En su libro Entre las cuerdas, el sociólogo francés Loïc Wacquant narra su proceso de aprendizaje del Noble Arte, luego de que un día decidiera, por diversas circunstancias, inscribirse en el gimnasio de un marginal gueto de Chicago.
Wacquant, único blanco practicante del deporte en el gym Woodlawn, narra y expone de manera detallada y vivencial, entre etnográfica y literaria, esta experiencia que se extendió por tres años, y que casi lo convenció a dejar su carrera académica por el boxeo profesional.
En síntesis, el autor defiende su metodología de “sociología carnal”, aduciendo que su objeto solo podía ser comprendido “con el cuerpo”1.
Entendido como “el primer y más natural objeto técnico y, al mismo tiempo, herramienta del hombre” (Mauss, 1979, p. 371), el cuerpo no solo garantiza el aprendizaje en el caso del boxeo, sino que parece interpretar la “forma” de ciertas ideas mejor que cualquier otro lenguaje. Como nos recuerda Barthes: “El placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas –pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo” (1993, p. 29).
Ciertas películas recientes no pueden comprenderse sin esta perspectiva. Como cuerpos dotados de ideas disímiles, personajes como Mike Terry (Chiwetel Ejiofor) en Redblet (David Mamet, 2008), Randy ‘The Ram’ Robinson (Mickey Rourke) en The Wrestler (Darren Aranofsky, 2009), y Jean Claude Van Damme como él mismo en JCVD (Mabrouk El Mechri, 2008) , ilustran diversos grados en que el cuerpo dobla o desdobla las ideas de ese “yo” que diferencia Barthes.
The Wrestler y JCVD, asociadas al mainstream indie norteamericano y europeo respectivamente, coinciden en focalizar la “idea” dramática en el cuerpo; la decadencia física, las cicatrices y la dignidad lacerada desencadenan una empatía precisamente porque ambos protagonistas son o fueron lo que dicen ser sus personajes.
El caso de Jean Claude Van Damme es enfático: no solo hace de sí mismo, sino que su cuerpo lo acompaña en esta resonancia, e incluso va más allá: el improbable plano secuencia inicial, donde sortea infinitos desafíos físicos para la ambiciosa escena de un filme oriental, sirve para demostrar que el JCVD real es capaz de ser el JCVD ficticio, y más (toda vez que la escena seguramente se repitió varias veces).
Esta comprobación reaparece después, cuando uno de los secuestradores le pide realizar el truco del cigarro y la patada. Como si debiera demostrar lo aprendido, el cuerpo de Van Damme es exigido y golpeado, “prestado” para fotografías, sacrificado para sacar adelante el ardid del secuestro, explotado por cineastas malcriados.
Pero es la escena del largo monólogo dirigido a cámara, luego de elevarse por sobre la escenográfia hasta la parrilla del luces del set, la prueba más evidente de que por primera vez habla él mismo; ni Jean Claude Van Damme ni JCVD (ya es imposible dilucidar quien es quien), sino que su cuerpo, de las experiencias dolorosas y valiosas que marcaron su cuerpo (llegada a norteamerica, primeras luchas, la devoción monástica por su deporte, las mujeres, las drogas).
Un paso más atrás, The Wrestler es una predecible estrategia de reciclaje icónico, y establece una relación corporal muchos menos interesante; un ex-boxeador y actor en decadencia (Mickey Rourke), convertido en un luchador en decadencia (Randy “The Ram” Robinson). El rostro abotargado y el cuerpo anabolizado de ambos no esconde “ideas” sino una moral que difícilmente Aranofsky pueda (o quiera) sacarse de encima a estas alturas. Fascinado por la laceración del imaginario católico, sus personajes siempre terminan crucificados (inyectados hasta la muerte, amputados, penetrados) por alguna causa que nunca queda muy clara. En este caso, Randy no duda en aceptar el aporte creativo de un viejo contrincante para autoflagelarse con una engrapadora, se cercena un dedo a un ritmo deliberadamente exasperante, y la útima imagen del filme, mientras el “luchador” se prepara con los brazos en cruz para su último salto al ring, subraya la tediosa insistencia de Aranofsky de imponerle ideas al cuerpo.
Redbelt se desmarca no sólo en términos genéricos, (es una película de cine negro, al menos en mi opinión, que recuerda a The Set-Up (1949), de Robert Wise), sino que establece una distinción básica; el actor no tiene nada que ver con el personaje. A diferencia de Van Damme o Rourke, las ideas del cuerpo de Chiwetel Ejiofor no son las mismas que las de Mike Terry. El aprendizaje de uno y otro van en las antípodas; mientras el primero enseña a usar la fuerza del contrincante en beneficio propio (premisa del Jiu-Jitsu), el segundo debió aprender a enseñar con su cuerpo que “siempre hay una salida” (premisa de la película).
Tal vez, en jerga actancial y según el método Stanislavski, estemos hablando de “objetivo” y “super-objetivo”. Pero en la práctica, estamos hablando de un mismo cuerpo que sostiene dos ideas distintas; maestro y aprendiz.
Admito que esto puede sonar a obviedad, fácilmente detectable en cualquier filme donde un actor interpreta a alguien cuyo oficio desconoce previamente. Al respecto, el propio Mamet denuncia cierta muletilla de “verosimilitud” en el cine;
Un actor interpreta a un pianista. El actor se sienta a tocar, y la cámara se desplaza, sin cortes, hasta sus manos, para asegurarnos, a nosotros el público, que está tocando de verdad. Los cineastas, como vemos, se han tomado la molestia de mostrar a los espectadores que no hay truco, pero, al hacerlo, sólo nos han dicho que el actor que interpreta el papel sabe tocar el piano de verdad. Con ello se pretende disipar una preocupación que no tenemos (…) Nos quitamos el sombrero de público y nos ponemos el birrete de “juez”. Y, como jueces, consideramos que la demostración es concluyente, pero, al hacerlo, nos vemos arrancados del drama. Se ha violado la distancia estética (2008, p. 164).
Dicha “violación” no sólo mutila el cuerpo fílmico del actor/personaje, sino que lo divide, exponiendo la costura que unía a ambos en el seno de un pacto entre realizador, interprete y público. Como espectador, solo queremos que quién inteprete al pianista (o luchador), tenga una idea de como hacerlo. No necesitamos que también lo sea.
Hacia el final de Redbelt, Mike está solo; su mejor alumno ha muerto, en parte por su culpa. Una conspiración de cineastas y productores canallas le han robado sus ideas, y su propia mujer (la deslumbrante Alice Braga) lo deja por “moralista”, entregada al mejor postor. Solo sigue a su lado Laura, la misma que gatilló la letal combinación de golpes que tienen a Mike prácticamente en la lona.
Pero incluso antes de pisar el ring y dar la pelea que todos esperamos, Mike descubre el engaño (es cierto, otro más) y decide no hablar, no denunciar a nadie, no sermonear. Simplemente avanza, como un autómata, arrastrado por la idea fija de su cuerpo, dando y recibiendo golpes, nada muy pulcro ni técnico (después de todo, Eijofor no es un luchador de verdad), hasta que logra la atención de las cámaras, de sus mujer, de su maestro.
Y aunque lo hayamos visto antes mil veces en películas de artes marciales, nos emocionamos cuando Mike demuestra con su cuerpo, en el momento cúlmine de resolución dramática, (¡lo sabíamos desde la primera escena!) que siempre hay una salida.
Jab, cross, hook
He querido tomar tres películas más o menos recientes y contemporáneas entre sí, cuyo peso narrativo gira en torno al cuerpo.
Podríamos decir que la opacidad o transparencia2 de estos filmes se define por la operación en que las “ideas” se manifiestan en los cuerpos, más allá de los recursos estéticos, narrativos y temporales utilizados.
Así, pese a que JCVD abunda en quiebres narrativos y una marcada estilización (largos planos secuencias, falsos flash forward, iluminación de alto contraste, etc), la opacidad del filme, es decir la distancia reflexiva y fruición estética que establece con el espectador, está garantizada por el cuerpo hablante de JCVD. Hay ideas secundarias que se cuelan en este momento, pero que poco inciden para romper la transparencia; la apelación frontal del monólogo, la ruptura al interior de la escena, revelar los resortes “técnicos” del set, etc. Algo similar ocurre en Hunger (Steve McQueen, 2008); no es la huelga de hambre la razón del cuerpo famélico de Bobby Sands, sino los treinta minutos de diálogo incesante con un sacerdote, donde su cuerpo se despoja de todas sus ideas y argumentos. Que la secuencia no haya tenido cortes es secundario respecto a esta operación cuerpo/idea).
En el caso de The Wrestler, esas ideas secundarias son lo único que tiene Aranofsky para decirnos. Es, a pesar de sí, transaparente, o bien la transparencia no está donde él quería ponerla (en la estética realista, la cámara en mano, los ambientes cotidianos, los diálogos, etc).
Quizás, lo más rescatable del film son aquellos momentos en que Randy repasa verbalmente con sus contrincantes los golpes y secuencias que materializaran sobre el ring. Más allá de la camaradería y precario profesionalismo que irradian estas escenas, el hecho de que ganador y perdedor se asignan de antemano, la forma en que designan sus deberes y responsabilidades físicas, recuerdan la preparación de una película pornográfica: “aparezco por atrás, me agarras el miembro, me das sexo oral un rato, por mientras yo te masturbo, luego te follo, cambiamos de posición, tu arriba, terminamos con un anal y yo acabo en tu cara”3.
El caso de Redbelt puede ser engañoso. Sin duda es más clásico que los otros filmes (guión de hierro, “interpretación” actoral en lugar de autorreferencia, montaje transparente, continuidad estética y narrativa, etc), pero todo el tiempo parece estar a punto de significar otra cosa, de romper el pacto original de la suspensión del juicio. Todas las lealtades al interior del film sucumben, los afectos se trastocan, los proyectos fracasan. Lo único que permanece inalterable, inflexiblemente “opaco” es el cuerpo de Mike. Los productores que lo estafan, plagiando su método de combate cuerpo a cuerpo, creen que le han robado el “alma”, pero solo han robado la “teoría”: Poses, cortes inmóviles, láminas, fotografías. Mike lo sabe; sin movimiento no valen nada4. Esa verdad vale también para el cine mismo y su perfecta mentira.
Bibliografía
Barthes, R. (1993). El placer del texto, seguido por Lección inaugural. México D.F.: Siglo XXI.
Mamet, D. (2008). Bambi contra Godzilla. Barcelona: Alba.
Mauss, M. (1979). Sociología y Antropología. Madrid: Tecnos.
Wacquant, L. (2006). Entre las cuerdas. Buenos Aires: Siglo XXI.
Xavier, I. (2008). El discurso cinematográfico. Buenos Aires: Manantial.
Notas
1 “El dominio teórico sirve de poco mientras el gesto no haya quedado en el esquema corporal; y sólo una vez asimilado el golpe con y por el ejercicio físico repetido hasta la náusea, queda completamente claro para el intelecto. Existe, de hecho, una comprehensión del cuerpo que super -y precede- la plena comprensión visual y mental” (Wacquant, 2006, p. 75).
2 El binomio opacidad/transparencia fue ampliamente desarrollado por Ismail Xavier en su libro El discurso cinematográfico.
3 Diálogo sacado del documental 9 to 5: Days in Porn (2008), dirigida por Jens Hoffman. La película sigue durante meses la vida de actrices, actores, directores, productores, agentes y “guías espirituales” de la industria porno norteamericana radicada en el valle de San Fernando. Este repaso era habitual previo al rodaje de cada escena. He reproducido uno de los más simples y “castos”, aunque para la analogía con The Wrestler hubiera sido más adecuado uno que incluyera sometimiento, “gargling”, entre otras rutinas extremas, cuyas especialistas en el film son Belladona y la perturbante Sasha Grey.
4 Loïc Wacquant lo expresa de este modo, cuando analiza el absoluto rechazo de su entrenador por los libros de boxeo; “La virulencia de su reacción demuestra prácticamente la antinomia que existe entre el tiempo abstracto de la teoría (es decir, de la contemplación) y el tiempo de la acción (que la constituye). Considerar el boxeo desde el punto de vista soberano de un observador fuera de juego, extirparlo de su propio tiempo, es someterlo a un cambio que lo destruye como tal. Porque, a semejanza de la música (y, agregamos acá, del cine) el boxeo es un práctica completamente inmanente a la duración, (…) no sólo porque se ejecuta en el tiempo, sino porque también ejecuta estratégicamente el tiempo y en particular el tempo” (2006, p. 100).
E., J. (2009). Cine en su cara, laFuga, 9. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/cine-en-su-cara/254