Cualquier indicio de un sabor, solo su pizca, me transporta por un túnel hasta ver la luz: un reencuentro con la memoria de mi estofado favorito. Nunca di con las palabras para describir esta experiencia, pero al momento en que apareció esa embriaguez memoriosa, las emociones sobre mi comida fantasma comenzaron a resonar por todo mi cuerpo.
—Jeff Weinstein, Thyme and Word Enough”
Ver no es comer
—Proverbio Hausa
En los últimos años ha existido un interés creciente entre directores y realizadores del video-arte por suplementar el campo de la visión con la experiencia de la escucha, el tacto, el olfato, el gusto y la cinestesia. Particularmente en el documental, este vuelco hacia lo no visible ha surgido como una respuesta contra el imperialismo de la vista y su alineación con formas dominantes de control e información. En algunos casos, los documentales han apelado al sentido del tacto y del olfato como medios de conocimiento que escapan por completo al campo de lo visual; un conocimiento que, al crear esta suerte de gesamtkunstwerk1Nota del traductor. El término gesamtkunstwerk, traducible como “obra de arte total”, se lo atribuye al compositor Richard Wagner quien lo utilizara para referirse a un tipo de obra madre que, como el cine más adelante lo materializaría, fuera capaz de integrar las 6 artes, a saber: la música, la danza, la poesía, la pintura, la escultura y la arquitectura multisensorial, desea mostrar sus límites.
En este libro se plantea que la irrepresentabilidad de la memoria alcanza un modo de expresión en las fisuras características del cine experimental, o en lo que Deleuze llama “imagen-tiempo”. La “destrucción del sistema sensorio-motriz” (Deleuze 1989, 55), propio de este cine, reflejaría la suspensión de las relaciones habituales entre los sentidos y su extensión automática en forma de movimiento. Mi propuesta es que tal forma perceptual codificadora de la memoria, por medio de su efecto desestabilizador, podría ser incluso culturalmente específica. Ahí es donde radica el “efecto de conmoción física” (Benjamin 1968c, 238) propio de una película: en su capacidad para interrumpir los patrones del sentido común por medio de una experiencia sensorial que facilite nuevas formas de organización cultural de la percepción.
Generalmente, el cine de culturas desplazadas se enfoca en la experiencia de la pérdida (pérdida del lenguaje, pérdida de las tradiciones, pérdida del lugar que uno ocupa en la comunidad…) Sin embargo, este tipo de discurso no puede explicar por sí mismo las transformaciones y nuevas formas de conciencia y cultura que atraviesa la experiencia de la diáspora. En los capítulos previos me enfoqué en un análisis de la pérdida y el anonimato para movilizar nuevas condiciones en nuestro modo de conocer: un giro que reflejaría el movimiento del cine intercultural durante los últimos diez años, yendo del trabajo de protesta hasta el trabajo de síntesis, desde la excavación hasta la transformación. Aquí, cuando el lenguaje es incapaz de inscribir una memoria, lo que usualmente hacemos es mirar y refugiarnos en las imágenes, pero cuando estas fracasan en su capacidad para revelarlas, lo que nos resta es observar sus secretos, aquellos que se esconden en sus objetos. Descifrar tales secretos conservados en objetos e imágenes es, en otras palabras, encontrase con la memoria de los sentidos. Este capítulo explorará la representación del conocimiento sensorial en contextos interculturales, pero las películas y videos que examinaré a continuación seguirán abordando la experiencia de la pérdida, pues al momento en que la memoria del sentido fracasa —cuando ya no hay individuos que puedan despertar el conocimiento de un objeto en sus propios cuerpos— la pérdida misma devendrá en un elemento de cultura pública (Seremetakis, 1994, 8). Así, los artistas interculturales no podrán recrear tan simplemente la experiencia sensorial de su pasado individual o de su cultura. Por el contrario, tal recorrido cinematográfico testificará por el reconocimiento de que los sentidos, al producir nuevos tipos de conocimiento, toman cuerpo en el instante que la gente se mueve entre culturas.
Por consiguiente, argumentaré que los sentidos son una fuente importante de conocimiento social. Esto requerirá de mi parte emprender un viaje hacía la psicología y neurofisiología de la memoria sensorial, enfocándome principalmente en el sentido del olfato. Señalaré que la organización de los sentidos varía tanto individual como culturalmente, de modo que se esperará una cierta capacidad del cine intercultural para representar la organización sensorial de una cultura dada. Usualmente, este sensorium es el único sitio donde las memorias se conservan, por lo que para el cineasta intercultural el corazón de la experiencia sensible vendrá dado por la memoria de su cultura. Toda la evidencia sobre esta cultivación de los sentidos que navega por un determinado imaginario resultará beneficiosa en la medida que logramos comprender que la experiencia cinematográfica es, en sí misma, multisensorial. Mi punto es que sí lo es (incluso por sobre dispositivos como Odorama), dada la inclinación mimética y cinestésica del observador. De alguna forma, uno esperaría aquí que los realizadores del video-arte desconfien de la habilidad del dispositivo fílmico para proyectar sus conocimientos sensoriales, los cuales muchas veces escapan por completo al campo del “audio-visual”. Analizaré en lo que sigue una serie de trabajos, principalmente de artistas indígenas, para ver cómo es que el cine logra estirar el dispositivo en la expresión de un determinado conocimiento sensorial. Una mirada a Daughters of the Dust (1992) de Julie Dash, entre otros proyectos relacionados, me permitirá indagar en la forma cómo algunos artistas interculturales usan el medio para representar la importancia de la memoria corpórea y su sensorialidad.
En este ámbito, por supuesto, no hay un solo sensorium operandi. Individuos de la diáspora recorren al menos dos espacios: el de su cultura de origen y el de la nueva organización sensorial en la que estan inmersos. Por consiguiente, sugeriré que en muchos de estos trabajos interculturales existe una ambivalencia a la hora de representar la experiencia sensorial de la cultura tradicional, algo que los distingue por completo de aquellas películas “exóticas” que buscan traerle en bandeja la vida sensorial de otra cultura a una audiencia ansiosa.
El trabajo de Black Audio Film Collective sería uno de los primeros que me impulsara a observar cómo es que el cine intercultural recurre a los sentidos una vez que otras fuentes de la memoria e historia se hacen inaccesibles. Ya he mencionado antes este interés creciente por parte de Black Audio en utilizar rituales y tableaux poéticos como parte de su estilo documental. Mysteries of July (1991) de Reece Auguiste recurre prticularmente a este tipo de conocimiento para intensificar la protesta social. Su cortometraje arranca cuando un número exorbitante de jóvenes negros, encarcelados por la policía, mueren en Inglaterra. Tal como en muchas otras películas de Black Audio, Mysteries of July comienza cuando ya no existe conocimiento público sobre dicha realidad, pues como ya haya sucedido en otras ocasiones, son los datos oficiales proporcionados por las autoridades los que resultan insuficientes para verificar las circunstancias de sus muertes. Aquí el filme reconstruye una de estas muertes, dejando en claro que el evento es consecuencia del racismo institucionalizado de la policía Inglesa. Pero la historia no termina allí. Auguiste se da cuenta que al no contar con los recursos legales para condenar a los asesinos, reconocer a los culpables no es un acto suficiente como para sanar o sopesar el dolor de la comunidad negra. En vez, Mysteries of July revela un complejo rito de duelo. Velas e inciensos sobre un altar decorados con flores y satín reflejan las luces intensas de un color a través del fuego. Los deudos caminan lento, en silencio, acarreando velas… En una escena que trae consigo ira y pena, estos colores, texturas y (supuestos) olores adquieren una intensidad que no podría ser expresada verbal o visualmente.
Cuatro años después de haber visto Mysteries of July, di con un videocasete que me pareció reducir todas estas ideas sobre el cine y su experiencia sensoria de una manera concisa. El proyecto del video artista Steve Reinke, The Hundred Videos (1992-95) es una colección de piezas breves, tesis condensadas que funcionan casi como haikus que hablan sobre la imposibilidad de representar la “verdad” en el cine documental. En una de estas cintas se observa en close-up la parte inferior de una pálida y sin afeitar cara masculina. Aquí el hombre saca su lengua para insertar, uno por uno, trozos pequeños de fruta enlatada en su nariz. Luego de un rato se repite la acción con arvejas y zanahorias en lata. Eso es todo. La cinta se llama “Instrucciones para Recuperar Memorias Olvidadas de la Infancia” (1993).
Parte del chiste es que para Reinke este acto tan banal (y a ratos repugnante) tiene el potencial de alcanzar niveles muy profundos de la psiquis. En gran medida, diríamos que la broma es psicoanalítica: ojalá fuera tan fácil recuperar memorias perdidas. Principalmente, lo que aquí el director pone en juego es el modo en cómo tales memorias se encarnan en los sentidos. Usar la lengua para colocar pedazos de fruta en la nariz trae muchos tipos de conciencia sensorial: la del gusto, la del olfato, la de esa inconfundible sensación de tener una pera viscosa arrastrándose por tu cara (que por lo demás requiere de una exquisita destreza física para moverla de membrana en membrana). Es, en definitiva, una experiencia multisensorial que muchos niños y adultos hemos vivido. Reinke, no obstante, lo hace desde una memoria cultural particular, común a aquellos de nosotros que solíamos comer frutas y vegetales en lata cuando chicos. No todos logran identificarse con este acto.
Este breve episodio apunta a alguna de las preguntas que exploraré en lo que sigue: ¿Qué experiencias se sitúan por sobre la representación cinematográfica como para requerir medios que vayan más allá del audio-visual? ¿Cómo se logra representar una memoria de los sentidos? ¿Es este un proceso de identificación narrativa, de identificación corpórea? ¿Puede acaso la mera representación audiovisual de un acto gustativo como el de Reinke traer de vuelta memorias perdidas? O por el contrario, y como lo sugiere el título de su filme (“Instrucciones”) ¿Debe uno primero pasar por el acto físico para luego recordar y registrar memorias? ¿Y cuáles serían las limitantes interculturales de dicha memoria? ¿Puede acaso uno identificarse con memorias sensoriales ajenas, que nunca se hayan vivido?
En este capítulo seguiré indagando en trabajos que, al empujar los límites visuales del cine, apelan a otro tipo de autoridad perceptual. Aquí argumento que para muchas culturas el sentido de la vista, si bien importante, no prima tanto como en las metrópolis post-industriales. Por consiguiente, el giro anti-visual muchas veces traerá asociado consigo una preferencia por aquellas culturas que sí cultivan la proximidad entre los otros sentidos. Desde ya, habría que advertir que por más que uno quisiera, alguien no puede simplemente situarse en otro sensorium como quien se pone un traje para luego experimentar nuevas percepciones. El conocimiento sensitivo estará, en definitiva, inscrito en la cultura. Más productivo sería entonces apelar a aquellas habilidades latentes y sensoriales que existen en la cultura, como un placer táctil, oloroso y gustativo que cohabita con esta toma de distancia de un conocimiento visual supuestamente más “elevado”. A su vez, quien busque experimentar con los sentidos debiese primero saber que tal conocimiento, como cualquier otro tipo de expresión cultural, migra constantemente y por ende está en perpetua transformación.
Una vez más, déjenme indicar alguno de los límites de esta pesquisa extra-visual. No por malas razones la visión es el sentido principal para muchas de nuestras culturas. Todos requerimos sentidos que sean capaces de operar a larga distancia —aquello que el oído y los ojos saben hacer mejor—. Pero aquí hay excepciones interesantes a considerar: los Umeda del bosque pluvial de Papa Nueva Guinea, por ejemplo, usan el olfato como su sentido de larga distancia, pues al cazar en territorios tan densos como la selva, les resulta más difícil escuchar o ver a sus depredadores y presas (Classen, Howes, y Synnott, 1994: 98) Mi proyecto, en concreto, no busca descolocar la visualidad por completo, sino que relativizar su uso de acuerdo a nuestras diferentes organizaciones culturales del sensorium.
Memoria Sensorial y Memoria Social
Como sugiriera en el primer capítulo, los esfuerzos por reconstruir este tipo de experiencia por medio de archivos de memoria pública y privada están llenos de inconvenientes, pues generalmente es la experiencia misma la que se normaliza bajo la capacidad interpretativa del lenguaje cinematográfico. (Recordemos que no siempre se logra mantener activado ese efecto desestabilizador del cine junto a toda su radioactividad.) ¿Cómo hacer entonces para que la experiencia audiovisual retenga toda su extrañeza e intraducibilidad? Incluso la historia oral, considerada como una de las formas menos invasivas de representación de la memoria social, tiende a determinar la forma de sus respuestas al acomodar al entrevistado en el esquema de la historia oficial (Connerton, 1989). En este sentido, Paul Connerton advierte que las historias podrían ser reveladas genuinamente no ya desde sus formas narrativas, sino que desde la evidencia que proporcionan los rituales, gestos y otras formas corpóreas que posee la memoria. Tales prácticas son particularmente significativas como fuentes de conocimiento para aquellas personas cuya experiencia no logra ser representada en la sociedad dominante. La memoria de los sentidos —un cuerpo de información diferencialmente disponible y para nada transparente— es ciertamente importante para todos nosotros en cuanto fuente de conocimiento individual, pero para las minorías culturales deviene en una fuente aún más relevante de conocimiento cultural. Las historias grabadas en el cuerpo revelan patrones distintos de aquellas historias mencionadas por las grandes elecciones políticas, como la aprobación de leyes y la clasificación crediticia nacional, entre tantas otras firmas del movimiento sociopolítico global. En el capítulo dos mencioné que los viajes interculturales de aquellos objetos en apariencia idiosincráticos y “privados” usualmente se asocian a signos políticos que no alcanzan a ser registrados en la esfera pública. Las memorias y experiencias corporales también podrían ser consideradas como un registro fundamental en este cambio del poder global tanto como en la emergencia de nuestras nuevas subjetividades. Como lo señalara correctamente Elaine Scarry, aquí el cuerpo persiste en su atestiguación política, a pesar de los constantes esfuerzos por “re-educarlo”. En esta línea, Scarry narra la historia de Bruno Bettelheim en el campo de concentración cuando un soldado Alemán la reconociera como la bailarina que fue, ordenándole de paso bailar por él una vez más: “Y así lo hizo, moviéndose rítmicamente, con esos movimientos corporales que le habían sido amputados, reconociendo a esa mujer (ella misma) con quien ya había perdido todo contacto sensual. Y al reconocerse en esa imitación de ella misma, (Bruno) pudo acordarse quien era, bailando hasta acercarse al oficial. Moviendo su mano con gracia, tomó la pistola para dispararle.” (1985: 347: en referencia a Bettelheim, 1960)
Arthur Jafa (2también conocido como A.J. Fielder, director de fotografía de películas tales como Who Needs a Heart? (1991) y Daughters of the Dust (1991), entre otros proyectos, le acomoda esta noción de “retenedor materialista” para describir su estilo:
Esto significa que tengo una creencia por ciertos niveles de retención cultural. Nam June Paik, el padrino del video-arte, tiene esta frase extraordinaria: ‘La cultura que sobrevivirá en el futuro será la cultura que llevas en tu cabeza.’ La cita es un ejemplo claro de esto que estamos hablando. Tu ves la cultura Americana negra desarrollándose especialmente en estas áreas que portamos en nuestras cabezas: la proeza oratoria; el baile; la música; ese tipo de cosas… (1992, 69)
Claramente, estos ejemplos que nos señala Jafa sobre las “culturas que se llevan en la cabeza” incluyen conocimientos que, tal como el baile y la música, se manifiestan en el cuerpo.
Nadia Seremetakis le dedica un capítulo entero de su libro The Senses Still (1994) a un durazno que solía cultivarse en la región de Grecia donde ella creció. El rodhákino, fruto de difícil transporte, no era muy conocido fuera de los lugares en los que se daba. El aumento del marketing agrícola en Grecia, producto de su ingreso a la Unión Europea, hizo que el durazno prácticamente desapareciera del mercado local. Hoy, escribe Seremetakis, el fruto existe solo en la memoria de aquellos que antaño solíamos comerlo: “Uf, ese durazno, ¡Qué aroma! ¡Qué sabor!… El pecho de Afrodita, como le decíamos… Estos (duraznos y otras comidas), hoy por hoy ya no saben (á-nosta) ni se dan como antes” (1994, 2). Sus memorias, puesto de otro modo, siguen presente en los sentidos, incluso cuando sus estímulos ya hayan desaparecido.
Seremetakis sugiere que la memoria de los sentidos es, en sí misma, un artefacto cultural, y que memoria y sentido funcionan de la misma manera, es decir, como portadoras de la experiencia cultural. La autora describe una comunicación entre cultura y memoria sensorial que se inscribe directamente en los objetos; artefactos que usualmente terminan en fetiches ambulantes, del tipo que describí en el capítulo dos. Entre estos objetos se podrían enumerar, a modo de ejemplo: las fajas apretadas de las mujeres Zinacantecas que Leslie Devereaux (1985) describe; los saris de las madres en Seeing is Believing (1991) de Shauna Beharry; el olor a clavel característico de las mujeres Colombianas que cosechan la flor en Amor, mujeres y flores (Rodríguez y Silva: 1988); o aquel cóctel de fruta enlatada que el niño norteamericano lleva a su nariz en Instructions for Recovering Forgotten Childhood Memories (1997) Tales fetiches son usados para expandir la experiencia del cuerpo en nuestra memoria: el durazno de Seremetakis, como todos estos objetos, es una más de sus prótesis.
Ciertamente, los tipos de memoria que Seremetakis describe no solamente son individuales, sino que también (y sobretodo) sociales. Su ejemplo subraya el hecho de que la memoria social es compartida en el cuerpo privado. Muchos teóricos y artistas ven la experiencia sensorial como un sitio de “libertad” frente a las limitaciones sociales, como el deseo de Stan Brakhage (1963) por “liberar al ojo” de su coacción cultural, o ese “salvaje” e inalienable núcleo de experiencia sensorial que posee el cuerpo, según Susan Buck-Morss (1992). Como sea, lo importante es que los sentidos devienen aquí en un sitio que expresa tanto la fibra individual como cultural. Son, en definitiva, el lugar y el órgano donde la cultura toca al cuerpo.
En este libro he enfatizado que el cine puede activar presencias inertes, tales como archivos históricos u objetos fetiches, de modo que al hacerlas volátiles puedan intervenir en el presente. Ahora quisiera agregar esta memoria de los sentidos en el cuerpo material. Seremetakis observa que la etimología para la palabra nostalgia es nostó —yo retorno— y alghó —siento dolor— (1994, 4), de modo que la nostalgia como tal no refiere solamente al anhelo inmovilizado por un pasado perdido, sino que también a esa capacidad de la experiencia pasada para transformarse en presente.
Plasticidad Perceptual y Percepción Inter-Sensorial
Para comprender cómo es que los sentidos codifican la cultura, es necesario examinar el modo en que este proceso sucede en el cuerpo. Primero debemos reconocer que todos los sentidos pueden ser vehículos de memoria, y que es el cuerpo quien cifra esa memoria en sus varias modalidades sensorias. Henri Bergson anticiparía los estudios venideros sobre la percepción al enfatizar que el uso de los sentidos no es algo dado sino que aprendido. En su modelo, la percepción deviene ‘plástica’, pues implícitamente variaría de acuerdo a cada cultura y a sus respectivas necesidades locales. Por consiguiente, Bergson nos provee con una alternativa para comprender la amplia gama de posibilidades que tiene la organización sensorial de la memoria. Algunas percepciones son más inmediatas: olor, gusto y tacto generalmente caen dentro de dicha categoría. Otras, en cambio, dejan más espacio para la maniobra, una suerte de “zona de indeterminación” (1988, 32) en donde la memoria es capaz de intervenir. Ahora bien, tales distinciones son meramente cuantitativas. Todas las percepciones sensoriales permiten, y de hecho requieren, la mediación de la memoria.
Estamos “programados” para variar considerablemente en el modo cómo usamos nuestros sentidos. Nuestra corteza sensorio motora, o la parte externa de nuestro cerebro que es donde más procesamos este tipo de información, es un mapa de las relaciones sensoriales que establecemos con el mundo (Finkel, 1992, 399). El córtex de cada uno de nosotros está configurado de forma diferente, ya que la percepción sensorial, como tantas otras capacidades mentales, se fortalece en relación al uso y al ejercicio constante. Los cocineros por ejemplo tienen una mayor conexión sináptica entre la lengua, la nariz y su corteza sensorio motora que el promedio de la gente. También se dice que los violinistas tienen una mayor representación cortical de los dedos de la mano izquierda en comparación a los que no tocan instrumentos de cuerda -y que presumiblemente ocuparían más su mano derecha- (Elbert et al. 1995, 305). Otras capacidades sensorias tienden a ajustarse de la misma manera: uno no esperaría que un chef, por poner un ejemplo, tuviera un sentido del oído extremadamente refinado. La cooperación de los sentidos resulta especialmente evidente en los estudios sobre la percepción que demuestran que el modo sensorial de cada uno podría aprender a reaccionar ante aquella información que normalmente se orienta hacia otras modalidades. Considérese el agudo sentido de la audición que tienen los ciegos. Cuando solía arrendar películas con mis dos amigos ciegos (uno innato, el otro no) su sagacidad auricular me dejaba boca abierta. Recuerdo por ejemplo que en una de esas tantas películas que viéramos juntos, al momento en que se abría la puerta por donde el nuevo personaje entraba, uno de ellos me decía: “ese es el malo” y al poco rato, en un par de escenas más tarde, me daba cuenta que estaba en lo correcto. La ceguera hacía de mi amigo Chris un refinado semiótico del aura.
En las ciencias cognitivas existe un interés creciente por tomar la mente, y no el entorno, como nuestra fuente de representación. Esto no es un argumento solipsístico si es que entendemos que la mente es, en si misma, lo que se desarrolla en la experiencia corpórea. Francisco Varela, Evan Thompson y Eleanor Rosch (1991) postulan que el significado de la experiencia sensorial no se da (afuera) en el mundo sino que en nuestra propia acción, es decir, a través de una compleja interacción entre cultura y cuerpo (mind embodied). Nuestro discernimiento sobre un cierto color, por ejemplo, no resulta de una reacción a las ondas e intensidades de la luz, aunque tampoco se deriva por completo de la subjetividad de la experiencia. Para estos autores, la tonalidad del color está sujeta simultáneamente a la aparente universalidad fisiológica (de nuestra especie) así como a su especificidad cultural (168-71). Esto sugeriría que aunque existan ciertas bases fisiológicas para determinar que un cierto tipo de rojo es el rojo ejemplar, o que un cierto tipo de olor es nocivo, hay, simultáneamente, una gran variación cultural en la representación cortical de dicha información. Una cultura podría no contar con una palabra para describir tal rojo ejemplar; gente de otra cultura podrían pasar por alto la nocividad de ciertos olores.
Las implicancias de esta investigación para la experiencia intercultural son variadas. Primero, nuestro sensorium está formado culturalmente: este produce un mapa “objetivo” del mundo que se refleja en la configuración cultural de nuestros sentidos. Segundo, nuestro sensorium crea la “subjetividad” del mundo para nosotros. Por consiguiente, se esperaría que en una cultura oculocéntrica las personas produjeran y experimentaran el mundo como uno predominantemente visual. De la misma manera, para aquellos cuyo sensorium cultural se centre en el olfato, el mundo creado será uno en donde el olor devenga primordial. Tercero, dada la plasticidad de nuestra red neuronal, es posible acceder a una nueva configuración de los sentidos, aunque aprender las memorias que acompañen este proceso sea una materia totalmente distinta.
La Nariz Sabe
Quisiera enfocarme en el sentido del olfato para argumentar que nuestro sensorium es moldeable, o sea, que las modalidades del sentido trabajan en conjunto, y que todas nuestras experiencias sensoriales vienen informadas por la cultura. En términos del olfato, hay una tendencia por denigrar a la cultura extranjera, lo cual parece ser universal: es razonable pensar que una cultura prefiera su propia realidad odorante en comparación a la de otras (Classen 1993, 79-80), pues como ya lo dijera Freud, nuestra propia mierda nunca huele tan mal. Es precisamente esta asociación entre hedor y salvajismo lo que, en nombre de la civilización, ha servido para justificar un cierto imperialismo cultural que controla el exceso oloroso de otras culturas. De ahí entonces que mi intención sea “rebajar” la visión y “elevar” el olfato para mostrar que mientras uno es cognitivo y cultivado, el otro es íntimo y corpóreo. Al tirar de estos dos polos en la jerarquía sensorial, mi objetivo es realinear todas las modalidades del sensorium que se encuentran “entre medio” para así transformar la escala de valores en un vaivén de intensidades.
Todos concuerdan con que el aprendizaje es verbal, y que por consiguiente, las palabras son un medio privilegiado de conocimiento. La mayoría también estaría de acuerdo en afirmar que la visión es educable. De ahí el termino alfabetización visual que refiere a esta reducción de lo visual a lo simbólico. Ahora bien, el sentido de la escucha (excluyendo su dimensión verbal), el gusto, el tacto y el olfato generalmente son menos aceptados como sentidos que puedan cultivarse, esto es, como sentidos que puedan ser fuentes de conocimiento. Aquí argumentaré que el olfato, como el resto de los sentidos, es de hecho educable, y por consiguiente, una fuente de saber cultural. Y si es que este punto lo puedo hacer en referencia al olfato —un sentido devaluado—, entonces su potencial (epistemológico) será igualmente aplicable al resto del sensorium.
La primera pregunta que debemos hacernos es si acaso las preferencias entre los olores humanos tienen un núcleo genético o por el contrario es algo que asimilamos por completo. Es un argumento común señalar que nuestra especie posee una atracción innata (o sea, genética) a los olores asociados con la sexualidad, y al mismo tiempo una aversión innata a los olores asociados con el peligro y la muerte (ver por ejemplo Stoddart, 1990). Esto último vendría a explicar el hecho que, especialmente en culturas binarias, el sentido del olfato sea considerado primitivo y peligrosamente sensual. Este salvajismo también podría estar explicando la hipótesis Freudiana en la que se señala que el olfato es un sentido que se reprime tanto filogenética como ontológicamente: el primero cuando los humanos adoptamos una postura bípeda para distanciarnos de nuestras fétidas áreas genitales; el segundo cuando los niños comienzan a sociabilizar y abandonan el placer por su propio excremento (Freud 1985, 279).
La tendencia humana por enderezarse y asumir una postura bípeda podría explicar además este impulso represivo de nuestra especie hacia el entendimiento de nuestros propios olores corporales y sexuales. Aquí, cuando usamos perfumes se antepone toda una capa cultural por sobre la estructura bilógica del olor, enalteciendo aquella del sexo en una suerte de fragancia simbólica, como si se tratara de un signo aromático que apunta a la sexualidad. No obstante, a pesar de esta imitación cultural de nuestra biología, mi punto es que Freud de alguna manera reduce el aspecto cultural del olfato al campo de lo genético. Por ejemplo, esta exaltación sexual a través del perfume no explica la complejidad con la que el olor se despliega en la pluralidad de nuestras tradiciones culturales.
Los sentidos proximales como el tacto, el olor y el gusto son más importantes para la experiencia de la mayoría de las criaturas no humanas que humanas, desde los chimpancés hasta los paramecios. También son fundamentales en nuestros primeros años de desarrollo: los niños identifican a sus madres y otros miembros de la familia por medio del olfato antes que por medio de la vista (Engen, 1991, 63) Los sentidos que funcionan a distancia, como la visión y el oído, se desarrollan más rápido en animales superiores, sentidos que también se van manifestando en el humano a medida que crece. Todo esto pareciera respaldar el supuesto que, por un lado, los sentidos proximales devienen primitivos tanto en la vida de las especies como en la de los individuos y, por otro lado, que los sentidos a distancia resultan característicos de los grupos más “evolucionados” (esto en ambos sentidos de la palabra). He ahí donde radica, en mi opinión, la reticencia de muchos teóricos culturales por abordar dichos temas, pues siempre existirá el riesgo de que se les acuse de esencialistas o primitivistas. Creo, sin embargo, que vale la pena aventurarse a testear estas hipótesis.
Mientras la mayoría de las criaturas tienen fuertes codificaciones genéticas hacia el olor del sexo, la comida, el peligro y la muerte, en el caso de los humanos esta orientación pareciera, en gran parte, no existir (Hines 1997, 79). Por el contrario, estamos genéticamente programados para aprender respuestas contextuales en relación al olor. Una parte de nuestro cerebro que procesa los diferentes tipos de información sensorial se desarrolla en distintos puntos del crecimiento del feto y del infante. La cognición, por ejemplo, sucede en la corteza, que es la parte más joven y evolucionada del cerebro (Stoddart 1990, 34) El hipotálamo, que carece de cognición, es por el contrario su parte más vieja en términos filogenéticos y ontogénicos —también denominado como rinencéfalo, o “cerebro oliente”—. Este y otras partes del sistema límbico (especialmente las amígdalas) trabajan con la memoria y la emoción. El olfato es aquí el único sentido perceptual cuyo impulso neuronal se vincula directamente con el hipotálamo, es decir, que en sí mismo goza de un carácter no cognitivo. Ahora bien, y de forma simultánea, hay otras relaciones neuronales que van desde la nariz—o mejor dicho, desde el bulbo olfatorio—hacia el córtex. Esto significa que el olor se procesa de forma cognitiva y al mismo tiempo despierta y descansa en memorias pre-cognitivas. Las memorias olfatorias perduran por mucho más tiempo (incluso ante una exposición súbita a un fuerte aroma) que las memorias visuales y auditivas. Pero como sabemos, un olor no se logra verbalizar con facilidad (Schab 1991, 234): es más factible identificar un olor por medio de su asociación con memorias personales que por su nombre. El artículo de Schab dota de nostalgia a este tipo de asociaciones: “la cocina de la abuela vs el piso encerado”; “el abuelo tabaquero vs Prince Albert tobacco…” (245-246). Primero respondemos afectivamente a un olor para luego nombrarlo: asfalto, magnolia, la cocina de la abuela… Dado que procesamos el olor de forma cognitiva y pre-cognitiva, somos capaces de cultivar su respuesta afectivamente. Aprendemos a encariñarnos con el olor de nuestras madres, sea sudoroso o perfumado (Engen 1991, 63-64); a identificar el aroma a casa, tenga olor a moho o a salsa de pescado; y a establecer nuevas asociaciones con los entornos olfatorios en los que nos movemos. Margaret Morse, de forma poética, escribe sobre estas asociaciones del olfato en relación a su casa, incluso cuando sus memorias sensoriales sean evocadas por medio de estímulos muy diferentes, como cuando el mar cercano a Atenas, “fresco como la sandía, hediondo en su trasfondo”, la lleva a ese antiguo estanque de patos en Ohio (1999, 66).
Todo esto apunta a que las orientaciones y habilidades del olfato se pueden desarrollar a lo largo de una vida humana individual. De ahí que la nariz no sea meramente una góndola gonadal: el cultivo del olfato va mucho más allá de sus conexiones animales. Por consiguiente, dada esta maleabilidad de nuestra capacidad sensoria, me parece imperativo reconocer la dimensión cultural del olfato. Mientras los lenguajes más simbólicos tienden a despojar las memorias privadas, los sentidos proximales hacen que estas permanezcan contenidas en el cuerpo del individuo.
El Sensorio Cultural
No solo los cocineros, músicos o ciegos desarrollan una configuración especializada de su sensorialidad. Más extensamente, estudios sobre la percepción postulan que existe una gran diferencia cultural en el modo cómo nuestro sistema nervioso administra el sensorium. Como lo señalara por primera vez Walter Ong, toda cultura nos enseña a especializar nuestros sentidos al brindarle más atención a un tipo de percepción que a otra: “Teniendo un conocimiento más acabado del sensorium, moderado por los distintos aspectos de una cultura, uno podría virtualmente describir la totalidad de esta” (Ong 1991, 28). Al momento en que Ong publicara estas líneas, un número considerable de antropólogos comenzaría a estudiar las diferentes culturas en relación a su organización del sensorium. Aquí tenemos un cúmulo fascinante de trabajos que está recién comenzando a indagar sobre la gran variabilidad perceptual que posee nuestro cuerpo, además de los propósitos estéticos, ritualísticos y de sobrevivencia (entre otros) que informa la sensorialidad humana. Estos estudios también ahondan en preguntas más de corte metodológico: ¿De qué manera debiésemos describir el sensorium? ¿Por su práctica ritual histórica o por su uso informal y cotidiano? En lo que sigue me enfocaré en alguno de estos hallazgos antropológicos para demostrar cómo es que las culturas usan los sentidos—en cuanto fuentes de conocimiento e información—de formas extremadamente diversas, además de analizar cómo es que dicha diferencia sensorial puede ser traducida—y traducir—los lenguajes cinematográficos.
El interés académico reciente por las diferencias culturales al nivel de los sentidos ha surgido, en parte, desde la percepción de muchos antropólogos y teóricos culturales que ven en las sociedades post industriales de occidente una atrofia del conocimiento sensorial —una ansiedad que, dicho sea de paso, hace eco a las preocupaciones neo-Marxistas desarrolladas en el capítulo previo—. Usualmente tales críticos postulan que “en Occidente” necesitamos re-aprender a habitar nuestros cuerpos, especialmente al observar los tipos de conocimientos corporales de culturas no Occidentales. Este tipo de argumento, sin embargo, debe ser examinado con cautela, pues aquí hay implícita una suerte de añoranza primitivista por el conocimiento sensorial de la cultura extranjera.
Adelantándose por décadas a este mapeo cultural que compara los distintos sensorium, las “Técnicas del Cuerpo” (1992) de Marcel Mauss propondría toda una etnología de acciones corporales que, siendo “efectivas y tradicionales”, diferirían, entre otras variables, de acuerdo a cada cultura, edad, género y actividad. Mauss resalta que todas estas técnicas se transmiten por medio de una figura de autoridad, como lo son los ancianos (elders) del clan. (Connerton también menciona, por ejemplo, cómo las memorias del cuerpo social vienen transmitidas de viejos a jóvenes). Aquí Mauss describe con cierta afección esta habilidad de culturas no Occidentales, propia de nuestra infancia, por preservar la postura en cuclillas:
El niño generalmente se sienta en cuclillas. Los adultos, en cambio, ya no sabemos cómo hacerlo. ¡Es absurdo! Con esto se demuestra la inferioridad de nuestras razas, civilizaciones y sociedades. Un ejemplo: viví frente a frente con los australianos (blancos), y en el contexto de nuestro encuentro ellos presentarían una ventaja considerable sobre mí: cada vez que hacíamos una parada cerca de un charco de barro o agua, ellos podían sentarse y descansar sobre sus talones, mientras que el “flotte”, como se le llamaba, pasaba por debajo de nosotros. A mí no me quedaba otra que permanecer parado sobre mis botas con los pies dentro del agua (…) Acuclillarse es, a mi parecer, una postura interesante que los niños saben conservar, y es un error bastante estúpido que se las arrebatemos como cultura. Todos los seres humanos, excepto los de nuestras sociedades, han sido capaces de mantener esta posición. (463)
La envidia de Mauss sobre los hábitos corporales del Australiano (una postura que, por lo demás, también se cultiva en países asiáticos) reflejaría este temor por la atrofia de las funciones del cuerpo ante las presiones de la sociedad industrializada, lo cual pondría a su vez en jaque las “buenas costumbres” del Europeo. Mauss parece haber tenido la esperanza que tales técnicas del cuerpo se aprendieran de forma sencilla, o sea, que se pudieran transformar con el paso de una generación a otra. Quizás este cambio sea más complejo del que Mauss imaginó, pues si bien los cuerpos aprenden rápido, las normas culturales se transforman a una velocidad mucho más lenta.
Siguiéndole los pasos a Mauss, el trabajo de antropólogos como C. Nadia Seremetakis, Constance Classen. E. Valentine Daniel, David Howes y Paul Stoller están llenos de ejemplos de experiencias que apelan a los sentidos y a la corporalidad de la experiencia estética, ritual y social. Howes condena el aislamiento de los sentidos y la sobrevalorización de lo visual en las sociedades occidentales de una manera que refleja tanto su agudeza como su mirada romántica de cara a otras culturas. Aquí se comparan dos imágenes: la primera es un grabado de Dürer en donde un artista mira a una mujer a través de su cuadricula en perspectiva Albertina para dibujarla; la segunda es un diseño de aspecto más bien abstracto que los Chamanes del grupo Shipibo-Conibo en el este del Perú suelen dibujar. Mientras una traduce toda la experiencia en términos visuales, la otra acarrea consigo muchos tipos de experiencias sensoriales: se dice que en los diseños de los Chamanes se encarnan canciones cantadas por ellos, canciones que “al entrar en contacto con el paciente…, se vuelven a transformar en dibujos, los cuales penetran el cuerpo para sanar su enfermedad” (Howes 1991b, 5) La imagen visual de los Shipibo-Conibo resulta de este modo en uno de los muchos aspectos de la experiencia multisensorial, una imagen que por lo demás incluye sonidos, tactos y fragancias, y cuya función es mimética, no representacional. Por el contrario, la cuadrilla Albertina traduce información visual meramente por medio de la representación visual.
Examinaciones sobre estas formas de organización del sensorium son bienvenidas, pero su comparación implícita sobre la devaluación sensorial de un occidente “monolítico” sigue siendo contraproducente. Cuando Howes sugiere que la disociación occidental de los sentidos es la razón por la cual “no hay nada curativo en el arte contemporáneo de occidente” (1991a, 6), él mismo expone su ignorancia sobre esta materia. Ciertamente, la sanación implica una cercanía con el cuerpo, mientras que, como sabemos, la visión es aquel sentido que nos otorga mayor distancia entre cuerpo y objeto. Sin embargo, como lo he venido señalando a lo largo de este libro, hay muchos ejemplos del arte occidental que ofrecen un proceso curativo al apelar a los sentidos como un todo. El anhelo de Mauss y Howes por un sensorium integral se acerca así a esta crítica Marxista sobre la alienación de los sentidos y la desafección de lo visual que discutiera en mi capitulo previo. Ahora bien, ambos caen en el error primitivista y exotizante de atribuir la totalidad de la experiencia sensorial a las culturas no occidentales (o a los niños). Es erróneo creer entonces que solo ciertas personas tienen tal tipo de vivencias, y que solo ciertos objetos cuentan con historias sensoriales. Junto a ello, y considerando la mixtura cosmopolita de culturas en la mayoría de nuestras sociedades, es importante destacar que la sensorialidad de cada persona se superpone con la sensorialidad de la cultura en forma desigual. Esto apunta a la diferencia entre el sensorium, es decir, a ese cableado sensitivo de cada individuo que viene informado por su geografía o por aquel cúmulo de experiencias vividas en un determinado lugar. Incluso en una cultura oculocentrista, siempre existen diferencias en la manera que las personas se relacionan sensorialmente con los objetos de mayor visualidad. Por ende, al considerar diferentes tipos de modalidades del sentido, quiero evitar caer en una descripción totalizante de dichas conexiones sensoriales entre cultura y mundo.
Mientras Mauss observara con envidia esta capacidad por acuclillarse presente en otras culturas y en los niños, el artista Simon Leung nos recuerda, por el contrario, que los asiáticos de la diáspora tienen opiniones ambivalentes a la hora de referirse a tal postura. A diferencia de los asiáticos por asimilación como Leung, quienes justamente han ido desaprendiendo este hábito, los refugiados vietnamitas, de forma inconsciente, lo ejercitan diariamente en San José mientras esperan el bus: “la observación de un niño inmigrante (como yo) sobre esta postura en cuclillas se desplaza notablemente a través de un violento proceso de des-identificación en relación a los nuevos cuerpos extranjeros que veo, cuerpos que para los ojos de otros (ej. Norteamericanos) no presentan mayores diferencias” (1995, 94). Leung señala en este punto que, al menos desde un nivel corpóreo, la experiencia intercultural resulta en una arremetida violenta, pues es el nuevo inmigrante quien debe elegir entre conservar sus costumbres corporales —con el costo de ser considerado un salvaje o alguien exótico—, o cambiar su piel —con el costo de perder esa memoria codificada en su cuerpo—. Esta decisión difícil, y no del todo consiente, refleja la ambivalencia de la tradición sensorial característica de la mayoría del cine intercultural.
Un filme—no exento de controversias—que indaga de forma explícita sobre estos diferentes estilos culturales de la corporalidad es And Still I Rise (Ngozi Onwurah, 1995). Aquí la directora invita a un par de mujeres africanas de la diáspora a confrontar el estereotípico comentario que señala que las mujeres negras son más sensuales y físicamente activas que las blancas. En vez de objetar que no exista diferencia alguna entre ellas, la mayoría de las interlocutoras muestran un orgullo por su corporalidad femenina. En el filme vemos mujeres negras de todas las edades haciendo eco al poema de Audre Lorde (que por lo demás la película lleva por título) cuando dicen: “camino como si tuviera diamantes entre mis muslos”, mientras que una como espectadora las ve vistiendo ropa sexy, caminando y sonriendo juntas, o bailando rítmicamente en una fiesta callejera. Tal orgullo por su cuerpo se contrasta con un mar de transeúntes blancos que pasan vestidos con trajes que eclipsan sus cuerpos y sus individualidades. Esta es una estrategia que Onwurah ocupa precisamente para reivindicar el cuerpo femenino negro de su historia de esclavitud, lo que el filme dramatiza por medio de escenas en las que una mujer africana es capturada como esclava y posteriormente violada por su patrón blanco. No obstante, las escritoras, artistas y activistas que la directora entrevista aquí hacen algo más que reclamar una tradición cultural de la corporalidad. Una de ellas al menos, la escritora Buchi Echemeta, manifiesta que las personas viviendo en la diáspora poseen vínculos genéticos con el continente africano, y que por ende su expresividad física no corresponde a una forma de corporalidad aprendida sino que por el contrario, a una manifestación física de los genes. Esta controversial declaración posiciona a Echemeta en uno de los polos del continuo de mujeres africanas diásporas que se enorgullecen por su fisicalidad, un argumento que la diferencia, fundamentalmente, de aquellos europeos que han sido capaces de separar mente y alma del cuerpo.
Cine Multisensorio y el Dispositivo Mimético
Pareciera que el olor no tiene cabida en la imagen audiovisual, razón por la cual, en gran medida, los estudios cinematográficos lo han desestimado. Christian Metz postularía que el cine reproduce una jerarquía estética entre los sentidos a distancia, como la vista y la audición, y los sentidos proximales, como el tacto, el gusto y el olor: “No es accidental que las principales artes socialmente aceptadas estén sujetas a los sentidos a distancia, mientras que aquellas otras que dependen de los sentidos proximales sean vistas como ‘artes menores’, tales como la gastronomía y la perfumería” (1982, 59-60) Aquí diremos, no obstante, que tales sentidos menos aceptados también pueden, y deben, ser cultivados estéticamente.
¿Cómo es que el cine y el video arte podrían llegar a representar experiencias no audiovisuales? No contamos con tecnologías que reproduzcan la experiencia del tacto propiamente tal, o la del olor, el gusto o el movimiento. Tenemos, claro está, tecnologías que atentan simular sus efectos, como la síntesis audiovisual del movimiento propuesta por la realidad virtual, o las películas de IMAX, cuya audiovisualidad desorientadora induce el vértigo de sus espectadores. Lo que no existe, por el contrario, es una manera de reproducir mecánicamente el olor de un durazno, o la textura del concreto, o la sensación de estar cayéndose de un acantilado.
Entonces: ¿Cómo es que el cine logra mediar el lugar del cuerpo en la cultura, y viceversa, el de la cultura en el cuerpo? Para responder a esta pregunta, déjenme primero notar que la experiencia corpórea del espectador, examinada en el capito previo, se expande en lo que sigue hacia los espacios físicos y sociales de su entorno observacional. Cuando miramos un filme mucha de la información sensorial que recogemos es “extra-diegética”, esto es, foránea al mundo interno de la película. Compárese por ejemplo la experiencia de un par de personas en casa viendo un video en pantalla grande con la de una multitud reunida en torno a un televisor pequeño que pasa un VHS pirata, o con las audiencias Chinas que conversan y comen mientras se proyecta la película en la sala de cine, o con las cintas de acción que nos toca ver un viernes por la noche acompañados de parejas jóvenes libidinosas, o con esos espectadores que se apiñan para mantenerse calientitos en aquellos espacios culturales sin fines de lucro que proyectan películas en 16mm. Todos estos ejemplos nos debiesen comenzar a sugerir las múltiples maneras en las que el espectador deviene “corpóreo”.
En el caso de la sala de cine tradicional, tal información sensorial abunda. Aquí nos damos cuenta de los movimientos y el calor del resto de los espectadores, además de sus susurros o comentarios a viva voz para opinar sobre lo que está sucediendo adentro (como también a veces afuera) de la pantalla. Se percibe el olor a cabritas (pop-corn) y a toda una gama de aromas: olor a perfume y al humo del cigarrillo (como sucedía antaño, cuando se podía fumar); olor a cuerpo, a productos de limpieza, al moho que queda en esos asientos rancios del teatro… Cualquiera de estos ejemplos nos evoca un sentido del olfato que, al ser vivido con tanta intensidad, nos imposibilita captar las imágenes sobre la pantalla con la atención requerida. Y claro, toda esta dimensión extra-cinematográfica de la experiencia fílmica no puede ser vaticinada, pues varía considerablemente de acuerdo al lugar o el barrio en la que se experimentó. Por ejemplo, mientras que en las culturas Chinas e Indias es tradicional llevar un picnic para ver películas en familia, en las grandes ciudades Norteamericanas se está volviendo costumbre comprar comida rápida después del trabajo para comérsela en el cine, lo que ha incitado la molestia de algunos espectadores quienes, como lo demuestran sus cartas en el periódico, se quejan sobre el crujido de los papeles de aluminio, sobre los fuertes olores de ciertas comidas y sobre la comida que queda desparramada en los asientos. También en el caso del cine casero contamos con estos rituales individuales y colectivos de la sensorialidad. En resumen, y considerada como un todo, la experiencia cinematográfica es, en sí misma, multisensorial.
Algunos directores han integrado de manera directa el sentido del olfato a la experiencia cinematográfica. D.W. Griffith, por ejemplo, prendería inciensos durante su proyección de Intolerance (1916), tal como Marcel Pagnol lo hiciera para el estreno de Angèle (1934). Contamos además con los dispositivos olfativos infames de John Walter en Polyester (1982), que a través de un cierto tipo de tarjeta raspe lograría emanar y coordinar olores a rosa, a peo o a gasolina de acuerdo a las situaciones y aromas sugeridas por la pantalla. También las directoras experimentales Yervant Ghiankian y Angela Ricci Lucci suelen dispersar fragancias sutiles a lo largo de sus proyecciones. O como algunos teatros en Norteamérica que han puesto una serie de películas icónicas que versan sobre la comida —como Tampopo (Juzo Itami, 1968), Como agua para Chocolate (Alfonso Arau, 1992), Babette’s Feast (Gabriel Axel, 1987) y Eat Drink Man Woman (Ang Lee, 1994)— y que posteriormente son acompañadas de recreaciones gastronómicas en los restaurantes aledaños a la sala de cine.
Sin duda alguna, este sentido extradiegético de la experiencia fílmica amplifica el encanto multisensorial del cine, lo que no significa, necesariamente, que sea esencial a este. De hecho, olores comunes igualmente pueden suplementar la experiencia fílmica con reacciones directas por parte de la audiencia. Cuando Pagnol diseminó sus fragancias en el teatro, la respuesta del público en general fue una de pánico. Nuestras asociaciones con los olores cotidianos son tan aleatorias e individuales que incluso los más comunes entre ellos podrían llegar a incitar cambios de estado en el espectador, yendo del relajo a la excitación, o del asco al horror.
La experiencia de ver una película es multisensorial, no solo por los olores específicos contenidos en la sala de cine sino que, más generalmente, porque los sentidos de la percepción trabajan en equipo. En sí misma, una película solo apela al sentido de la vista y la audición, que son nuestras principales modalidades para simbolizar y verbalizar lo que sucede. Aquí los seguidores de Deleuze ya habrán notado que lo que ofrece el cine es, precisamente, una imagen multisensorial, y es su modelo Bergsoniano de la percepción lo que justamente se propone, a saber, una imagen óptica que le solicita al observador completar la figura con sus propios circuitos sensoriales, de modo que la imagen audiovisual, como he mencionado, estará siempre evocando otras memorias.
Ciertamente, la forma más sencilla que tiene la imagen-movimiento de Deleuze para apelar a nuestros sentidos es por medio de la identificación narrativa. A los personajes se los ve comiendo, haciendo el amor, etc., mientras que los espectadores nos vamos identificando con sus acciones: salivamos o nos excitamos por medio de pistas audio-visuales y/o verbales. Más alla de esto, es común en el cine que las memorias del sentido sean evocadas por medio de links inter-sensoriales: ciertos sonidos nos podrían sugerir texturas, tal como la visión nos podría evocar olores (por ejemplo, una imagen del humo, o del vapor que se levanta de una olla, nos podría recordar respectivamente el olor a fuego, o al de una cocina). Por ello es que a estos links inter-sensorios se los denomine, con justa razón, cinestésicos.
La cinestesia es aquella percepción por medio de la cual una sensación se vive a través de otra, como por ejemplo, la capacidad de distinguir un color por medio del tacto. Algunos artistas han señalado provocativamente esta experiencia cinestésica del color. Para Wassily Kandinsky, el color amarillo lo remonta a ese agudo e insoportable sonido de la trompeta cuando suena en sus tonos altos, color que le parece más odorífero que el violeta (1968, 347-48). Derek Jarman escribe Chroma justo antes de perder su vista producto del sida, algo que hace de sus asociaciones con el color, ayudadas por su amor como pintor al pigmento, un evento mucho más intenso y activo:
El loco Vincent se sienta en su silla amarilla llevando sus rodillas al pecho—banana—. Los girasoles se marchitan en el recipiente vacío, se le secan los huesos, esqueléticos; las semillas negras se recogen frente a la mirada fija de una calabaza de Halloween. Lemonbelly se sienta bebiendo caña de azúcar Lucozade de una botella, ojos afiebrados brillan ante el choclo ictérico, graznido de cuervos aún negros van en espirales hacia el amarillo. El duende limón mira desde las telas indeseadas, tiradas en el rincón. Un suicidio amargo grita con maldad, abrazando cobardemente a Yellowbelly, ojos rasgados.
Claramente las asociaciones sensoriales abundan entre los colores. Pero de qué manera son estas asociaciones vividas interculturalmente es una pregunta totalmente diferente. El amarillo, en el complejo coloro-olfatorio de la cosmología Desana en la Amazonía Colombiana, se asocia al poder procreador masculino junto a esa melodía “alegre” que ellos tocan con su flauta (Classen 1993, 131-33). Como se deriva de todos estos ejemplos, un color singular como el amarillo puede contar con múltiples tipos de asociaciones sensoriales y por ende tener diferentes grados de codificación simbólica.
El color es uno de los muchos ejemplos para comprender cómo es que nuestra experiencia del sentido es, en sí misma, cinestésica; siempre una mezcla sensorial de nosotros mismos con el mundo exterior. En el capítulo previo señalé como es que nuestra percepción está inextricablemente encarnada en la memoria. Cuando huelo una magnolia no distingo el acto de agacharme a olerla como una percepción separada a las asociaciones que conservo en mi memoria —su rosa y blanca cera, su distinguible aunque indefinible fragancia, el toque fresco de sus pétalos sobre mi cara…—. Así, nuestra experiencia del mundo resulta en una fundamentalmente mimética; una completitud del ser en su encuentro sensorial con el entorno. Al oler la magnolia me estoy relacionando con ella para tomar prestada alguna de sus cualidades. Ver a un pájaro comer una cereza, o a un ciclista novato balancearse hasta caer —como lo describiera el empático ecologista David Abram cuando él mismo probara ese mordaz estallido de impactar el asfalto con su boca (1996, 126) —, resulta en un encuentro sensorial con el mundo que deja de ser acto identificatorio para volverse en función sensorial inter-activa.
Tal como Benjamin y Merleau-Ponty lo señalaran en distintos contextos, esta relación mimética y cinestésica con el mundo está en la base del lenguaje, entre otros sistemas simbólicos. Una vez que dicha relación deviene mediada por una imagen, la misma experiencia multisensorial se condensa en forma visual. No es que la experiencia desaparezca, sino lo que sucede más bien es que ésta experiencia viene traducida en imágenes. De ahí entonces que no debamos pensar en las culturas alfabetizadas y audiovisuales (en oposición a las que no lo son, como las orales) como culturas alienadas en relación a su mundo material. Abram argumenta que “muchos occidentales se dan cuenta de esta superposición de los sentidos solo cuando su lealtad a la aparente ´imparcialidad´ y lógica analítica de su cultura se derrumba temporalmente, como cuando se está bajo el efecto de las drogas” (1996, 61). Nuevamente, más que una ráfaga de alienación sensorial en occidente, lo que sugiero es que estos trazos miméticos con el exterior son más difíciles de reconocer entre esos demandantes sistemas de significación que constituyen las sociedades tecnócratas, aunque naturalmente sigan operando. Estamos constantemente recreando el mundo por medio del cuerpo, incluso cuando nuestros aparatos de representación se hayan vuelto más abstractos. (Incluso cuando el lenguaje se arbitra por medio de la palabra impresa, el rastro del habla y su relación mimética con el mundo permanecerá.) El cine, producto de su abundante y confusa relación semiótica con un afuera, es todavía un agente más robusto que la escritura en este dominio mimético y cinestésico de la experiencia. Por mucho tiempo se ha mantenido que gran parte de la magia del cine se debe a que sus significados escapan a la captura de la codificación. De hecho, el cine es un medio mimético capaz de situarnos en contacto con el exterior de modos más sensoriales que la escritura. La imagen es un fetiche y el lector la podrá traducir dependiendo de cuanto de su presencia se encarne en la experiencia sensoria.
Más que asumir que las tecnologías alienan a la gente de su ser sensual, lo que los directores interculturales producen es un estiramiento del dispositivo cinematográfico hasta poder acoplarlo miméticamente con el mundo. Cualquier tecnología de la representación podrá ser más o menos mimética o simbólica, pero creo que en nuestra creciente globalización desigual, con culturas que van de la alfabetización a la audio-visualización (ver McLuhan, 1962) podríamos estar presenciando un retorno gradual a medios más miméticos, con tecnologías que apelan, o atentan recrear, nuestra pre-existente relación sensorial con el entorno. Películas y videos interculturales ciertamente dan cuenta de esta ambivalencia en relación a las tecnologías de la representación —que por lo demás son el medio a través del cual sus trabajos se realizan—. Me parece entonces que dicha ambivalencia pone a prueba todas estas tecnologías que reducen la experiencia sensorial a lo visible y cuantificable —ya sea por medio de la escritura, la fotografía o el cine— en desmedro de sus capacidades miméticas.
Directores experimentales han explorado la relación entre el cuerpo y la percepción por años, ofreciendo una alternativa mimética a la narrativa convencional de la experiencia. No obstante, el uso del dispositivo para representar la cultura corpórea es un fenómeno relativamente nuevo. Teshome Gabriel (1988), por ejemplo, sugiere que las convenciones fílmicas del occidente son incompatibles con la experiencia “nómade” de un espacio y un tiempo encarnado, una experiencia que, según él, se vive de manera física y no abstracta: “La concepción del espacio (en la orientación nómade) es… relativa al sentir, ver y tocar” (1988, 66). Arthur Jafa ajusta estas especulaciones esbozadas por Gabriel en una explicación detallada sobre cómo el dispositivo cinematográfico podría estar reflejando el sensorium cultural. Entre otras variables, menciona cómo es que la cámara con empuñadura resulta en una herramienta concreta para expresar las sensibilidades de la diáspora africana, pues es un “instrumento más adecuado para crear ese movimiento que replica la tendencia en la música negra hacia el ritmo de la nota; una tendencia que trabaja con el ritmo de forma indeterminada, como una frecuencia sónica inherentemente inestable más que como un tratamiento estándar (propio de occidente) donde la nota deviene en un fenómeno fijo” (1992, 70). Como director de fotografía, Jafa está experimentando con el dispositivo para entregar su experiencia mimética con un exterior, como cuando en Daughters of the Dust (1992), o en su corto más reciente Slowly, This (1995) utiliza cámaras de alta velocidad para develar ciertas escenas. Slowly, This se centra en una conversación de bar entre un asiático y un afroamericano sobre temas tales como el racismo, la indignación y la percepción que ellos tienen de sí mismos. Reflejando sus opiniones sobre el problema de la iluminación de gente de color por medio del lente cinematográfico (uno que según Jafa ha sido diseñado para resaltar la blancura), cada una de las personas que filma en el bar son iluminadas de forma individual para resaltar sus tonos y colores de piel específicos. Mientras esta conversación transcurre, la cámara se detiene en pequeños gestos—como gotas deslizándose sobre un vaso, o los movimientos de una mano que sostiene un cigarrillo—como si se buscara expresar el carácter de estos hombres a través de la atmosfera y los objetos que los rodean. Aquí el director evita una relación analógica con el tiempo para evocar en vez, a través de su cámara lenta y planos fijos, la intensidad misma de la experiencia corpórea.
Philip Mallory Jones emplea de forma aún más radical esta capacidad del dispositivo fílmico para representar lo que denomina como “el sensorium Africano” (Zippay, 1991, 121). Su trabajo multimedia First World Order, aún en construcción, usa el medio electrónico para encontrar, o más bien instaurar, elementos comunes de la cultura y la estética de los africanos que viven en África, las Américas, Europa, Asia y las Islas del Pacífico (“Festival News” 1995, 31). Por medio de la mutación digital, Jones literalmente estira el dispositivo para mostrar las similitudes entre ambas zonas de la experiencia, como cuando transmuta una esfinge Egipcia en una mujer Caribeña tocando el tambor. En lo personal creo que sus mutaciones responden de una forma algo retórica a las relaciones entre culturas Africanas y la experiencia de la diáspora, pero su convicción sobre la superioridad de dicha técnica en relación al formato narrativo más convencional cuenta al menos con un carácter sugerente que funciona.
La caracterización de la estética nómade que nos propone Gabriel es algo esencialista, aunque al mismo tiempo da cuenta de la forma en que los directores y productores del video-arte usan el cine para expresar su sensorium cultural específico. Aquí se capturan algunas de las cualidades de los videos de Igloolik Isuma Production, los cuales buscan recrear el nomadismo de sus propios antepasados. (La productora se compone por Zacharias Kunuk, Paulossie Quilitalik, Norman Cohn y Paul Apak.) Qaggig (1989), Nunaqpa (1991) y Saputi (1994) han sido indebidamente leídos como trabajos etnográficos. Por el contrario, se tratan de dramas históricos que versan sobre la forma de vida tradicional de la comunidad esquimal de los Igloolik. En todas estas cintas, fieles a la caracterización que Gabriel nos ofrece sobre la “tercera estética” (1989), los portadores de la historia no son los individuos sino que los espacios y las actividades del colectivo. Por ejemplo, en los trabajos de Igloolik Isuma, el hábitat del ártico cuenta con la misma presencia e importancia que los personajes humanos, posicionando de alguna manera a los individuos, siempre agrupados, en sintonía directa con el territorio. En Saputi y “Avamuktalik” (un episodio de la serie de televisión realizada por Igloolik Isuma en 1995, Nunavut) hay, al mismo tiempo, eventos de orden supernatural, como cuando al muchacho lo espanta un espíritu que se queda por un rato frente a él hasta desaparecer (la escena se dramatiza con una canción de fondo que viene distorsionada electrónicamente). Para aquellos familiarizados con el espacio colectivo, estas ocurrencias mágicas expresan el sentido de totalidad que se esconde bajo la aparente geografía desértica. También se esconden aquí otras formas de experiencias sensoriales, como la conciencia del colectivo sobre la temperatura del aire y su aridez, el placer del calor y la comida, o ese sagaz sentido a distancia (proporcionado por la visión y la escucha) tan necesario para cazar en las vastas áreas áridas del ártico. Tal pantalla compuesta de territorios y acciones humanas en tiempo real puede resultar esquiva para el observador extranjero, aunque esté, ciertamente, cargada de presencias implícitas.
El realizador Hopi Victor Masayesva Jr. (1995) evalúa críticamente la diferencia entre el conocimiento corporal tradicional y el nuevo tipo de conocimiento mediado tecnológicamente, incluyendo el cine. Masayesva describe aquí el modo en que los indígenas Hopi han habitado el continente Norteamericano, desde el tiempo estacional que da cuenta de su estilo de vida hasta la sacralidad de ese territorio. Tal como Gabriel, su pregunta apunta a aquellos aspectos de la experiencia cultural indígena que eventualmente se podrían recrear con el dispositivo fílmico. Masayesva propone una estética nativa americana que sea capaz de interpelar directamente a los espectadores indígenas. Por ejemplo, el realizador introduce alternativas al corte, como el uso de efectos especiales ópticos, movimientos en 360 grados, dolly shots, etc., para destacar no ya las destrezas del director de fotografía, sino que la historia misma: un montaje que da cuenta de “los ritmos de un universo univoco”, acompañado, por su puesto, de su lengua local.
Muchos de los trabajos de Masayesva versan sobre esta diferencia entre el conocimiento que los Hopi tienen de su cultura versus el conocimiento que los extranjeros tienen sobre ella, expresando generalmente el componente sensorial que los nativos poseen de su propia geografía. Así, el significado de la experiencia local se deposita siempre en los lugares, personas y objetos comunes a la vida Hopi y que, por ende, devienen en un asunto poco claro para el ojo extranjero. En el capítulo tres ya mostré cómo Masayesva usaba imágenes hápticas para dar cuenta de su sentido de pertenencia con un lugar. Con Siskyavi: The Place of Chasms (1991) ahora el realizador está dando cuenta de la diferencia entre analizar visualmente un objeto (desde afuera) a lo que su experiencia viva y corpórea nos enseña (desde adentro). La cinta trata sobre una estudiante Hopi cuya abuela le prohíbe unirse a un trabajo de campo que sus compañeros de escuela realizarán junto al Instituto Smithsonian en Washington. En vez de asistir, la niña se queda en casa aprendiendo a hacer vasijas con ella. Mientras que los expertos de Smithsonian le enseñan a los niños cómo utilizar tecnología de punta para estudiar y clasificar fragmentos de cerámicas ancestrales encontrados en Siskyavi (un sitio de entierro Hopi), la abuela, en cambio, le enseña a su nieta cómo remover manualmente la arcilla, armar y pintar los potes, para luego utilizarlos en ceremonias de bautizo (además de enseñarle cómo vendérselos a buen precio a los turistas). La historia del clan, como lo narra la anciana, viene ilustrada por pinturas en cerámicas que parecen cobrar vida al momento en que su voz las personifica a través de dramas inter-tribales. En contraste, los curadores de Smithsonian usan un microscopio de electrones, un difractómetro de rayos X y un análisis de activación de neutrones para fechar y localizar las muestras de cerámica que los pequeños han traído desde Siskyavi. La sinceridad de estos científicos y conservacionistas, su incuestionable amor por el oficio, además de su entusiasmo por trabajar con los niños Hopi y su preocupación por encontrar “las mejores vasijas para incluirlas en la película”, deja en claro que no se trata de una cinta que trace simples antagonismos entre ambas culturas.
De alguna forma, Siskyavi atestigua por la muerte de una tradición en el instante que sus miembros ya no logran despertar el conocimiento cultural de sus objetos por medio del cuerpo. Aquí la abuela se deprime al escuchar cómo es que el museo organiza y dispone de sus cerámicas Hopi. Un estudiante escribe el reporte de su visita al museo y describe a la gente de la cultura Hopi como si ya no existieran, esto es, en tiempo pasado. El punto que Masayesva parece estar resaltando aquí es que la gama de acercamientos hermenéuticos y tecnológicos que los expertos del museo emplean para describir el arte rupestre Hopi no logra penetrar del todo la cultura. En contraste, el diálogo sostenido en la casa de la abuela solo se traduce a ratos, enfatizando que es en el día a día donde se accede al conocimiento cultural. Planos de plantas, flores e insectos dan cuenta de esta vida que rodea la casa de la anciana y que las vasijas respiran diariamente, una vida que es tan olfatoria y táctil como visual. Al animar las figuras de los potes que se muestran en Smithsonian, Masayesva da la sensación de que hay presencias espirituales observando estas actividades humanas: las animaciones liberan a las criaturas pintadas, mientras que otras tantas figuras sobre las vasijas van transmutando en formas espirales. Hermosos recipientes dan vuelta como constelaciones a través de los sueños de la niña que se quedó en casa. En definitiva, Siskyavi sugiere que si bien la representación instrumental de la visualidad es incapaz de “tocar” la cultura Hopi, a través de este mismo dispositivo el realizador logra engendrar formas de representación más corpóreas y miméticas de su cultura.
Una crítica más corrosiva sobre esta diferencia entre la tradición corporal aborigen y algunas de las tecnologías importadas como la escritura se presenta en el filme de Ruby Truly, And the Wolrd Was God (1987). La película arranca con una mujer nativa que vemos desnuda, sentada en la oficina mientras lee un “poema encontrado”: una guía del 1954 —que una suerte de lección gramatical y sermón— usada por los misionarios que trabajaron junto a los grupos Cree del norte de Saskatchewan. Con violencia, la protagonista recita alunas palabras en inglés: “Te veo. Te golpeo. Te disparo. Te vendo. Ves hombres. Le disparas a hombres….Ellos están perdidos en el pecado.” Su voz, a lo largo de esta depresiva letanía, se acompaña de lúgubres encuadres de la oficina y la reserva. Sin embrago, las imágenes gradualmente van cambiando en bellos planos de un río entre los árboles que muta en un close-up detenido a las orillas del agua. Aquí, las lecciones se transforman en diálogos sobre la pesca: “Él lo acompaña. Está al lado de nuestra casa”, la mujer lee cuidadosamente….And the World Was God muestra que la iglesia le hizo un daño irreparable a los aborígenes locales, pero aun así la institución no pudo romper con su conexión con la tierra, una en donde el lenguaje da paso a un tipo de conocimiento más profundo en proximidad con el territorio.
Los realizadores de Igloolik Isuma Productions ponen a prueba de manera crítica las nuevas tecnologías audiovisuales para dar cuenta de su propia concepción Inuit sobre el tiempo, el espacio y la comunidad. En el último episodio de Nunavut, “Día Feliz”, vemos a la comunidad Igloolik celebrar el recientemente incorporado feriado de Navidad en su calendario. Su actitud frente al día festivo, al igual que frente a ese sacerdote blanco que aparece en los primeros episodios de la serie, pareciera ir del entusiasmo a la sospecha. También la cámara parece estar observando aquí la celebración con desconfianza, pues entre todos los episodios de la serie, Nunavut es el único filmado en blanco y negro. Una de las abuelas, a palmadas, levanta a algunos integrantes de la casa diciéndoles: “Navidad” (pronunciado “Karishimase”), mientras que el resto, aun dormidos, se van uniendo al festejo de forma reticente. El grupo, con una suerte de tono funerario, comienza a cantar las melodías del himno Inuktitut “Oh Come All Ye Faithful.” En los videos de Igloolik Isuma la cámara usualmente acompaña el sentimiento de un espacio social compartido, al punto de mimetizarse con los participantes del grupo, moviéndose y cambiando de foco sutilmente para incluir a todos en lo que dura el encuadre. En esta escena del himno, no obstante, la cámara se panea entre los cantantes que, alineados como si estuvieran en la iglesia, se muestran rígidos e incomodos. Las cosas comienzan a mejorar cuando el bannock ya está listo para comer. Una mujer empieza a tocar el acordeón mientras los hombres de las familias intercambian sus regalos. Con muchas ganas, hombres y mujeres toman turnos para tocar los tambores, cantando juntos canciones folclóricas tradicionales. Al igual que en Qaggig, la cámara gira con los intérpretes como si estuviese bailando con ellos, muy en contraste con su postura distante y desconfiada frente el himno. El episodio termina con un baile vivaz en plena plaza, encuadrado desde un ángulo contrapicado para lograr capturar la mayor cantidad de actividad posible sucediendo en el espacio. La gente debate sobre los pasos que dan, y por ahí uno de ellos dice: “¡Digan Yee-hoo! Con algo de ambivalencia, “Día Feliz” da cuenta cómo los esquimales de 1946 fueron capaces de incorporar selectivamente nuevas (blancas) formas de cultura sin destruir su propia tradición (y el modo en cómo ésta se volviera tradición fue precisamente por medio de su incorporación en el cuerpo).
Todos estos trabajos comparan de manera crítica los conocimientos corporales tradicionales con las tecnologías que abstraen dichos conocimientos del cuerpo, sea por medio de la escritura (y la instrucción cristiana que ésta facilitaría) o por medio de microscopios de electrones. Ahora bien, ninguno de estos artistas condena por completo los métodos tecnológicos e instrumentales de la visualidad. Con cierto entusiasmo, ellos demuestran más bien cómo es que las nuevas tecnologías podrían llegar a facilitar relaciones más miméticas y corpóreas con el mundo.
En el último capítulo mencioné que este interés reciente por usar el medio audiovisual en su capacidad mimética nos pone en sintonía directa con los inicios de la práctica y la teoría cinematográfica. De hecho, los teóricos del cine de antaño tenían muy presente este potencial del dispositivo capaz de colapsar la distancia entre los sentidos proximales y de distancia. Sergei Eisenstein, por ejemplo, notaría que “en nuestra nueva forma de perspectiva, no hay perspectiva” (1970, 97; citando a René Guilléré), tal como Benjamin enfatizaría la capacidad del cine para satisfacer el deseo de las masas y “traer las cosas más cerca” (1968c). Los textos de Eisenstein sobre la sincronización de los sentidos, aun cuando en principio tematicen la relación entre la imagen sonora y la visual, dan cuenta de esta cualidad cinestésica de los sentidos perceptuales que he venido elaborando, tal como cuando cita a Lafcadio Hearn:
…Dado que somos insensibles a la fosforescencia de las palabras, a sus fragancias, a sus estrépitos, a la fragilidad de su dureza, a sus sequedades o jugosidades, —el intercambio de valores entre el oro, la plata y el cobre de las palabras—: ¿Hay alguna razón como para no hacer que estas escuchen, vean y sientan? (1970, 92-93)
Eisenstein especula aquí sobre cómo la miopía de Hearn “agudiza su perspectivismo en dichas materias.” Este llamado poético de Hearn subraya el hecho de que toda forma mimética de la representación debiese estar al centro del lenguaje, entre otros modos de significación. Al recurrir a un sentido específico para representar la experiencia de otro sentido, el cine llama a la integración y comunicación de la experiencia sensorial en todo el cuerpo. Cada imagen audiovisual se reúne y asocia con los otros sentidos; se movilizan asociaciones no simbólicas—consientes e inconscientes—con el tacto, el gusto y el olfato, las cuales no se viven ya de forma separada a la imagen. Cada imagen deviene entonces sintetizada por un cuerpo que no necesariamente divide la percepción en diferentes modalidades del sentido.
Todo esto se evidencia en el filme Vietnamita The Scent of Green Papaya (Tran Anh Hung, 1994), cuyo título ya le declara un desafío al medio audiovisual. Esta es, sin duda, una película aromática, más por el hecho de transformar el sonido y la visión en una experiencia cinestésica que por nuestra identificación con los sabores y olores de sus personajes. La protagonista, Mui, es una mujer joven que viaja del campo a Saigón para convertirse en sirvienta de una familia opulenta. En muchas escenas, la vemos disfrutar de sus labores domésticas diarias en relación a la sensorialidad que estas mismas actividades le proporcionan. Cuando corta y abre una de las papayas, el sonido y la imagen atada a su percepción logra expresar ese ligero movimiento del cuchillo y la humedad de las semillas translucidas que vemos debajo de sus dedos. Con frecuencia la cámara en close-up (junto a un micrófono que atiende de cerca los sonidos) se queda merodeando en el goteo de la lluvia sobre las hojas de papaya, al igual que en esas ranas que se tiran a la pileta, o en el hijo pequeño de la casa que tortura a las hormigas. (Como espectadora, una logra imaginarse fácilmente ese olor frío a lluvia o ese chisporroteo crudo de un insecto quemándose.) Desconectándose del punto de vista de sus personajes, la cámara parece ir a la deriva con las corrientes olorosas del patio, moviéndose tranquilamente entre sus espacios interconectados (donde precisamente la sirvienta prepara las comidas), o entre los cuartos oscuros de la casa.
Incluso cuando estas texturas y olores le resulten poco familiares al espectador, el filme nos anima a relacionarnos con ellos. (Por supuesto que para aquellos que ya han vivido en casas vietnamitas o han preparado y comido papayas verdes, la experiencia sensorial será del todo más rica.) Puesto de otro modo, mientras más uno sea capaz de relacionarse con estas memorias presentes en el filme, mayor será la capacidad cinestésica del medio audiovisual. Tran Ahn Hung, quien naciera en Vietnam pero creciera en Francia, ha dicho que “el olor a papaya verde es una memoria de mi infancia al mismo tiempo que un gesto material” (Maslin, 1994). La intensidad sensorial proporcionada por la película encarna así una nostalgia del exilio donde las memorias del director están cargadas más afectivamente que las de alguien que sigue oliendo papayas verdes todos los días en Vietnam. Mi crítica hacia la cinta se basa en el hecho de que esta de algun modo sugiere que Mui, una campesina, tiene acceso a experiencias sensoriales que los urbanitas no tienen. La película contrasta a nuestra protagonista con la mujer burguesa y occidental de su empleador quien, frente a la profundidad y sensualidad de Mui, es vista como alguien más bien superficial y frívola. Lo problemático de todo esto es que el filme asume aquí que los campesinos y los “no occidentales” tienen una relación sensorialmente más rica con el mundo que aquellos sofisticados habitantes de la ciudad. Por consiguiente, la película conecta la atrofia del conocimiento sensorial con la sofisticación del occidente, tal como lo hicieran Ong y Howes.
Conocimiento Sensorial y la Diáspora: Traducción y Ambivalencia 3Nota del traductor. La sección previa, “Memoria del Sentido en Daughters of the Dust”, ha sido excluida de esta traducción por motivos legales y de extensión
El cine intercultural busca representar experiencias sensoriales que traigan consigo memorias culturales, aunque al mismo tiempo se asuma una posición ambivalente ante la posibilidad (o incluso la deseabilidad) de representar dichas experiencias en su máximo exponencial. Todos los trabajos que he considerado en este capítulo tratan de recuperar geografías sensoriales que de alguna u otra forma difieren en tiempo y espacio, memorias del sentido que están ligeramente presentes en el cuerpo, como ese tufo a humo proveniente de un fuego lejano. Si tales trabajos pueden rescatar sus preciados conocimientos culturales, entonces habrán utilizado la pantalla y sus trucos para protegerse del mero consumo trivial. Esta ambivalencia hacia la representación del “país natal” se evidencia incluso más en aquellos artistas de “segunda-generación” cuyas geografías sensuales forman parte del hibridismo entre la nueva y la vieja cultura, por lo que su sensorium no se encontrará enraizado en una de estas exclusivamente.
En parte, dicha ambivalencia se produce pues al haber diferencias culturales en el uso de los sentidos, es incorrecto asumir que las audiencias lograrán reconstruir totalmente sus experiencias sensoriales en la obra. El cine no solo logra traernos un cuerpo por medio del cual una memoria sensorial se inscribe o incrusta, sino que también es por medio de la pantalla donde los espectadores logran despertar sus memorias en el cuerpo. Como argumentara Seremetakis, la cultura material requiere del observador para ser completada: ningún artefacto existe como conocimiento de sí mismo, o más bien, para que esto suceda, el artefacto requerirá de un agente que pueda registrar su significado en el cuerpo (1994, 7). A los sentidos se los educa con objetos y experiencias locales, de modo que cualquier interacción con un artefacto tradicional podrá ser capaz de movilizar nuestro sensorium. Por consiguiente, dadas las diferencias culturales en su organización, la geografía sensorial característica de una cultura no podrá ser experimentada de forma transparente por el observador de otra.
Representaciones etnográficas de una cultura dada para el consumo del extranjero tienden a reducir su sensorium al dominio de lo visible —esto es, a lo que sea más rápidamente consumible—. No obstante, con otros regímenes del conocimiento sensorial, como el gustativo por ejemplo, las memorias culturales pueden explorarse sin quedar amarradas por completo a ese deseo foráneo por comprender una cultura visualmente. La antropología visual ha sido criticada por forzar a las culturas (su objeto de estudio) a permanecer en esta suerte de régimen de lo visible. Los eventos se interpretan aquí en términos de evidencia visual: se ignoran las experiencias no-visuales y muchas veces se terminan por ‘colonizar’ los órdenes sensoriales de la cultura estudiada (Howes 1991c, 172). Entonces, diríamos que para tratar de entender la organización sensorial de un otro, primero debo reconocer la falta de agudeza de mis propios instrumentos sensoriales: mi análisis podrá ser visualmente agudo, pero esto no garantiza en lo más mínimo mi sintonía con los significados que pueda tener el olor, la proximidad o el peso de otra cultura. El giro de lo visual a lo discursivo en antropología tampoco ayuda en esta dirección, pues justamente enfatiza aspectos de la cultura que puedan ser verbalizados por sobre aquellos que son corpóreos (Csordas 1994, 11). Por ende, si la organización sensorial que uno dispone privilegiara a otros sentidos a parte de la visión, entonces sería más fácil experimentar un objeto audiovisual (como el cine) de forma multisensorial. De lo contrario, al no percibir estas cualidades multisensoriales de una película, el objeto cinematográfico permanecerá inerte para quien lo ve.
En otras palabras, la representación de un conocimiento sensorial específico no se da de forma transparente para el espectador. Al estudiar el fenómeno del cine uno debe estar consciente de su multisensorialidad, independiente de si todos sus sentidos están o no a nuestro alcance. De ahí que la maleabilidad de representar la experiencia de otra cultura deba incluir un reconocimiento de nuestra propia configuración sensorial, además de sus límites: cuando pensamos que no hay nada para ver, puede incluso haber mucho más para sentir u oler… Quizás el cine no logre traernos de inmediato estos sentidos que están ausentes, pero ciertamente los evoca.
Usualmente, los filmes y videos interculturales protegen su memoria sensorial con vigorosidad. No obstante, en películas más convencionales (mainstream) estas referencias al sensorium no audio-visual tienden a verse como un exceso cinematográfico, es decir, como un “extra” a su ya rica representacionalidad audiovisual. Así, para el artista intercultural, las memorias del tacto, el olor, el gusto y el ritmo nunca serán vistas como meros “adicionales” a la experiencia: estas constituyen en cambio el acto fundacional de su reclamación y redefinición de la cultura. Esta es la principal diferencia entre películas convencionales recientes, alabadas por su “sensibilidad” 4Uno podría pensar aquí en las cintas de Chen Kaige, las ultimas de Peter Greenaway, El Paciente Inglés (1996) de Anthony Minghella, y otras tantas ricas en alusiones multisensoriales. , y trabajos interculturales que recurren a los sentidos. En el primer caso, la relación que se establece con el sujeto es una de opulencia: aquí el cine dispone de todos sus medios de representación, de modo que una información gustativa, por ejemplo, resultará siempre complementaria a las imágenes visuales y verbales de la cinta. En el segundo caso, el cine luchará permanentemente por recrear las memorias del sentido, además de salvaguardar las tradiciones sensoriales de los artistas de la diáspora. Esto quiere decir, en concreto, que las memorias del cine intercultural no se abordan desde una posición informacional de abundancia, sino que por el contrario, desde una posición de escasez.
Recuérdese la observación que Hamid Naficy hiciera cuando menciona que el olor, el gusto y el tacto “más que la vista y la audición, nos traen esas diferencias y rupturas que se viven al estar lejos de casa” (Naficy 1993, 153). Aquí el autor nos muestra cómo el cine invoca una experiencia sensorial colectiva para responder a esta nostalgia permanente que los exiliados sienten por su tierra natal (1993, 156). A diferencia de alguien que siempre ha vivido en un mismo lugar, los exiliados cuentan con una conciencia más aguda de su propia geografía, una mezcla sensorial entre la nueva tierra que se habita y aquella que se ha dejado atrás. Consientes de las diferencias sensoriales con aquel lugar en el que se creció (el cual informa el modo corporal de habitación en el mundo), los exiliados ya no logran replicar con simpleza toda esa riqueza sensual provista por su tierra de origen. Por supuesto que esto también aplica a movimientos más locales, como los desplazamientos de la granja a la ciudad, o los de una Alabama húmeda a un Boston más gris. La dislocación sensorial, en otras palabras, es una materia de grados. Sin embargo, en un tipo de dislocación más masiva y violenta, como las causadas por el colonialismo y el exilio, sería particularmente hipócrita tratar de servirle “en bandeja” la experiencia sensorial de un determinado territorio al espectador extranjero. Mira Nair podría perfectamente estar representando una India sensual y mítica en el filme Kama Sutra (1996), pero su cámara-caleidoscopio, llena de cuerpos relucientes, colores saturados, huellas de incienso y acento inglés, parece consentir más los sueños húmedos occidentales que la nostalgia del emigrante Indio por su tierra natal. Del mismo modo, Pasolini podría perfectamente estar representando un oriente mítico y sensual con su filme Arabian Nights (1974), pero para un director árabe contemporáneo, emprender tal ejercicio sería un acto de hipocresía absoluto:
Nosotros no vamos a occidente para ser indoctrinados por su cultura: su imperialismo y la hegemonía de su cultura no es en ninguna otra parte más clara que aquí en el Tercer Mundo. Y es precisamente allí donde podríamos ser ayudados en nuestra resistencia, en todo aquello que no recibimos aquí, como sus películas y videos experimentales, sus teatros avant-garde o su jazz improvisado… Nos encontrarnos con estas personas que, a diferencia de las de nuestra cultura, pueden genuinamente mirar al arte y a la cultura del pre-desastre sin tener que resucitarla….Cuando veo la aflicción en el Lévano, en Irak, en Sudan, en Palestina, etc., podría establecer la misma relación de cercanía con uno de los libros más bellos escritos sobre el Medio Oriente, Las Mil y Una Noches, con esos trabajos de (John) Barth y de Pasolini (Arabian Nights, 1974), pero cuando eso suceda, si es que alguna vez sucede, sabré muy bien que ya me he convertido en un escritor occidental, o en un escritor hipócrita árabe. (Toufic 1996, 1969-70)
Pretender recrear una cultura perdida en las ruinas de Beirut, como lo señala Jalal Toufic, en el mejor de los casos representa un acto insincero, en el peor, una señal imperialista. Los trabajos sobre los artistas de la diáspora Medio Oriental que he discutido en este libro, tales como Missing Lebanese Wars de Ra’ad, Talaeen a Junuub de Ra’ad y Salloum, I Wet My Hands… de Haj-Ismail, Measures of Distance de Hatoum, Far From You de Al-Kassim, y la película del propio Toufic, Credits Included (1995), claramente rehúyen a este tipo de entrega cinematográfica que proporciona una abundante sensorialidad de la tierra nativa a sus espectadores. Hacer esto implicaría pretender que los desastres de la guerra civil y del exilio solo sean un pequeño impedimento para la mirada del turista hambriento. También significaría pretender que estos artistas repartidos por el mundo (viviendo en Rochester, en Vancouver, en San Francisco…) y la diáspora interna de una Beirut destruida, fueran capaces de establecer conexiones sensoriales inmediatas con un tiempo y un lugar irrevocablemente perdido para ellos.
La diferencia entre cómo a un artista de la diáspora le gustaría reactivar las memorias sensoriales de su tierra y la forma en que efectivamente se hace es el tema de la conmovedora película A Box of His Own (1997) de Yudi Sewraj. Nacido en Guyana pero criado en Montreal, Sewraj vuelve por primera vez después de veinte años a su país natal. Esta primare parte de la cinta se compone de un diario de vida lleno de colores fuertes y descripciones eufóricas sobre la comida, el clima húmedo y el golpeteo de la lluvia en los techos de lata. No muy diferente al turista que se encanta por los olores y sabores de una tierra lejana, el director nos revela aquí su redescubrimiento de la nueva sensualidad nativa. Cartas leídas en voz en off a sus amigos en Montreal revelan la creciente fascinación de Sewraj con el lugar, proceso que culmina con una carta en la que rompe con su novia blanca producto de una relación amorosa emergente con una mujer Guayana.
Cuando Sewraj vuelve a Montreal, el filme cambia abruptamente de tono. Los colores vivos de Guayana le dan paso a los grises de Montreal: el verdor y la oscilación del paisaje se transforman en la perpendicularidad infecunda de su departamento. Ya en casa, el artista comienza a construir esa caja (box) que le da a la película su título: una pequeña pieza con una puerta, una silla, un monitor detrás de la cabeza solitaria del observador y un espejo a través del cual Sewraj logra mirar las imágenes reflejadas de su tierra ancestral. La “caja”, esencialmente, es un gabinete de curiosidades donde el director se posiciona a sí mismo como mirón (voyeur) de un mundo, ahora reducido a una imagen plana y silente que él mismo alguna vez habitara con dicha. En Guayana lo vimos acompañado de sus familiares entusiastas perdidos en el tiempo; aquí su único contacto humano es con aquellas voces —cariñosas, preocupadas y distantes— que escuchamos de sus amigos a través de la grabadora. En esta escena triste el artista declara su propia negación: “Sé que soy de Montreal y que esta ciudad fría ha moldeado mi manera de percibir las cosas, pero igualmente anhelo ese conocimiento sensorial que podría haber sido mío si no me hubiese ido de Guayana”. Más que reclamar los olores, los sabores, el cosquilleo de la humedad en su piel o ese sonido de la lluvia como su legítima herencia, Sewraj debe reconocer que el anhelo por aquellas experiencias, más que la experiencia misma, es su herencia. Finalmente, un rápido mensaje telefónico de su novia abandonada le da vuelta el corazón. La cinta concluye rebobinada, en efecto retrocede hasta su visita a Guayana, al punto de deconstruir la caja.
Películas interculturales sobre el alimento igualmente exploran una relación ambivalente con estas experiencias sensoriales que nos proporciona la idea de casa. Muchos documentales y películas etnográficas han usado la imagen de la comida como si fuera la esencia de una cultura. En línea con la fotografía comercial y los documentales turísticos, a ratos estos registros empaquetan la información sensorial como si se tratara de cualquier otro commodity. De hecho, uno podría denominar como “pornografía alimentaria” cualquier filme que reduzca los rituales alimenticios de una cultura a esta suerte de imagen visualmente consumible.
Por el contrario, películas y videos interculturales que utilizan la comida como un punto de entrada para acceder a la experiencia culturar problematizan estas mismas memorias que los alimentos representan. Películas y videos interculturales sobre el alimento nos proveen de un marco para explorar la memoria cultural a partir del ritmo a-histórico que tiene la comida y su cocción. La memoria de un sabor, como nos recuerda el escritor gastronómico Jeff Weinstein en el epígrafe para este capítulo, traza una elusiva trayectoria entre la memoria colectiva y aquella del individuo. Este tipo de memoria no es solamente aquella del exiliado —quien, a lo Proust, anhela los recuerdos incitados por el aroma a papaya verde, a pirogis o a pescado salado—, sino que también se trata de aquella memoria enhebrada entre los puntos dispares de una identidad en trasformación constante. Para muchos directores interculturales, la “posición de privilegio” con respecto a una tradición no puede ser dada por sentada. Muchos de ellos crecen entre el acervo cultural de una tierra ancestral y las sociedades occidentales en las que viven, por lo que el desafío está en recrear y utilizar las memorias sensoriales para “hacer sentido” del lugar que el artista ocupa en su cultura híbrida (como cuando se aprende a cocinar un plato tradicional en una tierra de hamburguesas). En Anatomy of a Spring Roll (1992) de Paul Kwan y Arnold Iger, los artistas comparan la práctica de cocina social que realizan los inmigrantes vietnamitas y lo que ellos ven como una práctica solitaria en el estilo racionalizado de cocina (Norte)americana. Para dramatizar esta diferencia, Kwan y su madre preparan rollos de primavera sobre el fondo analítico de un cuadro a lo Muybridge, calculando sus movimientos con eficiencia y midiendo sus resultados bajo un parámetro basado en el crujido del alimento. Luego, con la visita de Kwan a Saigón, ese respeto por su cultura tradicional se intensifica: “Los vietnamitas han sido colonizados y bombardeados por siglos y han producido excelente comida. Los Norteamericanos, en cambio, han sido libres por 200 años y tienen el Big Mac.”
Dada la centralidad de la cocina en los rituales, medicina y cosmología china (Tuan 1993, 51-53), se entiende que un robusto sub-genero de su cine diásporo venga informado por la comida. Algunos de estos trabajos, no obstante, parecieran estar fetichizando la gastronomía local al transformar la mirada tradicional de sus artistas en una suerte de mirada colonial. De todos modos, muchas de estas películas muestran una ambivalencia hacia la comida y lo que ésta vendría a representar tradicionalmente. Se presume que muchos de los artistas y directores Asiáticos cuentan con una herencia gastronómica rica, pero una que en realidad no existe: aquí los no asiáticos fetichizan sin problema la comida local y al mismo tiempo asocian su cultura con un gran banquete (Curtis y Pajaczkowska 1994, 208). En otras palabras, un sub-genero de trabajos de la diáspora China ha emergido a través de una controvertida relación con la comida y su cultura tradicional. Incluso en el hit de Ang Lee, Eat Drink Man Woman, deliciosos platos quedan sin comer por una familia mientras se pelean en la mesa. En una escena del documental experimental de Yau Ching, Flow (1993), una artista nacida en China, pero quien reside en Nueva York, prepara un salpicado stir-fry vistiendo una elegante bata de seda. Su traje poco práctico para la cocina parodia en este sentido el imaginario cultural occidental sobre lo que significaría ser China. En Chasing the Dragon (1993) de Karen Kew y Ed Sinclair, una voluptuosa telefonista sexual llamada Cherry atiende una particular manía occidental: “¿Qué te parece un tofu picante con salsa de porotos negros?” le canturrea a uno en el teléfono. “¿Es esto lo suficientemente picante para ti?” Esta broma es la primera parte de una cinta que persiste en explorar los estereotipos occidentales de la sexualidad asiática —mujeres “exóticas” y “hot”, hombres sexualmente “neutrales”—. Finalmente, Cherry resulta ser un hombre. La comida, significación oral de lo exótico, es el locus de esta desviada noción occidental sobre la sensualidad Asiática, y por extensión, sobre la amenaza que significa el extranjero para su cultura. En la película de Shu Lea Cheang, Fresh Kill (1994), un largometraje heterogéneo escrito por Jessica Hagedorn y basado en temáticas medioambientales, vemos como yuppies de Nueva York se llenan con sushi, que es de algún modo el fetiche gastronómico propio de los nuevos ricos de los ochenta. Cuando se revela que los sushis han sido hechos con pescado radioactivo y los comensales se dan cuenta que comienzan a fosforescer, de a poco y con prudencia los yuppies deciden cambiarse a Tex-Mex. Fresh Kill es, en este sentido, una parodia al exotismo que trae consigo la cocina importada, e implícitamente, una burla a la paranoia que representan los inmigrantes del sector culinario (ver Marks, 1994b).
Muchos trabajos de Asiáticos diásporas tratan de llegar a un acuerdo con esta suerte de identidad en tránsito por medio de la comida. Dos ejemplos de este género (en aumento) son By the Thinnest Root (1995) de Richard Kim, en donde vemos a un joven Coreano-(Norte)americano aprendiendo a comer con palillos chinos para intentar complacer a su padre que viene marcado por la tradición, y The Search for Peking Dog (John Choi, 1995) en donde una ama de casas Alemana, fiel a la característica tergiversación occidental de ver todo lo Chino como omnívoro, intenta prepararle a su marido, un Chino-(Norte)americano, ese plato exquisito que la película lleva por nombre. La directora Laurie Wen, quien emigrara de Hong Kong a los Estados Unidos en sus veinte, comienza el documental The Trained Chinise Tongue (1994) describiendo la ambivalencia y animadversión que guarda hacia su cultura de origen, especialmente en relación a la comida. No obstante, al poco andar, Wen empieza a cocinar platos Chinos, y ahora que frecuenta estos mismos mercados para proveerse de los ingredientes requeridos, se pregunta “sobre aquellos que viven entre estos mismos olores y sonidos”: sobre esa vieja señora que se arropa con seis sweaters, o la mujer empresaria que camina con estilo, o esas jóvenes que intentan memorizarse los nombres de los ingredientes en el mercado. En el Chinatown de Boston, Wen se acerca a las mujeres que trabajan en la zona de mariscos para preguntarles si acaso las dejaría acompañarlas hasta su casa para verlas comer. Los siguientes cuatro encuentros demuestran que lo común en su memoria cultural viene mediada por la diferencia, y que la comida no solo provee una fuente performática de la memoria compartida, sino que también una fuente de contraste que resalta la divergencia cultural, sea esta generacional, lingüística, de clase u origen. En el transcurso de sus interacciones Wen se da cuenta que las maneras en cómo estos grupos comparten sus memorias gastronómicas son altamente idiosincráticas, siendo quizás la memoria lo único que compartan. Aquí la comida registra nuevos sistemas culturales de comunicación, como aquel empleado por aquellos hombres de negocios adinerados —un hibrido entre clase (Norte)americana media y cultura China— que utilizan la comida para causar buenas impresiones entre ellos. Todas estas entrevistas sobre la comida parecieran estar preguntándose por lo mismo en la película: ¿Tú la degustas igual que yo? ¿Por qué no?
En la escena que le da a la película su título, la habilidad de la lengua para pronunciar palabras Chinas y comer comida China resulta en el principal tema de conversación. El señor Bao, un empresario (Norte)americano-Chino cuya señora es Hongkonesa, insiste en que ningún Asiático puede pronunciar correctamente las palabras “Fort Lauderdale”. Pero como dice él, “nosotros los Americanos”, por otro lado, no tenemos esa facilidad que tienen los Asiáticos de extraer los huesitos del pollo dentro de nuestras bocas: eso es solo algo que una “entrenada lengua China” podría llegar a hacer. En este sentido el cine no puede más que capturar el sabor a casa de forma liofilizada, es decir, aislando ese momento de plenitud cultural que de ahora en adelante definirá lo que una cultura es, o fue. Hay una falsedad en este intento por aislar rasgos distintivos de la memoria cultural que, como tal, solo podemos percibir en retrospectiva. The Trained Chinese Tongue logra captar, por medio de la memoria de los sentidos, tanto la búsqueda de una cultura de origen como la imposibilidad de dicha empresa entre aquellos que viven en la diáspora. Pero como sabemos, la diáspora comienza en casa. Así nos lo recuerda el lamento de Jeff Weinstein sobre su búsqueda por el olor a pie de manzana, pues como sugiriera, no existe un aroma esencial a casa:
Mi regalo preferido este verano vino por parte de mi madre; una bota de navidad llamada “el aroma de un pie de manzana rural”, por Avon. “Inunda el aire con ese placentero aroma a pie de manzana. Trae de vuelta esas deliciosas memorias desde la cocina de tu madre. AGITALA BIEN.”
Esto huele exactamente como un pie de manzana real, siempre y cuando lo real sea esa manzana envuelta en papel de plástico con sabor añadido que puedo conseguir en cualquier otra parte. Esta mezcla artificial fue el primer pie de manzana que la hija de mi vecino tuvo. Podría perfectamente haber sido mi primera experiencia también. (1988, 129)
La película de Wen comienza con una memoria donde la disyunción sensorial expresa el desencajamiento cultural: mientras cuando niña ella soliera practicar el piano en casa, recuerda simultáneamente cómo desde la cocina salía ese olorcito a salsa de porotos negros con cosas salteadas que le daba “a mi Chopin o Beethoven un toque Chino manchado de grasa.” Esta memoria de la infancia narra su relación ambivalente entre los conocimientos sensoriales asociados a su cultura de origen (donde nació) y la cultura (Norte)americana (donde actualmente vive). A lo largo del filme la tensión entre estos dos tipos de conocimiento se repite. ¿Son sus conocimientos culturales del hogar, basados en los sentidos profundos del olfato y el tacto, acaso más “verdaderos”? O viceversa ¿Son sus conocimientos adquiridos culturalmente, impuestos por el occidente, más “falsos”? (Especialmente cuando se trata de ese elevado nivel de disciplina que se requiere para estudiar a Chopin, uno que no se basa simplemente en los estudios audiovisuales sino que también, y sobre todo, en los aprendizajes corpóreos —como lo demostrara el joven músico—). Las entrevistas que Wen realiza sobre la comida sugieren entonces que entre estos dos tipos de conocimiento hay una relación bastante compleja: mientras más empuja a otras mujeres Chinas a encontrar algún punto de encuentro sobre la comida, más esquivas se hacen sus características compartidas.
Más Allá de la Nostalgia, Mas Allá de la Envidia: Memoria del Sentido y Transformación Intercultural
El cine intercultural está comenzando a explorar nuevas formas de organización sensorial con sus distintos tipos de conocimiento. Dado que mi trabajo se enmarca en un flujo entre culturas, este cine tiende a presentar la experiencia del sentido no ya de forma liofilizada sino que desde el conflicto creativo que se produce entre los diferentes tipos de conocimiento. Sin embargo, dada la especificidad de nuestro contexto cultural, las audiencias tendrán distintos grados de acceso al cine intercultural de los sentidos. La magnolia de Shani Mootoo, el gumbo de Marlon Rigg y las peras enlatadas de Steve Reinke han despertado asociaciones sensoriales en mí que probablemente varíen en relación a la de estos mismos artistas. Las entrañas cocidas al vapor de aquellos frescos animales muertos que con tanto entusiasmo los cazadores comieran en Nunavut no causaron inicialmente asociaciones sensoriales en mí, aunque al rato, luego de ver algunos episodios más, figuraba salivando al mirar el hígado de una foca sobre la pantalla. Otras imágenes me dejaron en desconcierto, sin ninguna posibilidad de incorporar sus representaciones en mi cuerpo. Tal perplejidad en nombre de la (desconocida) representación de una experiencia sensorial es un aspecto inevitable y saludable de las relaciones interculturales: nos provee con una base para respetar la diferencia cultural que antecede al aprendizaje entre culturas.
Tal confusión podría incluso forzar a la espectadora del cine intercultural a enfrentarse con su propia celosía sensorial. Como he notado, la televisión y las películas de corte más populares nos traen de forma poco problemática un mundo sensorial a la mesa; diarios de viaje, filmes etnográficos convencionales, importes de tipo cine arte y otras películas que presentan la cultura extranjera con aparente transparencia. A veces, los filmes interculturales también proceden de esta manera, es decir, por medio de una mirada cuasi neocolonial sobre su propia (o actual) cultura. Tales trabajos, dirigidos para observadores que se encuentran bastante cómodos en la cultura dominante, transforman el conocimiento sensorial en una suerte de commodity —como un suplemento para la riqueza de los otros recursos del observador—. En oposición a esto, el cine intercultural representa el conocimiento sensorial desde una posición de escasez más que de abundancia, es decir como un recipiente frágil y preciado de memoria. Tal conocimiento, difícil de evocar y representar cinematográficamente, no está a la mano de todos los espectadores, por lo que el cine intercultural tendrá que problematizar, esencialmente, esa comodidad con la que nos acercamos a otras culturas que no son las nuestras.
La envidia sensorial—el deseo de poseer el conocimiento de una cultura que no es la nuestra—tiene una larga data. Como los fetiches móviles que discutí en el capítulo dos, el conocimiento cultural sobrelleva una traducción en movimiento que oscila de un territorio a otro. Por ejemplo, los usos del incienso y perfumes, además de las resinas y derivados animales con los que se producen, han seguido por siglos una vía de importaciones desde el oriente hacia el occidente: almizcle, casia; el sándalo de China a India; el jazmín y la resina de plantas de Boswellia de la India a Egipto; o los inciensos de Egipto a Grecia, además de todos los productos que desde ahí se embarcan a Europa (Stoddart 1990, 155, 169-70). En cada parada, estos perfumes e inciensos connotan un oriente cada vez más distante y exótico, junto con, claro está, nuevas implicancias ideológicas (como la debatida santidad del incienso en la Iglesia Católica). Todas las culturas toman prestadas sus experiencias sensoriales de otros lugares, lo cual es un factor propio del movimiento cultural, tal como lo demuestra la transformación de los idiomas. La sacralidad del incienso en una cultura se toma como un perfume seductor en otra; bebidas ordinarias en una se utilizan para conmemorar ocasiones especiales en otra… Sin embargo, la expansión colonial también ha sido influenciada por la nostalgia sensorial. Las rutas de especias—autopistas de la información medieval en cuanto al conocimiento sensorial se refieren—, se fundaron en los caminos cortados por las campañas militares de las cruzadas en el siglo XI. También lo fueron las importaciones Europeas a comienzos del siglo XVI; las del té desde China; las del café desde Turquía y los países Árabes; las del chocolate desde México (Schivelbusch 1992). Todas estas nuevas formas de estímulo sensorial se transformaron en un lujo necesario para sus importadores y en una excusa perfecta para los movimientos globales de conquista, colonización y esclavitud. Ahora bien, las culturas colonizadas también han sido capaces de adaptar y transformar esos mismos conocimientos sensoriales de sus colonizadores con un comercio que ha facilitado, a su vez, la migración de nuevas experiencias sensoriales de una cultura a otra.
Como sugiriera en mi crítica contra algunos de los antropólogos del sensorium, el anhelo contemporáneo en occidente y sus centros urbanos por esta suerte de “retorno” relajante hacia los sentidos cuenta innegablemente con un modelo neo-orientalista. El interés actual de las sociedades postindustriales por el olor tiene muchos paralelos con la fascinación Europea de los aromas importados en el siglo XIX. La moda por estos aromas del oriente, tales como el jazmín, el incienso o el hachís, fue seguida por la colonización Europea en tierras del norte de África e India. Aquí los poetas simbolistas apartaron el uso de la mirada para construir en vez un lenguaje del aroma (Jay 1993a); los pintores post-impresionistas derivaron su imaginación de culturas “primitivas” visualizadas en un mundo en el que todavía el conocimiento no estaba disociado de su sensorialidad.
Estas dos corrientes interesadas por el olor, y más en general por los sentidos proximales, están inextricablemente unidas al desarrollo de las tecnologías de la visualidad fotográfica, de los espectáculos “pre-cinematográficos”, del cine de mediados y finales del siglo XIX y de la proliferación de los medios visuales a fines de los veinte. En cada caso, el vuelco hacia los sentidos proximales pareciera reflejar este temor de que las tecnologías visuales alienan a los individuos de sus cuerpos. De igual forma, la tendencia ha sido mirar a culturas que se perciben a sí mismas como menos alienadas de su fuente de sensorialidad no-visual. Aquí, hacia finales del siglo XX, el interés por el olor persistiría a través de una renovada forma de mercantilización, como es el caso de la aromaterapia, o las plantas rituales de los nativos (Norte)americanos apropiadas por ciertas sectas del tipo New Age.
Ahora bien, esta alza en el deseo multisensorial no denota una reconfiguración fundamental del sensorium occidental (o mejor dicho, del sensorium de Norte América y del Norte de Europa). No se trata simplemente de contar con la voluntad de sumergirse en nuevas formas de conocimiento sensorio. El cerebro individual podrá aprender rápido, pero es el cuerpo aculturado quien siempre va más despacio; es de hecho la cultura lo que cambia lentamente. Incluso cuando uno pudiera tener una repentina sensación de lo que es habitar el mundo sensorial de otros al comer su comida o al bailar su música, no conseguiríamos experimentar su sensorium cultural tout court. Si es que la existencia humana “es un modo de ser que funciona en la articulación del pensamiento sobre lo que no se puede pensar” (Heidegger, citado por Foucault 1970, 322), entonces nuestra pregunta sobre los límites del conocimiento sensorial son igualmente un encuentro con lo impensado. En otras palabras, y por mucho que se quiera, uno no puede acceder a otras formas perceptivas que no sean las suyas propias. Lo que si podemos hacer, no obstante, es buscar aquellas tensiones que han existido por siglos dentro del discurso oculocentrista, con sus elementos occidentales al igual que con aquellos que vienen de otras partes. Y podemos reconocer que otras formas de conocimiento, incluyendo este conocimiento de los sentidos, seguirán extendiéndose en la medida que el movimiento global de personas de la diáspora hacia lo que llamamos “occidente” continúe creciendo. De hecho, una de las maneras en las que el “occidente” dejará de ser un adjetivo apropiado para describir la sociedad en la que vivimos será cuando la organización de nuestro sensorium refleje la convergencia y mixtura de todas nuestras culturas.
El cine intercultural lleva a cabo esta recombinación de la experiencia sensorial. Directores y video-artistas interculturales bien saben que sería falso pretender reproducir las experiencias de su cultura de origen. Lo que hacen, más bien, es resistirse a la organización sensorial de las sociedades en las que ellos mismos se encuentran para así poder criticar el dispositivo cinematográfico que representa dicha organización. Por consiguiente, lo que nos resta es detenernos a observar sus trabajos para empujar al cine hacia esta suerte de representación de la memoria nativa en su máxima multisensorialidad, y cuando esto falle, no nos quedará otra que detenernos a observar el sensorium que emerge como producto de esta memoria y su transformación.
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