El cine de retorno de Raúl Ruiz

Por Carlos Aguirre Aguirre

Biografía +

Doctor en Filosofía (UNC, Argentina). Magíster en Estudios Latinoamericanos (UNCuyo, Argentina). Licenciado en Comunicación Social (UPLA, Chile). Becario doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) en el Instituto de Filosofía de la Universidad Nacional de San Juan, Argentina. Miembro del Centro de Investigaciones y Estudios en Teoría Poscolonial (CIETP) y del Instituto de Filosofía Argentina y Americana (IFAA). Integra distintos proyectos de investigación sobre filosofías críticas de la modernidad y teoría poscolonial. Ha publicado artículos en revistas académicas nacionales y extranjeras, capítulos de libros; todos relacionados con el pensamiento contemporáneo del Caribe, los estudios poscoloniales y las estéticas latinoamericanas. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-7924-9399 Contacto: aguirreaguirrecarlos@gmail.com.


Autor: Gustavo Celedón, Udo Jacobsen, Marcelo Raffo (eds.) Año: 2021 País: Chile Editorial: Ediciones Universidad de Valparaíso

 
 

¿Cómo termina, y cuándo, el exilio? Quizás el último de los espejismos consista en creer que termina con un regreso a la tierra natal. Y es que nada recupera al hombre de algunas palabras escuchadas, y nada redime a quien las dijo.

Severo Sarduy, Exiliado de sí mismo.  

Es bien sabido que las contribuciones ruizianas acerca de los problemas del exilio, el retorno y la memoria no habitan en los anaqueles de una figuración mistificadora de la condición de “exiliado”, sino en los conglomerados fílmicos-poéticos de la parodia, la indagación y la subversión representativa. Edward Said en un trabajo acerca del exilio señala lo siguiente: “(h)e sostenido que el exilio puede producir rencor y pesar, así como una mirada más aguda. Lo que se ha dejado atrás o bien puede llorarse o bien puede utilizarse para obtener un juego de lentes distintas” (Said, 2005, p. 42). En consecuencia, me inclino por ver que la relación de Ruiz con el exilio, el retorno y la memoria está circundada por una estética-política imposible de disociar de esa mirada crítica que bien señala Said —resumida en ese “juego de lentes distintas—, germinada de un habitar nunca estable, claro, sólido. Ruiz se confronta al exilio desde el retorno, negándose a creer en la resignación encarnada de un “retorno absoluto”, y si, por el contrario, por el contrario, tramar la posibilidad de un nuevo juego de sentidos que ponga en vilo las placenteras ficciones de una repatriación reparadora. En otras palabras: lo netamente ruiziano del exilio, del retorno y de la memoria es el eterno extrañamiento de un vivir siempre fuera de lugar; cuestión trasplantada en los pliegues (neo)barrocos abiertos en su extensa obra (fílmica, poética, escritural, ficcional, ensayística, etc.). Por eso el realizador chileno, me arriesgo a afirmar, es un eterno exiliado, incluso antes de su forzado exilio producto del Golpe de Estado de 1973.

Más allá de los alcances semánticos y teóricos que pueden tener los conceptos de “exilio”, “retorno” y “memoria”, Ruiz no relega tales categorías a un pasado uniforme y mucho menos las dinamiza en un presente estático. Para diagramar ese “juego de lentes distintas” —insisto con Said— el chileno los engrana en una suerte de temporalidad asediada por lo imprevisto y por aquello que en gran parte de su obra a el mismo define como una lucha contra el conflicto central, a la manera de un parapeto epistemológico intransigente con las representaciones hegemónicas de la industria cultural. Por ello, no calificaría a la lectura ruiziana sobre el exilio, el retorno y la memoria como sostenes de una validez crítica —la suya propia— o como un locus privilegiado que permite una radiografía espesa de la cultura popular chilena, sino, por el contrario, lo entiendo en la forma de zonas complejas y detonantes del magma de una conciencia migrante, en muchos puntos cosmopolita; que surte una estética-política siempre germinal, que recuerda lo no dicho; que indaga —y acá me sostengo en lo que el mismo Ruiz define como “cine de indagación” — en los recovecos micropolíticos de un presente donde la cultura es reconocible e irreconocible; que aventura un engarce entre su propia experiencia vivida en tanto exiliado con territorios de la realidad sujetos a la parodia, al chiste, a la extrañeza.

Por ello, el libro El cine de retorno de Raúl Ruiz (Editorial UV, 2021) editado por Gustavo Celedón, Udo Jacobsen y Marcelo Raffo viene quizás a saldar una deuda. Un deuda con el mismo Ruiz, en tanto que sistematiza, sin pretensiones de instalar una clausura de los temas abordados, sus reflexiones acerca de las cuestiones antes advertidas: exilio, retorno y memoria. Con esto, no me refiero a que trabajos anteriores acerca de la obra de Ruiz no hayan cavilado tales problemas —Aventura del cuerpo. El pensamiento cinematográfico de Raúl Ruiz de Cristián Sánchez (Ocho libros, 2011) o La imagen inquieta. Juan Downey y Raúl Ruiz en contrapunto (Catálogo libros, 2017) de Fernando Pérez Villalón son solo algunos de los libros que circundan tales cuestiones—, sino que hay un centro neurálgico que guía el proyecto, y que no es otro que la necesidad de (re)visitar la riqueza del espectro diseminado del universo ruiziano, donde, en más de una ocasión, el retorno —concepto aludido de entrada en título mismo del libro— se desacomoda, para que así emane aquello advertido más arriba: el vaivén de un habitar nunca estable, nunca claro, nunca sólido.

Asimismo, no resulta menor que El cine de retorno de Raúl Ruiz es un libro sobre Ruiz y de Ruiz. Es decir, como señala Gustavo Celedón en el prólogo, son trabajos dedicados al cine de Ruiz sobre Chile y hecho en Chile, junto con un texto final del mismo cineasta traducido especialmente para esta publicación. Pero acotar su propósito a esto último sería cerrar la fecundidad teórica del libro. Por lo tanto, veo también a la voz y pluma del mismo Ruiz habitando espectralmente los distintos artículos del libro. No me refiero a una cuestión de citas, y de referencias a los trabajos del chileno, sino de que es su cine, en todas sus etapas, el que parece surtir efectos y atracciones, aprensiones y reconfiguraciones, repetidas y exacerbadas en los trabajos que componen el estudio: rasgo rumiante que complica aún más la comprensión de lo que dice Ruiz; gesto exegético que abre un ida y vuelta de una poética desterritorializada y paradójicamente situada, o de eso que Robert Stam y Ella Shohat llaman una imagen diaspórica y sincrética que hace suya “todos los mitos y formas y ficciones del mundo en una deslumbradora combinatoria” (2002, p. 306).

Entonces, ¿cómo pensar fílmicamente el desarraigo y el retorno? ¿qué universo de sentidos cuajan en la imagen-estilema (Thayer, 2017) o en el surreachilismo (Rojas, 2010) de Ruiz? El cine de retorno de Raúl Ruiz da algunas claves para responder tales interrogantes. Es el mismo Waldo Rojas el que abre el libro con un estudio de tintes casi genealógicos sobre el problema de la chilenidad en la obra de Ruiz en sugestiva tensión con el concepto de identidad nacional. Empero, y sin desmerecer el trabajo de Rojas, son los textos de Ignacio Aliaga y Valeria de los Ríos los que se inmiscuyen en el potencial dispersivo del tema del exilio en filmes como Las soledades (1992/1993) y Cofralandes (2002). Acá detecto una triada que resulta entonces sugerente: chilenidad, transmutación vida-muerte y desterritorialización fugen como cartas que hablan de una estética-política empecinada por hacer del dualismo exilio/retorno una dicotomía que en Ruiz se vuelve frágil y que habilita la nostalgia: la nostalgia del propio realizador. Si se considera que el corto Retorno de un amateur de bibliotecas (1982) —con una presencia casi insular en los textos de Rojas y de De los Ríos— da cuenta de una (in)familiaridad que incomoda y testifica la nostalgia de un Chile lejano, en su cine de retorno Ruiz comienza a disolver las fronteras entre vida y muerte, y entre olvido y memoria. En el marco de esto, la violencia dictatorial de la desaparición de cuerpos desata un redescubrimiento íntimo y colectivo convocador de fantasmas y lagunas, sin dejar de estimular un puzle de encuentros culturales de orden telúrico. Utilizo el adjetivo “telúrico” porque justamente la imagen en el cine de Ruiz —de ese “cine chamánico” destacado en el texto de Aliaga y que Ruiz postula en su primera Poética— se ubica en una especie de falla geológica capaz de alegorizar economías fílmicas en incesante tensión y superposición. Así dicho, con Retorno de un amateur de bibliotecas, Las soledades y Cofralandes se subvierte la usual disposición de las formas sensibles que explican el exilio, optando, en cambio, por hacer del exilio un territorio que desborda esa temporalidad lineal que hace de la vida y la muerte, del olvido y la memoria, estados disociados: vocación por la fractura estética e ímpetu político encaminado por mostrar a Chile como un país de fantasmas y mitos.

Posiblemente la experiencia andariega del mismo Ruiz hable de su cine, de sus poéticas, de sus reflexiones. Entiendo a ésta como una experiencia vivida que en más de un sentido alimenta la cualidad crítica de la imagen ruiziana o de la lectura ruiziana sobre el retorno. Así, el trabajo de Malcom Coad argumenta, con razón, un vínculo estrecho entre los diversos pliegues estéticos y etapas del cine de Ruiz con sus habituales vaivenes laborales y geoculturales. Una carrera intelectual que sobrevive, pese al exilio y pese a las múltiples reformulaciones de una práctica fílmica propia. Asimismo, me gusta ver este texto como un prólogo preciso del artículo que le sigue. El de Sergio Navarro Mayorga, estudioso de la obra de Ruiz y, en su momento, alumno de él. Navarro opta por contrapuntear registros, apuntes y conjeturas logrando organizar una sistematización teórica de las particularidades fílmicas de la poética ruiziana. Evitando la intrusión de un análisis apriorístico, el énfasis de este texto está en el acto de enunciación y su modalidad, es decir, Ruiz es puesto a dialogar con una batería de autores/as, críticos/as y películas con el objeto de ordenar lo que se pueden definir como las heterogeneidades semiótico críticas que respiran su obra, desde un lugar —el del propio Navarro— de testigo latente y acumulador de citas, testimonios, notas y figuras reunidas sin causalidad alguna. Tal fascinación por la poética de Ruiz se reitera también en el análisis de Adolfo Vera Peñaloza acerca del largometraje La recta provincia (2007). Pero si bien Vera no opta por un estudio cinéfilo sobre dicha película, sino por un profundo análisis de cómo se juega en Ruiz el problema de la “errancia” desde los aportes de Gilles Deleuze y Félix Guattari, lo que resulta más sugerente de su reflexión es alertar la configuración de un mapa epistemológico que parece susurrar dentro la narrativa del realizador chileno. En este plano, Vera llama la atención sobre los cruces culturales hechos por Ruiz, lo que en un sentido profundo habla de, por un lado, la presencia de una tensión radical entre estructuras narrativas supuestamente disímiles (algunas vernáculas, otras no), y, por otro, de la “errancia” como un viaje-devenir que erosiona las modalidades estables o pre-trazadas cómplices de una lógica monolítica de la identidad. No es arriesgado señalar, entonces, que Vera da cuenta (aunque no lo mencione explícitamente) de una summa filosófica en Ruiz, como si toda su obra de tratara de un compendio crítico que trabaja sobre las ruinas del mundo —el autor trae a colación a Walter Benjamin— y así conjurar los fantasmas y espectros de un Chile laberíntico, de un Chile abrumado de espejos fabuladores de mitos y hologramas de una cultura heterogénea. Posiblemente, las historias infinitas que se aprenden y aprehenden en la obra de Ruiz, las cuales son movilizadas por esa “errancia” que destaca Vera, se contactan, en más de algún punto, con el pensamiento de la errancia de Édouard Glissant, para quien la cultura latinoamericana y caribeña es un derrotero de continuos des-sedentarismos.

Con una economía escritural ligada a los estudios sobre cine documental, Iván Pinto participa con un trabajo dedicado a la ya mencionada Cofralandes. Detecto en su estudio un énfasis por sobrellevar la actualidad del “cine de indagación” ruiziano y engarzarlo con la práctica —valga la redundancia— “indagatoria” documental de la serie del 2007, la cual para Pinto marca el comienzo la nueva etapa chilena de Ruiz. El análisis ofrecido, en consecuencia, tiene acá cierto riesgo solo por el hecho de que intenta un cruce de estilos bajo la óptica de lo que bien se define como “onirismo epistemológico”. Todo/a lector/a sensato/a de las poéticas de Ruiz desea ver cristalizado ese ímpetu por asociar distintos perímetros metodológicos dentro de la imagen fílmica, o por echar a andar un montaje difuso, involuntario, lejos de toda oposición dialéctica clásica. De ahí que el trabajo de Pinto ofrece herramientas fecundas para inmiscuirse en dichas complejidades, partiendo del supuesto de que el sueño es un acceso para la comprensión de un inconsciente histórico; cuestión que me hace recordar a la Eztétyka del sueño de Glauber Rocha. Ahora bien, Ruiz no es Glauber, ni el cinema novo el “cine de indagación”, y eso bien lo sabe Pinto. Por eso que lo que en su momento Jacques Derrida llamó hauntologie (fantología, espectrología) pienso que se mueve subterráneamente en ese desmenuzamiento/desmontaje narrativo realizado por Pinto y cuyo objetivo es constatar una suerte de resignificación documental del “cine de indagación”. Abrazar la idea de una resignificación es inmiscuirse en el abanico de dislocaciones y desbordes que pueblan Cofralandes, sin esquivar, por ello, sus particularidades, en este caso de ordenes oníricos y desfigurativos que vuelven vivible lo extraño, y hacer de la imagen la condensación de una parodia de tintes trágicos en el contexto de los postdictadura.

Reiterando la idea de un collage que busca transitar el diseminado universo ruiziano, que los trabajos de Celedón y Jacobsen se pueden comprender a la manera de dos zonas que sacuden la escasez de los estudios acerca del sonido en el cine de Ruiz. No me refiero a los trabajos dedicados al sonido fuera de campo propio de películas como Tres Tristes Tigres (1968) o ¿Qué hacer? (1972), sino de que el sonido, en tanto materia desbordante del mundo fílmico, ha sido visto hasta ahora común carácter arterial de la imagen ruiziana, y no meditado en su autonomía 1Este problema que detecto en algunos estudios sobre el sonido en Ruiz, sin duda un caso excepcional es el trabajo de Laura Jordán González y Nicolas Lema Habash titulado “Raúl Ruiz’s Now We’re Gonna Call You Brother and the problem of the people’s sonic representation”, en Geoffrey Cox y John Corner (Eds.), Sounding: documentary film and the listening experience, Huddersfield: University of Huddersfeld Press, 2018, pp. 255-278. . Con esto, no me refiero de una limitación de lo dicho hasta el momento. Por el contrario, hago hincapié en el fundamento autónomo —y en esto me sirvo de la idea de la autonomía de la obra de arte de Theodor Adorno— de la sonoridad en los planos de su presencia y ausencia visitados por Celedón y Jacobsen. Si la imagen está contaminada de ruidos y voces propios de una escucha que nos retrotrae a la urdimbre de la memoria, no resulta desacertado detectar en la nervadura de ella lo menos visible/vivo o directamente lo invisible/invivible. Por eso, el sonido, bien muestra Celedón, es recuerdo porque recordamos a través de la imagen por el sonido: intuición sensible arraigada en Ruiz en los terrenos de una cultura popular desbordada de mundos posibles. Mundos, sin más, que despiertan experiencias silenciadas y destinadas a la repetición, y no por eso esquivas del error. Y el error, en mucho sentidos, no sigue un orden racional, pues interrumpe la hermenéutica del olvido a la manera de una intermitencia recóndita que brota en la experiencia fílmica-sonora creada. Esto da cuenta de lo que, en otro plano, señala Jacobsen acerca de la presencia de lo mágico y el folclor en el cine de Ruiz. Así, la procesión de sonidos adviene en lo mágico y en el folclor observado por el realizador chileno como vía de acceso hacia un hábitat diegético y en otros momentos extradiegético poblado de estimulaciones que alteran constantemente la repartición de los protagonistas, la organización de los planos y la narración en películas como La recta provincia, Cofralandes y Días de campo (2004), según ve Jacobsen.

Ma gustaría detenerme ahora en el texto de Andrea Salazar Vega acerca del corto Ahora te vamos a llamar hermano (1971) de Ruiz. Salazar es profesora de mapudungun, y eso de entrada no es un dato auxiliar ya que habla de la complejidad exegética de su análisis, por lo menos en relación a la hipótesis principal que postula: Ruiz es pionero de una documentación lingüística y cultural del pueblo mapuche. Así planteado, lo que sobresale es una lectura cuyo esfuerzo es pedagógico y al mismo tiempo crítico seminal sobre el registro antropológico hecho por Ruiz y sus perspectivas futuras. Al decir antropológico, me refiero de forma específica a la irremediable influencia del cine documental de Jean Rouch en la obra ruiziana, fundamentalmente en de su primera etapa de la cual forma el cortometraje analizado por Salazar. Empero, el gesto antropológico del chileno no opera en un sentido clásico, es decir, no es desde el lugar de un supuesto actor pasivo y neutral frente a lo que registra. Por el contrario, hay una vitalidad lingüística vernácula que inunda la imagen, al punto tal de que Ahora te vamos a llamar hermano termina no informando lo que “debería” informar: la celebración de la firma del proyecto de Ley que crea la Corporación de Desarrollo Indígena por parte de Salvador Allende. En algún punto, Salazar detecta en esto un acto estético-político descolonizador (algo parecido, a mi modo de ver, al concepto de “fagocitación” de Rodolfo Kusch), por lo menos en ciernes, y con ello no puedo más que estar de acuerdo. No resulta menor que de manera minuciosa la autora desmenuza el filme con el horizonte de analizar el entramado de neologismos, préstamos, bilingüismos y cantos que empapan la oralidad de los protagonistas mapuches, consiguiendo incluso ver las limitaciones políticas de ese acto descolonizador antes anotado.

Finalmente el libro cierra con tres trabajos que funcionan a la manera de un compendio que se involucra con diferentes arterias del cine de Ruiz. Eduardo A. Russo se atreve a analizar la actualización de arte de sombras en distintas obras del realizador chileno. Para ello, Russo se inmiscuye en este tema anclándose en los desarrollos teóricos de las diferentes poéticas y entrevistas de Ruiz, y viendo sus proyecciones de manera particular en La noche de enfrente (2012). Por su parte, Bruno Cuneo participa con un trabajo introductorio de la edición de Raúl Ruiz: Diario, recuerdos y secuencias de cosas vistas (Ediciones UDP, 2017). La aproximación de Cuneo es más bien personal y desde el lugar de lector/editor de los manuscritos, como si su labor se tratara de un trabajo detectivesco y de meditación acerca de una vida en la que resonaba constantemente, según creo, la célebre pregunta sartreana de “¿para quién se escribe?”. Lo eventos cotidianos, como sus inquietudes cinematográficas, culturales y estéticas, irrumpen como estelas de un experiencia —la del propio Ruiz— llena de huellas, notas y fantasmas que hablan, al decir de Cuneo, de un sujeto siempre con el temblor de crear. Y no es menor que a este trabajo le siga la traducción inédita al español hecha por Celedón de un artículo de Ruiz publicado en el año 1978 en Cahier du Cinéma: “La relación de objetos en el cine”. Allí Ruiz propone una serie de ejercicios que me gusta verlos como una propuesta fenomenológica que se atreve a plantear la relación entre quien mira, quien es mirado, los objetos y el cine.

Con todo, quiero volver a lo sostenido al principio de esta reseña sobre lo señalado por Said acerca del exilio. Recordemos: el exilio produce un “juego de lentes distintas”. En este sentido, El cine de retorno de Raúl Ruiz orbita dentro de los estudios acerca de la obra de Ruiz en la forma de una síntesis abierta de ese juego de lentes distintas del que habla Said. Descolocar los lugares fijos, el espacio-territorio de lo real, el suelo, lo imaginario y lo simbólico, debe ser medido de forma indisociable con la experiencia vivida misma de alguien como Ruiz, lo cual perfectamente nos habla de una imagen que negocia, pacta, cree y descree de diversas formas culturales dentro de un mundo en el que el tiempo está fuera de quicio, pero que, igualmente, se ve asediado por fantasmas alegorizadores de una estética-política (neo)barroca y cosmopolita que se maneja a contrapelo de cualquier teleología.

Referencias:

Derrida, Jacques. (1998). Espectros de Marx: El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional. Madrid: Trotta.

Kusch, Rodolfo. (1999). América profunda. Buenos Aires: Biblos.

Rojas, Waldo. (2010). “Raúl Ruiz: imágenes de paso”, en Iván Pinto y Valeria de los Ríos (Eds.). El cine de Raúl Ruiz. Fantasmas, simulacros y artificios. Santiago: Uqbar:  pp. 19-26.   

Said, Edward. (2005). Reflexiones sobre el exilio. Ensayos literarios y culturales. Barcelona: Debate.

Sarduy, Severo. (1999). Obra completa. Madrid: Sudamericana.

Stam, Robert y Shohat, Ella. (2002). Multiculturalismo, cine y medios de comunicación: crítica del pensamiento eurocéntrico. Barcelona: Paidós.

Thayer, Willy. (2017). “Raúl Ruiz. Imagen Estilema”, Otrosiglo. Revista de filosofía, 1 (2): pp. 3-46.

 

 

       

 

 

 

               

                   

 

 
Como citar:
Aguirre Aguirre, C. (2022). El cine de retorno de Raúl Ruiz, laFuga, 26. [Fecha de consulta: 2024-12-02] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-cine-de-retorno-de-raul-ruiz/1082