De perros y viajes

Recorridos por la obra de Lisandro Alonso

Por Mariana Freijomil

Observaciones +

Mariana Freijomil es docente de Historia del Arte e Historia del Cine. Codirige la publicación digital Cinergia (www.cinergia.com) y es redactora de la revista La Furia Umana (http://www.lafuriaumana.it ). Paralelamente ha colaborado con obra gráfica en las publicaciones Visual 404 (http://visual404.com) y Obituario (http://obituariomag.blogspot.com.es).
 
 

Ausencias y viajes

Amanece. La luz atraviesa las ventanas de la casa donde la joven Viilbjørk despierta. Parece un día de asueto, hace calor. Los últimos 20 minutos de Jauja (2014) dan la vuelta a una historia que hasta ese momento se había desarrollado en otro tiempo y espacio. Hemos pasado del desierto de la Pampa a finales del siglo XIX a una casa de campo europea contemporánea, de un padre que se abre paso en las llanuras en busca de su hija fugada a la tranquilidad primaveral de los paseos de una joven con sus perros en la Dinamarca actual. De entre ellos uno es el elegido para andar por el bosque, el que se ha malherido en un costado. “No podía comprender tu ausencia”, le dice el jardinero a la joven. Las ausencias y la sensación de pérdida son una de las constantes temáticas en la filmografía de Lisandro Alonso y una de las características que figuran los viajes de sus protagonistas, como podemos observar en trabajos anteriores como Los Muertos (2004) y Liverpool (2008). Hay en estos recorridos una omnipresencia de la naturaleza que empequeñece a sus protagonistas, dotándoles de otra dimensión que manifiesta no sólo su deriva por un mundo en el que resultan extraños sino también nuestra limitada perdurabilidad y la fragilidad de los vínculos ante el paso del tiempo, especialmente en el ámbito familiar.

Vargas, protagonista de Los Muertos, atraviesa la espesura de la selva para reencontrar a su hija y a sus nietos. La fatalidad se anuncia ya en la secuencia inicial en la que el personaje sueña con un recorrido entre la maleza, donde la cámara flota adentrándose en una naturaleza huidiza y táctil a la vez, que cobija cadáveres y nos permite entrever la mano que los puso allí. El viaje de Vargas finalizará con el reencuentro con la muerte. El asesinato es lo que le había llevado a prisión: “Me contaron que mataste a tu hermano”. “Ya olvidé todo eso”, replica. Pero intuimos que no es cierto, que un camino largo invita al recuerdo y que en cada paso o parada del viaje hacia el hogar perdido, el pasado emerge como una profecía de lo que está por venir. Vargas, al igual que Farras en Liverpool, son seres que viven en un régimen de invisibilidad social, buscan a tientas reencontrarse en sus regresos al hogar y en ellos hallan su fin al no obtener redención, al no poder asirse a algo que justifique su existencia. El primero parece enfrentarse a ese abismo de olvido en su trayecto con acciones que únicamente buscan cubrir las necesidades mínimas para seguir hasta su objetivo. Desde el inicio afirma “ya caminé mucho”, insinuándose el descanso anhelado en la muerte, la única cosa que le daría paz. El segundo se sumerge en el blanco de un horizonte nevado figurándose así su muerte después de haber hablado con su madre, incapaz de reconocerle. La búsqueda del hogar termina ratificando una invisibilidad que se materializa en una desaparición física. ¿A dónde va Farras? ¿Qué será de Vargas después de entrar en la casa de su hija tras sus nietos, con los que terminará a machetazos?

Rastrear

El perro es el animal doméstico más recurrente en la mitología desde la antigüedad: es interpretado como símbolo de fidelidad y obediencia, guía del rebaño en la iconografía cristiana, guardián del hogar, rastreador en una ardua jornada de caza. Pero también se lo relaciona con la muerte, siendo el guardián del reino de los muertos y acompañante de la melancolía (Cirlot, 1992, p. 359).

Su presencia se reitera en los filmes de Alonso. La fatalidad de Vargas no deja de regresar en sueños, la noche antes de iniciar el tramo definitivo de su travesía la cámara insinúa su figura en un plano cenital que se adentra en la oscuridad casi absoluta. Sólo oímos perros ladrando a lo lejos, tan confundidos como el protagonista. Como él también rastrean, pueden pertenecer a alguien o guiarse por ellos mismos, con la mirada perdida, sin dueño o manada. Sus aullidos en la pantalla negra nos adentran en el inframundo de difuntos, tanto de los pretéritos como de los que vendrán. Desde ese negro emergen ramas y hojas que vemos enfocadas o perdemos hasta la abstracción, siguiendo la respiración del personaje y enlazando con su sueño al inicio de la película. Los sonidos ambientales son un diálogo no escrito de las películas del director argentino, ante los silencios de sus personajes.

El protagonista La Libertad (2001) será recuperado en Correspondencia: Lisandro Alonso - Carta para Serra (2011). En ella volvemos a ver a Misael Saavedra, esta vez con su mujer y su hijo, en la Pampa, rodeados de perros. Él es el nómada que huye al campo para encontrar sustento en la naturaleza, entre los árboles y la hierba. En ella está latente la historia de los hombres que estuvieron allí antes, expresada en su dimensión más desnuda, sin grandes nombres ni conquistas.

En este film los animales adoptan un nuevo rol ante la cámara. Esta los sigue a distancia entre los árboles y los captura saliendo frontalmente de la maleza, como si hubieran emergido de la tierra. Previamente Misael y su compañero hablan de la historia del lugar, de la conquista de la Pampa, vinculada a la independencia del país. Los perros abandonan a los trabajadores y exploran el paisaje, como si en él hubiera algo que sólo ellos pueden ver, como si hubiera otra realidad, el pasado que se ha citado, palpitando bajo sus pasos.

La tensión entre los tiempos evocados desde el espacio y la memoria invocada en las palabras de los trabajadores hacen que cuando miremos a la pantalla veamos en ella el inicio de un viaje al pasado desde los paisajes filmados. Al capturar los movimientos de los canes sus cuerpos aparecen nítidos y tambaleantes y cuando la cámara los pierde dejamos de verlos a ellos para descubrir en nuestra imaginación las presencias que en el pasado habitaron el lugar. Así los seguimos en este espacio e iniciamos un viaje en el tiempo, a un pasado escondido tras cada movimiento.

Dejando restos

En la escena inicial de Jauja Ingeborg dice a su padre que le gustaría tener un perro que estuviera siempre con ella, que la siguiera a todas partes. Gunnar, su padre responde que “Se hará lo que se pueda”. No existe una imagen más directa de la fidelidad. Y al mismo tiempo no hay otra que evoque el desamparo al instante: ¿Dónde van los perros que pierden a su amo?

Su cualidad parece inevitablemente ligada a una condena, igual que las de Gunnar lo sentencian a buscar a su hija en el desierto al fugarse con un soldado. El azar le va a la contra: se pierde, y le roban el rifle en un momento filmado con la cámara fija, viendo como desde un ángulo unas manos toman el arma en un gesto digno de unos dioses que juegan con el destino de los hombres.

Es el único film de Alonso que aborda el pasado histórico y desde su formato en diapositiva hasta la manera de filmar al protagonista a caballo, en un desierto en el que los paisajes de héroes fordianos conviven con Gerry (2002) de Gus Van Sant y Meek’s Cutoff (2010) de Kelly Reichardt, logra remitirnos a la historia del cine, como si este viaje al pasado pudiera abarcar sus trazos y los de todas las formas de abordarlo desde el dispositivo cinematográfico.

El danés protagonista pierde los atributos que conforman su identidad, convirtiéndose el soldado y padre noble en un ser quijotesco, impotente ante un entorno hostil. Es en ese momento de desamparo cuando aparece un perro, desde la nada, que se convierte en su guía. Ahí comienza una travesía donde las coordenadas espaciales han dejado de importar. Lo que cuenta es el viaje interior en el que se juega la pervivencia de su memoria y la de su hija. Allí donde se extiende el vacío al que mira El Perro de Goya en Las Pinturas Negras intuimos el final del protagonista de Jauja, igual de desamparado pero al mismo tiempo a punto de iniciar un camino fuera de toda noción racional. La fidelidad del animal es consecuencia de un lazo de unión que al verse quebrado por la separación lleva a una añoranza infinita. Esta es la que le hace mantener su mirada a la espera, ante el espacio hueco, gestando la presencia de fantasmas que una vez fueron, entre la imaginación y la memoria.

En el grabado de Durero Melancolía I, no sólo encontramos un perro sino que también instrumentos que nos remiten a la geometría (el libro, el compás, el romboedro) y la medición del espacio y del tiempo (el cuadrado, el reloj de arena y la balanza). 1El grabado de Durero es una síntesis de la iconografía de la Melancolía que aparece acompañad de todo lo que implica la palabra Geometría, es decir una Melancolia artificialis o Melacolía de artista. Durero imagina a un ser dotado de la potencia intelectual y las posibilidades técnicas de un arte, pero que al mismo tiempo desespera al sentir que nunca podrá desarrollarlo al nivel de grandeza que se requiere para comprender el espacio infinito (Panofsky, 1995, p. 242) La mirada del personaje del grabado es análoga a la del perro que está a su lado: ambos no comprenden la distancia entre su mundo y la inmensidad que les rodea y de la que son conscientes. De la misma manera, la mirada de Gunnar ante el desierto expresa la incomprensión más profunda ante la desaparición de su hija y la pérdida de todos los valores hacían su mundo comprensible. Si el director argentino nos hablaba de los olvidados de la sociedad en sus películas anteriores, aquí nos presenta a un hombre que cree en los valores de una civilización para luego despojarlo, abandonarlo en una situación en la que se muestran inútiles y absurdos ante una inmensidad espacio temporal expresada a través de la naturaleza.

Ese desasosiego ante la inmensidad que vemos en la mirada del personaje del grabado de Durero y el que experimenta Gunnar, producido por el deseo de abarcar lo inabarcable, será la génesis de la unión entre tiempo y espacio en una representación capaz de recrearlos y de explicarlos en términos absolutos mediante el cine. El avance de Gunnar no termina después de ser engullido por la tierra en un plano fijo en el que desaparece tras un montículo. Su peregrinaje atraviesa el tiempo desde la tierra parda y gris de Argentina para dejarlo en la Dinamarca actual, insinuado bajo el lomo del perro que no comprende las ausencias de su ama. Sin embargo este reencuentro será breve: desaparecerá durante su paseo con Viilbjørk, sin dejar rastro, sólo círculos en el agua a través de la cual creemos ver como se hunde la figurita de un soldado de madera, la misma que tomó la hija de Gunnar. Es un resto que perdura más allá del paso del tiempo y que, al igual que el muñeco y la rueda desvencijada que Vargas deja en el suelo antes de dar fin a sus nietos o el llavero con la palabra Liverpool que Farrell deja en las manos de su hermana, son algo a lo que nos asomamos con el anhelo de comprender qué rastros dejaremos nosotros tras nuestro propio tránsito. De cómo nos abandonaremos al tiempo. De cómo quizás esos restos serán rescatados y nosotros revividos en una imagen para ser reinventados y pervivir en las profundidades de las retinas de otros que están por venir. De cómo el cine salvaguarda y dispara la memoria desde la imaginación.

Bibliografía

Panofsky, E. (1995). Vida y obra de Alberto Durero. Madrid: Alianza.

Cirlot, J. E.(1992). Diccionario de símbolos. Barcelona: Labor.

 

 
Como citar:
Freijomil, M. (2015). De perros y viajes, laFuga, 17. [Fecha de consulta: 2024-12-02] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/de-perros-y-viajes/746