A mediados de los ‘90 se hacen visibles, en las pantallas cinematográficas y en muchos otros espacios de exhibición audiovisual, las consecuencias del modelo neoliberal.
A través las narraciones de la vertiente realista del nuevo cine argentino [Sobre los debates respecto a naturalismo y realismo en el nuevo cine argentino pueden consultarse las síntesis de Aguilar, 2006 y Palma, 2007.], (Mundo grúa, Pablo Trapero, 1999; Pizza, birra, faso, Bruno Stagnaro & Adrián Caetano, 1997; El bonaerense, Pablo Trapero, 2001; Bolivia, Adrián Caetano, 2002) aparecieron conflictos hasta entonces velados en el espacio audiovisual. Estos textos, sin embargo, rescataban un sujeto popular imposibilitado para cualquier acción colectiva y condenado a la marginalidad.
Contemporáneamente surgió también una prolífica producción realizada por militantes audiovisuales (Diablo, familia y propiedad, Cine Insurgente, 1999; El rostro de la dignidad, Alavío, 2001; Matanza, 1º de Mayo, 2001; Laburantes, Luz de giro, 2003) que recuperaron las prácticas del cine militante de las décadas de 1960-1970. Estos militantes hicieron suyos elementos estéticos y usaron las tecnologías de forma similar a la que lo hicieron los realizadores del nuevo cine argentino. Pero se apropiaron de esos saberes despojando de toda autonomía al campo artístico, lo politizaron; iniciaron acciones de comunicación comunitaria y elaboraron narrativas, y formas de intervención concretas sobre el espacio audiovisual que otorgaron visibilidad y voz a sectores de las clases populares estigmatizados y situados por fuera de lo representable.
El enfoque
Desde inicios de los ‘90 la convertibilidad menemista encareció los materiales de filmación y las entradas de cine aumentaron su precio llegando a costar siete dólares. Dio comienzo así una de las tantas crisis que atravesó esta industria a lo largo de su historia (Getino, 2005; Palma, 2007).
Ante esta situación los directores consagrados movilizaron a los sectores implicados en la industria cinematográfica (sindicato, directores, actores, distribuidores, etc.) hacia la adopción de posturas defensivas y restrictivas respecto a las formas de financiación, las cuales cerraban el acceso a todo estudiante a realizar su primer film.
Sin embargo la Ley de cine de 1994 [Para ampliar la relación entre la creación de esta ley, la política de subsidios que establece y el surgimiento del NCA ver Palma, 2006. La reglamentación dota al Estado de capacidades de intervención económica y cultural sobre el audiovisual pero las sucesivas gestiones, hasta la excepción Coscia, no avanzaron en su aplicación. La reglamentación del articulado y su forma de instrumentación fue sujeta a múltiples presiones de productoras y distribuidoras internacionales, así como de las salas de exhibición.] generó resquicios en cuanto a la posibilidad de obtención de financiamiento vía subsidios. En el marco de las posibilidades que abría esta nueva ley fue que los egresados de distintas escuelas e institutos de cine produjeron muchas de las celebradas innovaciones en los aspectos técnicos y narrativos. Desde ellas se desarrollaron las capacidades de los nóveles realizadores en cuanto al aprovechamiento de oportunidades y capitalización de saberes.
El NCA produce películas desde prácticas impensadas para la industria hasta ese entonces, astucias que oscilan desde la utilización de un sólo canal de grabación o la utilización de sonido directo, al escamoteo de fílmico de rezago de otras producciones (que hace que algunas películas sean filmadas en blanco y negro), lo cual demuestra una mayor flexibilidad y capacidad de adaptación para utilizar tanto nuevas tecnologías como tecnologías ya en desuso (Aguilar, 2006).
Ahora bien, ninguna de las películas exitosas se hubiera filmado tan sólo desde astucias tácticas (de Certeau, 1996). Por el contrario y tal como señala (Sarlo, 1996) fue necesario el paso por las escuelas de cine, su instancia institucional para la consecución de recursos, y la adquisición de una cantidad de saberes.
Desde estos espacios de acumulación es desde donde se elaboraron las modificaciones y transformaciones en los modos ya institucionalizados de hacer cine.
Más interesante aún es ver la contemporaneidad de estas realizaciones y las producciones de los videoactivistas y militantes audiovisuales. En el hacer de los videoactivistas ya no hay detrás sólo una inserción en institución, tal como la define Sarlo (1996), sino la apropiación de viejos saberes y experiencias que son actualizados en la práctica. Allí los modos de hacer (de Certeau, 1996) no son sólo acciones tácticas, o modos de cazar furtivamente, sino jugadas en una partida incierta que permiten la acumulación y agenciamiento, simbólico y material, por parte de los videoactivistas y de las organizaciones junto a las cuales trabajan. Ello se debe a que aún sin la existencia de una institución consolidada capaz de cristalizar el conocimiento existieron formas de transmisión de saberes y modos de organización que permitieron a los militantes de los noventa rescatar la experiencia del cine militante de los 70.
Cerrando el plano, acercamiento
Cabe destacar que el NCA fue tan sólo un fenómeno comercial acotado, dirigido a jóvenes de clase media urbana como target. Pero este público sobredimensionó su importancia en los medios y la importancia que la nueva crítica le asignó. Se posicionó como un cine de calidad y se situó en una zona limitada y específica del mercado y de la industria.
La cultura de los noventa fue elaborada por ciertos estratos de las clases medias. Las estrategias de reproducción pasaron por la producción de distinción en los carriles de la creación, circulación y acumulación de capital cultural.
“Estas capas medias se convirtieron así en las principales consumidoras de (in)formación. Dentro de la renovada oferta de consumos culturales, el cine resultará ubicado en una posición estratégica, especialmente atractivo para los sectores medios altos” (Moguillansky-Ré, 2005, p. 3).
Por ello se produce el surgimiento de una nueva crítica y la apertura de escuelas de cine. Se formalizan los conocimientos que hasta entonces eran saberes de oficio.
En 1991 existían diez escuelas de cine en la Capital Federal y el conurbano bonaerense [Para ampliar ver Reyero, 1991. Se destaca la creación de la Fundación Universidad del Cine (FUC) por parte de Manuel Antín. Desde allí promovería la producción de varias películas consagradas en lo que se daría en llamar el nuevo cine argentino (NCA).].
Desde estas escuelas se impulsaban realizaciones cuyas “búsquedas” tenían que ver más con lo estético que con lo político. La crítica se orientaba también en torno de estos parámetros. Los institutos de formación cinematográfica reproducían, en muchos casos, formas de hacer cine a sala vacía, reemplazando la falta de espectadores con los fondos del instituto de cinematografía estatal (INCAA).
Se proponía un modelo “de traficante de influencias para el productor y de pretencioso realizador de ficciones festivaleras al director” (Kirchmar, 2003). Mostrar formas de la realidad que querían ocultarse era muy difícil.
En los festivales el NCA encontró un modo de legitimación y publicidad: “este particular raid, que implica pasar primero por festivales antes del estreno, lo han hecho casi todos los realizadores (…) Cosa que le aseguró a estas producciones, en muchos casos, una permanencia mayor que la estipulada por la cuota de pantalla establecida por ley y también sortear la difícil obtención de la media de pantalla para poder seguir en cartel” (Palma, 2006, p. 11).
Ello sin dejar de observar que el NCA produjo modestos logros comerciales, tales como Pizza, birra, faso, Mundo grúa, La ciénaga (Lucrecia Martel, 2001), Bolivia y Un oso rojo (Adrián Caetano, 2004) entre otros . La mayoría de quienes han recuperado la inversión y obtenido ganancias por su película, en su amplia mayoría, pertenecen a la vertiente realista, Martel es la excepción. En muchas de ellas los protagonistas son representaciones de distintos sujetos populares.
Por esas formas de distinción y acumulación de capital cultural por parte de los sectores medios urbanos, surge también una nueva crítica de cine con publicaciones tales como El amante (1991), Film (1993), Haciendo cine (1995), El cinéfilo (1997), La mirada cautiva (1998), Km 111 (2000).
Sin el respaldo simbólico de la crítica especializada el NCA no hubiera podido constituirse en un cine de calidad en un nicho de mercado. Ese papel legitimador redundó en una posición favorable a los cambios en la cinematografía nacional. Todas estas cuestiones se dieron en un lugar limitado de la industria editorial pero “a ese ambiente se fueron plegando los grandes medios” (Palma, 2006, p. 14).
Podemos afirmar que la mirada de la crítica cinematográfica local realizó una serie de jugadas discursivas ligadas tanto a su propia legitimación como a la del NCA. Dicha crítica, así como muchos realizadores centraron el acento sobre las dimensiones estéticas y formales de las obras y las despojaron del potencial revulsivo que poseían algunas de sus narrativas.
Así las loas a las búsquedas estéticas sirvieron al sistema de subjetivación, que permitía y permite a amplios sectores de la clase media diferenciarse culturalmente sin tener compromiso político alguno. Más aún, muchos de los fílmes generaban desde sus narrativas desplazamientos en el horizonte de enunciación de lo popular (tal como las producciones de Caetano y Stagnaro) pero eran desactivados resaltando tan sólo sus aspectos retóricos, sus dimensiones formales.
En este marco es que los militantes audiovisuales debieron dar una disputa por el sentido a través de diversas acciones culturales que implican la conjunción de los modos de hacer y la experimentación desde las formas estéticas y narrativas.
Fue tan sólo con la apertura de oportunidades políticas y culturales abierta en la crisis de 2001 que las producciones de los militantes audiovisuales cobraron visibilidad en los medios masivos.
La oportunidad
Una de las dimensiones que permitió el “surgimiento”, la adquisición de visibilidad del cine documental político, y más aún el establecimiento de actividades audiovisuales militantes es la crisis económica en la que los canales formales de exhibición, que se dio a finales de la década del noventa e inicios de la actual.
Durante el segundo semestre de 2001, tanto por la baja en el financiamiento para la producción como por la concentración de cines multi-sala y sus formas de negociación con las grandes distribuidoras que cerraron las puertas a la producción nacional, se produjo un fuerte descenso en la oferta de cine argentino.
Ello cercenó las posibilidades de distinción cultural de los sectores urbanos de clases medias altas a través del consumo del NCA.
Aguilar (2001) sostiene que una de las características que las películas del NCA, pertenecientes a la vertiente realista, tienen en común es que los sujetos representados se encuentran en los umbrales de la legitimidad que otorga el acceso al consumo.
Esta representación del consumo disfuncional es una precaria forma de impugnación simbólica, que produjo reconocimiento e identificación en los espectadores.
Esta identificación es lo que pone en funcionamiento una articulación conflictiva entre una serie de marcas identitarias que aseguran la reproducción de las mercancías y ello es lo que asegura la reproducción del capital.
La demanda de estos nuevos temas y formas de narrarlos, que produjo el nuevo cine argentino en los 90, fue recuperada por los realizadores documentales militantes, desde una posición altamente desfavorable respecto a las formas de producción, distribución y exhibición. Tomando elementos formales y temáticos similares a los ofrecidos por los productores cinematográficos ya insertos dentro del mercado de la cultura (Zallo, 1992) los militantes audiovisuales lograron acceder a salas periféricas del circuito comercial y, más aún, desplazar las series culturales desde las cuales se elaboran las narrativas fílmicas y politizar las pantallas.
Metiendo la realidad por todos los medios posibles
El derrumbe alcanzó también a los medios de comunicación. Según el informe de la Asociación Mundial de Diarios, los diarios argentinos perdieron el 23 % de su circulación en el año 2001. Entre 1997 y 2001 experimentaron un retroceso del 35,8%.
Sucede que en dicho momento, tal como lo indican los datos cuantitativos se produjo una caída de todos los modos de ordenar la realidad, de todos los creíbles [Tomo de de Certeau la caída de los creíbles, en tanto los entiende como representaciones legítimas o autorizadas, capaces de ordenar el funcionamiento social. Durante el período de excepción abierto con las jornadas del 19 y 20 de noviembre se quebraron las certidumbres. Aquello que era creído, naturalizado, por la sociedad tambaleó. Cuando se golpean estos creíbles se producen lo que de Certeau (1999) llama micro revoluciones.]. Ello obligó a los medios gráficos y audiovisuales a modificar sus puntos de vistas, sus criterios de selección temática y tratamiento editorial para poder recuperar algún tipo de seña de reconocimiento con su lectorado.
Se produjo en los medios la instalación de tópicos -debates y reflexiones- referidos al cine documental y más aún, al audiovisual militante, que como nunca antes se mostraron receptivos a este formato. El campo de interlocución tuvo, luego de diciembre de 2001, una apertura que permitió el tratamiento de nuevas temáticas que hasta entonces no ingresaban en la agenda de los medios.
Respecto de la receptividad demostrada por los medios a las producciones documentales durante estos años, los realizadores de Matanza comentan:
“los medios recién ahora nos hacen notas. Cuando la estrenamos en el Ciclo Piquetero (diciembre de 2001) en el Cosmos no salió ni en Breves en los diarios, y ahora (2002) como parece que el tema vende, hacen notas largas, doble página. Nos preguntaban curiosos en el 98 si íbamos a hacer cine sobre eso, que sobre eso no se hace cine, no es un tema para el cine, que es un tema menor…” (Russo, 2002).
Esta promoción colaboró en configurar, culturalmente, la apertura de oportunidades política ya abierta e instaló un horizonte de posibilidades cuyo resultado comenzó a verse en 2004. Ese año se producen y exhiben en salas comerciales 16 documentales que, de distintas formas, ponen en escena relatos de la memoria reciente. A través de la presentación de protagonistas, individuales o colectivos, de una militancia y de unas formas de organización política, se da cuenta de la identidad de los sujetos como trabajadores.
Surge así la posibilidad de que las películas lleguen al circuito comercial o, más aún conseguir fondos para su producción. Audiovisuales como Prohibido dormir (Paula Bassi & Diego Paulí, 2004), o Los fusiladitos (Cecilia Miljiker, 2004). Algunas producciones, tales como Raymundo (Ardito Molina, 2003), Trelew (Mariana Arruti, 2004), o Fasinpat (Daniele Incalterra, 2004), utilizan la doble estrategia de exhibir sus producciones en circuitos alternativos, y al mismo tiempo, hacerlas circular en salas comerciales.
Desde entonces la actividad cinematográfica tomó el documental como un horizonte de posibilidad.
Puede decirse entonces que estos colectivos de cine militante contribuyeron a la creación de nuevos marcos de valoración y legitimación, dando cuenta así, de la ‘doble’ apertura de oportunidades [Tarrow entiende por estructura de oportunidades políticas a las dimensiones congruentes (aunque no necesariamente formales o permanentes) del entorno político que ofrecen incentivos para la participación en acciones colectivas y que afectan a las expectativas de éxito o fracaso de los participantes (Tarrow, 1997). En ese sentido, sostenemos que la dimensión cultural implica un proceso que posee una temporalidad distinta y que aprovecha la apertura política de maneras diversas (Dodaro, Marino, Rodríguez, 2007).]: políticas y también culturales [Es también desde 2004, impulsado en parte por acciones y discursos del gobierno nacional que los medios masivos incluyen en sus agendas revisiones de la historia reciente a través de reproducciones periodísticas o documentales televisivos.].
¿Contracampo?
El NCA fue consagrado sobre el trasfondo del cine establecido. Subyace en algunas películas, detrás de las diferencias cualitativas en lo técnico, una crítica a los modos de narrar, tanto argumental como estéticamente, las historias del cine de los ‘80 y también la selección de esas historias. Sin embargo, en su vertiente realista es, en alguna forma, una manera de discutir con películas que temáticamente avalaban la teoría de los dos demonios y que desde lo formal se hallaban por fuera de la sensibilidad de la época. La temporalidad, los gestos, la entonación, con la que los personajes componían cada escena no producía interpelación sensible ni nada que se conectara, salvo algunas excepciones, con el fondo de experiencias (Schmucler, 1994) de los espectadores. La experiencia sociocultual que actúa sobre la dimensión de lo vivido, entre la posición del sujeto en la estructura y la cultura, dando cuenta de la inserción del sujeto en un régimen de prácticas (acciones con significado), en una red de discursos que organizan el espectro de una cultura y en un marco de significados de pertenencia común a una sociedad. Estas experiencias son las que al encontrarse con ciertos textos, articulan políticamente una posición de otredad en relación a una difusa aunque extendida representación del dominante en situaciones concretas. Estas son, al mismo tiempo, las señas que permiten la identificación y el reconocimiento de los sujetos populares en los productos de lo masivo.
Sujetos totalmente ausentes de las salas de cine en la década de los ‘90. Esas señas, esas marcas, que producen identificación y reconocimiento en los sujetos son las que, trabajadas estética y argumentalmente, producen textos con potencialidades políticas.
Tomando los hitos: Pizza, birra, faso, Mundo grúa y Bolivia podemos sostener que en los devaneos por una ciudad extraña y hostil y la marginalidad de las narrativas del NCA hay una proximidad con la resistencia y la búsqueda de un cambio, que narrará en la misma época el documental militante. Pueden hallarse abordajes narrativos comunes, no sólo algunos usos del dispositivo tecnológico ni en cuanto a cuestiones de encuadre o formas de montaje, sino además el ingreso a los relatos por un grupo etario, los jóvenes.
Las narrativas del nuevo cine, rescataban tan sólo un sujeto popular imposibilitado para cualquier acción colectiva y condenado al fracaso y a la marginalidad (Palma, 2007).
A pesar de su disparidad estas películas tienen en común la capacidad de recurrir en su producción y modos de legitimación a una serie de astucias que les permitirán el agenciamiento de recursos y la posibilidad de generar una brecha en el campo .
Sus modos de organización cooperativos, sus criterios de validación vía festivales internacionales, y su trabajo imperfecto y con escasos recursos en la realización, su capacidad de improvisación son elementos que los acercan al videoactivismo y a la militancia audiovisual. Pero los militantes audiovisuales aunque fueron realizando sus experiencias de formación tal vez de forma similar a los nuevos cineastas se apropiaron, además, de prácticas militantes que los antecedían discutiendo fuera y dentro del campo fílmico y audiovisual con el objetivo de promover culturalmente la lucha. A las formas narrativas sobre las cuales reflexionaremos y a la capacidad de organización flexible en producción, le sumaron la capacidad de creación de circuitos alternativos de distribución y la apropiación de las nuevas tecnologías.
Donde el NCA parece coincidir con parte de la sociología en definir o representar a las clases populares como despolitizadas, y a los jóvenes como meros rebeldes en el plano cultural y simbólico -lo cual era posible de ser representativo en los sectores urbanos de la clase media- el videoactivismo encuentra organización política y distintas formas de politicidad cotidiana, usos, costumbres y valores, capaces de impugnar la visión hegemónica sobre el mundo.
La mirada del conflicto: del barrio a la pantalla y de la pantalla al imaginario
Los realizadores documentalistas han recuperado una dimensión del relato a la que películas de la vertiente naturalista del NCA han renunciado. Recuperan un conflicto, un enfrentamiento entre fuerzas antagonistas capaz de hacer progresar la trama, hasta entonces no narrado.
Los realizadores van al barrio a buscar un enfrentamiento por “el trabajo” y “la dignidad”, excluido del horizonte de decibilidad y visibilidad del cine argentino de los ‘90, lo reconstruyen con su propia mirada y lo transforman en una representación y una narrativa desde la cual lo llevan a la pantalla.
Al hacer visible lo hasta entonces acallado se intenta desplazar el campo semántico que presenta la dicotomía progreso o vagancia de aquellos despojados de trabajo, hacia una serie significante diferente.
En Diablo, familia y propiedad el conflicto se presenta entre la “Oligarquía Terrateniente” y su relación con las fuerzas militares, relación que se encarna, sucesivamente, a través de la historia en Robustiano Patrón Costas y en los Blaquier, cuyo último exponente Nélida Arrieta se muestra con sus joyas junto a pinturas modernistas y con voz porteña cuenta su accionar en los Amigos del Museo de Bellas Artes. También se la muestra junto a Mirtha Legrand. Inmediatamente la cámara contrapone a las voces de la aristócrata porteña y de la fascinada tilinga que la alienta a postularse para intendenta, imágenes de mujeres aborígenes tejiendo sentadas en el piso de un museo.
Mediante montajes encadenados y cambios de foco y encuadre los realizadores ponen a las audiencias ante la sensación de que la mirada es cómplice y que la estética sólo cobra sentido cuando es parte de una experiencia sensible transformadora de lo existente. Ello produce un desplazamiento en lo que comprendemos como “sensibilidad artística”, ya que la cámara muestra que quienes sólo se refugian en ella lo hacen para ocultar su indiferencia y falta de compromiso.
En Matanza el conflicto que enlaza toda la película es entre “el pueblo”, con el cual nos encontramos en el inicio del film (a través de los relatos de Ramón y Nuria se lo va a buscar al pasado y se lo reconstruye desde sus luchas cotidianas) y una lógica de exclusión que no tiene rostro ni lugar, cuyo tiempo es el tiempo de la Historia.
Cuando está lógica encarna no tiene una imagen clara ni una forma manifiesta: es la voz y el perfil sin mirada del funcionario municipal que discrimina quienes accederán a los planes sociales o la imagen cubista del Congreso que se refleja en un edificio durante la marcha de oposición a la reforma laboral.
Estas fuerzas impersonales son similares a las que enfrenta “el Rulo” en Mundo grúa, pero a diferencia de los devaneos y migraciones constantes del frustrado bajista en búsqueda de un lugar que ya no posee de lo que trata Matanza es de cómo los habitantes han creado este lugar y lo defienden haciéndose presentes en la calle.
Mientras los cineastas del nuevo cine construyen lo que creen que un individuo de los sectores populares es, los documentalistas van a mirar, a sentir y a escuchar. Trapero de Mundo grúa parece expresar que ya no hay final posible que repare la situación de los sectores populares expulsados del mundo del trabajo, mientras que Matanza, por el contrario, demuestra que los lazos de solidaridad y cooperación comunitarios pueden desembocar en una transformación política de la realidad. Mientras la cámara de “Mundo grúa” muestra imágenes de una ciudad expulsiva Matanza cambia el punto de vista y desnaturaliza la mirada de y sobre la ciudad.
En El rostro de la dignidad el conflicto central es esquemático, se observa cómo los policías asedian y aprietan a quienes están encargados de los piquetes y la “seguridad” cobra un sentido muy diferente del que los medios le otorgan a esa palabra. En este esquema la corporalidad se exhibe como una propiedad de los sectores populares capaz de transformar y quebrar su destino de exclusión al cobrar de forma irruptiva visibilidad. El filme plantea la violencia que “en múltiples formas se manifiesta en el cuerpo social, en sus prácticas y en el recorrido histórico” (Vanilla, 2002), pero en lugar de imponer límites infranqueables al sujeto popular, límites que al ser traspasados sólo pueden ocasionar la muerte, tal como sucede en Bolivia cuando Freddy golpea al Oso o cuando los pibes de Pizza, birra, faso deciden jugársela y “pegar algo groso”, el relato crea un mundo que a través del género, de la forma en que lo entiende Barbero (1997), dialoga con el de los filmes mencionados y con la experiencia cotidiana de los espectadores, y plantea al movimiento piquetero como el lugar desde el cual los sectores populares reconstruyen lazos de solidaridad y cooperación perdidos y desde los que se hace posible la organización política.
La interpelación a quienes aún tienen trabajo es abordada desde las imágenes de los piqueteros que se refractan en los titulares de Crónica, la ventana de un bar o los puentes que cruzan las rutas que los piqueteros cortan y que la cámara recupera. En esta secuencia, en la que la cita de Guillén es seguida de la visión porteña sobre los piqueteros, condensada en la ventana del bar desde donde “se ve lo que pasa” en la ciudad mientras se lee la 6º, interpela al portador del imaginario porteño a rever sus creencias.
En Laburantes es clara la oposición entre la legalidad y la legitimidad de la propiedad de las fábricas ocupadas. Se narran experiencias en que los jueces intentaron desalojos y cómo fueron resistidos.
El relato parece continuar la trama narrativa de El rostro de la dignidad: la dignidad, la identidad que la organización barrial permite recuperar a los desocupados, es la que los trabajadores de las fábricas recuperadas se resisten a perder junto con sus trabajos.
Sin embargo aquí la experiencia cotidiana es la que se opone a una lógica sin rostro, a patrones, síndicos y jueces. El vacío de las fábricas denuncia la ausencia de todos aquellos que no sean los obreros, sin embargo ellos poco a poco van poblando de sonidos, voces y cuerpos esos espacios, que son los espacios de sus recuerdos, que son y han sido sus espacios.
Quien recibe estos textos es interpelado. Los filmes elaboran discursos que, a través de los sujetos que los encarnan, repolitizan la existencia cotidiana construyendo acontecimientos e incluyéndolos en secuencias que ponen en cuestión la posición de espectador.
Desde una apuesta política se plantean la necesidad de narrar a un otro, de darle voz y cuerpo, sin apropiarse de él y reconstruirlo según los deseos del autor. A diferencia de la bombilla que explota en La ciénaga, cuando la protagonista ya no resiste su realidad, los elementos metafóricos de los films militantes se entraman con la argumentación. No se renuncia al relato estético pero es utilizado como en los relatos fílmicos clásicos como vía retórica para conmover al espectador y a l hacerlo se recupera una figura perdida: la del cuentacuentos, la de aquel que se compromete con la memoria del grupo al que pertenece. Así el narrador trae al presente la experiencia del pasado, y el pasado arremete transformando y poniendo en cuestión el presente. Ello sin renunciar a la construcción de registros de la realidad y optando por una estética en la que no obstaculiza la mirada (Fillipelli, 1996). Estos textos desbordan los territorios de la institución cinematográfica y sus modos de representación (Burch, 1995,, p. 265) a nivel teórico, estético y económico y la verdad se vincula a la naturaleza invisible de lo real, que es todo aquello que falta y que se busca. Porque aquí el realizador se compromete de otra forma, como artista recupera al shaman, al hombre medicina que viaja hacia las profundidades de su ser y a través de un relato mágico advierte a la tribu sobre cuál es el rumbo a tomar. Esta forma de vislumbrar un más allá de la perspectiva de la actual existencia sólo puede realizarse de forma estética, anticipando en el presente, intuyendo lo que va a acontecer. Los espacios, las puestas en escena, los objetos y las formas del cine remiten a otros tiempos, a otros lugares, a otros significados.
Así, en Laburantes, un obrero pone en funcionamiento un grupo electrógeno, el galpón en el que está abandona sus grises y se llena de la blancura de la luz y del celeste de las máquinas. Los movimientos de cámara mediante zoom electrónico y los fundidos recurrentes de son un efecto mediante el cual, mediante la repetición de parámetros estéticos (Borwell), el artificio fílmico produce, en Diablo, familia y propiedad, una mirada sobrenatural y fantasmática.
La mirada identificada con el encuadre de la escena en la que Leonor Manso mira a cámara es sacudida e interpelada, expulsada del lugar de espectador instituido por el cine y lo ubica en un espacio público junto a muchos otros cuerpos que lo rodean en medio de un acto político. La creencia, la ilusión de realidad se suspenden. Lo mismo sucede cuando en el comienzo de El rostro de la dignidad, el vidrio del bar devuelve la imagen de los piqueteros.
Los espacios y objetos cobran sentidos en la edición mediante la asociación de significantes. Así, Matanza, compone una imagen en la que un puño moreno y de nudillos fuertes, un rostro con nariz pequeña y rasgos angulados, remite a los obreros de Carpanni y desde allí a la continuidad de las luchas: el Congreso, el mayor símbolo de la democracia, se muestra reflejado en su anexo y desde ese imponente edificio de hierro y espejos nos devuelve una imagen fragmentada y mosaical similar a las representaciones del cubismo.
El esfuerzo de recuperar las historias y la memoria y quebrar la ilusión de un mero presente, recuperando al mismo tiempo una sensibilidad narrativa a la que el arte moderno renuncia, es parte de esta apuesta. La recuperación de una estética implica la recuperación de la experiencia sensible del narrador, en la que el cuerpo y el espacio no son una construcción plástica: son porosos, permeables.
Lo cierto es que para los realizadores militantes todas estas opciones estéticas se subordinan a un objetivo: contar una historia.
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