Sylvie Lindeperg constituye un referente ineludible en los debates actuales acerca del valor del archivo, la migración de las imágenes y la capacidad del cine para narrar la historia. Es especialmente en dos de sus libros donde se puede ver, de modo más explícito, la forma en la que Lindeperg analiza el vínculo entre las imágenes y la historia. En Nuit et brouillard. Un film dans l’histoire, la autora se explaya sobre una de las polémicas más significativas en estética y filosofía de la historia contemporáneas, el de los problemas de la representación y los usos políticos del pasado. En efecto, Lindeperg se acerca al film de Alain Resnais de 1955 desde una perspectiva compleja que combina estrategias de lectura tanto para los documentos como para las imágenes. A su vez, el libro explora tanto la difusión y recepción de Noche y niebla (Alain Resnais, 1955) como el modo en que aún hoy sigue planteando una variedad de interrogantes tan amplia que hace imposible la territorialización de las disciplinas de abordaje. A partir de la construcción de una suerte de “régimen de historicidad”, como podría decirse con François Hartog, comprendido por el período que se extiende entre 1955 y 2005, Lindeperg indaga una serie de problemas que no parecen a priori vinculados tan claramente con el análisis de una película, como son la dimensión del espacio público, la visibilidad del exterminio en el contexto de la segunda posguerra, la conceptualización del universo concentracionario, los problemas del archivo y la importancia de la descripción de la imagen cinematográfica por parte de la disciplina histórica.
En su última producción, La voie des images. Quatre histoires de tournage au printemps-été 1944, Lindeperg plantea serios cuestionamientos a lo que denomina la “fabricación” de las imágenes. A partir de una selección de cuatro films, La voie des images indaga diversos modos en los que la imagen sirve a objetivos políticos. Dos películas abordan el tema de la Resistencia francesa y dos trabajan expresamente el universo del campo de concentración. En todos los casos, Lindeperg encuentra el terreno ideal para repensar la dupla documental/ficción y, a través del análisis de las implicancias ideológicas de las decisiones estéticas, el par arte/política. Una de sus estrategias privilegiadas es la búsqueda de las contradicciones que los films olvidan u ocultan; la otra, es el énfasis en la necesidad de complejizar el análisis del montaje como operación fílmico-histórica. En la siguiente entrevista, Sylvie Lindeperg profundiza su acercamiento a estas problemáticas y propone nuevos desafíos para la reflexión sobre las producciones audiovisuales y su relación con la historia.
laFuga: En la cuestión del cine de ficción/cine documental: ¿puede la ficción contar la historia?
Sylvie Lindeperg: El cine de ficción se basa en un régimen de verdad que no es el del documental, y menos todavía del relato histórico. Con la fuerza de la imaginación y la invención creadora, un cineasta de ficción puede llegar a otra forma de verdad y a veces dar cuenta de la historia con una fuerza más intensa. El cine de ficción recompone de manera muy singular las relaciones entre lo verdadero y lo falso emancipándose de ciertas reglas que se imponen al historiador y deberían imponerse también a los documentalistas que trabajan a partir de imágenes de archivos.
El historiador busca acercarse a la verdad por medio de fuentes de las cuales debe obligatoriamente verificar la exactitud y la autenticidad. Si los documentos a partir de los cuales trabaja son falsos, tiene poca probabilidad de establecer los hechos. Desde mi punto de vista, los documentalistas deberían también obligarse a no hacer trampas con los archivos filmados que utilizan; siendo esos hoy en día cada vez más maquillados, coloreados, sonorizados y modificados de su tamaño original. Clarke y Costelle, los directores de la célebre serie Apocalypse 1La serie Apocalypse (2009) fue realizada por Jean-Louis Guillaud, Henri de Turenne, Isabelle Clarke y Daniel Costelle, pretenden que se podría hacer trampas con la historia sin que tenga efecto sobre la historia misma. Por mi parte, me parece que no se puede respetar la famosa “verdad histórica” que reivindican ruidosamente, si la historia de las imágenes, de su registro, de sus límites y sus determinaciones no son también respetadas: esa verdad es una, como es una la historia, sin partición posible.
Con la ficción, la cuestión se desplaza, en tanto que puede recurrir a lo que Nietzsche llama las “potencias de lo falso”. Lo que quiero decir con esto es que un cineasta de ficción, gracias a la licencia poética que es suya y al pacto de lectura que lo compromete con los espectadores, puede contar la historia a partir de invenciones, de personajes ficticios y de artificios. Desde mi perspectiva, esta forma de contar se basa menos en la exactitud de los detalles y la autenticidad de las reconstituciones que en la tentativa de dar cuenta de la verdad de una época, de su imaginario, de su manera de pensar y de aprehender el mundo, de la mentalidad de los hombres y mujeres del pasado. En cambio numerosas ficciones históricas apuestan a lo contrario. Para reconstituir la matanza del Vel’ d’Hiv’ de julio 1942, Rose Bosch (La rafle, 2010), se apoya en una reconstitución minuciosa de los trajes y de la puesta en escena, tributaria de una concepción anticuaria de la historia, pero la pone al servicio de una visión de las situaciones, de los diálogos, de los personajes -es decir de los sujetos de la historia- totalmente formateados y sometidos a las lecturas del presente. No es una fatalidad acerca de la ficción en el cine. En El otro Sr. Klein (Joseph Losey, 1976) por ejemplo, Losey procede a una elección radicalmente distinta. A través del universo kafkiano del señor K, cuenta de manera intensa lo que fueron las elecciones, los comportamientos, las ambivalencias de los franceses durante la ocupación, establece en términos muy sutiles la cuestión de la colaboración, describe desde lo más profundo los mecanismos del antisemitismo. Al mismo tiempo, Losey realiza la puesta en escena de la matanza del Vel’ d’Hiv’ sin preocuparse de los detalles ornamentales y hasta elige desplazar la escena en el tiempo, filmándola durante el invierno para darle más fuerza simbólica y metafórica, una fuerza de interpelación que invitaba a los espectadores a pensar sobre acontecimientos más recientes, por ejemplo a los estadios de Santiago de Chile donde estuvieron detenidos los opositores de Pinochet. Es lo que Cayrol llama, a propósito de Noche y niebla, un “dispositivo de alerta”. Losey eligió como consejero histórico a Claude Lévy, autor de una obra sobre la matanza del Vel’ d’Hiv’ y quien no ignoraba entonces nada de su desarrollo. Pero combatía la ilusión según la cual el rigor de la reconstitución y de esos pequeños detalles verdaderos serían garantías de la verdad histórica. Consideraba que el rol del consejero histórico tiene menos por función borrar los anacronismos decorativos que dar indicaciones sobre las mentalidades, el espíritu de una época. Para Losey, el cine debía permitir a los espectadores pensar la distancia que nos separa del pasado. Losey hizo la apuesta a la imaginación para buscar otra forma de verdad, la del arte cinematográfico. Porque el arte es potencia de verdad en sí. Como lo destaca el historiador Carlo Ginzburg a propósito de la literatura: hay “un desafío reciproco, una ida y vuelta entre ficción y historia”.
lF: En relación con su otro campo de preocupaciones, el de la utilización actual del archivo en la ficción y el documental: ¿el proceso de su apropiación resulta conflictivo? ¿Por qué y en qué sentido?
S.L.: En mi último libro, La Voie des Images, abordo largamente esta pregunta a través de algunas producciones recientes y muy mediatizadas consagradas a la Segunda Guerra Mundial. Intento mostrar primero la porosidad entre los géneros –ficciones, documentales, docu-ficciones– dominados por una forma que les es común y que me parece cada vez más hegemónica. Esta uniformidad puede ser resumida en algunas formulas: la estética de lo demasiado lleno y de la híper visibilidad; la hibridación de los regímenes de lo visible; la inmersión en la imagen y el sonido; la pulverización de las duraciones y la nivelación de la temporalidades. La crítica a esas formas que caracterizan las nuevas puestas en escena de la Historia sobrepasan largamente la cuestión del juicio estético: implican, según mi punto de vista, una ética de la mirada, una definición del lugar del espectador y una concepción del acontecimiento cuyas resonancias son eminentemente políticas. Porque esas formas de escritura del pasado cada vez más dominantes contribuyen a influir la Historia de hoy y a producir la de mañana. Como he subrayado anteriormente, las producciones recientes, particularmente por medio de técnicas numéricas, han sistematizado “tratamientos” de la imagen que se parecen a un “maltrato” y se explican principalmente por el pasaje mutilador del 4/3 al 16/9, la colorización, la sonorización de los planos. Los directores de la serie Apocalypse, enteramente coloreada, pretenden que la colorización sería un medio ideal y necesario para acceder a un público amplio. Afirman que permite “corregir los defectos” de las imágenes de archivos en blanco y negro y como los camarógrafos veían la guerra en color… Entonces la colorización se hace en nombre de un discurso tecnicista que “transforma la ausencia en defecto” y confunde el “real y su doble” para usar la distinción que hace Jean Baudrillard. Si durante la Segunda Guerra Mundial, el camarógrafo veía el mundo en color, pensaba y preparaba su imagen en blanco y negro. Y cuando utilizaba –muy pocas veces– una película de color como John Ford durante la batalla de Midway o George Stevens cuando filmó en Dachau con su cámara de 16mm, se sentían responsables de esas imágenes delante de los espectadores contemporáneos y futuros. La colorización sistemática confunde las fronteras e impone una falsa continuidad visual entre imágenes filmadas en contextos y según puntos de vistas distintos. No permite pensar las diferencias entre la mayoría de las películas y grabaciones del conflicto registrado en blanco y negro y los planos, infinitamente más escasos, registrados en color. No permite distinguir imágenes profesionales de las no profesionales que podían disponer de películas de color para sus pequeñas cámaras. Por otra parte, si el mundo de la Segunda Guerra Mundial era en color antes de su captura, el universo mental, las representaciones del conflicto, el imaginario colectivo de las grandes naciones que vivieron la guerra era en blanco y negro.
Pero es cierto que a los directores de Apocalypse y de todos esos montajes coloreados no les importan la manera de ver y pensar de los hombres y mujeres del pasado. Su objetivo es, al contrario, modernizar el conflicto ofreciendo a los espectadores imágenes “más cercanas” a ellos, conformándose a las maneras de ver y pensar del tiempo presente. Se encuentra esa voluntad en la sonorización sistemática de esos planos de archivos a menudo mudos. Así es que el sonidista de Apocalypse, Philippe Vaidie explica que eligió dos clases de sonidos: la primera buscando la “sensación física” de los tiros de tanques; la segunda, permitiendo “tener miedo durante las grandes reuniones de nazis”. Añade que de esa manera “la persona no es más espectadora, está dentro de la acción”.
No se trata entonces de ser espectador delante la imagen, ciudadano delante de la Historia, es decir, heredar de ella una relación compleja de distancia y proximidad, de familiaridad y de extrañeza, sino que se trata de estar dentro de la imagen y el sonido, absorbido en el espectáculo total de la Historia, de vivir de nuevo el pasado como si y hasta mejor que si estuviéramos. Es lo que Umberto Eco, a propósito de la museografía popular llama “híperrealidad”, que consiste en llevarnos a un pasado “más real que lo real“. Esa inmersión confluye con la rapidez del montaje y los desplazamientos que no permiten a los distintos regímenes de imágenes tener el tiempo de pasar y tampoco al espectador ser un sujeto crítico dotado de medios para construir su mirada.
Esa concepción no es propia del documental de montaje o de los docu-ficciones. Se encuentra en numerosas ficciones que se inspiran también de la imagen de archivo por un juego de referencias. Por ejemplo, en La caída (Oliver Hirschbiegel, 2005), el cineasta Oliver Hirschbiegel se inspira explícitamente en las películas de actualidades nazis en una secuencia durante la cual Hitler, en el exterior de su bunker, condecora el joven Peter en presencia de los miembros de las juventudes hitlerianas. En la información de origen de las actualidades alemanas, del 22 de marzo de 1945, un plano en el cual se veía la mano de Hitler temblando había sido cortado. En La caída, la escena está reconstituida pero brinda además la mano de Hitler temblando y el personaje del camarógrafo que inmortalizó el acontecimiento. La ficción se alimenta de esa manera del archivo en el cual encuentra su autenticidad designándose a la vez más verdad que la verdad por una híper-visibilidad que proclama que no esconde nada al espectador, que se le abre el plano escondido de la imagen, que se le desvela los bastidores de su grabación.
En los docu-ficciones, el archivo es a menudo completado por escenas de ficción como si no tuviéramos bastante confianza en el poder intrínseco de las imágenes de archivos, vistas como demasiado pobres. En su película La résistance (2008), Christophe Nick presenta la pequeña película que fue grabada por resistentes del Ain el 11 de noviembre de 1943 en Oyonnax durante el desfile patriótico organizado por su jefe, Henri Romans-Petit. En vez de presentar esas imágenes integralmente, el director da planos cortos, a veces reencuadrados, e inserta esas imágenes en pequeñas escenas ficcionales que reconstituyen y sonorizan el acontecimiento. Hay que hacer un esfuerzo de abstracción para ver los planos originales, percibir la fuerza y el despojo combinados. El archivo sirve entonces sobre todo para autentificar, atestiguar, justificar las escenas reconstituidas por medio de una acumulación de pruebas que conducen a confundir y mezclar las nociones de realidad, verdad y verosimilitud.
Me parece que en esas producciones, hoy en día dominantes, las imágenes de archivo son empobrecidas por el uso, pierden una gran parte de su historicidad, son transformadas en lugares comunes y en iconos de mercado a las cuales pedimos a la vez demasiado y demasiado poco.
lF: En ese vínculo conflictivo entre el cine y la historia ¿se puede concebir a la historia del cine como un medio para entender la historia del siglo XX?
S.L.: Sí, claramente, la historia del cine permite entender mejor la historia del siglo pasado. El cine no es solamente una fuente; ha sido un operador de memoria y un agente de la historia del siglo XX. Este siglo fue el siglo del cine. Y a partir del momento en el que el cine filma la historia, la historia se hace distinta.
Muy temprano el cine ha sido considerado como fuente para la historia. A partir de 1898, el camarógrafo de origen polaco Boleslaw Matuszewski escribió dos opúsculos sobre esa cuestión, afirmando que el cinematógrafo constituiría una fuente mayor para la historia e invitando a las autoridades a conservar los documentos grabados en un museo o en un lugar bajo el modelo de los archivos escritos o de la fotografía. Matuszewski afirma que las grabaciones serían de una “absoluta verdad”. Les considera como pruebas, como testigos oculares “verdaderos y infalibles”. El interés de esas reflexiones es que fueron muy precoces y ofrecían un cuadro y un estatuto científico a las vistas cinematográficas a pesar de que los proyectos visionarios de Matuszewski no tuvieron efectos directamente. Pero en el mismo tiempo, en sus contemporáneos, se nota la tendencia a confundir las fuentes y los hechos, a pasar por alto la necesidad de interpretación de esos documentos que son los archivos filmados. En 1898, un periodista del Petit Moniteur comparaba los planos cinematográficos a “capas de pasado en botella” y creía que bastaría dejarlas envejecer “como un buen vino antes de consumirlo” para que “el pasado viviera de nuevo”. Al mismo tiempo, el Journal des débats profetizaba que las cátedras de historia iban a ser pronto “todas ocupadas por simples mostradores de linterna mágica”, añadiendo que esto ¡impediría muchas errores a las generaciones futuras! Las imágenes no serian huellas para interpretar sino hechos puestos en caja y esta conservación permitiría más tarde a los historiadores observarlas.
De hecho, me parece que las imágenes cinematográficas han sido siempre consideradas dentro de una paradoja potente. Por un lado, aparecen en toda la fuerza de su evidencia (en el sentido anglosajón de prueba), como algo que se impondría a todos en tanto que objetividad documental. Pero tienen también capas de proyección que no parecen ofrecer ninguna resistencia a la sobre-interpretación y que empobrece sus límites y marcos. Por un lado, entonces, esa idea peligrosa y discutible que nunca perdió su actualidad: la imagen registrada que establece los hechos como estatuto de prueba absoluta. Por otro lado, la constatación de que cada época ha proyectado sobre las imágenes del pasado su psicología, sus sueños y deseos, ha forzado su sentido, lo ha violentado y manipulado sin límites. Las imágenes se encuentran bloqueadas entre esos dos riesgos, es decir, la falta de interpretación ante la evidencia del pasado que vuelve y las múltiples interpretaciones sin control que las abusa.
Pienso que el historiador debe precisamente tomar en cuenta esos dos aspectos paradojales para descifrar mejor el pasado y entender las mentalidades y la ideología de una época: el querer-decir de las imágenes que da cuenta de la ideología circundante, de las voluntades propagandistas, de los imaginarios, de las maneras de ver e interpretar el mundo y los acontecimientos; pero también la parte no programada de los archivos filmados que reside justamente en lo que escapa a la visión, a la conciencia y a la inteligibilidad del camarógrafo. Porque los planos de cine también recogen lo no pensado de una época, la parte de la historia ininteligible por sus contemporáneos. En la operación mecánica de registro de los sujetos y de una porción de lo real, hay elementos discretos que están a la espera de la mirada que será capaz de verlos e interpretarlos.
lF: ¿Cuáles son los documentales y ficciones que proponen modelos válidos para pensar la representación cinematográfica de la historia?
S.L.: Temo, contestando a esa pregunta, arriesgarme a una lista de honor que sería necesariamente incompleta, subjetiva y parcial. Pero reflexionando en la cuestión, me doy cuenta de que las dos películas que me sirvieron de ejemplo en mis libros, Cleo de 5 à 7 (Agnes Varda, 1962) y Nuit et brouillard, tratan las dos sobre fotografía.
El primero es un documental de Harun Farocki, Bilder der Welt und Inschrift des Krieges (Imágenes del mundo e inscripción de la guerra, 1989). Propone un modo de experimentación de la historia que podría servir de modelo epistemológico a los historiadores del cine. Cuando descubrí esa película en 1999, la reflexión me pareció corresponder a la investigación que dirigía sobre la migración de las imágenes y la lenta construcción del sentido que se elabora en el tiempo y se modifica en función de los horizontes de lectura. En una secuencia de Imágenes del mundo, Farocki comenta las fotografías aéreas sacadas en 1944 por las cámaras automáticas de los bombarderos americanos que volaban arriba de la Silesia en búsqueda de fábricas de carburantes y que por casualidad sacaron fotos del campo de Auschwitz. Esas fotos fueron enviadas a Inglaterra para su revelamiento y análisis. Los expertos identificaron una fábrica eléctrica y una fábrica de carburante; como no tenían el cargo de encontrar el campo de Auschwitz-Birkenau, no lo encontraron. Solamente al final de los años setenta, en un contexto muy distinto marcado por la emergencia y la potencia del genocidio de los judíos en la memoria colectiva occidental, pero también en las culturas académica y popular (con la serie televisiva Holocaust 2La serie Holocaust fue emitida por la cadena televisiva norteamericana NBC en 1978, para que esas imágenes sean leídas de nuevo, reinterpretadas. Esas imágenes habrán necesitado tres décadas para tener su descripción y que aparezcan las palabras “mirador”, “pared de ejecución”, “cámara de gas”.
Cada exhumación es una fabricación, nos dice el arqueólogo Alain Schnapp. Según este precepto, Farocki hace en su película el analista de un archivo del cual muestra las distintas capas de interpretación. Pone la imagen de archivo en un constante “por hacer”. En este sentido, el archivo puede ser entendido por el historiador no solamente como una huella del pasado sino también, según la proposición de Jacques Derrida, como una “experiencia irreductible del futuro”.
Es un ejercicio similar al que hice en Cleo de 5 à 7 proponiendo una hermenéutica de las secuencias filmadas por los británicos durante la liberación del campo de Bergen-Belsen. De este modo, estudié no solamente las condiciones de rodaje y el montaje en las actualidades de post-guerra sino también la manera según la cual estuvieron exhumadas, re-leídas y re-contextualizadas en las películas de montaje, en ficciones o en emisoras de televisión. De cierta manera, la película de Farocki fue el elemento clave en mi trabajo de historiadora. Su obra fue como un hilo conductor y en esto reside también la fuerza del cine.
La segunda película que tomo como referencia, esta vez en mi libro sobre Nuit et brouillard, es la ficción de Michelangelo Antonioni, Blowup (1966). Se trata menos de un modelo epistemológico que de una metáfora activa para dar cuenta del método que había elegido, el de una “micro-historia en movimiento”, que consiste en observar largamente el cortometraje de Resnais, su génesis, y seguir los desplazamientos de sentido en el espacio y el tiempo a través de sus recepciones, sus re-montajes, sus traducciones a veces falsas. En esa época, había leído un texto muy estimulante del historiador Jacques Revel consagrado a Blowup, en el cual hacía una analogía entre las lógicas de la micro-historia y la investigación del personaje principal a partir de fotografías, en apariencia sin importancia, sacadas en un parque de Londres. De este modo, nos dice el historiador, “se constituye un corpus que hace posible una historia, o más bien varias historias, como cada nuevo revelamiento de la imagen hace aparecer una realidad distinta, anteriormente invisible, y que induce una nueva intriga”. Mi libro se inscribía en esa dinámica de relatos engendrados por el revelamiento fotográfico, los nuevos cuadros y ampliación de la imagen, de esas bifurcaciones de sentido e interpretación guiadas por el juego de las miradas.
Por otra parte, había elegido abrir y cerrar el libro con un retrato en dos tiempos de la historiadora Olga Wormser, quien fue la consejera histórica de Alain Resnais. Donde el lector esperaba legítimamente a Resnais, desplacé el visor sobre un personaje secundario cuya trayectoria y obra alumbraban la película, al mismo tiempo que la película la alumbraba de vuelta. En Blowup, es el deseo y la mirada de la mujer joven de la pareja en y sobre la fotografía lo que da movimiento a la investigación: su necesidad de recuperar la película despierta el interrogante en el fotógrafo; el punto descentrado que observa desde el interior del cliché descubre otra escena, la de un crimen al cual el fotógrafo habrá asistido sin verlo. Como el hilo de Olga Wormser, me había permitido ver de otra manera Noche y niebla, decidí presentar mi libro en el seno de su retrato y la situé bajo el signo de Blowup y de esa cuestión de las múltiples capas de miradas.
lF: ¿Cómo hace el cine para eludir la mitificación del pasado histórico? ¿Cuál fue su experiencia en torno a la investigación sobre Noche y niebla? ¿Cómo participa el archivo en esa construcción?
S.L.: Precisaré primero que el cine obró a menudo por la mitificación del pasado. Es lo que intenté demostrar en mi primer libro Les Ecrans de l’ombre. El cine tiene esa capacidad de crear, fijar, cristalizar, los imaginarios que se superponen progresivamente al acontecimiento mismo y que acaban por reemplazarlo. Demasiadas veces, contribuye también a destruir las perspectivas temporales y a nivelar los regímenes del tiempo. La rafle, La résistance, Apocalypse, La caída se inscriben en un movimiento que consiste en borrar la desviación y la articulación de los tiempos, la distancia entre el acontecimiento y su puesta en imagen, la historicidad de las edades de lo visible: traen el pasado a un presente totalmente dilatado del cual adoptan los juicios morales, las maneras de ver y de sensibilizar. Promueven un presente masivo, invasor, que no tiene otro horizonte que él mismo y que fabrica día a día el pasado y el futuro que necesita.
En cambio, otras películas más escasas y singulares se posicionan en contra de esa mitificación y de la dimensión teleológica del cine. Buscan mejorar nuestra mirada crítica sobre las imágenes y nos permiten aprehender el pasado en una distancia justa. Si las obras cinematográficas sobre la historia están evidentemente siempre fijadas al presente, filmadas en el presente, creo que se inscriben en la afirmación de una distancia con el acontecimiento del pasado. El modelo sería Noche y niebla y su “dispositivo de alerta” cuando da cuenta, con las ruinas de los antiguos campos, de que el pasado es infranqueable y que el “viejo monstruo concentracionario no murió bajo los escombros”.
En mi libro sobre Noche y niebla, intento mostrar la serie de desplazamientos que permitieron a Resnais encontrar una forma de hacer frente al acontecimiento. El primer desplazamiento consiste en tomar sus distancias con la lógica monumental y conmemorativa para efectuar lo que llamo el “pasaje al arte” del proyecto. Con la complicidad del poeta Jean Cayrol, antiguo deportado y autor del comentario, Resnais conformó Noche y niebla de acuerdo con una definición de Cayrol y Claude Durand: “la imagen se hace arte cuando nos impone una mirada a la que no nos acostumbramos”.
Un segundo desplazamiento reside en la voluntad de emanciparse de la lógica funesta de la prueba por la imagen para mostrar, al contrario, la debilidad, la fragilidad, los fallos de las imágenes de archivo y la dificultad a estar delante un acontecimiento que excede los recursos de la figuración. De nuevo, Resnais y Cayrol están de acuerdo. En su libro escrito con Claude Durand, Le droit de regard, Cayrol se oponía a la imagen de actualidad que acumula las “pruebas” y pone el espectador en el baño refrescante de la historia. Toma partido contra los documentos de archivo que pretenden fijar definitivamente la verdad del acontecimiento, contra el cine para el estómago que provoca una letanía del espíritu y postula con fervor un arte capaz de fecundar la imaginación. Encontramos esta idea en el comentario de la película cuando afirma, particularmente a propósito de los campos, que “ninguna imagen, ninguna descripción, puede devolverlos a su dimensión real”. Pero se encuentra sobre todo en los planos a color en el lugar de los antiguos campos que muestran la voluntad de despertar la imaginación más bien que saturar la visión de los espectadores.
Añadiría para terminar que la película de Resnais podría parecerse a un sepulcro. Lo ha sido en los años 1960 para los primeros espectadores de la película, particularmente para los hijos de padres deportados -judíos o resistentes-, muertos en campos, de los cuales los cuerpos desaparecidos estaban en cierto sentido recibidos por y en el documental de Resnais. Para esa generación de hijos de padres muertos en los campos, Noche y niebla permitió cumplir simbólicamente el acto de desvelamiento y de “restitución” de los cuerpos de padres muertos. Con Noche y niebla, los espectadores, como Antígona, encontraron finalmente un lugar donde sepultar a sus muertos. Lo que para mí también puede hacer de Noche y niebla una película histórica.
Siguiendo a Jules Michelet, Michel de Certeau decía que hacer historia es ir a visitar a los muertos para que a la salida de ese extraño diálogo, ellos vuelvan menos tristes a sus tumbas. Así, la historia podría aparecer igualmente como una de las modalidades de un trabajo que podría parecerse al trabajo del duelo. Como lo subraya la historiadora Annette Wieviorka, llega a la separación de los vivos y los muertos, de los dos lados de la frontera del tiempo. En ese sentido, Noche y niebla, que trabaja la distancia irreductible con el pasado, es muy distinto de Shoah (Claude Lanzmann, 1985) que se construye como el lugar de la resurrección de los asesinados y del diálogo sin fin con sus fantasmas. Noche y niebla está del lado de Michelet, Shoah estaría más cerca de Virgilio y Dante.
lF: ¿Cómo se sitúa usted en la polémica en torno a lo irrepresentable?
S.L.: Este debate ha tenido múltiplos rebotes y conoció polémicas de una gran violencia, lo que hace que difícilmente pueda contestar a esta pregunta en dos palabras. A su vez, me parece que esa disputa ha mezclado dos preguntas muy distintas: la de la ausencia de imagen mostrando el asesinato de judíos en las cámaras de gas y la de lo irrepresentable, lo infigurable. Me interesé por primera vez en esa disputa cuando escribía Cleo de 5 à 7. Esto fue en 1999, cuando había abortado un proyecto de película que hubiera reunido a Lanzmann y Godard bajo los auspicios de Bernard-Henri Lévy. El debate había empezado en 1994 cuando Claude Lanzmann confió al periódico Le Monde que hubiera destruido, de haber encontrado, una película filmada por un SS que mostrara “cómo 3.000 judíos, hombres, mujeres, niños, morían juntos, asfixiados en una cámara de gas del crematorio 2 de Auschwitz”. Al mismo tiempo, precisaba que esta imagen no existía y no podía existir. A eso respondió Godard en 1998, en Les Inrockuptibles: que si trabajaba eso “con un buen periodista de investigación”, encontraría “imágenes de las cámaras de gas después de veinte años”.
En este primer debate, la posición extrema de Lanzmann radicaliza, hasta una hipotética destrucción, el rechazo de la imagen de archivo. Su ausencia aparece entonces como sagrada, lo que evidentemente me parece discutible. Si la declaración de Lanzmann aclara su doble rechazo por ponerse del lado del verdugo y por estar en una lógica de la prueba, no se puede concebir esta postura para un historiador, cuyo trabajo consiste en interrogar incesantemente las huellas existentes. Las imágenes que sobrevivieron al pasado nos obligan, aún cuando puedan estar contaminadas por una mirada nazi. Pero no olvidemos tampoco que Lanzmann, a través de su película Shoah, había tenido el inmenso mérito de mostrar la carencia de imágenes registradas en los centros de muerte.
La salida de Shoah en 1985 constituyó un jalón importante en la manera de abordar las imágenes del genocidio judío. Se encuentra en el seno de la película la cuestión de la “invisibilidad” del exterminio de los judíos en los centros de muerte, vinculada a la tentativa nazi de hacer desaparecer las huellas. Por otra parte, rechazando el recurso a las imágenes de archivo, Lanzmann da cuenta de la carencia constitutiva del acontecimiento. Aclaró los malos usos recurrentes de las prácticas documentales anteriores: fotografías y planos de la liberación de los campos de concentración utilizadas, al contrario, para “ilustrar” el genocidio.
Ahora, en cuanto a las declaraciones de Godard, me parece que se encierra y que nos encierra en una lógica de la prueba que intenta oponer a los negacionistas. Según mi punto de vista, esta lógica entra en contradicción con la mejor parte de su obra cuando Godard afirma “no es una imagen justa, es justo una imagen” o cuando hace decir al personaje de Pierrot le fou (1965) “no es sangre, es rojo”. Podemos preguntarnos por qué Godard necesitaría un ”buen periodista“, él que hasta ahora no lo necesitó… Sobre todo, me parece que su razonamiento tuvo por efecto declarar faltantes imágenes que Lanzmann había constatado como ausentes. Y así las invistió de una peligrosa potencia de atestiguamiento de lo real. En Cleo de 5 à 7, el cineasta Arnaud des Pallières se preguntaba si necesitábamos esta imagen. Añadía: “la Solución Final no es una creencia, es un hecho histórico. Aceptar responder a la demanda de prueba, es aceptar el diálogo con los negacionistas“. Concluía con esta frase que podría hacer mía: “nuestro mundo, sin esta imagen, es mucho menos incompleto que lo es por la ausencia de millones de judíos que le falta. Y pensar aquello que falta allí me parece infinitamente más urgente”. A esta voluntad de dar prueba se añade en Godard una visión mesiánica y redentora que me molestó siempre un poco y que encuentro en esta frase de Histoire(s) du cinéma (1988-1998) citada a menudo y que me deja perpleja: “y apenas un simple rectángulo de treinta y cinco milímetros salva el honor de todo lo real”.
En resumen, las declaraciones de Lanzmann sacralizaron al exceso la no existencia de las imágenes de la matanza en las cámaras de gas. Las declaraciones de Godard confortaron, hasta la aporía, la noción de prueba por la imagen y reactivaron la búsqueda de las imágenes faltantes.
Eso condujo en 2001, a otra polémica, todavía más violenta, con ocasión de la re exhumación, muy mediatizada en la exposición Mémoire des camps, de cuatros fotos clandestinas sacadas por miembros del Sonderkommando de Birkenau. Esas fotografías no muestran el interior de la cámara de gas durante su funcionamiento. Fijan un “antes” (mujeres desnudas en el bosque de Birkenau) y un “después” (cadáveres quemados en una fosa de incineración a cielo abierto por parte de los miembros del Sonderkommando). Esas fotografías eran conocidas por los historiadores desde la Liberación y evidentemente conocidas por Lanzmann. Pero no permitían revisar el hecho, enunciado por el cineasta, según el cual no conocemos, hoy en día, imágenes –fotográficas o cinematográficas- que muestren la destrucción de judíos en la cámara de gas. Sin embargo es lo que hizo el comisario de la exposición, Clément Chéroux, en una presentación sorprendente en la cual dijo: esas son las imágenes que busca Godard… Lanzmann pretendía que eran inexistentes y las estimaba incomunicables. Sin embargo, existen, pueden y deben ser mostradas. Lejos de acabar con la disputa, esta operación de prestidigitación contribuyó a alimentarla. Pienso en el texto muy violento de Gérard Wajcman en contra de Georges Didi-Huberman, quien le contesta en Imágenes pese a todo (Images malgré tout, 2003). Una vez más, me cuesta entrar o adherir totalmente a los argumentos de unos y otros y me parece que la violencia de la polémica perjudicó su claridad. Porque sin duda el deseo de convencer ha dado lugar a la voluntad de vencer el adversario. El libro de Didi-Huberman y, particularmente su primera parte (el catálogo de la exposición), contiene muy bellas reflexiones sobre la imagen de archivo, su potencia, sus límites. En cambio, no entiendo su insistencia en querer convencernos de que esas fotografías han sido tomadas desde el interior de la cámara de gas. Insistencia a la cual contestó Lanzmann en La liebre de la Patagonia (Le Lièvre de Patagonie, 2009), ¡que tuvo una respuesta más por parte de Didi-Huberman en Ecorces (Escorzos, 2011)! ¡Este tema tan debatido sobre el cual no soy capaz y tampoco tengo el deseo de resolver no modifica de ninguna manera el hecho enunciado por Lanzmann según el cual no tenemos imágenes mostrando el interior de una cámara de gas durante su utilización!
Más fundamentalmente, me parece que el principio del texto de Wajcman es interesante, aunque no estoy de acuerdo con los ataques personales, y subraya un elemento importante: la confusión que existe desde el principio del debate entre una cuestión factual (la ausencia de imágenes mostrando el interior de las cámaras de gas durante su utilización) y una tesis de orden filosófico, según la cual la “Shoah” sería del orden de lo infigurable o irrepresentable. Esas dos cuestiones han sido mezcladas por Lanzmann en sus declaraciones en la prensa, generando una serie de prohibiciones, particularmente en cuanto a toda forma de reconstitución. Pero sus contrincantes hacen lo mismo al mezclar esos dos registros. Didi-Huberman se apoya en la existencia de las fotografías del Sonderkommando para combatir el “sofismo” de quienes evocan la noción de irrepresentable. En cambio, como subraya Wajcman, una cuestión factual se soluciona con los hechos: no conocemos hoy en día ninguna imagen de las matanzas en la cámara de gas, pero este hecho podrá siempre ser revisado si esta imagen se descubre un día. En principio, es en este plano donde debe situarse el historiador.
La tesis filosófica está en cambio abierta a una discusión: se puede o no considerar que el acontecimiento sobrepasa los recursos de la figuración, que existe necesariamente lo invisible y lo no mostrable en el seno de lo visible. Soy bastante sensible en relación con esta tesis y pienso, en todo caso, que es preferible que las matanzas en la cámara de gas recaigan en un ángulo ciego. De esa idea a prohibir todo recurso a la ficción para evocar la “Shoah”… Es a la vez imposible (me parece que las prohibiciones de Lanzmann no tuvieron mucho efecto) y poco deseable. Lo que me molesta con las prohibiciones y las reglas muy codificadas (cómo no hay que mostrar esto o lo otro) es que pasan al lado de la verdadera pregunta o por lo menos de la pregunta que importa: ¿cómo mostrar los hechos? ¿Cómo encontrar una forma para hacer frente al acontecimiento? Y quiero pensar que ciertos cineastas, por su talento, son capaces de proponer respuestas tomando en serio tanto al arte como a la historia, y respetando a las víctimas.
lF: ¿Se puede pensar el material de archivo a través de las categorías foucaultianas de documento y monumento?
S.L.: La distinción establecida principalmente por Foucault entre documento y monumento funciona muy bien para las imágenes de archivo; más exactamente, el historiador debe tomar en cuenta esa doble dimensión que está en el seno de la operación cinematográfica.
El cine constituye un documento de primer orden sobre la época de su realización, no en el sentido en el cual nos daría hechos brutos, como lo soñaban los contemporáneos de Matuszewski, sino en el sentido en que nos invita, a través de un necesario trabajo de interpretación, a analizar la mirada sobre el acontecimiento del cual fueron testigos camarógrafos y cineastas. Si situamos la película en su contexto de realización, si reconstituimos su génesis, el cine nos entrega el espíritu de una época, el universo mental de quienes filmaron, su imaginario del acontecimiento, los modelos con los cuales buscan conformarse, sus ocasionales dificultades para captar su desarrollo.
En ciertos casos, el acontecimiento mismo se confunde con su celebración empujando más todavía el cine hacia la lógica del monumento. Ese fue el caso durante la insurrección y la liberación parisina. La naturaleza dual del acontecimiento se puede ver en la película La libération de Paris (La liberación de París) que fue filmada en agosto 1944 por camarógrafos de la Resistencia. Los camarógrafos y montajistas de esta película registraron directamente escenas de batallas en Paris buscando al mismo tiempo erigir un monumento conmemorativo.
Esta voluntad se expresa en ciertas escenas muy estilizadas que reemplazaron otras que los montajistas no quisieron conservar. Por ejemplo, la película ofrece imágenes muy compuestas y “policiales” de la detención de los colaboradores por los FFI 3Se trata de las Forces françaises de l’intérieur (Fuerzas Francesas del Interior), un grupo de organizaciones surgidas clandestinamente, durante el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, para apoyar la llegada de los Aliados al territorio francés ocupado por Alemania. Entre los planos no incluidos en la película, se encuentran escenas menos edificantes de mujeres acusadas de colaboración, esquiladas delante de la muchedumbre que se burla de ellas y las abuchea. Esas imágenes han sido descartadas por los montajistas que querían quitar a la historia sus escorias, sus impurezas. Hicieron lo mismo con escenas que mostraban los fusilamientos del 26 de agosto en La Concorde y en Notre-Dame de Paris durante el desfile majestuoso del general de Gaulle. Los tiradores, sin duda milicianos presentes en los techos, habían provocado escenas de pánico colectivo que no se correspondían con la imagen de la liberación que debía darse a los franceses y al público internacional.
Pero a veces los operadores de la película rechazaron filmar escenas que no correspondían a la imagen que tenían del acontecimiento, de ese momento de la historia francesa que debía imponerse como unificado. Pienso en la ejecución de cuatros soldados de la Wehrmacht sospechados de haber disparado sobre la gente. El operador François Charlet, que formaba parte del equipo de camarógrafos de La libération de Paris, no quiso grabarlo; no quería ser cómplice de esa ejecución reclamada por la muchedumbre vindicativa. Los cineastas aficionados, en cambio, grabaron la escena; se ve a prisioneros con sus pies desnudos, maltratados por hombres y mujeres furiosos que los empujan hacia una pared de la calle Tilsitt delante de la cual son fusilados. Para los operadores profesionales, la película La libération de Paris tenía que ser un testimonio para las generaciones futuras. Había que quitarle todas las impurezas del acontecimiento para hacer de éste el pedestal de un monumento conmemorativo.
Pero la naturaleza dual de esta película viene también del acontecimiento mismo que fue a la vez un acontecimiento militar, una operación simbólica y una gran fiesta popular. Esto aparece muy claramente en las escenas consagradas a las barricadas. Las imágenes de la película y el comentario celebran el París insurreccional inscrito en la larga tradición de las luchas revolucionarias. Los operadores hacen conscientemente vivir de nuevo el París de 1848 y la Comuna. Es con esa imagen de las revoluciones pasadas que filman la insurrección parisina de agosto 1944: esta imagen configura la elección de cuadros y los planos. En este ejercicio, los camarógrafos tuvieron la ayuda de los parisinos que compartían este mismo imaginario de un París insurgente y que participaron del juego para componer casi instintivamente cuadros vivientes del gran gesto insurreccional. Lanzando miradas a la cámara, esos figurantes expresan su doble orgullo de formar parte de la batalla y de contribuir a fijar su imagen.
De este modo, la cámara y los actores parisinos participan con felicidad de la coproducción de un acontecimiento que había sido deseado y preparado por los mandamientos de los FFI. La Resistencia había en efecto lanzado una llamada a los parisinos para que fueran a las barricadas e hicieran vivir de nuevo las grandes épocas de las revoluciones parisinas. Si eso tenía también una justificación militar, la búsqueda del símbolo y las motivaciones políticas han sido todavía más fuertes: las barricadas tuvieron ante todo un alcance psicológico y simbólico que dio a los parisinos el sentimiento y la impresión que se habían liberados a sí mismos. Estudiando el trabajo de los operadores percibimos cómo la liberación de París, al mismo tiempo que se desarrollaba delante de la cámara, producía ya su propia mitología. Con esta tensión entre la lógica del documento y la del monumento, la película desvela a la vez los combates para la liberación de la capital y el acontecimiento político-simbólico en el cual se inscribe.
Para terminar, quisiera insistir sobre el hecho de que esas imágenes de archivo permiten también recoger lo impensado de una época a través de elementos discretos, no elegidos por el cineasta o el operador, que yacen en el plano. Recogen también pequeños signos lábiles que nos entregan los temas filmados, por un movimiento casi imperceptible de sus rostros o sus cuerpos. Esos signos viajan en el tiempo y nos llegan en un ”después“, como astros muertos. En este sentido las imágenes de archivo oscilan entre su valor documental y su potencia espectral. En La Voie des Images, analizo los planos grabados por un internado judío en el campo de tránsito de Westerbork en Holanda, que muestran tanto el embarque de deportados hacia Auschwitz como los últimos signos de vida de hombres, mujeres y niños en el umbral de la muerte.
El historiador que mira esas imágenes e intenta comprenderlas se encuentra en un equilibrio inestable entre tiempos y espacios en disyunción. No debe sucumbir a la trampa de la teleología. Debe evitar falsear el sentido de esas imágenes proyectándoles su saber retrospectivo, atribuyéndoles sus humores, sus afectos, las expectativas de nuestro presente. Al mismo tiempo, no es posible -y tal vez tampoco deseable- desaprender el destino de esos seres que se mueven en la pantalla hacia el umbral de una desaparición inminente. Creo en efecto que es ilusorio pensar que podríamos retornar sin pérdida de sentido hacia ese punto de origen, establecer con certidumbre lo que vieron, comprendieron, imaginaron los deportados en el andén y quienes los filmaron. Sólo es posible acercarse a esa verdad descifrando incansablemente las huellas de la película, vinculando esas imágenes con palabras de testigos. Pero el “borde del tiempo”, para usar las palabras de Foucault, puede ser atravesado una sola vez, siempre en el mismo sentido. Una vez conocido el destino de esos seres filmados, no puede ser olvidado ni desaprendido. Creo que la edad de la inocencia está perdida para siempre, la inocencia en la cual vivían los testigos del drama que ignoraban la certidumbre irrevocable del futuro cercano. Este futuro, el suyo, se mezcla para nosotros al pasado. Esa doble temporalidad rige nuestra relación con las imágenes de archivos; está hecha de incesantes idas y vueltas entre su estatuto de documento y de monumento, entre su valor indicial y su potencia espectral.
Taccetta, N. (2013). Escrituras cinematográficas de la historia, laFuga, 15. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/escrituras-cinematograficas-de-la-historia/640