Resulta curioso constatar cómo se mueve, en un festival de cine, el flujo de validaciones. La sagrada búsqueda de la película perfecta llega a transformarse a ratos, en algo molesto, y muchas veces producto de una inercia fetichista más que de un análisis concreto. En el sitio de El Amante Nazareno Brega escribe: “Eso es lo que todavía parece necesitar la mayoría de los consultados al momento y lo que se puede entrever en la mayoría de las crónicas del festival, muchas de ellas que dan cuenta de toques de color extracinematográficos”.
En ese artículo el columnista culpa un poco a la programación de Bafici, que pareciera no guardar ninguna “joyita”.
Esto contrasta con que un film violento, crítico como Fascination (2006) de Michael Hoolboom contó con pocos espectadores durante su función de prensa, mientras que Agua (2006) de Verónica Chen (a discutir sobre las cualidades de este film) estaba llena.
Hace poco este sistema de validaciones que pareciera ser la crítica de cine pegó fuerte y el golpe llegó al filme La sagrada familia (Sebastián Lelio, 2006). Esto hizo que me detuviera un poco. Como muchas cosas, Bafici guarda bajo sí un relato un poco más oscuro cuando empezamos a darnos cuenta de qué dinámicas son las que activa; de qué forma una película o un crítico pasan a validarse dentro de ciertos circuitos dónde la lógica del mercado opera en su fondo. No es el fin de este escrito defender a la película de Campos. Creo que, estamos claros, este show de polémicas, apariciones de diario, acusaciones y las puertas que se abren o cierran pertenecen a este “juego de medios” que se activa cuando se pone en circulación una obra en un mercado, en este caso, específico. Y así, creo, lo entiende Sebastián. Lo que no me deja de impactar es el funcionamiento del consumo aún en esos espacios que se llaman “independientes”, “críticos”, o de cierta disidencia cultural. Concretizo en algunos ejemplos:
- La búsqueda de “la joyita” se basa en la aparición de algo “nuevo” en el mercado, pero no necesariamente en la valoración de una obra que pueda, desde sus mismas operaciones, torcer la expectativa, transformar ese deseo de novedad en suspensión, o que fuerce al espectador a no sólo consumir obra, si no a dialogar con ella. La “cinefilia” vista desde acá parece sólo un juego de niños que no quiere tensionar su propia noción de consumo cultural, ocupando lugares-tópicos que ya han sido instalados (“el nuevo Lynch”, “el nuevo cineasta independiente”, “la nueva película argentina”). Este deseo de “lo nuevo” es central para que un mercado (pequeño o grande) funcione. La pregunta es por su modalidad. A mí parecer sigue siendo una tarea de la crítica hacer de ese consumo algo un poco más interesante, intenso, profundo, resquebrajador, para la vida cultural.
- En este sistema de “lo nuevo” no tensionado, el crítico se vuelve sólo una herramienta de aprobación o negación que da el “pase” para que siga funcionando o no el mercado de acuerdo a ciertos criterios (dudosos) de calidad. El crítico, en esta situación, ocupa un lugar de poder que lo hace responsable. Pregunta: ¿No sería uno de los desafíos críticos intentar buscar en la escritura algo que reniegue de esa valoración obsesiva? ¿Hacer de ella justamente un proceso de densificación de lectura de obra? La guerra contra el adjetivo (y del hacer del cine un objeto del conocer) no es sólo un deseo arbitrario. Es la política de una escritura que se autocuestiona en sus relaciones de poder y en su valoración en la batalla contra una escritura (multiplicada en nuestro sistema de medios) a ratos simplista, no argumentativa y subida en un pedestal que hace del lugar en dónde está solo un lugar desde el cual hacerse visible.
- Cuando el crítico (cámbielo por: escritor, periodista, comunicador, profesor) ocupa el lugar de poder para acumularlo y no para hacerlo circular vamos a hablar de acumulación de “poder simbólico”. Cuando esta situación de poder olvida su carácter frágil y se vuelve institucional (y, desde ahí, opera únicamente como sistema de validación; es decir, un sistema que opera en torno al hacer visible) vamos a hablar de “violencia simbólica”.
Como vemos, está en juego un mercado de visibilidades. El crítico de cine, entendido acá, juega unas fichas dónde su status es el que está en juego. Hoolboom, en su película Fascination se pregunta: “¿en qué momento nos volvimos imágenes?” Si pensamos en los pasillos, meeting points y dinámicas de un festival de cine, la pregunta se vuelve pertinente. La aprobación se transforma en un pequeño mercado, dónde se ponen en juego las credibilidades y los accesos. Hacerse visible, apunta de nuevo Hoolboom, es hacerse vendible. Y Shopping Abasto el lugar ideal para que se reproduzca este mercado de la mirada.
Si el cine es un lugar privilegiado para estas reflexiones que incluyen al cuerpo y su representación (por diversos elementos que tienen relación con la particularidad de su lenguaje) preguntarse por la pertinencia de estas preguntas, para algunos, es parte también del oficio crítico. Si es que aún creemos que el cine posee algún vínculo con el mundo (una opción posible es decir que no). En tal caso, cabe preguntarse no sólo por el fetiche de la obra, sino también por cómo, hoy en día, las obras hacen de la imagen otro fetiche, reproduciendo su condición de producto vendible. Y con ello reproduciendo ese mercado del mirar.
Siempre tuve la ilusión que la crítica (de cine, pero en general) fuese un lugar privilegiado para poder “dialectizar” estos procesos. Que los pudiese operar pero a su vez constatarlos, hacerlos aparecer. En eso, creo, radica mi respeto hacia esas escrituras que logran ser un juego de intensidades, estando adentro y afuera; tensionando los límites de sí mismas.
Pinto Veas, I. (2005). Crítica, mercado, poder, laFuga, 1. [Fecha de consulta: 2024-12-12] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/critica-mercado-poder/763