El profesor estadounidense David Bordwell consideró que todas las estrategias narrativas aplicables a los filmes modernos están basadas en una cierta noción de verosimilitud (o evidencia narrativa). Gracias a ellas, las ficciones más desenfrenadas son aceptables y aceptadas. Y esta misma verosimilitud, se dice, es contraria a cualquier desvío de una línea que guíe (lo que se denomina comúnmente la flecha que guía la acción), con sus variaciones en intensidad y sus torsiones y giros turbulentos.
Esta teoría, que depende de un cierto número de reglas frecuentemente atribuidas a Aristóteles, se convirtió finalmente en lo que algunos puristas han llamado ingenuamente “el paradigma Bordwell”; totalidad de estrategias narrativas que derivan del impulso, de la presunción de verosimilitud.
Aquello que se denomina “drama moderno” o “drama burgués”, o también el “postulado Ibsen Shaw”, ha dado pie a esta superstición. En el drama moderno la estructura y la construcción dominan, incluso más allá de la incoherencia poética o de los hechos irrelevantes que estas suponen. El autor es un arquitecto que construye albergues para las ficciones, variados eventos que se vuelven creíbles y relevantes sólo porque están protegidos de la lluvia de lo improbable.
Cada una de estas ficciones o estructuras móviles es guiada por una flecha narrativa. Pero cuidado, solo una por cada ficción: William Tell es una historia bien contada porque sólo una flecha corta en dos una sola manzana, pero la batalla de Azincourt no lo es, porque el enjambre de flechas de Robin Hood y su pueblo no nos permiten leer el tiempo en el reloj narrativo, cubierto por nubes de flechas, cada una guiada por su pequeña intriga independiente. “Nubes y no relojes”, diría Karl Popper.
En el drama moderno, la proliferación de hechos truncados no es aceptable porque nos extravía de la noción de causalidad inherente en la idea de verosimilitud, sin la cual no habría historia alguna.
Muy bien.
¿Pero qué sucede si aplicamos estas reglas sacrosantas a la adaptación cinematográfica de las novelas que constituyen Misterios de Lisboa? De los cien o más personajes que se encuentran y pierden unos a otros en la Lisboa de Castelo Branco, ni siquiera uno solo es capaz de explicar el porqué de sus acciones; acciones que son casi imperceptibles, con consecuencias impalpables y un futuro indescifrable.
De hecho, se me viene a la mente una parábola islámica. Ali le dice a su esposa:
―Si no llueve mañana, iré a trabajar a los campos; si llueve, me quedaré en casa.
Y su esposa le responde:
―Se te olvidó decir “Dios mediante.”
―¿Para qué? Sólo Dios puede decidir si lloverá o no.
Al día siguiente, no llueve. Ali va a los campos y unos bandidos lo atrapan. Luego las tropas del sultán arrestan a los bandidos y a Ali con ellos. Son enviados a las horcas, pero éstas son atacadas por barcos Cristianos. Ali es hecho prisionero y convertido en esclavo. Muchas otras cosas suceden. Pasan diez años. Ali regresa a casa. Golpea su puerta. Su esposa pregunta:
―¿Quién es?
―Soy Ali, tu esposo. Dios mediante.
Pero uno nunca sabe lo que Dios quiere, diría Camilo.
El Dios de Castelo Branco, su fatum, es caprichoso, le gustan los misterios y enigmas. Desencadena eventos que son extraños a cualquier tipo de lógica. Giros y vueltas caen del cielo como meteoritos.
Veamos: Pedro da Silva es un huérfano, acogido y protegido por el Padre Dinis. Se convence a sí mismo (y a nosotros con él) que su estado actual es sólo transitorio y que un gran futuro le espera. Y así será (o casi).
Un día su madre aparece, la Condesa de Santa Bárbara.
Aprendemos que ella vive como prisionera en el palacio de su terrible marido. Hasta este punto, estamos en el medio de una típica saga melodramática del siglo diecinueve. Pero sucede que pronto, el malvado esposo se revela no tan malvado (¡es tan solo casi malo!), reconoce sus faltas y muere como un buen Cristiano, habiendo recibido el perdón de sus víctimas. Quizás un día hasta será santificado.
Y Pedro vuelve a su soledad. Su madre se une a un convento, en búsqueda de paz. La alcanza de hecho (o casi).
Veamos incluso más allá: el bandido Come-Cuchillos, un asesino ocasional, usa el dinero que le dio el Padre Dinis a cambio de salvar al recién nacido Pedro para convertirse en un rico capitalista. En cualquier caso, se arrepiente de sus crímenes tanto como deja de actuar pobremente. Y aun así, el deus ex machina de Castelo Branco no lo castiga. La monstruosa Anacleta, después de haber cometido numerosos delitos, se transforma en santa y hace milagros. En cuanto al Padre Dinis, abandona súbitamente el ministerio para partir a Oriente en búsqueda de iluminación. El propio Marqués de Montezelos, quien lideró la muerte de su nieto, entre otras infamias, no parece ser molestado por la policía ni por su consciencia.
Uno podría entonces multiplicar los ejemplos tomados de esta ficción en expansión. Tal como con sus ilustres predecesoras (Los misterios de París, Sin familia, Los dos huérfanos), los personajes de Misterios de Lisboa son víctimas, perfectos ejemplos de la vertiginosa movilidad social del siglo romántico que inventó la estética del suicidio y los derechos de autor, el culto a los cementerios y a las ruinas, la revolución del librepensamiento, el culto a las Edades Medias y la era industrial. Y tal como en ellas, las intrigas de Misterios de Lisboa entran y salen del sistema narrativo propuesto por Camilo, se enredan en su propio laberinto, relatando hechos improbables que usted termina dudando. La tormenta de desaventuras, de las cuales los tres volúmenes están hechos, nunca es seguida por un rayo de luz.
Si quisiéramos adornar la vestimenta de un académico, de un especialista de Camilo, podríamos sugerir que los personajes que forman la fábrica social de Misterios de Lisboa atraviesan tres etapas: nacimiento, traición y redención.
Don Álvaro de Albuquerque, un inescrupuloso y cínico libertino, cae víctima de una irreprimible pasión por la esposa de su amigo y aliado político. Lo traiciona. Huye con ella y termina causando involuntariamente su muerte. Para expiar esta traición, duda entre el suicidio y el convento. Escoge el convento.
Nacimiento, traición, redención.
De hecho. ¿Pero acaso esto explica el placentero estremecimiento provocado por la acumulación de historias que se vuelven disparatadas, truncadas, laberínticas y barrocas?
Nadie escapa a su destino, dijeron los antiguos Germanos. Y las ficciones de Camilo lo confirman, pero es el propio destino el que nos elude. El fatum.
“Como un fuego fatuo
así sucede con el amor:
corres lejos de él y él corre hacia ti
lo buscas y él arranca de ti.”
A un novelista popular llamado Keeler, quien, como Camilo, escribía a una milla por minuto, se le ocurrió la idea, casi cien años atrás, de aplicar las reglas o leyes de la geometría plana a las ficciones moderadas. A esto siguió un impresionante número de historias en las que los personajes parecían seguir líneas de conducta preestablecidas, orquestando pasiones por demanda (porque eran geométricas).
Camilo, por el contrario, justifica las vueltas y giros de sus historias al liberar a sus personajes por el habla 1On parole (como uno diría en la jerga judicial); una libertad que los personajes utilizan invariablemente para cometer traiciones.
El universo de su ficción me recuerda a la tripulación del barco en Manuscrito encontrado en una botella, el cuento de Edgar Poe. El barco se hunde, envuelto en un remolino gigantesco, y los miembros de la tripulación, con miradas oscuras y modales amenazantes, viven este último y vertiginoso viaje con una indulgencia melancólica no exenta de humor ni de sarcasmo.
La “geometría plana” le dio a la ficción de Keeler la verosimilitud necesaria para engañar al lector. Por el contrario, las historias de Camilo nos arrastran irresistiblemente al torbellino que envuelve sus personajes. Son tan imposibles como un sueño surrealista.
Los psiquiatras del siglo dieciocho y diecinueve distinguieron dos tipos de comportamiento extremo en la locura: entusiasmo y melancolía. Camilo, por otro lado, los confunde, invitándonos a viajar en un mundo de alegres desgracias y triunfos dolorosos. Es decir, que este “sebastianismo” transforma la confusión y los desastres en epifanías, y la gloria triunfante en una tormenta devastadora, en una fosa común y ruinas.
Y es esta “paradoja de repulsión” (de acuerdo al término usado por Baltasar Gracian para designar las figuras retóricas del tipo “La única cosa que me mantiene vivo es la esperanza de la muerte”), este fervor melancólico, el que explica, me parece, la fascinación que las ficciones de Camilo provocan en el lector, y especialmente en el cineasta que soy. Ellas rebalsan, exceden los límites establecidos por eventos relacionados mediante el despertar de otras ficciones latentes que dormían en la sombra del hecho romántico. Y el mundo de las aventuras “increíbles pero ciertas”, de las vueltas y giros que son particulares de Misterios de París, dan forma a lo “real porque es increíble” de Misterios de Lisboa.
Esta nueva forma de evidencia narrativa, o energía, no había sido planeada ni por Bordwell, Keeler, Samuel Goldwyn, ni George Bush. Y aun así, muchos científicos se esfuerzan en demostrar que esta teoría es tan aberrante que sólo puede ser cierta (véase Haldane).
“Increíble pero cierto”. Pero no olvidemos que Camilo es portugués.
Aquellos que, como yo, aman al pueblo lusitano, no lo aman porque creen que todo es grandioso en Portugal, sino porque prefieren sus defectos más que sus virtudes.
Virtudes: gente trabajadora, parsimoniosa, discreta.
Defectos: tristeza (o tristitia), pecado de la octava capital (de acuerdo a Cassian en sus Instituciones), evanescencia fatalista.
Aquellos que, como yo, aprecian los chistes saben que no todos tienen como objetivo la risa.
Los británicos provocan un sentimiento de angustia cuando se enfrentan a lo absurdo.
Los chinos evocan reflexión filosófica y perplejidad.
Los de mi tierra (Chile) causan ataques de pánico (por el nombre del dios Pan).
Los chistes portugueses llaman a los suspiros, son una suerte de sublimación de tristeza. Uno de ellos dice que todos los computadores del mundo tienen memoria, excepto los portugueses, que sólo tienen vagos recuerdos.
Resumamos. Cierro el tercer volumen de Misterios de Lisboa e intento recordar una de las historias superimpuesta en los tres volúmenes y en el Libro Negro. Y sólo seré capaz de obtener recuerdos vagos (¿no se refiere acaso una de las varias definiciones de la palabra saudade a la nostalgia por algo que jamás ocurrió?).
Así sucede exactamente cuando trato de resumir los personajes y las vueltas y giros de Misterios de Lisboa en mi memoria. Sólo soy capaz de encontrar fragmentos de historias fantasmas que nunca fueron escritas, pero que flotan en un espacio incierto donde se inscriben, se dice, eventos nunca relatados, aunque muy presentes en el más allá de las palabras dispuestas en el papel; historias implícitas, en otras palabras. No transcritas, pero casi.
Resumamos una vez más.
Hacia el final de los años cincuenta, cuando comencé a interesarme en el teatro y el cine, en Chile, los pocos que aspiraban a convertirse en dramaturgos, o más raro aun, en cineastas, debían ser duchos en aquello que se denominaba la técnica de la construcción dramática. En sólo unas pocas semanas, entrenadores que venían del norte nos transmitían técnicas simples y efectivas que ayudaban a escribir intrigas de interés para todos. La historia comienza, nos dirían, cuando el personaje con el que uno conecta quiere algo y lucha para obtenerlo (William Tell queriendo partir la manzana que su hijo tiene sobre su cabeza sin tocar un solo cabello). Debe haber riesgos, incertidumbres y giros sujetos a la trayectoria de la flecha que el héroe lanzará (que representa la flecha narrativa que guía toda la intriga).
Hay una crisis, un clima y un desenlace.
Y después, la felicidad o la tragedia sobreviene.
Para los adolescentes que éramos, no había manera de escapar a los dictados del sistema narrativo norteamericano. Después, el teatro épico de Brecht intentaría una crítica (de un dogmatismo algo nebuloso) hacia aquello que entendemos por drama burgués, sin mucho éxito.
El teatro épico se fue tal como llegó, sin cambiar mucho. La llegada del teatro moderno norteamericano, por otro lado, marcó un quiebre definitivo. Por mi parte, ni épico ni moderno, decidí buscar refugio en la dramaturgia de los sueños.
Pero, ¿y qué hay de este “hombre común”? ¿Este individuo promedio, el oscuro contribuyente a quien estaban destinadas las historias que contaríamos?
Por supuesto estaban los melodramas mexicanos, las telenovelas, las emisiones de radio de la tarde, de la noche o antes del desayuno.
¿Qué historias se contaban en esos dramas populares?
Nada en particular y todo en general (ser feliz, encontrar un gran amor, alcanzar la posteridad, etc.)
Bueno, para esta gente sin educación, ávidos del tipo de drama creado por la pura mala suerte, importaba poco si Gary Cooper tenía éxito en convertirse en Senador, o si Robert Taylor era gobernador de las Bahamas. Preferían el azar, la desgracia, la injusticia de las humillaciones, la sorpresa de los golpes de suerte, en corto, la vida misma. Seriales. Para nuestros entrenadores, la serial pertenecía al pasado; era arte de tercera categoría, hecha para gente sin educación y con notorio mal gusto.
Nadie lo ponía en duda.
Hasta que alguien, desde el fondo de alguna taberna, compuso un manifiesto, una suerte de “Arte poético” que con tristeza reclamaba el mal gusto como el principio de una nueva forma de arte.
El drama anglosajón no toleraba ni los avatares ni los accidentes; despreciaba la mala suerte y la lotería. La forma artística promovida por este manifiesto (que obviamente se refería a Gramsci, nadie es perfecto) recibía con entusiasmo los caprichos narrativos, los quiebres arbitrarios, los enigmas insolubles, las rupturas del corazón, y el ver que los titireteros tienen un alma (porque, señoras y señores, los títeres sí poseen un alma, mientras que Hedda Gabler, San Ignacio de Loyola o el Presidente de Honduras no la tienen).
El manifiesto terminaba con el grito “Muera Borges, viva Corín Tellado!”
Los años pasaron.
Y cuando Paulo Branco me pidió dirigir Misterios de Lisboa, entendí que había estado esperando este tipo de oferta por años (por una eternidad, como Vargas Vila y Nene Cascallar dirían al unísono).
Esta avalancha, esta catarata de humillaciones, de crímenes inesperados y desastres, este río de amores dolientes y esperanzas heridas que rociaban el fértil valle de lágrimas habitado por los personajes de Camilo, lo había conocido desde siempre.
Sentí que tenía la fuerza para cubrir este territorio, para navegar por él con el fervor de un trabajador voluntarioso salvando las víctimas de la enésima inundación en India.
La era del drama moderno, en el que cada personaje sabe lo que quiere y por qué lo quiere, ya no existe. Este género se ha vuelto completamente obsoleto, en desuso, irreal. La lógica de cualquiera sea el costo de las causas y efectos que es inherente al drama moderno, ha cedido a las turbulencias paranoicas del mundo de la globalización. J.H. Lawson nos diría: una historia comienza cuando alguien desea algo. ¿Pero quién tiene la valentía de querer algo sin temer sus necesarias consecuencias peligrosas?
¿Quién desea guerras absurdas que dejan al mundo sin tregua? ¿Quién quiere desastres naturales que provocan calentamiento global (previsto por Camilo en caso que no lo supieran)? ¿Quién quiere amar?
Vivimos, punto, como Los de Aragón diría:
“Puesto que estamos vivos, debemos vivir”.
Cuando leo la adaptación de Carlos Saboga por primera vez, que me pareció excelente, me dejé llevar por la narración, eso es todo. Durante la segunda lectura, mi atención se centró en la suerte de paz, la tranquilidad que envolvía los dolorosos eventos sugeridos e ilustrados por la historia. Era como caminar por un jardín. En su novela La catedral, Joris-Karl Huysmans evoca un jardín alegórico (pero real) en el que cada planta, cada árbol, cada flor representa valores morales o signos. Así es como imaginaba la película que quería hacer. Como El jardín de las flores curiosas de Antonio de Torquemada, como el Jardín del Edén descrito por Saint Brendan cuando regresó del más allá, como el jardín en el Infierno de Dante en que cada flor, cada planta es un suicidio castigado.
Linne, el padre de la botánica, creía que Dios castigaba cada mala acción con penas Dadaístas: alguien patea un gato y luego diez años después ve a su querida y amada esposa caer desde un balcón y morir frente a sus ojos (véase La divina némesis).
Mientras filmaba Misterios de Lisboa, pensaba frecuentemente en Linne, un jardín que es un campo de batalla. Cada flor es monstruosa. En cámara lenta, cada jardín es Shakespeareano.
Y si alguien me pidiera que resuma mi posición con respecto a la película Misterios de Lisboa, diría que es la película de un jardinero.
“Un jardinero del amor
riega una rosa y luego se va.
Otro la toma y la disfruta.
A cuál de los dos le pertenece?”
— Raúl Ruiz, Director.
Ruiz, R. (2012). Declaración de Raúl Ruiz, laFuga, 13. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/declaracion-de-raul-ruiz/509