No es tan frecuente acercarse al pensamiento de los cineastas. Históricamente han sido voces mediatizadas por la crítica o por la percepción romántica de que la mejor manera en que un cineasta puede hablar es exclusivamente a través de su obra. En algunos casos las opiniones de los realizadores sobre sus métodos y materiales, o sobre la manera de entender su oficio, han sido extraídas a su pesar -como han hecho teóricos como Jacques Aumont-, que las han imaginado a partir de una aproximación mayoritariamente interpretativa, aun a riesgo de ser desmentidos. Otra, la más extendida, es la entrevista: breve, al paso o en profundidad, que tiene el problema de sujetar y amarrar el pensamiento a merced de una pauta.
En cualquier caso, lo concreto es que no es tan frecuente acceder al pensamiento cinematográfico que los realizadores tienen más allá de los márgenes exclusivos de su propia obra. Y hay algunos de ellos -Godard podría ser un caso modélico-, que han sido particularmente reacios a expresarlo. Chile también ha tenido una limitada tradición -desde el periodismo y también desde el ámbito netamente editorial-, de incentivar y hacer acopio de la reflexión de los cineastas y ni siquiera el desempeño de obras y cineastas en festivales ha permitido reorientar los intereses en ese sentido. Aunque sólo fuera por estos antecedentes, y por las elipsis que evidencia nuestra historia cinéfila, Escrito por cineastas ya tendría un mérito propio. Pero hay un valor adicional y es que el texto fue concebido y ejecutado en el marco de un entorno académico -la Universidad Austral y la Universidad del Desarrollo- y desde ahí ha modelado sus parámetros de escritura, su estilo comunicativo y, lo que es más importante, sus destinatarios.
El libro tiene valor porque, en primer lugar, transmite la manera de pensar una disciplina, una disciplina, además, muy cambiante en las últimas dos décadas, y porque quienes escriben en él lo hacen con completa libertad, sin los pie forzados ni la mediación inherente a la entrevista o las urgencias e inmediateces de la última obra estrenada. El libro reúne a 28 cineastas que escriben sobre el arte audiovisual desde la plena libertad temática. De esa elección y parámetros viene al caso decir que entre los de mayor edad y los más jóvenes comparece una parte importante del cine chileno del último medio siglo. En esa selección hay, en primer término, ejercicios reflexivos que dan cuenta de la autoconciencia plena y también racional frente a los procesos creativos individuales y hacia una idea de funcionalidad de la propia práctica de generar imágenes. Ignacio Agüero, Alicia Scherson, María Paz González, Fernando Lavanderos, Tatiana Gaviola, Silvio Caiozzi, Alejandra Carmona y Vivienne Barry transitan por ese terreno.
Hay, luego, un conjunto de textos en los que la obra se emplaza como un catalejo del mundo, como observación que, en su voluntad de hacerse parte, se entrega en cierto modo al sacrificio. Sebastián Lelio, Marcela Said, Fernando Guzzoni, Christopher Murray, Aníbal Jofré y Marcelo Ferrari abordan las consideraciones políticas y coyunturales que su cine tiene desde la esfera de la denuncia explícita al registro de las incoherencias irremontables del devenir social de la postictadura chilena. Luego, los textos de Roberto Doveris, Che Sandoval, Pablo Perelman, Matias Bize y Andrés Waissbluth, la mayoría desde sus experiencias creativas, funcionan como diagnostico del estado de la industria, de las relaciones entre el cine y el publico y, también, de los de los problemas actuales asociados a la idea de puesta en escena en el marco de la formación académica. “Hacer una película implica meterse en un gran problema y por un largo tiempo”, sentencia Matías Bize, enunciado que podría sintetizar buena parte de las percepciones al respecto.
Una particular metafísica de las imágenes podría ser la esencia del conjunto de textos planteados por Niles Atallah, Elisa Eliash, también por Cristián Sánchez, Camila José Donoso y por la colaboración colectiva entre Cristóbal León, Joaquin Cociña y Alejandra Moffat, que se planteados en relación con las posibilidades de transportar, no sólo al espectador, sino al creador mismo, a otros mundos. Mundos interiores, como puede ser el hogar, o mundos que, en la medida que su existencia sólo es posible a través del cine, pertenecen a la lógica del sueño, más allá incluso de los dominios del la palabra y del lenguaje. Territorios que pueden ser los del “hitlerismo esotérico” de Miguel Serrano, o el de la ciencia ficción como una zona confluencia en el tiempo y en el espacio de muchas ficciones simultáneas.
En su ultimo segmento, el libro ingresa en la zona de los homenajes. La propia percepción creativa se desplaza y se vuelve oblicua y, en parte, es expresarse desde la obra de otro: Nayra Ilic desde el cine de Teresa Arredondo y Carlos Vásquez; Carlos Flores desde Raúl Ruiz y Cristián Jiménez desde el vasto territorio delineado por Valeria Sarmiento. Algunos extractos pueden dar cuenta de ciertos escenarios presentes y futuros de los que el libro intenta hacerse cargo. De Nada que decir, el texto de Ignacio Agüero, por ejemplo, se desprende en igual término la importancia del aprendizaje, de un aprendizaje que comenzó -inicialmente con cierto pudor-, con la formación académica y luego con el rigor y el temple de hacer cada filme, desde el seminal Hoy es jueves cinematográfico hasta Notas para una película.
Agüero sintetiza y reflexiona en torno a cada una de sus obras y a la geografía formal que las acompaña. Pero ese viaje, como ocurre en muchas de sus películas, importa más por las paradojas del trayecto que por su destino. En cierto modo, para agüero es tan importante aprender cine como, después de un tiempo, comenzar a olvidarlo: “El guión, en mis películas, ya es definitivamente imposible, no sólo por la convicción de su inutilidad, sino porque empiezo a acercarme a la idea de un cine que no tenga nada que contar”. En esa convicción es entendible por qué una película como El otro día, se organiza y encuentra su sentido como tal a partir de un tenue rayo de sol rozando distraídamente una vieja fotografía familiar.
Niles Atallah, en Un vehículo de luz, piensa el cine como un hogar, es decir, como un espacio indefinible que transita entre la mente y el corazón, un territorio asimilable a la zona de lo maravilloso, al mismo tiempo colectivo e íntimo y, por eso, su imagen de cine se acerca más a una zona mítica en la que confluyen El mago de oz y la imaginería cyborg. Dice Atallah: “El cine no es un objeto estático, ni es un lugar definido por conceptos y teorías”. Y añade “hablo del cine en un sentido más amplio, como una extensión de una de las más antiguas prácticas humanas: la transmisión mágica, la representación simbólica de nuestra realidad”. Entre las miradas de ambos cineastas, la de la técnica disuelta en la memoria y la aproximación chamánica hacia el terreno de las imágenes, es posible establecer una identidad o, cuando menos, una potencialidad en el trabajo presente y futuro del cine, como un Aleph que engloba, a la vez, nuestra historia social, política y creativa.
Escrito por cineastas puede ser, finalmente, muchas cosas: un manual de cine, en el que se trenzan consejos prácticos, definición de conceptos, problemas y soluciones derivadas de los años de oficio. Es también una aproximación a las infinitas relaciones entre individuo y creación, una intromisión al azar que permite seguir la intimidad del aprendizaje individual, junto a las dudas, errores y volcamientos en el cine desde el interior de sus creadores A su modo también puede ser una pequeña historia del cine chileno en la medida que la puesta en común de esta explanada creativa es inseparable de las circunstancias asociadas al recorrido político y social, y es inseparable también de la azarosa e invertebrada consolidación de la producción local. Y es también -cómo podría no serlo-, un texto que teoriza sobre el cine en el que los problemas universales de la forma, de la narratividad, de la naturaleza concreta de la imagen y, a fin de cuentas, de la laboriosa asimilación de esa esquiva idea que conocemos como puesta en escena, persiguen obsesivamente a sus autores. Por sobre todo ello, podría ser también otra cosa. Algo que sin duda está fuera de su alcance inmediato, y es instigar, forzosamente y muy necesariamente, al diálogo entre los cineastas.
Blanco, F. (2023). Escrito por cineastas, laFuga, 27. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/escrito-por-cineastas/1176