El hombre ordinario del cine

Por Nicolás Ried

Biografía +

Crítico en La Mirada de los Comunes. Magíster en Pensamiento Contemporáneo, Universidad Diego Portales. Abogado y licenciado en ciencias jurídicas, Universidad de Chile.


Autor: Jean-Louis Shéfer Año: 2020 País: Francia Editorial: Catálogo

 
 

El 26 de abril de 1335, Petrarca, el poeta latino, decidió subir a lo más alto del monte Ventoux. Como relata en una carta a su amigo Dionigi da Borgo San Sepolcro, decidió subir la montaña reconocida por su elevada cúspide de vientos fuertes, no con el afán de inspirar algún poema ni menos con los propósitos de un estudioso de la naturaleza: lo que le interesaba a Petrarca, con 30 años de edad, era simplemente «ver un lugar famoso por su altura» (Petrarca, 2019, p. 21). No se trataba, como bien presenta Michaël Fœssel en un ensayo de reciente traducción al castellano, de obtener un conocimiento especulativo sobre la naturaleza para dar forma a una teoría, aunque tampoco se trataba de una subida a la montaña con el afán poético de traducir esa contemplación a la lengua vulgar (Fœssel, 2020, p. 24). La experiencia de Petrarca se ubica en un momento histórico del pensamiento en que, precisamente, la teoría sobre la naturaleza y la dimensión creativa que ella permite se encuentra en tensión, dando lugar a lo que podríamos llamar una dimensión estética. Esta dimensión estética, cuya raíz se encuentra en la comprensión de lo estético como una experiencia que nos cambia el modo de ver y de explicar el mundo, permite formular una pregunta: ¿es la experiencia la que da forma a las teorías, o más bien son las teorías las que modulan las experiencias? También otra pregunta se hermana con esta: ¿solamente podemos producir teorías sobre la experiencia, o también existe una experiencia de la teoría?

Sobre esta tensión entre teoría y experiencia, es decir entre un sistema de reglas intelectuales que permita comprender el mundo y la percepción directa de ese mundo, se ubica la reciente publicación de la editorial Catálogo: El hombre ordinario del cine, de Jean-Louis Schéfer (Schéfer, 2020). Este texto, publicado originalmente en 1980, presenta una peculiaridad respecto de la tradición en que se inscribe: publicado en la misma colección que el famoso La cámara lúcida de Roland Barthes, llevada a la imprenta por Cahiers du Cinéma, Schéfer produce una obra que tensa esa relación entre teoría y experiencia. A diferencia del libro de Barthes, que terminó convirtiéndose en una teoría de la experiencia en base a su distinción entre studium y punctum, el libro de Schéfer se resiste a la teoría, intentando producir un libro experiencial y experimental: experiencial, no sólo porque su objeto de reflexión sea la experiencia del cine, sino más profundamente porque es un libro sobre la experiencia de la escritura del cine, sobre el cine, desde el cine, o con el cine; y experimental porque no responde a la lógica argumentativa propia de ciertas formas de racionalismo cultivadas en la Europa de posguerra, sino más bien a un experimento que se lleva a cabo con una mirada que, a la vez, termina dando forma a una experiencia. En este sentido, el de Schéfer es un libro sobre las formas: lo que le interesaría a Schéfer no es producir una teoría del cine, como podría hacerlo su colega Jean Epstein, sino extraer de esas teorías que dan forma al cine una experiencia. Es de esta manera que la pregunta inicial, entrelazada con Petrarca, puede dar forma a otra interrogante: ¿es la teoría la que se extrae de la experiencia, o es la experiencia la que aparece como producto de la teoría? Sea como sea, se puede obtener una teoría a partir de la experiencia, como también una experiencia a partir de la elaboración de una teoría, lo cual convierte el asunto en una práctica que puede ser infinita. Y es con esa dimensión infinita de la escritura con la que Schéfer articular y organiza su libro.

Schéfer abre su libro con una premisa: que el cine no es su profesión. O, para ser más precisos: el cine no es la profesión del hombre ordinario. Este “hombre ordinario” que formula Schéfer carece de atributos, lo que quiere decir que no está legitimado para hablar sobre cine, pero más profundamente muestra que el cine es el arte del que cualquiera puede escribir, dado que es un arte de masas, una máquina de entretenimiento y un elemento de distracción. Sin embargo, el cine es también un plano del pensamiento, de la reflexión sobre las formas y de un rigor donde la imaginación es fundamental, del que cualquiera puede participar. Por eso, el hombre ordinario del cine está en una tensión: la tensión entre relatar una experiencia y producir una teoría, que también es la tensión entre el movimiento y la quietud, entre el presente y el pasado, entre la materia y la memoria. De este modo Schéfer, en su cualidad de cualquiera, puede ir desde el rostro de Maria Falconetti hasta las reflexiones de Henri Bergson sobre el tiempo: puede hacer esto porque el hombre ordinario del cine, al no tener atributos, tampoco tiene otra responsabilidad que la de experimentar, no sólo con su mirada, sino también con su escritura.

La sección que sigue a la del prefacio es titulada “Los dioses” y está dedicada a un ejercicio experimental que nos hace preguntar qué hubiese pasado si, en lugar de traducirse primero a Barthes, se hubiese traducido a Schéfer. En esta sección hay textos breves que acompañan fotogramas de películas. La operación de Schéfer no es la de un crítico tradicional, en que la imagen sirve como ilustración de una teoría sobre una película, ni tampoco es que las imágenes confirmen una teoría que sirva como columna a todo su libro: la operación de Schéfer es la de un explorador, en la medida que establece una relación entre las imágenes que componen un filme y la escritura a que puede dar lugar ese conjunto de imágenes. Como no tiene mayor responsabilidad que explorar, el hombre ordinario ve en el cine algo y no lo suelta hasta que aparezca un atisbo de teoría. Así, repasa imágenes de Laurel y Hardy, de Chaplin, de Eisenstein, de Hitchcock o de Dreyer, formando de esta manera una constelación que figura esa experiencia que el hombre ordinario tiene del cine. Lo interesante de estas reflexiones sobre fotogramas es que, juntas, no constituyen una teoría ni mucho menos: no son más que las notas al pie que configuran el mapa de un explorador.

Después de esta sección de breves notas sobre la historia de una experiencia, Schéfer reafirma una de las premisas sobre la que descansa su escritura: el cine comete un crimen. Este crimen no está relacionado con la culpa, porque carece de agente. En palabras de Gilles Deleuze, el crimen que Schéfer identifica es el de haber emancipado al cine del nido del movimiento para ponerlo bajo la custodia del tiempo. Este es, justamente, el motivo por el que Deleuze refiere este libro de Schéfer como base para su imagen-tiempo: el crimen de haber explorado al cine en función del tiempo, entendiendo este en su forma bergsoniana, es decir como una experiencia. Cuando el tiempo, y ya no el movimiento, es la óptica que permite ver el cine, lo que hace Schéfer es traicionar la realidad: «No vemos porque el movimiento sea posible, sino porque lo imaginamos» (Schéfer, 2020, p. 130), afirma Schéfer en la sección dedicada al crimen del cine. Y es en este punto donde la imaginación se torna relevante. Como lo presenta Deleuze, es el momento en que Schéfer logra que la teoría del cine se convierta en un poema (Deleuze, 2014, p. 59), el momento en que la escritura del cine se emancipa de la gran teoría del cine: no es necesario extraer ni imponer una teoría a las películas para poder hablar de ellas; el cine sirve, con Schéfer, como la excusa para dar lugar a la experiencia de la escritura. A diferencia de Petrarca, que iba a la busca de una experiencia, Schéfer es consciente de la posibilidad de producir la experiencia misma del cine con la escritura. Con esto, el hombre ordinario del cine nos muestra que lo que el cine activa en nosotras es un tipo de escritura, un  saber sobre la escritura.

El cine, la experiencia del cine, dirá Schéfer, nos ofrece un saber que los cuerpos ya conocen desde su antigüedad. Ese “saber” que identifica Schéfer es el que nos permite leer las imágenes, donde “leer” no significa otra cosa que la facultad de poder escribir sobre ellas. Ese “saber”, que el hombre ordinario no identifica con una teoría, es la libertad misma que permite a Schéfer escribir sobre cualquier detalle de cualquier película. A nombre de ese “saber” es que Schéfer escribe y diseña su libro como una manifestación de la libre relación entre un sujeto y la experiencia, pero más profundamente entre una escritura y la comunidad en la que se inscribe: «Ese saber no es completamente mío», dice Schéfer para advertir la relación entre la escritura y las formas que da lugar a la comunidad: «Más bien, ese saber es mi alianza y mi complicidad con las formas, con la insinuación de una materia que les sería propia y que, en gran medida, no logro advertir» (Schéfer, 2020, p. 160).

Schéfer cierra su libro con la experiencia de una experiencia. Anticipando la pregunta deleuziana, Schéfer elabora una reflexión sobre el rostro humano a partir del gólem, de la creatura animada de la tradición judía, llevada al cine por Paul Wegener en 1920: en Golem, Schéfer logra identificar algo de ese saber ancestral que fantasea con la idea de una humanidad completa. Logra ver en el rostro inacabado del gólem un intento por producir la humanidad, a la vez que ve la burla que el cine nos devuelve ante ese intento, pues no sería el cine sino el pensamiento aquello que nos puede unir bajo el mismo canto y en el mismo mundo. Con Schéfer es que podemos afirmar que el pensamiento no es sino la forma del mundo, en la medida en que las imágenes no dicen algo sobre otra cosa que nuestro propio presente.

El libro de Schéfer es una obra que invita a pensar el cine sin mediaciones: el cine requiere una mirada, pero esa mirada es producida mirando. A la vez, la escritura del cine se produce escribiendo. Y el hombre ordinario, en definitiva, no necesita subir ninguna montaña para acceder a la verdad más antigua y custodiada de todos los tiempos, a saber: que es libre de experimentar, asumiendo el riesgo de su propia transformación.

 

Bibliografía

Deleuze, Gilles (2014). La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2 (Irene Agoff, trad.). Buenos Aires, Argentina: Paidós.

Fœssel, Michaël (2020). La noche. Vivir sin testigo (L Felipe Alarcón, trad.). Santiago, Chile: Metales Pesados.

Petrarca, Francesco (2019). La ascensión al Mont Ventoux (Iñigo Ruiz Arzalluz, trad.). Madrid, España: La Línea del Horizonte.

Schéfer, Jean-Louis (2020). El hombre ordinario del cine (Cecilia Bettoni, trad.). Valparaíso, Chile: Catálogo.

 

 

 

 
Como citar:
Ried, N. (2021). El hombre ordinario del cine, laFuga, 25. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-hombre-ordinario-del-cine/1071