supo advertir, incluso supo intuir, pero de cara a los campos el cine ha demitido. “El cine -afirma- es un medio de expresión cuya expresión ha desaparecido. Sólo ha permanecido el medio”. En la expresión se juega la redención por la imagen de un pueblo que no está. Mostrar es, para el cineasta, una redención pero no bajo el dictado paulino: “la imagen vendrá en el tiempo de su resurrección”, sino bajo un gesto alegórico benjaminiano en el que compone: las manos de Hitler con el plano picado del bombardeo y la huida de los civiles fundido con los pájaros de Hitchcock. No se trata de una síntesis abstracta del proceso totalitario sino de una redención bajo la forma de una inmanencia irresumible de la imagen y la palabra. Gesto que hace a Godard heredero conciente de Nietzsche y de Vertov, y heredero inconsciente de Burckhardt y Warburg, creando una política del gesto como sismografía de la historia. Gesto de composición entre la imagen y la palabra conciente de la catástrofe de la historia y convencido de una trasmutación de la representación, porque será entre-imágenes y entre-palabras que podremos imaginar para salvar el honor de lo real y los pueblos venideros.
El problema de fondo lo constituye el sentido que el acontecimiento de la Shoah abre en la contemporaneidad. Un acto ético reclama hacer del ver y del decir la experiencia central, que irrumpe en el movimiento de la historia con una percepción que concentra espiritualmente la cesura temporal. Ambas obras son gesto de una percepción transformadora. Lanzmann supo poner el ojo bajo la tierra y al mismo tiempo, hizo que una voz se alzara sobre nuestra conciencia. Godard supo poner el ojo en la materia y al mismo tiempo, hizo que entre la imagen y la palabra nuestra conciencia compusiera múltiples historias sobre la ausencia. Tales percepciones son críticas y poéticas, mientras asumen y soportan la vergüenza de ser hombre ante la desaparición de un pueblo.
4. De la promesa de los pueblos a la precariedad del mundo
El cineasta brasileño Glauber Rocha imaginaba un cine político que no tuviera ingenuidad demagógica para justificarse como principal instrumento revolucionario. Criticaba por igual a los modos del fascismo cultural como a los progresismos populistas. Los consideraba como parte de una misma colonización perceptiva que imaginaba mundos exóticos que excluyen, tanto el hambre como los sueños reales de los pueblos. Creía que el cinematógrafo podía enfrentar, desde el sistema nervioso central de la corte de los milagros, a las demagogias populistas que funcionaban como una cultura colonizada y decadente. Una estética de la violencia de las formas expresivas podía desencadenar una revolución cultural venidera. Siempre supo que tanto los fascismos culturales como los progresismos populistas, se avergonzaban de la negritud, de las tradiciones indígenas y de los condenados de la tierra. Llamó a esta actitud “provincianismo político” ante la que quedaba sólo un gesto: obras que produjeran un movimiento sensorial y perceptivo, una transformación de las formas, de sus procedimientos y figuras. Destituir las formas orgánicas de los emplazamientos perceptivos y ser heredero del desgarramiento de estas formas, hizo que Glauber Rocha pensara el cine entre Eisenstein y Rossellini. Creía que lo real de los pueblos podía fluir entre la maestría de un “montaje nuclear” de intensidades y una estética de la materia donde la cámara fuera un “instrumento de investigación y reflexión”. Con una sola consigna: el cine debe provocar la práctica creativa y la crítica expresiva, Glauber Rocha sabía que debía obrar con la censura por delante, con una contracultura decadente instrumento de auto-colonización por detrás y con una despolitización y corrupción parte del espíritu de los tiempos. Sólo quedaba una violencia poética a favor del canto de los pueblos: libertaria y reveladora, materialista y mágica, épica y didáctica, donde residía la posibilidad para hacer el movimiento.
De la promesa de los pueblos a la precariedad del mundo, de una estética de la violencia a una estética revocable, un paisaje y una lógica de las relaciones han cambiado para pensar nuestro tiempo. Incluso los pueblos menesterosos y los resistentes están amenazados por los mismos vínculos sociales fragilizados, por los mismos modelos laborales deleznables, por una única velocidad de vencimiento de las mercancías. Tal descripción hace pensar en un estado de precariedad general, en un estado perpetuamente revocable, que por estar constituido de identidades efímeras no permite imaginar ni la estabilidad del Pueblo orgánico ni la variabilidad de pueblos por venir. En el mundo descartable la autonomía individual y cerebral es a favor de un ‘sexto continente virtual’, cuyo reverso, es la poca amplitud y consistencia inventiva de relaciones y mundos. La fórmula: nada resalta porque no estamos comprometidos con nada realmente, expresa nuestro mundo. El cineasta argentino Martín Rejtman describe en su obra una misma industria de la trituración económica de los objetos y de la precarización de las fuerzas de relación e invención. Como si un espíritu desechable, de naturaleza generalizada, hubiera tomado la vida como cosa tanto animada como inanimada. Algunos creen que este podría ser un signo de vitalidad pluralista como descomposición definitiva de las totalizaciones; otros afirman que éste es un signo de un estado de mutación antropológica amenazante que revela una pauperización generalizada. Los primeros dirán que está en germen un modo de creación cultural activo, y los otros, sólo ven un estado temeroso y conservador. De cualquier forma, la cultura de nuestro tiempo parece poblada de residuos y de zombies indiferentes a su ambiente que actúan en el borde de un estado de robo generalizado y de modos de vida revocables. Rejtman presenta en su cine las nuevas modalidades de tratar con el dinero, con los productos, con las relaciones humanas, en el tiempo de la crisis de las instituciones y de una cultura empresarial generalizada, en la que una marca o un objeto son los únicos soportes afectivos, en un medio de cambios climáticos violentos, de riqueza súbita, de empobrecimiento repentino, de separaciones sin fin, de adicciones, mudanzas y errancias inacabables. Los restos de pueblos que aparecen bajo el triunfo planetario del modelo económico liberal parecen requerir de un equipamiento colectivo del que cada uno pueda usar libremente según sus necesidades personales. En su reverso, sin ningún ideal, una visión colectivista, se organiza y desorganiza sin fin al ritmo de una modernidad líquida, resistiendo en favor de un realismo de la precariedad.
Cangi, A. (2009). Cantos del pueblo, laFuga, 10. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/cantos-del-pueblo/357