Es curioso que, siendo Peckinpah un cineasta de los espacios infinitos y las libertades personales a costa de todo, haya producido en La huída una de las road-movies más claustrofóbicas y asfixiantes que se hayan hecho en Hollywood.
Rodada a continuación de Junior Bonner (con la que comparte al actor Steve McQueen y al director de fotografía Lucien Ballard), está basada en una novela negra de Jim Thompson, adaptada por un entonces novato Walter Hill.
Si bien las mutilaciones físicas y mentales formaban parte del mundo de Peckinpah desde sus primeros filmes, La huída es un auténtico manual de estudio al respecto: hay castraciones espirituales (el encierro carcelario), emocionales (la distancia entre la pareja protagonista) y literalmente físicas (el ladrón que es baleado en la entrepierna y luego arrojado de un automóvil en movimiento).
Y estos cercenamientos tienen también un extraño paralelo en la narrativa entrecortada del filme. Luego de un extenso comienzo donde vemos la situación de Doc McCoy (Steve McQueen) y su esposa Carol (Ali McGraw), viene una rápida secuencia donde un viejo cliché de las cintas de gángsters (la planificación y ejecución de un asalto bancario) es resuelto en pocos minutos y sin demasiado trámite.
La cinta no se trata del robo, nos enteramos justo a la mitad de la película, cuando todo lo que podía salir mal ha salido mal y Doc y Carol son fugitivos no sólo de la ley, sino de los propios gángsters que les contrataron. Pero tampoco trata sobre la huída, en estricto rigor. Los personajes se desplazan físicamente, hay encuentros mortales con sus perseguidores, hay disparos, autos chocados y decenas de locaciones, pero el desarrollo emocional de la historia es curiosamente estático.
Y lo es porque el centro moral de La huída es Doc McCoy, y su problema no es robar un banco o esquivar a sus enemigos, sino recuperar la conexión emocional con su mujer. El tema de la película es la petrificación que ha sufrido su alma durante siete años de cárcel y cómo esa coraza será lentamente derribada en aras de un hipotético futuro para ambos.
Los primeros minutos son decidores: usando uno de los montajes paralelos más extraños y oníricos de su filmografía, Peckinpah nos lleva de las imágenes de ciervos en medio del campo al interior de la cárcel donde McCoy cumple su condena. De fondo, sin correlación lógica con lo que vemos, el sonido persistente de la máquina de tejer que Doc administra mecánicamente durante sus jornadas en prisión. Es un trabajo embrutecedor, plano, que le integra simbólica y cromáticamente al resto de la población penal, todos enfundados en monos blancos que recuerdan a un sanatorio.
Su única fuga del lugar son las postales mentales de su intimidad con Carol. Pero la única posibilidad de volver físicamente a ella es aceptar el chantaje de Benyon, un mafioso local que le ofrece una libertad anticipada a cambio de dirigir el asalto al banco. Desesperado, Doc acepta, a sabiendas de que Benyon no piensa jugar limpio y que intentará liquidarle una vez hecho el trabajo.
Tras el desastre de rigor, Carol y Doc huyen en automóviles, trenes e incluso en un camión de basura. Mientras las condiciones de la fuga se hacen más angustiosas, más tenue es el lazo entre ambos. Doc no puede sacarse de la cabeza la idea de Carol con otros hombres durante su encierro –una sospecha que tendrá un violento desenlace durante su último encuentro con Benyon- pero es también probable que su resistencia a recuperar el vínculo en todo su significado radique más profundamente en su miedo a la inestabilidad del mundo exterior.
Dentro de la cárcel y el mundo criminal, Doc está en control. Frente a su mujer, es puro instinto y rabia contenida. Hay un formidable trabajo actoral por parte de McQueen a la hora de sugerir (con una mirada, con un gesto de la cara) que los errores de Carol durante la persecución le parecen a Doc no tanto accidentes del momento como pruebas tangibles de que el verdadero problema es ella y no la mafia.
Godard dijo alguna vez que todo lo que necesitaba una película era una pistola y una chica. Peckinpah pone a prueba el dicho sumándole apenas un ingrediente más: el botín del robo. Cuando ambos son literalmente expulsados de un camión de basura en medio de un sitio baldío, ya no les quedan nada más que esos dos símbolos fundacionales del Sueño Americano: el capital y el poder de fuego.
Y con ellos dos –y una buena dosis de sangre fría- Carol y Doc, ya camino a la recuperación de su matrimonio, enfrentan a sus acosadores en un hotel cochambroso que es el último estadio en su relación: lejos de ser el lastre que ha complicado la huída hasta entonces, Carol reasume su rol de compañera en todas sus letras, disparando codo a codo con su hombre y colaborando en el exterminio.
Esta secuencia, como otras tantas de la cinta, está filmada con escaso uso de la cámara lenta que hiciera famoso a Peckinpah: la violencia de La huída es súbita y brutal, como lo son los diálogos de sus personajes y las bruscas decisiones que los salvan o hunden en la nada. La gente muere de improviso, desgarrada y mutilada por el plomo y sólo un personaje –el pobre diablo que cae prisionero del cruel Rudy a mitad de la película- tiene la libertad de elegir con calma su propia muerte.
Al final, como en otras historias de Peckinpah, la esperanza está en México, aquel país que en su cine es un espacio simbólico abierto tanto para la fuga como para la tragedia final. En este caso, los McCoy apuestan por lo primero. De la mano de un samaritano de ocasión (y es Slim Pickens, nada menos), la pareja intentará reconstruir la confianza mutilada que Doc dejó morir tras las rejas.
Siendo por lo demás un trabajo menor en la filmografía de Peckinpah, La huída tiene una precisión y elegancia narrativa a años luz de lo que sugería el material original. Es un trabajo artístico de primera línea hecho a partir de una historia corriente, la misma que Pickens resume en dos líneas cerca del desenlace: “El problema en este maldito mundo es que ya no hay moral”. Moral y honor entre ladrones, pero también moral entre los amantes, entre aquellos que deben inventar a solas y sin guía la forma de volver a quererse sin mapa ni brújula.
Villalobos, D. (2009). La huida, laFuga, 9. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-huida/348