Exhumaciones de Nicolás Guillén Landrián

Por Dean Luis Reyes

Observaciones +

Dean Luis Reyes (Trinidad, Cuba, 1972). Ensayista, crítico y profesor cubano. Funda, junto a Julio García Espinosa y Víctor Fowler Calzada, la revista electrónica Miradas (www.eictv.org/miradas), de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (EICTV), de la cual fue editor hasta 2007. Tiene publicados Contra el documento (Editorial Cauce, Cuba, 2005) y La mirada bajo asedio. El documental reflexivo cubano (Editorial Oriente, Cuba, 2010).
 
 

Portada del libro de Dean Luis Reyes (2010) sobre Guillén Landrián y el documental reflexivo en Cuba.

No puedo contener las ansias de anecdotizar. Al fin y al cabo, la teoría nace en la experiencia.

Aquella tarde, el lunetario del cine Charles Chaplin estaba salpicado de gente; los tumultos de años recientes eran más bien raros durante las primeras Muestras de Nuevos Realizadores. El programa fílmico de ese día incluía cinco cortos de Nicolás Guillén Landrián. Pero cuando empezó a exhibirse Desde La Habana ¡1969! Recordar (1969) hubo una conmoción. La violencia de su estilo de montaje, la complejidad de su estructura para proponer una lectura transversal de la historia cubana, más su sutil imprecación a los dogmas aplicados a la valoración de la experiencia del presente, significó poco menos que un shock. La sensación general acabó siendo que la historia del cine cubano había sido mal contada.

Era el 22 de febrero de 2003. Desde el año 2000, cada edición de la Muestra de Nuevos Realizadores iba mostrando esta y otras obras desconocidas para la mayoría de los realizadores jóvenes que allí se reunían. El ICAIC de la década del 2000 exhumaba, ajeno a antiguas y casi olvidadas anécdotas, parte de sus archivos prohibidos o subvalorados. Sin grandes gestos historiográficos ni celebraciones, las pantallas veían la reaparición de obras a menudo ausentes de bio-filmografías, cuando no se trataba de estrenos absolutos.

Pero el caso de Landrián fue el más resonante. El impacto de sus películas se expandió a una velocidad inaudita. Comenzó a ser cita constante en los claustros de la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños y en la más modesta Facultad de Arte de los Medios de Comunicación Audiovisual del Instituto Superior de Arte de La Habana. La crítica empezó a valorarlo a la altura de Santiago Álvarez –para horror de muchas posturas acomodadas a los cánones vigentes– y por encima de la mayoría de los otrora bien legitimados realizadores de la no ficción cubana. A raíz de celebrarse en 2009 el medio siglo de fundado el ICAIC, una votación de la FIPRESCI local eligió a dos de sus obras, Ociel del Toa (1965) y Coffea Arábiga (1968) entre las diez producciones más destacadas de la no ficción cinematográfica nacional.

El mismo 2003, el estudiante de la EICTV Manuel Zayas contó la historia de Landrián en su tesis de graduación, Café con leche (2003). Zayas dejó en la Mediateca de la escuela las copias de sus películas que más han circulado. Otro estudiante cubano se ocupó de digitalizar las cintas VHS, de editar dos DVD con menú y extra incluido –el corto de Zayas mismo– y de poner a circular una integral que, a estas alturas, y en ausencia de interés por el ICAIC de editar una de calidad profesional, circula profusamente. La misma que los profesores extranjeros visitantes usan en sus universidades y los críticos cubanos estudiamos sin detenernos en la calidad infame de las copias.

La diseminación ha tenido carácter vírico. Lo útil de esta metáfora es que elude una lógica lineal y discernible del proceso. Un virus es un factor caótico y su travesía solo puede obedecer a una geometría fractal. El efecto sobre el presente de este repertorio perteneciente a un periodo histórico lejano de la cinematografía cubana, no tiene semejante dentro de las prácticas culturales locales. Acaso solo sea comparable, en la historia reciente, a la recuperación del legado del grupo ‘Orígenes’ que atravesó la década de 1980 e impactó tanto los estudios literarios como algunas de las tendencias creativas –sobre todo en la poesía– de la segunda mitad de ese decenio, hasta entrados los 90. El impacto provocado por la exhibición de la obra de Landrián responde ejemplarmente a la idea del rizoma deleuziano: una cepa subterránea que aguarda su momento para brotar.

Exploremos las consecuencias de esa germinación. La primera de ellas es detectable en la dimensión formal de la no ficción cubana actual. Juan Carlos Cremata despliega su conocimiento enciclopédico del cine nacional de los años sesenta en una pieza de montaje que inaugura la transgresión del estilo histórico regente del documental cubano del ICAIC, cuando realiza La Época, el Encanto y Fin de Siglo (1999). Más informado por el cine experimental de la tradición neoyorquina, por las vanguardias europeas de los años veinte y por su experiencia como estudiante de la EICTV a fines de los años ochenta –cuando, bajo la tutoría de Fernando Birri, la investigación sobre las vanguardias históricas, el cine de Norman McLaren y el montaje dialéctico daban lugar a una corriente transgresora de los discursos tutelares del cine latinoamericano de izquierda, en un acto anti-academicista que se apagó pronto–, Cremata propone una elegía a la fragmentación de la experiencia del presente como único método digno para dar cuenta de la pérdida de certidumbres que rondaba el final del siglo en Cuba.

El instinto lúdico que ya era consustancial a Oscuros rinocerontes enjaulados (muy a la moda) (1990), la tesis de graduación de Cremata en la EICTV, resurge ahora dentro de un tejido obediente más a la aventura de sentido del cine estructural que a la búsqueda de una verdad referencial. La Época… es una pieza donde prospera el montaje asociativo, el método del collage y la actitud ensayística, incluso auto-referencial. Cremata hace un manifiesto en torno a la evanescente noción insular, doliéndose y burlándose a un tiempo de la despreocupada y a un tiempo ingenua actitud con que la gente a su alrededor asume la transformación del paisaje urbano y afectivo.

Una meditación acerca de la acción del tiempo sobre el discernimiento humano en torno a la experiencia histórica es un rasgo que dota a La Época… de una sintonía curiosa con Desde La Habana… Mas, el elemento mejor asimilable a la traza del cine de Landrián es en esta pieza su fina ironía, su evasión de la solemnidad habitual del documental cubano del ICAIC, para sugerir lecturas pendulares e incluso contradictorias de los acontecimientos más serios. El montaje es precisamente el procedimiento de construcción de sentido que estimula constantes encontronazos y deslizamientos que eluden esa tendencia habitual en el documental institucional –dígase la gran tradición de la no ficción cinematográfica como herramienta de los ‘discursos de sobriedad’, según indica Bill Nichols (1997)– hacia evitar la proliferación de sentidos con que se manifiesta la realidad.

La estrategia proliferante echa mano al montaje como medio creador de sentidos en una dirección menos lineal que la habitual dentro del documental cubano clásico. Más allá del propósito agitador y estimulador de choques dialécticos, propio de la obra de Santiago Álvarez; de la ambición creadora a través de la puesta en escena, presente en Oscar Valdés; pero sobre todo del estímulo al documental como registro, huella, documento, que rige la mayoría de las piezas producidas dentro del ICAIC, esta corriente usa el montaje para proponer ensartes que vinculan a la no ficción menos con la tarea de dar cuenta de la estructura de lo visible que con un marcado interés por figurar lo inmaterial.

Por ejemplo, Gustavo Pérez, un realizador que ha dado lugar desde mediados de la década de 1990 a un grupo de obras documentales muy diverso desde Camagüey, provincia del oriente cubano que goza de una cultura cinematográfica incomparable con otra ciudad del país fuera de La Habana, reconoce que Landrián fue la piedra de toque de su estilo en los 2000. Sola (2003) y Despertando a Quan Tri (2004) responden al deseo por explorar el espacio social donde otrora habitara la utopía. En el primer caso, dejando a la cámara navegar las ruinas de las becas estudiantiles ubicadas en remotos campos cubanos, hoy abandonadas; en el segundo, visitando un poblado de trabajadores agrícolas nacido en los años sesenta bajo la voluntad de industrializar la agricultura y bautizado en homenaje a una aldea mártir del asedio imperialista a Vietnam.

Despertando a Quan Tri (2004) de Gustavo Pérez.

Estas piezas renuncian a la voz de Dios. Prefieren, en cambio, un perenne estilo observacional, sacar partido de las concatenaciones de sentido inducidas por la manipulación del asincronismo sonoro-visual y una puesta en escena muy calculada, la cámara fija, el plano estático. Adquieren un ritmo sinfónico, una cualidad lírica no forzada y una vocación plástica próxima al trabajo de representación del retrato.

Susana Barriga construye la fábula privada de un adolescente de la Sierra Maestra que no sabe si permanecer en su hogar o irse fuera a buscar fortuna, en Patria (2007). Lo que aparentaría obedecer a la lógica de la pieza de cámara tradicional, acaba funcionando como un dispositivo próximo a la abstracción, donde se despliega una meditación acerca de los arraigos. La puesta en cámara de Patria tiende a justificar a su personaje muy próximo a los bordes del plano, potenciando una composición inarmónica, que subraya la tensión entre el afuera y el adentro, entre el irse y el permanecer. Ello, sin una entrevista o declaración en off más que cierta frase suelta de la madre, quien desgrana como de pasada su angustia por la posibilidad de perder la compañía del hijo.

Esta corriente de ambición abstracta desconfía de los procedimientos expresivos típicos del documental, que suelen establecer una relación automática entre el registro factual y la experiencia del mundo. En cambio, el documental cubano reciente por regla general recela de las verdades definitivas. Ello ha motivado, incluso, la violación del pacto naturalista propio de la operación testimonial, al excluir una fuente de objetividad referencial tan decisiva como es la voz humana. Buena parte de la no ficción cubana reciente opta por una elaboración no naturalista de la banda sonora: los parajes humanos transcurren ajenos a cualquier clase de discurso verbal, extirpando incluso las entrevistas.

Una obra tan destacada del cine cubano del ICAIC de los dos mil como fue Suite Habana (Fernando Pérez, 2003) –el largo documental más apreciado y mejor recibido por el público cubano en la historia del cine nacional– lleva esa clase de manipulación a su máxima expresión, transformándola en el eje de su puesta en escena. Pérez elige dejar posar a sus personajes en instantes de pausa o introversión. Durante hora y media no se pronuncia palabra alguna. El definitivo peso icónico de semejante puesta en escena refuerza la cualidad simbólica, el gesto metafórico y la cualidad reflexiva de la obra resultante.

Suite Habana de Fernando Pérez.

Realizadores como Rigoberto Jiménez, formado dentro del proyecto de televisión comunitaria de la Sierra Maestra denominado Televisión Serrana –uno de los centros revitalizadores de la producción documental local de las últimas dos décadas–, evolucionó de un estilo más cercano al método reporteril a otro donde la elaboración del material referencial es profunda. En Los ecos y a niebla (2004), la semblanza de un campesino aislado del resto de la civilización es recreada a partir de la construcción de una profundidad de campo sonora que evoca la respiración secreta de las montañas. En Como aves del monte (2005), la convivencia difícil de una pareja de ancianos también aislados y sobreviviendo en un ambiente precario, trenza una meditación acerca del tiempo con un ensayo de otra manera de elaborar el pacto de solidaridad del documentalista con sus personajes. Para ello, Jiménez construye un canal de diálogo entre los ancianos usando intertítulos en primera persona, que semejan una conversación casi inexistente en la vida cotidiana de ambos.

Tales operaciones obedecen a una cuestión de fondo: la negociación del retorno del sujeto popular al centro de las preocupaciones del documental cubano. La obra documental del ICAIC de los años setenta en lo adelante se ocupó mayormente de sujetos ejemplares o de contener al pueblo como un concepto amorfo y sin contradicciones mayores. Mas, el tratamiento del sujeto popular encuentra una mirada compleja en el cine de Landrián. Probablemente sea esta la demanda que sintoniza su re-emergencia con las necesidades secretas de la cultura audiovisual cubana de los 2000. Acaso el impacto real de su revival solo pueda entenderse dentro de la agenda negadora de la no ficción local frente a su tradición.

El cine de Landrián pone en evidencia una rebelión contra la hegemonía del mediador intelectual autoritario del documental cubano. Rebelión que tiene lugar en la época en que era tejida la mirada de un cine fundado en valores de clase media intelectual, mayormente blanca y urbana, la cual porta una verdad que busca diseminar. El documental del ICAIC se hiló por norma general en torno a la construcción de la hegemonía de los valores de la revolución socialista, sin proponer contradicciones o indagar más allá de lo aparente. La demanda de transformarse en propaganda fictiva al servicio de la sociedad en construcción, dejó de lado buena parte del repertorio indagador consustancial a las vanguardias de la no ficción y optó por no problematizar la constitución del sujeto popular que representaba. Al fin y al cabo, el cine del ICAIC se manifestaba en teoría siempre a favor del pueblo, bajo el propósito esencial de informar, instruir, orientar. La puesta en escena en el cine en la época en que era tejida la mirada de un cine fundado en valores de clase media intelectual, mayormente blanca y urbana, que porta una verdad que busca diseminar. El documental del ICAIC se hiló por norma general en torno a la construcción de la hegemonía de los valores de la revolución socialista, sin proponer contradicciones o indagar más allá de lo aparente. La demanda de transformarse en propaganda fictiva al servicio de la sociedad en construcción, dejó de lado buena parte del repertorio indagador consustancial a las vanguardias de la no ficción y optó por no problematizar la constitución del sujeto popular que representaba. Al fin y al cabo, el cine del ICAIC se manifestaba en teoría siempre a favor del pueblo, bajo el propósito esencial de informar, instruir, orientar.

El descubrimiento de este electrón libre, cuya suerte no podía haber sido otra que ser expulsado del proyecto de esa clase de documental –modalidad patente en la zona final de su obra: Nosotros en el Cuyaguateje, Para construir una casa y Un reportaje sobre el puerto pesquero, todos de 1972– tenía que ser fuente de trastornos mayúsculos. El efecto de fondo en la reelaboración de su legado es el giro hacia procedimientos que buscan convertir al espectador en co-creador del sentido.

Los realizadores cubanos de hoy privilegian la observación no tanto como un procedimiento de toma de distancia, sino como un modo de negociar su vínculo con el sujeto retratado. O sea, en vez de solamente usar la historia ajena como vehículo del discurso del cineasta, tomar como centro de la representación el trabajo con la integridad de ese otro.

Ariagna Fajardo elabora en El círculo (2011) una aproximación voluntariamente circunspecta a la convivencia de un matrimonio cuya tarea cotidiana más ardua es cuidar de sus madres en estado casi vegetativo. Aquí la aproximación a sujetos en situación precaria no se acoge a la porno-miseria –o sea, la exhibición del la esfera íntima en forma de espectáculo– sino a una indagación en las manifestaciones de humanidad más allá del dolor y la degradación. No hay subrayados de tipo narrativo o sugerencias de ánimo moral, sino un presenciar sin énfasis.

Igualmente, Armando Capó propone en La marea (2009) y Nos quedamos (2011) un pacto con sus personajes que no es amable. En el primero, deja a la puesta en escena obedecer a la relación seca y externa con un ermitaño del cual poco sabremos –acaso con cierta deuda a La libertad (Lisandro Alonso, 2001)–; en el segundo, fabula desde el montaje y la manipulación sonora una meditación en torno a la persistencia humana como inercia, no como gesto heroico. En todos, las claves de sentido permanecen sumergidas en el estímulo al deseo del espectador, a su trabajo de exploración y reconocimiento de un paisaje simbólico que parte de lo real concreto para construir un desplazamiento ambiguo.

Este redoble del deseo por la historia, el cuerpo, los gestos del otro, muestran el impacto más definitivo de Landrián entre nosotros. Su cine pone en evidencia la necesidad de establecer un nuevo pacto ético para la labor del documentalista. No basta con sentir dolor por el subalterno social, ni la motivación política que impele a mostrar aquello que la sociedad ignora u oculta, si ello no va acompañado por un compromiso formal. De ahí que esta rebelión tenga un fondo ideológico, pues cuestiona el pacto conformista de una tradición documental que escatimó la aproximación compleja al sujeto social.

Joven campesina baila en Reportaje.

La no ficción cubana del presente persigue la revitalización del compromiso con la imagen del otro abriéndose a la exploración de la forma documental con un gesto reflexivo. En el caso cubano, tal reflexividad se dirige a poner en cuestión la postura que ocluye la participación del espectador en la construcción de sentido, al privilegiar la persuasión por sobre la reflexión. La no ficción actual tiende a construir formas dialógicas, que presuponen tomar parte en una experiencia compartida.

Incluso en casos como los de Jorge de León, que en La niña mala (2011) y La felicidad (2012) rinde abierto homenaje al modo de enfrentar Landrián la imagen del otro, existe un forcejeo con el enigma de aquel cuya imagen tomo a mi cargo, enigma que acaba por no ser respondido. En el primero, León incluye una secuencia final que semeja aquella conclusiva de Reportaje (1966). Más que una cita consciente y cinéfila, el objetivo de la misma es traer al presente las preguntas no respondidas por el cine documental del ICAIC en torno a los rostros de los campesinos filmados por Landrián.

La niña mala de Jorge de León.

La reflexividad es también patente en Usufructo (Eliécer Jiménez, 2011). Su realizador invoca el recurso de los intertítulos en primera persona –a la manera de Ociel del Toa– para hacer hablar a un viejo campesino que se ha acogido a las formas de propiedad de la tierra recién implementadas en Cuba para relanzar la agricultura. Uno de tales textos reitera: “Es bueno que esto lo vean en La Habana…” La cita adrede, así utilizada, activa tanto la pervivencia de un legado fílmico pretérito con mucho que decir a los cineastas de hoy, como la demanda ética al fondo de la tarea del documentalista: mirar más allá de la superficie.

Bibliografía

Nichols, B. (1997). La representación de la realidad. Barcelona: Paidós.

 

 
Como citar:
Luis, D. (2013). Exhumaciones de Nicolás Guillén Landrián, laFuga, 15. [Fecha de consulta: 2024-04-24] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/exhumaciones-de-nicolas-guillen-landrian/660