“Cuerpo mío, haz de mí un hombre que siempre pregunta.”
Fanon
El animal y la herida decolonial
¿Qué función cumplen los animales en las películas del director mexicano Carlos Reygadas? ¿Cómo se explica el símil de cadáver de caballo colocado en la cima del monte chicano en la escena del tiro, en el film Japón (2002)? ¿Y el célebre perro al que uno de los lugareños reunidos alrededor del vino hace cantar?
Estas y otras preguntas similares sobresalen si se admite que este film interpela y se interpela como experimentación de la ‘herida colonial’. 1Tal como explica Mignolo, la ‘herida colonial’ es la experiencia que reúne a todos los actores involucrados en procesos de descolonización, a los que es imposible categorizar como proletariado o multitud. Haciendo referencia a Franz Fanon, dice de esta experiencia ser la de “los damnés, de las y los no adecuados al orden ‘normal’ de la sociedad” (2010, p. 45) Porque aunque las escenas de Japón transcurren mayormente en la campiña mexicana, aunque los actores son mestizos lugareños que parecen documentar su propia vida, y aunque el pueblo se llama Hidalgo, la película no puede considerarse sin más la representación de la experiencia de descolonización del sujeto. Emblema de la concepción moderna eurocentrista de la creación artística, esta operación implica una duplicación de las dimensiones implicadas, que retrasa, puede apagar y hasta tergiversar el objetivo de lo que se pretende hacer. En este sentido, esta película no efectúa ni pretende que el público ponga en obra la aplicación de categorías predeterminadas –por un yo (cartesiano-kantiano) que ordena y delimita una realidad ya ahí, cruda, que necesita ser organizada. Aquí no se trata de la representación o de la identificación con la animalidad como forma de reivindicación de una especie, y por añadidura, una raza oprimidas, sino del acto performativo de asunción y abolición de la herida. Y es el ‘animal’ el que hará de bisagra entre la tradición europea imperial –que acecha a intelectuales y artistas latinoamericanos como un sutil canto de sirenas– y lo emergente de experiencias de desprendimiento epistemológico. 2Se trata de la fuerte influencia por parte de la ontología dualista y sus consecuencias en lo que a la concepción del cuerpo respecta, además de la propia herencia del ‘cine de autor’, tan preciada por Reygadas, por una parte. Por otra, se trata de todo aquello que emerge cuando, usando la metáfora de Mignolo, se abren las puertas que conducen ya no a la “verdad del Ser” sino de la “colonialidad del ser” (2007, p. 29) Porque no será el animal ‘en general’ como aparece en el contexto de las ontologías eurocentristas. Suficientemente corporizado, el animal es el intercesor elegido por Reygadas para interpelar al ojo narcisista, patriarcal, colonizador, burgués, oculto bajo una cadena de sentidos universalista y abstracta.
A través de una articulación montajística paratáctica, el film se encarga de poner en riesgo la condición de ‘términos’ de la animalidad y la humanidad. Pero lo particular en esta jugada de Reygadas, es que a la hora de hacer entrar en juego el cuerpo desterminizado como factor de quiebre de un ojo-yo acabado, lo hace reviviendo uno de los textos nietzscheanos más célebremente citados, De la visión y del enigma. A través de una relectura fílmica del capítulo de Así habló Zaratustra, la película de Reygadas va más allá de la mera denuncia, constituyéndose en motor de la experiencia misma de lo que cabe llamar ‘desprendimiento corpo-afectivo decolonial’. Más que un guiño cinematográfico, esta suerte de parafraseo hace de articulador entre los registros sonoro y fotográfico. De esta manera, se erige como vehículo de un ojo que experimentará, a través de tres momentos que cabe delimitar en el desarrollo argumental, lo que en términos deleuzianos se llama ‘trance’. Esto es, la explosión de ese yo con pretensiones de identidad acabada en una infinitud de átomos (Deleuze, 1997, pp. 287-295). No es dato menor respecto del enfoque del presente artículo que sea un texto europeo el que se relee. No es dato menor asimismo que sea un texto como el elegido. ‘Enigma’, según el significado de diccionario es algo que no se deja interpretar. La consistencia de un enigma es, justamente por ello, la fuerza que arrastra el propio secreto de su ininterpretabilidad. Pero acá no se trata de pesquisar el meollo del sentido oculto tras un ego que advierte que “el ideal de lo verdadero es la ficción más profunda en el corazón de lo real” (1997, p. 201) –que sería en todo caso la operación nietzscheana. En cambio se trata de otra visión, la de un ojo en trance, y de otro enigma, el inscripto en el cuerpo colonizado. En este sentido se puede considerar que la apuesta de Japón es llevar al límite la imposibilidad -disfrazada en mitologizaciones y fetichizaciones varias-, de vivenciar en el cuerpo lo oculto bajo la afección colonizada. La película interpela el texto de Nietzsche y en este acto a toda una tradición que aún en su crítica interna no alcanza para revertir la prohibición de una memoria imprescriptible.
Al principio y durante unos segundos, una cámara sigue a un poco más que la velocidad de los automóviles, la línea de una apabullante autopista urbana. Luego, todo transcurre bajo la atmósfera de un llano y de un cañón lindante, en la campiña mexicana. La película muestra los avatares de un hombre, de rasgos ‘indios’ y cojo. De la única referencia relativa a su vida personal -que aparece en las primeras escenas a propósito de una pregunta que unos baqueanos ‘gringos’ le hacen-, recogemos el dato de que este hombre va a matarse. Luego de subir empeñosamente una de las laderas del cañón, llega a la casita que ocupa Ascensión. La película muestra además los avatares de esta vieja mestiza mexicana, que está por ser desalojada por su sobrino. Ya en la casita, a la que el hombre ha arribado para pernoctar, la carrera hacia lo único que sabemos (“Voy a matarme…”) se ralentiza, se tambalea, hasta que se transforma.
Primer momento hacia el trance
“Hacia arriba, aun cuando sobre mí iba sentado ese espíritu, medio enano y
medio topo, paralítico y paralizante; y vertía plomo en mi oído, pensamientos-gotas de plomo en mi cerebro…”
«Oh Zarathustra -me susurraba socarronamente, sílaba a sílaba-
tú, la piedra miliar de la sabiduría, tú mismo te lanzaste hacia arriba -mas toda piedra lanzada al aire
- ¡tiene que caer!”.
Nietzsche 31993, p. 224
Una joven blanca, una belleza arquetípica europea, juguetea en la orilla de una playa. Allí está también Ascensión, a un lado, ridículamente entrazada como playera. En un momento ambas se acercan melodramáticamente y se besan. Es un sueño del personaje. Al principio el ojo narcisista se protege de los efectos devastadores de la línea que limita lo vivible de lo invivible a través de la siguiente operación: me identifico diferenciándome de los gestos, rasgos y actitudes de ‘los que no son como yo’, de ‘los que hacen cosas distintas a las que hago yo’. Pero esa posibilidad es rápidamente desactivada, dura unos pocos segundos, los suficientes como para arrebatar las últimas defensas. Se ha ingresado a una zona resbaladiza. Lo propio, lo acabado, lo identificable se vuelve difícil de apresar. Como efecto de la mirada especular del ojo egocéntrico, la línea se tensa hasta el extremo. Las referencias según las que el otro pueda ser visto como el otro de lo mismo van desapareciendo. Acá no hay cabida a la identificación por contraste. Ni lo mismo ni lo otro.
Escenas como ésta restan palpitantes y son arrastradas en estertores todo el recorrido hacia lo alto del monte que el hombre realiza presto a apretar el gatillo. Acá, en el texto de Reygadas, el hombre es él mismo el amante de enigmas y el ‘cojitranco’ –como le dice Zaratustra a manera de improperio al enano. Toda la potencia del personaje está puesta en la tensión entre dejarse abatir por las fuerzas que arrastran y que paralizan, o dejar fluir la afección libre.
Es posible enfocar allí un primer momento, en el que la pretensión de sesgos identitarios se muestra ilusoria, vana, e incluso riesgosa. Se constata que no se trata de quedarse en este momento, no hay estrategias espurias en esta obra que puedan ser interpretadas como un europeísmo solapado. Nada dice que allí se incurre en el borramiento del sujeto de la historia. Tampoco cabe reproducir la recurrente tesis acerca de las películas de Reygadas, que las responsabilizan de asumir y desnudar ciertos tabúes de la sociedad mexicana, como lo hace Cynthia Tompkins (2013, p. 165). No cabe porque no es posible mostrar que la película tenga pretensiones de abrir los ojos a nadie. Interesa sobre todo el efecto de desquicio que luego experimentará el cuerpo colonizado, más que enfocar las estrategias a través de las que este cine pretende sacar a luz prejuicios de la sociedad mexicana.
Al borde del abismo
Para argumentar sobre por qué esta película no se queda en la denuncia vale aludir al tratamiento que efectúa Deleuze con respecto al cine que él nombra ‘del Tercer Mundo’ y en particular del latinoamericano. Refiriéndose al de Rocha, advierte una operación que bien puede hallarse cumplida en esta película de Reygadas. Escribe el filósofo francés: “el autor de cine se encuentra ante un pueblo doblemente colonizado, desde el punto de vista de la cultura: colonizado por las historias venidas de otras partes, pero también por sus propios mitos convertidos en entidades impersonales al servicio del colonizador. Así pues, el autor no debe creerse el etnólogo de su pueblo, como tampoco inventar él una ficción que seguiría siendo una historia privada: pues toda ficción personal, como todo mito impersonal, está del lado de los ‘amos’” (Deleuze, 1997, p. 293). Porque para el filósofo francés, la manera de enfrentarse al cine de ficción, no sería abrazando un principio de realidad que garantizaría la oposición ficción-realidad. Lo que sería persistir en un modelo de verdad preestablecido, que es indefectiblemente el de los amos o los colonizadores. Lo que cabe en esta empresa de montar un cine que invite a la experiencia del desprendimiento corpo-afectivo, es ‘liberar’ la ficción del modelo de verdad que la sostiene. Por eso Deleuze, aludiendo a los films de Perrault, propone considerar que lo que se opone a la ficción no es lo real, sino la “función fabuladora de los oprimidos” (Deleuze, 1997, p. 202). El yo que explota, que entra en trance, no es una primera persona que se identifica en el personaje o que se presentifica como en los documentales de la década del sesenta. 4Como por ejemplo, La hora de los hornos (1968), de Pino Solanas y Octavio Getino. El propio Solanas, en la célebre Carta a los espectadores en ocasión al reestreno en mayo de 1989 explicita la función de “denuncia” y de “espejo de la desigualdad y la injusticia de una Argentina ajena y sometida” (1989) No es un átomo cerrado.
Un momento de trance es la cristalización de la memoria, un proceso en el cual se puede captar a escalas macroscópicas un fenómeno que permanece en estado molecular y no molar. En este estado de extrema tensión molecular no aplica el esquema sensorio-motriz correspondiente a la operación de representación. Los límites entre memoria e imaginación se vuelven confusos. Para Deleuze el cine de los países tercermundistas, debido a un estado de “crisis permanente” es fundamentalmente un cine de memoria. Pero no es absolutamente asimilable al cine de la imagen-tiempo europeo, al que Deleuze adjudica la función de toma de conciencia revolucionaria. Se trata de un cine de transición, de “fabulación de un pueblo que falta” (1997, p. 291).
Ya arriba y listo para morir, el hombre saca el arma que guarda en el bolsillo de su chamarra y apunta al aire. Por unos segundos no se escucha otra cosa que sus gemidos y el ruido del agua al caer. Llueve. Retrocede tambaleante unos pasos, cae al suelo lado a lado con el cadáver del caballo –curiosamente se puede constatar que se trata de una especie de muñeco que simula un cadáver. La música irrumpe. Suena la intensa melodía de la Pasión de San Mateo, la cantata de Bach utilizada por Tarkovsky en El sacrificio (1986). El hombre permanece con los brazos a los costados y el aguacero le empapa más y más el rostro. Podemos sentir con y más allá del personaje cómo una grieta lo atraviesa, cómo la afección traspasa el hombre-adulto-cojo-suicida, y alcanza el animal-de carga-agotado. La bala desplazada, el arrastre hacia el cadáver del caballo, son huellas del transitar en esta zona límite de lo vivible y lo invivible, que sólo puede ser despejada con la lluvia que Reygadas elige para la ocasión.
Después del tiro
El tercer momento del proceso hacia el trance, es lo que demuestra finalmente la hipótesis de que la película no apunta a la representación de la herida colonial, sino que anima la experiencia aesthésica misma. 5Y no estética, ya que este término nos devuelve a una semántica eurocentrada. Siguiendo a Mignolo, nos consta el dominio a partir del siglo XVIII, de la aesthesis en manos de la estética como disciplina de lo bello (2010, p. 14) Luego del bramido, la cámara comienza a elevarse haciendo unos círculos concéntricos en una toma aérea magistral. La música comienza y se observa al hombre agitado, está vivo.
De esa hendidura, de esta irrupción del tiempo libre del círculo del eterno retorno de lo mismo, resulta la liberación de toda la productividad de esa afección aludida hace unos momentos. La escena de la playa, además de otra entre otras, la de la masturbación posterior al jugueteo con el revólver, en la penumbra de una habitación llena de aberturas por las que pasa (no se puede decir que entra) todo el afuera del monte chicano, la escena de sexo entre el hombre y la vieja mestiza, además del apoteótico coito equino, todo ello que ha venido acompañando al hombre en la subida de la ladera, empujando hacia abajo, se libera ahora a través de una panorámica circular ascendente que se desencadena luego del primer plano de los cuerpos contiguos del hombre y del caballo en la cima, que se fuga pausadamente hasta acabar en un plano blanco. Por entre los espacios ralos del blanco, se cuela el rojo sanguinolento de un cuerpo hendido. De todo un continente hendido.
Lo que es insoportable es el propio ojo narcisista, el ego colonial que insiste en la impostura que lo guarde de reconocerse en estas escena, en esos rostros que casi no alcanzan a serlo.
A manera de conclusión
Es allí, en esta zona en la que se disputan la palabra del enano y la del amante de enigmas, donde el film asume el riesgo aludido. El de sucumbir a la fetichización de lo que acecha a la memoria bajo la superficie, de representar lo insoportable a través de la duplicación de los registros, y de esta manera abortar la fuerza que pugna por emerger, por liberarse.
Paradójicamente, la relectura fílmica de De la visión y del enigma evita caer en interpretaciones identificadoras de Japón. Un instante de la cantata en la escena de la bala y el cadáver del caballo, basta para hacer explotar al ego eurocentrista en mil átomos. En El Sacrificio, la teoría del eterno retorno y sobre todo la palpitante denuncia de la victoria europea de las afecciones tristes, se cumplen en un drama cinematográfico que exuda la necesidad de su propia extralimitación. Reygadas reescribe De la visión y del enigma. Reedita el acontecimiento de ascensión de la ladera, conjura la kantiana y temerosa línea que protege del abismo de las ‘pasiones’, cristaliza en el acontecimiento animal el instante y muestra otro abismo. Uno blanco, luminoso, exultante, que libera a la vida de las constricciones que la han sumido en el laberinto de la moral. De la moral de la explotación, de la moral de la conquista. Permite retrucar a Nietzsche.
Por eso, toda la película puede ser vista como una vuelta de tuerca a las célebres advertencias del enano de Zaratustra: “Todas las cosas derechas mienten (…) Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo” (Nietzsche, 1993, p. 226). Así como Zaratustra, Reygadas muestra que no, que el tiempo no es un círculo que nos arrastra ciegamente por la circunspección y el vértigo centrípeto. De la compasión identificadora al devenir animal, la línea circular que todo lo devuelve intacto, se ha soltado en una de sus puntas. Pero esta vez, se ha soltado en lo alto de un monte chicano.
Bibliografía
Deleuze, G. (1997). La imagen-tiempo: estudios sobre cine 2. Barcelona: Paidós.
Fanon, F. (2009). Piel negra, máscaras blancas. Madrid: Akal.
Grupo de estudios sobre colonialidad. (2012, abril). Estudios decoloniales: un panorama general. Kula. Antropólogos del Atlántico sur. Rescatado de http://www.revistakula.com.ar/numeros-anteriores/numero-6/
Mignolo, W. (2003). Historia locales/diseños globales. Madrid: Akal.
Mignolo, W. (2007). El pensamiento decolonial: desprendimiento y apertura. Un manifiesto. En S. Castro-Gómez & R. Grosfoguel (Eds.). El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global. Bogotá: Siglo del Hombre.
Mignolo, W. (2010). Desobediencia epistémica. Retórica de la modernidad, lógica de la colonialidad y gramática de la descolonialidad. Buenos Aires: del Signo.
Nietzsche, F. (1993). Así habló Zaratustra. Barcelona: Altaya.
Solanas, F. (1989, mayo). Carta a los espectadores en ocasión al reestreno en mayo de 1989. Rescatado de http://www.pinosolanas.com/la_hora_info.htm
Tompkins, C. (2013). Experimental Latin American Cinema. History and Aesthetics. Texas: Universitiy of Texas.
Pósleman, C. (2015). De la otra visión y del otro enigma, laFuga, 17. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/de-la-otra-vision-y-del-otro-enigma/745