Flow

Río abajo hasta el mar

Por Cristóbal Escobar

Biografía +
Sociólogo por la Universidad Católica de Chile y M.A en Moving Image por la Universidad de Melbourne. Su investigación recorre los estudios de la imagen y la filosofía del arte. Actualmente se desempeña como miembro editorial del Yearbook of Moving Image Studies en Alemania y realiza su doctorado en arts-philosophy bajo la supervisión de la Dr. Barbara Creed, Universidad de Melbourne. Mail: escobar.cristobal@gmail.com

Director: Nicolás Molina Año: 2018 País: Chile

 
 

Río abajo hasta el mar. Ese es el cauce narrativo que une la experiencia del director Nicolás Molina y la productora/sonidista Marcela Santibáñez en un hemisferio que, si bien doble, se nos hace uno; el del Biobío en la zona sur de Chile y el del Ganges, como su ribera norte, en la India. Lo que tenemos aquí es un Río con mayúscula, un territorio como personaje central, con su nacimiento en la montaña, en un cubo de hielo que se nos hace agua, hasta su desembocadura en el mar, abierto de cara al infinito. De ahí que sea su flujo, ese que absorbe los arroyos y riachuelos vecinos para darle una dirección unívoca a sus aguas, ese que crece sin mesura hasta llegar a su destino final en el mar, en fin, ese flow de carácter teleológico y título del relato, lo que conecte –y de alguna manera transforme– al resto de los elementos que vemos en pantalla. Su torrente es lo que atrae a los cuerpos, a los vastos paisajes del valle, a sus remotas comunidades humanas. Incluso la psicología misma del animal humano viene erotizada por su energía, con unos que bailan y se besan en la costa y otros que rezan y cantan sobre la colina: ¡Dionisio de la superficie, Apolo de las alturas! Río quiere decir en latín “flujo fértil y excesivo” 1rivus, una metáfora que los realizadores emplean no solo para trazar su relato, o para dialogar con esta conciencia viva que nos depara el agua, sino que también la utilizan como una forma poética para referirse al cine, para hablar de él, pues tal como un río fluye, la imagen requiere de su propia e/moción para no desvanecer. (Creo que a James Benning le gustaría mucho este film, sobre todo por el rol protagónico que asumen los ríos Ganges y Biobío. Son ellos los que en definitiva movilizan la historia, es decir, los que construyen las images-in-flow.)

La otra característica de esta película, siguiendo de cerca la analogía del río, es que siempre presenta dos orillas 2De ahí que la palabra rival también derive de rivus, como las riberas—y rivalidades—entre mapuches y españoles en el Biobío. Son imágenes adyacentes que sin embargo se unen para formar el caudal. Por momentos escucho a Viktor Kossakovsky decirle a Molina: ¡Que vivan tus antípodas! 3V. Kossakovsky, (2011) pues son sus hemisferios los que aquí se nos presentan con un cuidado similar por la simetría, como si Flow hubiese sido filmada en caleidoscopio, siempre buscando calibrar la coexistencia de sus aguas, con (V. imágenes que constantemente se nos doblan y se estiran, tal como se estiran los trenes de sur a norte y de norte a sur. Hay un mural parroquial de un Cristo agonizante en las orillas del río en Chile que en el plano siguiente viene animado por un Sadhu de Varanasi; una conversación sobre el pan en el Himalaya que luego se elabora al rescoldo por una Pehuenche de Los Andes; luces de una discoteca que de pronto se nos transforman en fractales titilantes sobre las aguas de algún otro lugar… Ya con Los Castores (2014), su primer largometraje realizado junto Antonio Luco en la Patagonia Chilena, Molina habría mostrado un interés similar por esta suerte de espacio topológico, de territorio en transformación continua, esta vez, sin embargo, con un tono marcadamente distópico y sur/real: Tierra del Fuego se ve amenazada por una plaga de castores cuya presencia ha modificado todo. Los roedores ciertamente son devastadores para el ecosistema insular, aunque también son desoladores los parajes que nos propone el desierto austral. Uno (el espectador) se va preguntando en definitiva qué es lo que resulta tan inquietante en esta película: ¿Si los castores o la isla? ¿Si las historias que nos cuentan sobre el animal o su presencia que vemos materializada solo hacia la segunda mitad del film? ¿Si el sound-track compuesto por Ives Sepúlveda (The Holydrug Cuple; Föllakzoid) o las imágenes que lo acompañan? También resulta confuso determinar el formato del largometraje, un documental observacional que fácilmente podría ser catalogado como thriller apocalíptico, parodia etnográfica o falso documental.         

La reversibilidad que emplea Molina con su lente resulta así en una clave importante para navegar por su cine. En Flow es el montaje (la mano-plastilina de Camila Mercadal) lo que va forjando la morfología de este único gran Río, y la cámara (el ojo-táctil de Molina) lo que dota de perspectiva a las entidades que lo domicilian, desde sus niños cubiertos en barro en la India hasta las barcazas que lo cruzan por un Chile austral. Podríamos decir aquí que el estilo de filmación que nos propone Molina es uno altamente mimético y meditativo, no solo porque su lente se solapa con la conciencia de lo que filma, con la conciencia que las cosas muestran de si, sino también porque su dispositivo pacifica a esos opuestos que lo constituyen por medio de una mirada que, nuevamente, es desigual, móvil e inmóvil a la vez. Con preferencia por la toma larga y el encuadre fijo, su cámara generalmente deriva el movimiento de ese entorno con el que hemos dicho el director se fusiona. Es como si su propia tendencia a observar fijamente, con tranquilidad, permitiese que agentes poco convencionales en el cine lleven a cabo sus performances con mayor autonomía frente a la cámara, reluciendo de alguna forma sus gestos, su expresión cotidiana cancelada por la rutina, tal como lo hace esa grandiosa rueda de centrifugado artesanal India que vemos girar frente a nuestros ojos en close-up. (Aquí pienso en Jean Epstein cuando dice en Bonjour Cinéma que el alma del cine está inscrita en el close-up, en la profundidad que yace sobre todo rostro/superficie al ser visto de cerca, como diría Béla Balázs, o en la misteriosa energía que incluso esta tradicional máquina de centrifugado libera al ser examinada en detalle, en un primer plano.) En esta misma secuencia, luego que hemos visto al molino rodar, observamos una cabra pastar en su cobertizo. Ahora intuimos que probablemente eran sus pieles las que se fregaban en la rueda giratoria, las mismas que ahora se pulen, se apilan y se ponen a secar. En todos estos planos la cámara ha observado detenida una imagen inquieta. Pareciera tratarse de un campo visual inconcluso y abierto, como si el propio recorrido de este imaginario ya no solo remitiera a lo que sucede en pantalla, es decir, al nivel referencial de la imagen-materia, sino también, y sobre todo, a lo que habita fuera de ella, en el nivel experiencial de quien la observa con la memoria, en su pensamiento; en la vida interior de un espectador que ahora también se mimetiza con esas imágenes que reclama suyas y que recorre íntimamente desde la oscuridad de la sala de cine.   

Flow, diría brevemente para cerrar, es una película cuyo propósito ha sido desde el inicio la apertura, tal como el destino de todo río, desde su nacimiento en la montaña, ha sido el mar. Es ahí donde nuestras antípodas confluyen y cohabitan; la de los ríos y sus habitantes, la de la superficie y sus profundidades, la de la cámara y su (in)movilidad. Lo que Molina y Santibáñez nos ofrecen con esta entrega es, a mi modo de ver, una forma íntima de navegación audiovisual que al transferir la libertad de lo que se escucha y se observa en el valle, logra situarnos en un mundo que efectivamente se escucha y se observa con libertad. Y con poesía.  Con autenticidad.       

 

 
Como citar:
Escobar, C. (2019). Flow, laFuga, 22. [Fecha de consulta: 2024-10-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/flow/951