En 1971, en una conferencia que dicta en Columbia University y que después titula Eztetyka do sonho, Glauber Rocha lanza una afirmación sorprendente: “O Povo é o mito da burguesia” [Reproducido en Pierre, 1996, p. 135.]. La escandalosa frase, cuando todavía en muchos países latinoamericanos se esperaba al pueblo como al nuevo mesías, era una respuesta retardada a las críticas que le habían hecho Fernando Solanas y la delegación argentina en el Festival de Viña del Mar de 1969, donde se habían presentado Antonio das Mortes (Glauber Rocha, 1968) y La hora de los hornos (Fernando Solanas, 1968). En varias de sus cartas, sobre todo en aquellas que le envia a Alfredo Guevara, por entonces presidente del Instituto cubano de cine (ICAIC), Glauber se había quejado amargamente de las formas directas y testimoniales que estaba asumiendo el cine político [Glauber Rocha, en una carta de 1972 a Alfredo Guevara, quien había sido el presidente del Festival de Viña del Mar de 1969, le escribe: “Anos depois, em Viña del Mar (não me lembro o ano), fomos surpreendidos pela acusação de Solanas: para ele, e para um grupo de cineastas revolucionários apressados, La hora de los hornos era o verdadeiro cinema revolucionário e nós, os brasileiros, que lutávamos contra uma dictadura implacável , eramos ‘comprometidos com o sistema’. La hora de los hornos, alardeando sua novidade formal, incluía, ironicamente, um trecho de Maioria absoluta, de Hirszman” (Bentes, 1997, p .403).]. Sin embargo, al decir públicamente que el pueblo era un mito burgués, el director brasileño dividía las aguas en lo que justamente a partir de Viña del Mar se había visto como el nacimiento de un nuevo cine latinoamericano. Frente al pueblo registrado documentalmente en las calles y que se valía del cine como agente del cambio revolucionario característico del Grupo de Cine Liberación, de Jorge Sanjinés o de Miguel Littin, Glauber proponía un cine en el que el pueblo estaba en transe, siempre por venir y siempre en proceso de invención. Había que involucrarse en la creación del pueblo a la vez que se tomaba cierta distancia porque podía suceder, como de hecho había pasado en Brasil en la lucha contra la dictadura militar, que ese pueblo fuera nada más que un espejismo producido por los sectores progresistas.
Ambas posturas definen las dos posiciones más fecundas en la relación del cine latinoamericano con el pueblo a fines de los años sesenta. Eran tiempos en el que los realizadores no podían no definir su relación con ese monstruo de mil cabezas que, una vez más, amenazaba con cambiar el rostro de la historia. Leonardo Favio, que nunca llegó a tener la proyección continental de Solanas, Glauber, Littin o Sanjinés, no fue la excepción. Como sus tres primeros filmes habían sido apolíticos la mutación de su poética debió ser mucho mayor que la de otros realizadores, como Solanas o Littin, que iniciaron sus carreras con un cine comprometido. Esto no significa que sus primeras obras estuvieran exentas de crítica social. En Crónica de un niño solo (1965), por ejemplo, la mirada a cámara que hace Polín al final de la película quiebra la gramática clásica que hasta entonces había sostenido el film e interpela directamente al espectador. Pero el procedimiento, aunque efectivo, habla también de la candidez de la denuncia. O, tal vez, para no hacer un juicio favorecido por el paso de los años, de cómo se consideraba entonces –en un momento en que los medios todavía no ocupaban un lugar protagónico– que la función del cine era mostrar lo que estaba oculto, algo que se consideraba necesario a la vez que provocador [De hecho, cuando Favio encara su opera prima todavía estaba presente en la memoria de la gente de cine el escándalo que había suscitado Shunko (1960) de Lautaro Murúa, que mostraba el estado paupérrimo de una escuela en la provincia de Santiago del Estero y que fue víctima de un contundente rechazo del establishment.]. El efecto de la obra estaba mediado por su función de mostrar, mientras para el cine político que le sucedería (La hora de los hornos es el ejemplo más contundente) lo que quebraba todas las mediaciones era el imperativo de actuar.
En su segunda y tercera películas (El romance del Aniceto y la Francisca de 1967 y El dependiente de 1969), la estética de Favio había avanzado en una dirección más intimista, con una gran preocupación por las resoluciones formales y con el tratamiento localizado y particular del conflicto social. Aniceto podía sufrir, de hecho sufría, las vicisitudes de un personaje de pueblo, pero sus actos nunca adquirían la dimensión de representar o simbolizar lo popular. Además, y esto será fundamental para la historia de la recepción del cine de Favio, las tres primeras películas se vinculaban antes que con una dimensión continental o una postura popular, con la tradición local y el cine de autor (Leopoldo Torre Nilsson y la generación del 60), que el Grupo de Cine Liberación había cuestionado y denominado Segundo Cine [“¿Hasta qué punto -se preguntan Solanas y Getino- puede hoy afectar este Segundo Cine, con pretensiones de llegar a capas masivas, el Orden y la Normalidad neocoloniales?” (Solanas & Getino, 1973). El crecimiento del cine político y la agudización de los antagonismos políticos (en la Argentina la dictadura militar se oponía cada vez más al retorno de Perón) hicieron que Favio debiera replantearse los lineamientos de su poética.
Entre el estreno de El dependiente y el de Juan Moreira , Favio 1973, se produce un impasse que dura cuatro años y en los que la figura pública de Favio es la del cantante melódico y el militante político antes que la del director de cine. Después de estrenar El dependiente, Favio comienza a explotar su faceta de intérprete musical y protagoniza dos filmes (Fuiste mía un verano, de Eduardo Calcagno, 1969 y Simplemente una rosa, de Emilio Vieyra, 1971) en los que se revela como una de las flamantes estrellas de la canción melódica. Pese a ser películas muy populares, estaban bien lejos de la inquietud de Favio como cineasta, quien siempre mantuvo ambas actividades –cantante y director de cine– separadas e incontaminadas entre sí. De esa época es también el reconocimiento público de su condición de peronista, que se hace cada vez más relevante a partir de la agudización de la crisis política y del inminente regreso de Perón, que se produciría finalmente en 1972 (Favio, como se sabe, viajó en el avión que lo trajo de regreso y, un año después, fue el locutor oficial del retorno definitivo a Ezeiza que terminó con una masacre llevada a cabo por sectores de la derecha peronista [Ver el libro de Horacio Verbitsky (1985), quien además narra cómo Leonardo Favio salvó la vida de ocho militantes que estaban siendo torturados en el hotel del aeropuerto.] ). Durante esos años, Favio anuncia diversos proyectos fílmicos y las revistas de actualidad hasta llegan a hablar de un intento de suicidio por la imposibilidad de concretarlos. De todos esos proyectos, uno habría de ser retomado por Favio en diferentes oportunidades: la vida del anarquista Severino di Giovanni basada en un guión de Osvaldo Bayer [En 1975, Favio hizo una sesión de fotos con Rodolfo Bebán encarnando al personaje de Severino di Giovanni aunque pronto se haría evidente que filmar la vida de Severino, el “apóstol de la violencia”, en un año tan agitado como ése era, por lo menos, inoportuno. Severino di Giovanni, uno de los más destacados anarquistas de la Argentina de principios del siglo XX, nació en Italia en 1901, llegó a Buenos Aires en 1923 y fue fusilado por el gobierno militar de Uriburu en 1931.]. Favio llegó a anunciar el título (Con todo el amor de Severino) pero finalmente se decidió por llevar a la pantalla las aventuras de Juan Moreira, un bandido que asoló la provincia de Buenos Aires a comienzos de la década de 1870 y que se convirtió en una leyenda popular. Es difícil determinar qué elementos definieron el viraje de Favio hacia historias tan diferentes a sus anteriores films como las de Moreira o di Giovanni. Además de la radicalización política que era parte de la vida cotidiana, dos hechos cinematográficos parecen haber sido decisivos en ese cambio: la nueva tendencia del cine histórico que inaugura Leopoldo Torre Nilsson y la aparición del Grupo de Cine Liberación.
En 1968 se estrena Martín Fierro de Leopoldo Torre Nilsson, película en la que el propio Favio desempeña el papel del hijo menor de Fierro. El éxito del film tuvo un fuerte impacto en la alicaída producción argentina, que estaba amenazada por la censura[Si bien el primer decreto-ley es de 1963, la censura tomó un gran impulso con la ley 18.019, promulgada el 24 de diciembre de 1968 durante el gobierno militar de Onganía. Esta ley creaba el Ente de Calificación Cinematográfica con sólo tres miembros nombrados por el Poder Ejecutivo y un consejo asesor de orientación “occidental y cristiana”. El Ente, además de sus funciones de censura, se atribuía el derecho de revisar previamente los guiones nacionales.], la falta de dinero y un instituto en manos de los grupos más conservadores. Después de algunas fallidas experiencias en el extranjero, Torre Nilsson –quien se había erigido en figura faro de la generación del sesenta y en sinónimo de un cine nacional de prestigio– retorna al país y realiza una obra que satisfacía ansiedades diversas que estaban gestándose entonces en la sociedad argentina. Revisitar el pasado, redefinir el panteón nacional, narrar una historia más auténtica, construir fábulas de identidad nacional son algunos de los deseos que la película de Nilsson venía a complacer. Pese a que se trataba de una pálida adaptación del clásico nacional escrito por José Hernández en 1872, Martín Fierro se transformó en el éxito más grande de la historia del cine argentino hasta ese momento y solo fue superada dos años después por El santo de la espada (1970), también de Torre Nilsson, película adocenada que contaba la historia del libertador José de San Martín y que había sido ‘asesorada’ por varias instituciones militares y por el Ente de Calificación. A partir de entonces, las historias de tema patriótico comienzan a proliferar, y entre 1968 y 1976 se producen más de diez películas de tema nacional ambientadas en el siglo XIX [Estas son las películas de tema patriótico o gauchesco histórico ordenadas por año de estreno: Martín Fierro (1968) de Leopoldo Torre Nilsson, El destino (1969) de Juan Battle Planas, La frontera olvidada (1970) de Juan Carlos Neyra, Bajo el signo de la patria (1970) de René Mugica, Santos Vega (1971) de Carlos Borcosque, Juan Manuel de Rosas (1971) de Manuel Antín, Güemes: la tierra en armas (1971) de Leopoldo Torre Nilsson, Argentino hasta la muerte (1971) de Fernando Ayala, La revolución (1973) de Raúl de la Torre, La balada del regreso (1973) de Oscar Barney Finn, Yo maté a Facundo (1974) de Hugo del Carril, La vuelta de Martín Fierro (1974) de Enrique Dawi y Los hijos de Fierro (1975, aunque no estrenada hasta 1983) de Fernando Solanas. Podría agregarse por su tema gaucho, aunque transcurra en el siglo XX, Don Segundo Sombra (1969) de Manuel Antín.]. Juan Moreira es una de ellas.
Fue también en 1968 que Leonardo Favio tomó conocimiento de la existencia de La hora de los hornos, en el Festival de San Sebastián donde presentó El dependiente. En las entrevistas, Favio elogió la película de Solanas y seguramente pensó –no podía dejar de pensar– en la falta de referencias explícitamente políticas de su propio film. Más aún teniendo en cuenta que su título evocaba uno de los significantes más politizados del periodo: la dependencia. Es decir, que Leonardo Favio terminaba su tercer largometraje, constituía una obra coherente y rigurosa, lograba un nivel de calidad en la puesta en escena único para el cine argentino mientras, a la vez, se encontraba con que las historias que contaba estaban desactualizadas. Algo similar a lo que le sucedió a David Kohon con Breve cielo en el Festival de Viña del Mar de 1969 donde, pese a sus virtudes de historia menor, no dejó de ser vista como una obra débil frente al vigor de La hora de los hornos [Escribió Hans Ehrmann en la revista Ercilla: “Otro film argentino, Breve cielo, de David Kohon, pasó entre inadvertido y rechazado en Viña, donde a veces se juzgó a los films de acuerdo con su mayor contenido revolucionario, al margen de otros valores” (citado por Francia, 1990, p. 160).].
Juan Moreira es la respuesta de Favio al impacto que produjeron ambos acontecimentos.
La historia de la heroización de Juan Moreira está vinculada con la historia de los medios masivos en la Argentina. Bandido convertido en leyenda, su vida fue narrada por el novelista y periodista Eduardo Gutiérrez en las páginas del periódico La Patria Argentina en 1879. En 1874, Gutiérrez había entrevistado a Moreira quien ya era célebre en el campo por sus acciones. Unos años después, Gutiérrez escribe un folletín que inicia lo que Alejandra Laera denominó “novelas populares con gauchos” (Laera, 2004). Desde entonces, Moreira se transformó en un emblema de la cultura popular argentina pero habiendo pasado antes por la prensa urbana: es decir, que Moreira ya no era solamente un personaje rural. El fenómeno del “moreirismo”, estudiado por Adolfo Prieto, muestra cómo los inmigrantes italianos y españoles lo utilizaban -disfrazándose de Moreira en los carnavales– para integrarse al país que los estaba albergando (Prieto, 1988). En 1884, los hermanos Podestá inician el circo criollo, un género profundamente popular que recorre las campañas y cuyo primer título fue justamente Juan Moreira. O sea que después de su difusión en la ciudad, el personaje de Juan Moreira vuelve al campo para resignificar y potenciar su leyenda. Muchos años después, en 1897, se estrena en el Teatro Colón de Buenos Aires Pampa, de Arturo Berutti, primera ópera nacional también basada en la historia de Juan Moreira. Esta composición, alentada por el estilo de Cavalleria Rusticana de Mascagni, tuvo que enfrentar dos dificultades: convertir al gaucho en un personaje lírico y utilizar el italiano que era el lenguaje de la ópera en ese entonces (Juan Moreira pasa así a llamarse Giovanni Moreira). El riesgo del ridículo que estaba implícito en este intento (más allá de que la obra fue bien recibida por la élite en una función de gala a la que asistió el presidente de la nación) fue percibido por los comediógrafos populares. A los quince días de estrenada la pieza de Berutti, en los teatros de vaudeville se montó Moreira en ópera (juguete lírico en un acto y dos cuadros en prosa y verso) de José Antonio Lenchantín donde se burlaban de la compañía de cantantes líricos italianos que llegaban a Buenos Aires para disfrazarse súbitamente de gauchos. Todo estos hechos muestran la vitalidad de una historia que circuló por la cultura popular y la cultura de élite de fines de siglo XIX y que permite historizar el desarrollo de la cultura masiva visual. En el siglo XX, la novela de Gutiérrez fue reimpresa innumerables veces en ediciones populares y el cine tampoco fue ajeno a la seducción del bandido: antes de la versión de Favio, se habían hecho cuatro películas basadas en sus aventuras, dos en el periodo mudo y las otras dos en 1936 y 1948, dirigidas por Nelo Cosimi y Luis Moglia Barth respectivamente.
Favio se inclinaba así por un personaje que si bien tiene características transgresoras, posee los contornos típicos de esos personajes como Robin Hood que consolaban una necesidad de reivindicación o de venganza imaginaria de los sectores populares. En este punto es importante la opción de Favio frente a la de Torre Nilsson, en la medida en que Martín Fierro había sido convertido –a principios del siglo XX– en un gaucho-monumento o en un gaucho ejemplar [Por supuesto que no me refiero al poema de Hernández sino a la adaptación cinematográfica. Otra adaptación -Los hijos de Fierro de Fernando Solanas- de 1975. Ver Romano, 1991. Borges insistió mucho en varias intervenciones en subrayar el carácter de “gaucho malo” del personaje del poema de Hernández.]. Favio, en cambio, opta por una figura que realiza acciones condenables, lo que no impide que el director tenga una profunda empatía con el personaje.
El resultado final de Juan Moreria de Leonardo Favio es una representación del pueblo totalmente diferente a la del cine de autor y a la de cine político. Ni la mirada distanciada y fría de quien se siente perturbado por la aparición de las masas en la pantalla (como era habitual en el cine de Torre Nilsson, Manuel Antín, David Kohon) ni la mirada ideológica de un cine que quería hacerse junto al pueblo. La película fue un éxito de taquilla y su recepción, a diferencia de La hora de los hornos, no estuvo signada necesariamente por la política: los spots publicitarios se pasaban con gran aceptación por la televisión (algo impensable para los filmes políticos, casi todos clandestinos) y hasta la música de Luis María Serra se escuchaba continuamente por la radio (varias parejas de novios la utilizaron para musicalizar su entrada en el atrio). Ir a ver Juan Moreira era como asistir a un western pero nacional. Sin embargo, el film admitía una lectura política. Favio parecía estar haciendo un guiño a los sectores radicalizados de la izquierda peronista y también a los sectores más tradicionales que se sintieron interpelados por la película en una época en que ir al cine era una salida habitual para las clases populares. El éxito de Juan Moreira, entonces, habla de la ambigüedad o la plasticidad del film e inicia la fama de Favio como director que sabía dirigirse a las multitudes, erróneamente proyectada a veces sobre sus primeras obras.
Una lectura retrospectiva en confrontación con La hora de los hornos permite calibrar la representación del pueblo que hace Favio con Juan Moreira. La aparición del pueblo en ambos filmes es totalmente diferente: en la película del grupo de cine Liberación, la irrupción del pueblo disuelve la forma cine. La institución cine es considerada incapaz de albergar el devenir político de las masas. Por eso La hora de los hornos no tiene una forma convencional (cerrada y completa) y fomenta la interrupción exterior. El habitual circuito realización, producción, apoyo estatal, sala de cine, espectador no solo resulta insuficiente sino que es considerado, políticamente, una reafirmación de las relaciones de dominación. Para que el pueblo se haga presente en la pantalla, Solanas debe abandonar el cine tal como se lo concebía tradicionalmente. Favio, en cambio, no va tan lejos: se mantiene en la institución cine y hasta sabe cómo sacar provecho de la situación. Esto no significa que, al intentar encontrarse con el pueblo (algo que no había hecho en sus anteriores filmes), no establezca una serie de innovaciones: sobre todo, la que consiste en conectar al cine con las artes masivas y populares como la historieta, el radioteatro, los relatos orales, el melodrama, el circo criollo. Un acierto en estas conexiones consiste en que Favio no solo recurre a géneros populares nacionales sino que también incluye géneros de lo que Renato Ortiz denominó “cultura internacional-popular” (Ortiz, 1997). El western, con sus saloons y sus duelos, ya había mostrado su versatilidad para admitir relecturas y simbolizaciones diversas en las versiones italianas (los films de Sergio Leone y de Sergio Corbucci tenían un gran éxito en esos años en Argentina) y japonesas [Per un pugno di dollari (Sergio Leone, 1964) está basada no en un western norteamericano sino en Yojimbo (Akira Kurosawa, 1961), historia de samurais protagonizada por Toshiro Mifune. La asocación no es baladí si se piensa que el primer actor que quiso Favio para encarnar a Juan Moreira fue, justamente, Toshiro Mifune. Por otro lado, es imposible no ver una influencia de la sonorización de la primera escena de C’era una volta il West (Sergio Leone, 1968) en el duelo de Juan Moreira. En el cine argentino, ya Pampa bárbara (1945) de Lucas Demare y Hugo Fregonese había utilizado tópicos del western para narrar la vida de fronteras en el siglo XIX.]. Al tomar estilemas del western, Favio mostraba una apertura mayor que la de La hora de los hornos en su capacidad para incorporar lo extranjero, sobre todo lo asociado a lo norteamericano que en la película de Solanas era rechazado en masa (la valoración cultural se subordinaba a la estrategia política) [En la película de Solanas la cultura norteamericana era impugnada en bloque como lo muestra la inadvertida musicalización de unas escenas de alienación juvenil con la canción I don’t need a doctor de Ray Charles, músico que como todo el mundo sabe luchó por los derechos civiles de los negros en los años sesenta (era, además, muy amigo de Marthin Luther King).]. Es que mientras la inclinación de Solanas por el pueblo es básicamente política, la de Favio es más culturalista. La hora de los hornos organiza a las multitudes atrás del objetivo político de la toma del poder; Juan Moreira las convoca a partir de un proceso de identificación y empatía.
Estas diferencias se expresan también en la puesta en escena. En Solanas, el pueblo es documental, surge como la verdad que viene a arrasar con todas las máscaras, los disfraces y las mentiras neocoloniales. En una producción de dicotomías que encuentra su legitimación teórica en Los condenados de la tierra de Franz Fanon, la película distribuye sus materiales entre lo real (el pueblo captado testimonialmente en lucha) y lo falso (vinculado, a lo largo del film, con las grandes urbes, las clases dominantes, la clase media pusilánime, lo extranjero, el esteticismo) [Para Fanon (2001), el maniqueísmo era un producto de la dominación colonial que no admitía matices: “El mundo colonizado es un mundo cortado en dos (…) Regido por una lógica puramente aristotélica, obedece al principio de exclusión recíproca: no hay conciliación posible, uno de los términos sobra”.]. En ese encuentro documental, el director no actúa como un observador sino que se mezcla entre las muchedumbres para trazar relaciones horizontales, directas, subrayadas por la espontaneidad de la cámara en mano y del cinema verité. También se mezcla con los sectores antagónicos y, como en la célebre escena del happening del Di Tella, se entrevera y parece mezclarse con ellos. Pero si esta relación horizontal recíproca no se produce es porque la voz en off determina la mirada irónica y escéptica que debe hacerse de estos planos. La cámara no está afuera o distanciada del pueblo, es más bien uno de los agentes para que éste se haga más conciente, más nacional, más real.
En Juan Moreira, en cambio, lo que domina es la ficción. O, mejor, los poderes de la ficción para hacer una leyenda con los materiales de lo real. La hora del pueblo no se juega en la lucha entre la verdad de los oprimidos y las mentiras de los dominadores. Por el contrario, el film de Favio plantea que es necesario actualizar la imaginación colectiva y que el vínculo central entre artista y pueblo no pasa por la verdad sino por la fabulación (algo que se haría mucho más evidente todavía con Nazareno Cruz y el lobo, 1975). En este punto, hay que decir que la mirada de La hora de los hornos es más exterior culturalmente desde que trabaja con la idea de alienación e intenta insuflarle contenidos ideológicos a la experiencia popular. Favio, en cambio, trata de plasmar la experiencia popular en su conjunto sin imponerle un programa o una conducta. Pueblo y Sistema –una de las palabras clave del periodo– no son necesariamente refractarios entre sí, como proponía el Grupo de Cine Liberación.
En la planificación de Juan Moreira, Favio vuelve a utilizar un procedimiento central en sus anteriores filmes, pero acá con un sentido totalmente diferente: el picado y el contrapicado. En Crónica de un niño solo este procedimiento posee dos funciones: la primera es expresar las relaciones de jerarquía en las que está envuelto Polín. La seguna consiste en crear imágenes anamórficas que tienden a hacer la imagen más abstracta: el salón en que se reúnen madres e internos –tomado en picado– es un polígono de ocho lados, la celda de la que escapa Polín –tomada en contrapicado– es una superficie casi infinita. En Juan Moreira, en cambio, este procedimiento construye la heroicidad del personaje y si en algunos momentos lo aplasta contra el piso, en otros lo convierte en un gigante. La planificación no deja de utilizar tomas fijas medias ni cámara en mano, como en el encuentro de Moreira con Julián. Con la filmación nerviosa, casi documental e involucrada de la cámara en mano, Favio logra hacer de ese encuentro algo vivo y creíble, lo que lo aleja de los hieráticos encuentros del cine histórico. Pero en los momentos de mayor acción, en los que Moreira lucha por su propia vida, se utilizan planos en picado y contrapicado. El espacio, las cosas y las personas están sujetas a una permanente redefinición de las dimensiones por una puesta en escena que privilegia estos planos violentos y sesgados. De hecho, la imagen final de la película, consiste en una imagen congelada de Moreira que se distorsiona como si la naturaleza de la leyenda dependiera, como sucede en las imágenes anamórficas, del punto de vista de quien mira. Algo similar sucedía en El romance del Aniceto y la Francisca con el cuarto del protagonista, que se percibía con magnitudes muy diferentes entre una toma y otra. Pero en este caso se trata de una huella patética en la que no están involucradas ni la dimensión histórica ni la política. Esta tendencia a la abstracción geométrica también se observaba en Crónica de un niño solo, cuya historia estaba dividida en dos partes sucesivas opuestas entre sí: la del encierro de Polín y la de su huida a la villa miseria en la que vivía. Las puestas en escena de ambas partes también se oponen absolutamente y si la primera se organiza alrededor de la reja, la segunda se expande como la hierba. El espacio del encierro de Polín es medible, divisible, cuantificado y predominan los ángulos rectos. El número no solo le da forma a la imagen sino que define la relación entre los personajes: la película comienza con el celador contando, después sigue el profesor de gimnasia con su “un, dos, tres” y así sucesivamente. Los personajes transitan entre figuras geométricas [La sonorización subraya esta instancia numérica en los silbatos que hacen sonar el celador y el profesor de gimnasia.]. En la segunda parte, en cambio, predominan los cuerpos informes del río, el pastizal, la hierba y las ramas que no cesan de crecer, de desplazarse y de indeterminar la imagen. En cada parte predomina lo que Gilles Deleuze llamó encuadre geométrico y físico (Deleuze, 1984). El acierto de esta división tajante entre diferentes tipos de encuadre radica en que no necesariamente se corresponden con el par encierro y libertad, porque en ambos hay violencia, despojo y opresión. La mirada es patética y a la vez social: al acercarnos a Polín (aunque su mirada a cámara después nos aleje), no podemos dejar de observar el funcionamiento de la máquina social como si se tratara de un diagrama o un teorema. Nada de esto sucede en Juan Moreira porque lo que está en juego es la mirada histórica que una narración como la del bandido exige: cómo enlazar el pasado con el presente, cómo construir una constelación en la que ambos tiempos convivan. Como dice Walter Benjamin, “no se trata de presentar a las obras literarias en correlación con su tiempo, sino en el tiempo que han nacido presentar el tiempo que las conoce, es decir el nuestro” [Citado en Buck-Morss, 1991, p. 338.]. En esa huella del presente, lo que se imprime es la cultura popular en su función fabuladora, en su capacidad para inventar mitos. No es una función ideológica (como la narración de La hora de los hornos) ni edificadora (como en las monumentales Martín Fierro o El santo de la espada), sino una función fabuladora porque encuentra en la narración un núcleo que se reactualiza en cada situación de conflicto y que sirve para crear o reafirmar lazos de identificación.
Juan Moreira se inclina hacia la idea del pueblo como mito, aunque está lejos de asumir la distancia irónica y sarcástica de Glauber, quien al agregar “burgués” hace explotar uno de los antagonismos centrales del periodo (la burguesía no es pueblo, el pueblo no es burgués). En su valoración positiva de lo popular –esto es: en su populismo– Favio se acerca más a Solanas y ello se debe tal vez a la matriz común del peronismo definido según la célebre frase de John William Cooke: “el peronismo es el hecho maldito del país burgués” [John William Cooke fue un importante militante peronista que ofició de representante de Perón en la Argentina cuando éste estuvo en el exilio. Fue el referente político más importante de los sectores de la izquierda peronista que surgieron en los años sesenta.]. Sin embargo, la coincidencia con Solanas es muy superficial. La hora de los hornos encarna el típico populismo latinoamericano de los años sesenta que se alimentaba del nacionalismo y paradójicamente también del marxismo, un pensamiento tradicionalmente legitimista (es decir, no populista). En Favio, en cambio, se trata de un populismo relativo, ya que no se sostiene solamente en una mirada exclusivamente positiva del pueblo (esto es, exterior) sino que se articula alrededor de una contradicción: cómo puede un héroe popular ser también cruel, despiadado y, en ciertas ocasiones, servil. El pueblo no debe irrumpir en el cine sólo porque es un reservorio de antagonismo político sino porque es el único que puede trazar identificaciones pasionales y afectivas fuertes.
En los noventa, después de más de quince años sin filmar, Favio volvió a reflexionar sobre la relación entre imagen cinematográfica y pueblo. Con Gatica, el mono (1993) no solo había prometido un gran éxito sino representar el drama de uno de los ídolos populares de la época del peronismo clásico. Sin embargo, si bien la película tuvo una considerable cantidad de público, fue estrenada el mismo año que Tango feroz: la leyenda de Tanguito de Marcelo Piñeyro, 1993, que arrasó con las boleterías y que anunció la aparición de un nuevo tipo de cine masivo que consistía en la inclusión de componentes estéticos, culturales y económicos de la televisión en el cine. La noción de pueblo se volvía levemente anacrónica, lo que estaba acentuado además porque ya para ese entonces el gobierno de Carlos Menem (1989-1999) había conducido al peronismo hacia el más brutal neoliberalismo. Es decir, en el momento del estreno de Gatica, el mono la nueva situación de la imagen y de la política afectó el sentido del film. Lo que había sido la venganza de Moreira adquiere en este film las formas del resentimiento, y el pueblo como mito deja paso al pueblo como ruina y memorabilia. Con Gatica primero y con Perón: sinfonía de un sentimiento (1999) después, Favio se transforma en el más grande director argentino de los últimos años en las ceremonias del duelo y la evocación nostálgica de lo que fue. El pueblo que había dejado sus huellas en Moreira ya no está más, pero cuando se trata de reinventarlo en la pantalla, nadie puede hacerlo como Leonardo Favio.
Bibliografía
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