Ceremonias de lo invisible. Apuntes sobre el cine y la guerra

Por Paz López

Autor: David Oubiña Año: 2020 País: Chile Editorial: Metales pesados

 
 

“La obra de arte, considerada simplemente como obra de arte, es una experiencia, no una afirmación ni la respuesta a una pregunta. El arte no solo se refiere a lago; es algo. Una obra de arte es una cosa en el mundo, y no solo un texto o un comentario sobre el mundo”

Susan Sontag. Contra la interpretación. 

Como podemos advertir a partir del listado de películas con que David Oubiña abre este libro, una listita personal de todas las muertes que el autor recuerda haber visto en el cine y que quedaron para siempre grabadas en su memoria, el cine ha mantenido una relación estrecha y antigua con la muerte. Una relación con la muerte que parece no ser del mismo tipo que aquella que mantuvo la pintura y la fotografía con ella, al menos en sus inicios. Como nos recuerda Hans Belting, dice la leyenda que un joven de Corinto inventó la pintura al trazar el contorno de la sombra de su amado antes de que se marchara a la guerra. “De acuerdo con esta leyenda, dice Belting, la primera creación en imagen de la humanidad entera era la representación de la sombra. Al igual que mucho después la fotografía, se trataba de un índice de realidad, y no obstante llevaba implícito el tipo de ausencia que es constitutiva de las imágenes”. Una ausencia constitutiva de las imágenes. Eso es lo que el cine parece haber olvidado, y que Oubiña identifica como su pecado original: “el cine solo ilustra y, al ilustrar, se le escapan los únicos motivos que justifican una imagen: dejar ver aquello que excede a la mirada”. Así, el libro de Oubiña es en primer lugar un libro que expone una suerte de impotencia constitutiva del cine: lo mal que este se ha llevado con la imagen a la hora de tratar con todo lo que en ella está del lado de lo invisible, lo débil, lo insuficiente, lo oblicuo, lo virtual, lo irresuelto, es decir, con todo eso del cine que no pertenece a la ley del espectáculo y la mirada total. 

Que el cine tienda a optar por una de las dimensiones posibles de la imagen, no quiere decir sin embargo que no despunten algunas películas, algunos directores que se vinculan con la imagen y con la muerte al modo de una pregunta abierta respecto de la propia relación entre imagen y muerte. Un anticine, un contracine, un postcine que sabe que producir imágenes responde más a un problema conceptual que visual, más de estilo que de contenido, más de mostración que de representación o, mejor dicho, que se presenta al mismo tiempo como todo aquello. Por eso de la lista de películas que Oubiña va mencionando, el autor repare y se detenga prolija y pacientemente en dos:  Se trata de  Shoah (1985), de Claude Lanzmann, y Ugetsu (1953), de Kenji Mizoguchi–, dos películas completamente diferentes –Shoah es un documental larguísimo sobre la aniquilación judía, y Ugetsu, una ficción sobre un muerte singular en medio de una guera civil en Japón del siglo XVI. Dos películas diferentes que sin embargo enfrentan un mismo problema y que Oubiña señala de un modo tan sutil como contundente: en estas películas, dice, “no se trata de la muerte representada en la imagen, sino del modo en que la imagen reflexiona sobre la muerte”. De esa inversión pende todo el potencial reflexivo que el libro elabora respecto del uso, la práctica y la producción de imágenes críticas. A propósito de esto, Didi-Huberman, en el libro que le dedica a Harun Farocki, plantea que la crítica de la violencia resulta inseparable hoy de una crítica de las imágenes, como si hubiera algo en el propio proceso productivo de las imágenes que participa de la violencia del mundo y que debe entonces ser examinado.  

La imagen reflexiona y no solo representa, parece decirnos entonces Oubiña. Que la imagen tenga una potencia reflexiva implicaría asumir que la imagen no es un medio para la transmisión de mensajes, incluso cuando estos se empeñen en corresponder con el horizonte crítico de una época, sino una experiencia de búsqueda, una práctica del estilo capaz de atravesar con su filo los clichés, los dogmas, las formas de visibilidad e invisibilidad que una cultura instituye como estimables. Por eso Oubiña dice de Shoah: “el film no es una simple ilustración del problema, sino que lo construye: ese más allá de la película solo puede intuirse gracias a ella”. Una cosa es construir una historia, otra cosa es interpretarla.

Bajo este a priori el autor decide abordar con la minucia de un relojero las tácticas por medio de las cuales Shoah y Ugetsu producen sus respuestas formales al debate sobre el cine y la guerra. Piglia plantea que una obra “dice cómo quiere ser leída y que para saber cuál es el lugar desde el cual quiere ser leída hay que saber construir la poética interna” a partir de la cual la obra fue producida. Eso es lo que hace Oubiña, mostrar el modo en que Lanzmann y Mizoguchi definen la imagen al mismo tiempo que la producen, y la manera en que intervienen de ese modo en las jerarquías y las tradiciones de la historia del cine. 

La muerte no se alimenta ni ama, leí en alguna parte, y eso porque la muerte no es nunca una experiencia, porque en estricto rigor, nunca hubo ni habrá algo así como una muerte propia. Que no podamos hacer una experiencia de nuestra propia desaparición, no quiere decir que podamos hacerla en relación a la muerte de otros, que solo reaparecerán bajo la forma fantasmal de la memoria de los vivos. Representación entonces por excelencia, la muerte obliga a la imagen a pensar los modos de hacer visible eso que no se puede mostrar. En el caso de Shoah, que Oubiña lee a partir del debate sobre lo inimaginable estético del horror –una imagen no nos enseña nada que no sepamos ya, dice Pagnoux; lo real no es soluble en lo visible, dice Wajcman–, el autor opta sin embargo por no ceder a ese nihilismo, sin abandonar por eso la idea de que habría siempre un inimaginable en el corazón de todo acontecimiento. De allí que rastree los lugares donde las imágenes de Lanzmann no representan el horror del holocausto sino donde exhiben la travesía siempre incierta del sentido. Si Shoah resulta infinitamente valiosa, dice Oubiña, “es porque nunca clausura la cuestión, nunca cede al consuelo falso, nunca olvida el horror; por el contrario, todos sus esfuerzos están destinados a restituirle su naturaleza conflictiva e irresuelta (incluso irresoluble), su distancia imposible y su cercanía también imposible. El film de Lanzmann entiende que no se trata de disolver la tensión, sino de vivir en ella”.

Hay una insistencia en el libro de Oubiña que me parece fundamental, y que tiene que ver con el problema del estilo. Deleuze decía que el estilo es la creación de una lengua en la lengua, un tartamudeo del lenguaje que pone en variación la expresión y los contenidos. Por eso el estilo es una experiencia de búsqueda y no un acopio de saber transferible. En el cine convencional, el “holocausto aparece como un tema que se comunica mediante las imágenes pero nunca como un problema de estilo”, acota Oubiña. Imágenes sin imaginación, imágenes retenidas en su regla consensual. No se trata entonces, exclusivamente, de lo que una película dice de una situación histórica o política sino cómo se ubica al interior de esa trama para hacer que la imagen esté más próxima a la experiencia que a la información. El ensayo que Oubiña dedica a Mizoguchi piensa de un modo formidable la cuestión del estilo, es él mismo un ensayo formidable. Examinando las decisiones formales y técnicas para la construcción de la imagen, eso que Oubiña llama la “moral de la cámara”, el autor muestra cómo el cineasta japonés filma la muerte, la muerte singular, mediante una intensidad visual débil, un titubeo, una mirada oblicua, como si la cámara no terminara por comprender eso que muestra, como si ella misma se estremeciera frente a eso tan enigmático como doloroso que es la muerte. Hay un fragmento del ensayo que me gusta mucho, y que quiero entonces leerles: “En Mizoguchi, el movimiento de la cámara no presupone el espacio, sino que lo crea mediante avanza. El desplazamiento del encuadre no es tanto un reencuadre sobre una superficie ya determinada que la cámara da a ver de manera progresiva, sino una dimensión que es revelada a medida que el plano se desarrolla. Como esas flores de papel que se abren al posarse sobre el agua: la forma resultante estaba contenida entre los pliegues, pero solo en tanto potencia indeterminada”.

A lo largo de sus dos ensayos, Oubiña habla de imágenes precarias, de imágenes empobrecidas. Hito Steyerl, en su defensa de la imagen pobre, habla de las imágenes digitales, que al ser copias en movimiento, ganan en accesibilidad lo que pierden en calidad, nitidez y resolución. Imágenes lumpenproletarias, bastardas, basuras que quedan en las costas de las economías digitales, imaginarios excluidos que liberarían una lucha en la sociedad de clases de la imagen. No estoy segura que las imágenes pobres de Oubiña remitan exclusivamente a esta condición. Creo, más bien, que sus imágenes precarias y empobrecidas responden a eso que precisamente llama “potencia indeterminada”. Imágenes que no preexisten antes de su descubrimiento, que no dependen de la mediación abstracta de ninguna identidad social, que introducen en la monotonía del medio la infinitud de la variación. Todo esto me resulta imprescindible a la hora no solo de pensar el cine, sino todas las disciplinas que tienen a la imagen como su asunto central. Me resulta imprescindible, decía, sobre todo hoy, cuando el arte parece estar más cerca de una identidad que de una práctica, donde el énfasis ya no está puesto en la apertura de la imagen sino en hacerla coincidir con discursos prefabricados (feminismo, ecología, indigenismo, posthumanismo, etc.). Esto empobrece no solo a esos discursos, que quedan reducidos a una especie de esencialismno aplicado, sino a la propia producción de obras que, bajo ese mandato actual, ya no son capaces de proponer un desafío de lectura, perturbar los sentidos y los valores preconcebidos, construir herramientas de reflexión capaces de desgarrar lo que creemos ya sabido. El riesgo del pensamiento crítico actual y sus discursos está, creo, en hacer del mundo un espacio sin alteraciones, sin disensos, sin deseo, un mundo en el que todos tenemos que hablar la misma lengua (de la crítica). De allí que el libro de David Oubiña me resulte un libro fundamental para seguir pensando eso que no podemos nunca definir con exactitud y que se llama, precisamente imagen. Un libro hermoso y conmovedor, por último, no sólo por lo que dice sino por cómo lo dice. 

 

 
Como citar:
López, P. (2021). Ceremonias de lo invisible. Apuntes sobre el cine y la guerra, laFuga, 25. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/ceremonias-de-lo-invisible-apuntes-sobre-el-cine-y-la-guerra/1066