No ocurre con frecuencia: que un trabajo ensayístico emergido del ancho mar de las humanidades se justifique en el entusiasmo que el asunto a tratar suscita en su autor. Usualmente lo que preludia corresponde a tediosas disquisiciones caracterizadas por el repaso a áridos desiertos teórico conceptual donde finalmente son los marcos de lectura los que acaban por imponerse, brindando luego una reflexión empaquetada, restringida a la linealidad de la bibliografía citada, inclinada a proscribir puntos de fuga antes que a acogerlos. Este método, desde luego, es aquel aprendido por descarte en instancias académicas post, el validado y exigido por las revistas normadas, y puede ser definido como el método que simplemente prefiere no tomar demasiados riesgos.
Pero precisamente es en el riesgo donde por lo general suceden cosas. En ese sentido La imagen inquieta. Juan Downey y Raúl Ruiz en contrapunto ciertamente constituye un evento refrescante. Ágil y breve, provisto de buena dosis de erudición, e incluso afinado desde la academia tradicional hasta cierto punto, el punto donde este ensayo prefiere soltar amarras para comenzar a derivar. A derivar para ver qué pasa. Qué pasa si se pone a dos artistas aparentemente disímiles a dialogar en un mismo texto. Dos artistas, por lo demás, ya muertos. Qué ocurre si se pone a dos muertos a dialogar. Muertos, por lo demás, chilenos. Qué ocurre si se pone a dos realizadores chilenos muertos que aparte de hablar en chileno, sabemos que elaboraron en francés o inglés. Eso es: desaprender el método, distanciarse de esa reflexión inmóvil, autoprotegida, cómodamente esquemática, sitiada en el patio de alguna lengua materna, cualquiera que ella sea.
Las paralelas jamás se intersectan en un punto, decretó alguna vez Euclides, y sin embargo en este trabajo el poeta y académico Fernando Pérez Villalón opone su propia geometría proyectiva donde Ruiz y Downey sí parecen tocarse, o más bien donde las imágenes de Downey y Ruiz parecen saludarse en ese discreto infinito que es la cabeza del lector. Tal vez sea eso lo inquieto de la imagen: que la obra cinematográfica de Raúl Ruiz, con toda su teología dadaísta rociada de esa reconocible garúa melancólica, pueda ser vecina íntima de la pedagogía desasosegada del arte presente en los trabajos de Downey; que el narcisismo paródico y el didactismo antiexótico (anti aquí como en antipoesía) de los videos de JD, capture lo cómico (la risa de los Yanomami resume bien la risa de la obra de Downey) de una manera muy afín al neocriollismo felizmente incoherente, rebosante de sentido de las tramas y diálogos de las películas de RR.
Como el propio autor de este volumen comenta, sólo el vago plan de realizar algo juntos y una duradera amistad es lo que la historia anecdótica registra. Pero la biografía de las imágenes siempre es otra, y sus trayectos muchísimo menos precisables. La imagen jamás deja de desplazarse: quién sabe por dónde, a través de qué clase de sistema circulatorio; quién sabe cómo, bajo qué dispositivo de reproducción. Y eso es lo que Pérez Villalón hace, proponer un sistema, sugerir un mecanismo para que las invenciones audiovisuales de Ruiz y Downey compartan por primera vez paradero, fuera de que su amistad pueda haber sido ya un primer momento de mutua y estimulante transfusión.
Ambas obras, más allá de su recorte y muestra en la parte IV del texto publicado por Catálogo, se deslizan por esta verdadera partitura, como su título bien anuncia, a modo de contrapunto. Por ello es que cuando en este perspicaz ensayo se habla de canon —“caníbal” y “al espejo”—, no debemos olvidar aquella acepción donde canon no significa literalmente cierta tradición, regla inamovible o conjunto clave de textos, sino justamente alguna clase de momento contrapuntístico dentro de una pieza musical donde una melodía infatigablemente persigue e imita a otra. Downey y Ruiz como líneas melódicas de una polifonía que a su vez revisita alguna otra cadencia, antropofagia deandradiana o borgiano juego de espejos.
Preludio, intermedio, minueto y coda, completan el índice de esta especie de ensayo-suite que, en buenas cuentas, propone reflexionar sobre lo visual desde un trabajo cuyos capítulos, o los títulos de esos capítulos, emulan manifiestamente movimientos o estructuras de la música docta, acaso siguiendo su autor el pie forzado de esa Viena finisecular trabajada alguna vez tanto por RR como por JD (o quizás directamente inducido por el emotivo video sobre J. S. Bach de este último). Y de lo que se trata además es de llevar la alternancia disonante a su extremo: la imagen regulada por una dirección orquestal, la imagen Ruiz-Downey al unísono de la escritura, en una sola pieza amalgamada en base a tres o cuatro movimientos para ser, por cualquier clase de lector, interpretada.
La imagen se lee comparada, pero la comparación puede ser, sin temor a traicionar su empresa, considerada como una invención. Es un modo de leer allí donde no hay letra o donde el texto siempre configura alguna especie de paratexto dependiente y a la vez cómplice de algún régimen visual, cine o video, ficción o documental. No se trata de confrontar forzosamente lo incomparable, sino de crear las zonas de contacto y por ende fabricar, antes que un autor, ese fantasma material llamado lector. Quien lee las imágenes completa el artefacto audiovisual. Quien propone una lectura actúa como médium enigmático, acaso como alguna vez lo entrevieron/oyeron los propios Downey y Ruiz, como brujo o curandero.
La imagen inquieta, perturba, remece. La música también. Se entiende, considerando la fascinación de la que Pérez Villalón da cuenta, de tanto Ruiz como Downey por este célebre cuadro, que no haya sido otro que un detalle diseccionado a Las meninas la portada elegida para este libro. Tal vez no habría sido descabellado, acaso para buenamente consumar la estrategia, escoger en vez una obra extraña (hasta donde sé) a la producción de estos notables productores de imágenes (pero acaso siniestramente semejante), un trabajo mucho menos recurrido de Velázquez.
En Tres músicos (1618), dos adultos y un niño provistos de guitarra, vihuela y violín, más un mono que al igual que el niño nos mira de frente, tocan y comparten el pan y el vino, de pie alrededor de una mesa dentro de alguna estrecha habitación regida por el claroscuro. La imagen inquieta. El pintor que ve a los músicos tocar para él que a su vez los oye y retrata tocando mientras el niño ve al pintor oír y retratar lo que estos tres músicos comen, beben y entonan. Downey & Ruiz/Ruiz & Downey. El mono que no es capaz de tocar instrumento alguno. Que solamente puede ser testigo oidor. El mono que inmóvil desordena todo —lo inquieta todo—, lector o espectador.
Abrir este libro al interior de una micro en Eliodoro Yáñez con Antonio Varas y terminarlo, en trayecto ralentizado por la lluvia y el taco en hora peak, a la altura de la Estación Mapocho: La imagen inquieta es un ensayo que, rara avis, no se cierra sobre sí mismo para expulsar centrífugamente al lector en tránsito y trance de lectura. Qué habría pasado, cabe especular, si sus capítulos hubiesen apelado, antes que a cierto barroco musical, a los recursos de un rap: flow, scratching, djing. Ruiz & Downey en duelo de beatboxing. O tal vez de payas. Esa clase de contrapuntos. Dejemos aquí la inquietud.
Abrigo, G. (2017). La imagen inquieta. Juan Downey y Raúl Ruiz en contrapunto, laFuga, 20. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-imagen-inquieta-juan-downey-y-raul-ruiz-en-contrapunto/847