Yakarta viene
Una bomba revienta en un Santiago cada vez más explosivo. Transcurre abril de 1973 y hasta el momento han sido residencias particulares, edificios públicos, legaciones diplomáticas y sedes partidarias, las afectadas por los ataques. Aunque ninguna de las detonaciones todavía se había saldado con muertos (Arancibia et al., 2003), los asesinatos llegarán más tarde, cuando los blancos elegidos sean equipamientos e infraestructuras (Garretón et al., 1978).
Para cualquier observador independiente, la animadversión crecía de la mano de la militarización de la política. A esa fecha, la siembra de bombas, que el propio Víctor Jara denunciaba en Las casitas del barrio alto en 1971, era lo suficientemente continua y dislocada como para que centenares de santiaguinos durmieran a sobresaltos. Bajo la violencia aleatoria con que los perpetradores buscaban salpicar la noche, las simbologías conmovidas por los atentados eran tan importantes como las deflagraciones provocadas.
A diferencia de otras explosiones, la bomba de la tercera semana de abril decapitó un monumento. Los paramilitares habían conseguido precisión de tanto ensayar su talento beligerante. Alejada del centro, la carga había sido calculada y colocada para guillotinar una prominente figura en bronce que El Mercurio rebajó a la condición de estatua (Errázuriz, 2009).
Erigido en San Miguel, el monumento fue el primero en el mundo consagrado a honrar la figura de Ernesto Guevara. Apenas tres años después de su asesinato en Ñancahuazú, Bolivia, la escultura había sido encargada por el Alcalde de San Miguel, al artista Praxíteles Vásquez que trabajó en colaboración con los arquitectos Gastón Jobet, Guaraní Pereda y Raúl Bonnefoy (Taboada, 2004, p. 34).
De ninguna manera fue casualidad la presencia de la escultura en San Miguel. La comuna, una de las que contenía más tomas de terrenos y fábricas en todo Santiago, solía ser etiquetada de izquierdista. Contribuía a cimentar dicha imagen la influencia ejercida por la familia Palestro. Uno de los hermanos, el alcalde Tito Palestro, tenía una idea precisa sobre el potencial político del arte y con seguridad fue el explícito impulsor de un homenaje que apenas inaugurado devino en ícono. Palestro, que pertenecía a una familia identificada con el Partido Socialista, era hermano del diputado Mario Palestro y del ex alcalde Julio Palestro. Para todos ellos honrar a Guevara representaba mucho más que un deber de memoria.
Conscientes del impacto que provocarían, los explosionistas escogieron el cuadragésimo aniversario del Partido Socialista para destruir un trozo de arte comprometido. Algunas horas antes del atentado, varios miles de militantes, simpatizantes e invitados especiales, se concentraron en el Estadio Nacional. La bomba, supusieron sus ejecutores, sería un contrapunto noticioso frente al despliegue de masas conseguido por las huestes socialistas al interior del coliseo. Aunque casi nadie pudiera siquiera imaginarlo en ese momento, pasarían décadas antes que el Coloso de Ñuñoa volviera a convertirse en escenario reclamado por la izquierda en cualquiera de sus muchas expresiones.
Como desafío, pero también como provocación, la bomba del 19 de Abril, era imposible no relacionarla con una consigna que venía proliferando en fachadas y tapias: Yakarta viene. La amenaza pintada en cientos de muros, cobró un simbolismo especial cuando las portadas de los diarios asociaron al descabezado con la mayor iconografía de la izquierda. Exitosos en su pequeña cosecha de odio, los paramilitares habían descabezado muchísimo más que una figura inerte.
Inaugurada casi en los mismos días en que Allende era proclamado Presidente, al acto de descubrimiento, ocurrido un domingo 8 de noviembre de 1970, fue precedido de un concurrida revista por plena Gran Avenida. Entre otros asistentes, un ramillete de figuras internacionales se trasladó hacia el comienzo del sur de la ciudad. Concluido el desfile cívico, las delegaciones y el público avanzaron unos pasos hacia el oeste, hasta depositarse en un antiguo parque lineal.
Todos los asistentes pudieron percibir el interés por relacionar el conjunto escultórico con el poder político local. El objetivo se conseguía gracias a la magnitud del conjunto monumental, pero especialmente gracias a su ubicación, en eje con el acceso al edificio consistorial. A su vez, el conjunto escultórico prolongaba una estética que no era desconocida en la comuna. Precisamente sobre los muros del Hospital Barros Luco se habían pintado figuras populares ya desde 1964 al modo de un mural (Castillo, 2006). Esa misma estética era la que distinguía a la escultura. Más figurativa que realista, la iconografía izquierdista apalancada por el muralismo, buscaba locaciones de alta asiduidad que sus promotores sabían elegir.
En el caso de la escultura monumento, la orientación urbana de la pieza fue funcional al interés por convertirla en una referencia accesible. Era funcional a dicho propósito el diseño acaracolado del soporte en el que descansaba la escultura. La existencia de una rampa permitía que cualquier visitante pudiera aproximarse y entrar en contacto táctil con la escultura. Especialmente dispuesta para el contrapicado fotográfico, la verticalidad del soporte arquitectónico oficiaba de moderno plinto. Pero tan importante como su localización y orientación, era la propia escultura. La actitud combativa de un Guevara en tenida de combate le otorgaba a la pieza un signo radical que la diferenciaba de lo que hasta ese momento se entendía como las representaciones predominantes del culto político a la muerte. De manera complementaria, que la obra incluyera la reproducción de un fusil, abonaba a favor de un mensaje inequívoco: cualquier revolución que presumiera de socialista, debía ser una revolución armada.
Mattelart se fija en las operaciones simbólicas: ¿debutan los estudios culturales sobre la ciudad?
Más allá de vandalizaciones circunstanciales, desconocemos si la escultura experimentó otras agresiones antes del Golpe de Estado. De lo que sí existe constancia es que la destrucción definitiva del monumento se produjo hacia el 15 de septiembre. En esa fecha una patrulla militar, auxiliada por un cable de acero, tumbó lo que todavía quedaba en pie (Errázuriz, 2009, p. 143). A diferencia del atentado de abril, el derribo de septiembre concitó la aceptación de El Mercurio. El matutino, en lo que podría ser entendido como un cruel paralelismo con la realidad que sufrían muchos detenidos, consignó decidoramente que los militares de la patrulla habían trasladado la estatua de Guevara a un lugar desconocido.
Para cuando la obra artística había sido definitivamente descuajada, la vida cotidiana de San Miguel era otra respecto a la de algunos meses atrás. Sobrevuelos, patrullajes, controles, detenciones, allanamientos y asesinatos, evidenciaban una intensa militarización del espacio. Un panorama similar, aunque con grados diferentes de represión, era posible de advertir en el resto de la ciudad.
Pero, ¿por qué preocuparnos por un detalle? La respuesta emerge de una lectura revisionista de otro documento de época. A saber, el documental La Spirale, dirigido por Armand Mattelart y estrenado en 1974. Efectivamente, a medida que observamos con atención La Spirale, afloran algunos fotogramas a todo color que permiten corroborar la primera amputación que sufre el monumento. No hay tomas de septiembre para el mismo monumento. Armand Mattelart no lo considera necesario para su guión. La virulencia del Terrorismo de Estado en la ciudad, ahorra detalles al espectador más informado y por eso las vistas se concentran en el circuito visual del genocidio.
En este punto, no debemos ahorrarnos un desvío clave. ¿Cómo se autojustificó el Terrorismo de Estado? Incluso antes del mismo 11 de septiembre, algunas vocerías castrenses y civiles acudieron a la explicación sanitaria. A saber los militares debían tomar el poder para desinfectar un cuerpo gangrenado. Producido el Golpe de Estado, el marxismo fue criminalizado, al igual que sus formaciones, simbología y producción intelectual. Militares y civiles se consagraron con fruición a la tarea civilizatoria. Una fracción minoritaria de la población rehusó ser parte de la indiferencia moral, mientras otro segmento era represaliado. La mayoría de la Iglesia Católica, tomó partido por los oprimidos. Otra historia se hubiese contado sin su contribución.
La Spirale organiza su denuncia en la descripción sociológica de la trama sediciosa. Mientras el derrumbe de la vía chilena al socialismo figura recortado en el horizonte como un telos (im)posible, el relato admite pliegues. Es precisamente en los meandros de la narración, cuando algunas imágenes permiten disparar nuevas preguntas o imaginar interpretaciones alternativas. ¿Qué alternativas analíticas? Por ejemplo, las que nos permiten atender a las producciones simbólicas en la ciudad.
Bibliografía
Arancibia, P., Aylwin, M. A., & Reyes del Villar, S. (2003). Los hechos de violencia en Chile: del discurso a la acción. Santiago: Universidad Finnis Terrae - Libertad y Desarrollo.
Castillo, E. (2004). Puño y letra. Santiago: Ocho libros.
Errázuriz, L. H.(2009). Dictadura militar en Chile: Antecedentes del golpe estético-cultural. Latin American Research Review, 44(2), 136-157.
Garretón, M. A., Cox, C., Hola, E., Benavides, L., Morales, E., Portales, D., & Moulian, T. (1978). Chile: cronología del período 1970-1973. Santiago: FLACSO.
Sevcenko, N. (1995). São Paulo, un laboratorio cultural sin fronteras. Revista de Occidente, (174), 7-36.
Taboada Terán, N. (2004). Salvador Allende ¡Mar para Bolivia!. La Paz: Plural.
Cáceres, G. (2012). Decapitar un ícono en el patio de la izquierda santiaguina , laFuga, 14. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/decapitar-un-icono-en-el-patio-de-la-izquierda-santiaguina/552