La mirada incendiada

Un relato que revictimiza

Por Álvaro García Mateluna

Biografía +
Álvaro García Mateluna. Licenciado en letras hispánicas por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente, cursa el magíster en Teoría e historia del arte, en la Universidad de Chile. Junto a Ximena Vergara e Iván Pinto coeditó el libro "Suban el volumen: 13 ensayos sobre cine y rock" (Calabaza del Diablo, 2016). Editor adjunto del sitio web de crítica de cine http://elagentecine.cl.

Director: Tatiana Gaviola Año: 2021 País: Chile

 
 

El cine chileno ha desarrollado una relación polémica con la historia del país. Uso la palabra polémica para definir el ánimo con que la recepción crítica y académica ha sopesado muchos filmes de representación histórica, en especial sobre la dictadura cívico-militar (1973-1990) en trabajos de ficción. Me remito aquí a la tesis del libro La mirada obediente (Salinas y Stange (eds), 2017) que califica como “obediente” la adscripción por parte de gran parte del cine chileno por un relato histórico hegemónico -aun cuando sea no oficial- que buscando representar una realidad social se avoca a construir un verosímil narrativo que sacrifica puntos de vista discordantes o que al intentar deconstruir una visión monumental lleva a despolitizar las lecturas que se puedan tener de la historia, sobre todo al momento de referirse a la dictadura. Esta “polémica”· por los modos de narrar la historia puede tener un nuevo capítulo si se le agrega un grupo de películas y series de televisión que desde los dos mil han llevado a las pantallas diversos episodios que son recordados como hitos violentos durante esos diecisiete años dictatoriales.

Casos emblemáticos de violaciones a los derechos humanos son tratados en las series Los archivos del cardenal, Ecos del desierto y otras. Asimismo desde distintos ángulos se ha tomado el atentado a Pinochet de 1986. A este grupo se suma La mirada incendiada (Tatiana Gaviola, 2021). En este caso se trata del “Caso quemados”, pocos meses antes del atentado, donde durante una manifestación carabineros rociaron con bencina y prendieron fuego a los jóvenes Carmen Gloria Quintana y Rodrigo Rojas De Negri, salvándose ella aunque con graves quemaduras, gracias a que Rojas la ayudó a costa de su propia vida. La película toma una serie de opciones para narrar lo que llevó a ese evento de forma bastante simple, directa y lineal, lo que bien puede pensarse como una estrategia bastante poco “polémica” y de suyo “obediente” -ya señalaremos a qué se obedece- que termina componiendo una dimensión empobrecida de la historia, casi anecdótica, que busca asidero en la victimización, desaprovechando complejizar idearios de historia y justicia.

La narración se centra en la vida de Rojas, sin considerar hasta el final a Quintana (aunque ella cumple una función clave en el tratamiento narrativo, como comentaremos después), pero difícilmente podría adscribirse a un biopic, ya que menos tratar de dar a entender un personaje (ya sea como propuesta hagiográfica o desmitificadora). Tampoco se opta por dar a conocer toda su vida, se le presenta desde que llega a Chile en 1986 hasta su muerte pocos meses después, por lo que de su condición de niño y adolescente del exilio poco queda, lo mismo pasa con la relación con su madre que se quedó en Estados Unidos. De todo eso constan unos diálogos que la película no desarrolla como líneas dramáticas o que perfilen al personaje. En la casa de la tía que lo recibe se expone la vida familiar y los primeros visos de “vivir en dictadura”. La puesta en escena despliega algunos elementos contextuales (objetos, productos mediáticos, diálogos referentes a la contingencia). En cambio se propone con mayor solución de continuidad una línea dramática que sigue la naciente relación amorosa entre la tía y el dueño del local de revelados, sin embargo, no es mucho lo que esta aporta para comprender a Rodrigo o la situación de esos años. Este añadido es el mayor componente de fabulación sin referente en la historia de Rojas y no aporta más que en función del utilitarismo con que se va conformando la narración.

La puesta en escena de la película se compone afín a una utilidad explicativa bastante plana. Los recursos de la imagen son convencionales y limitados a que despectivamente se designa como “televisivo”. No hay encuadres significativos, recursos que vayan más allá de contextualizar la trama. Eso constriñe la instancia más sofisticada de la película, el punto de partida con en la voz del personaje de Quintana que oficiará de narradora desde un tiempo incógnito, atemporal, que se dirige a Rodrigo con palabras de afecto. Reconoce que no lo conoció, que apenas se habían visto una vez antes del evento fatal. Esa postura melancólica de la enunciación fija la mirada retrospectiva a lo ausente y lo desconocido. Sin embargo, la narración no se preocupará por indagar a lo largo del film. ¿No se arropa así la narración y la propia figuración de Quintana en la película como algo y alguien despotenciado, incapaz de testimoniar lo propio, que prefiere fabular la vida de otro?

Según lo demuestra la película, no podemos estar seguros tampoco de eso, ya que no hay consecución de una mirada melancólica sobre la narración, dada su falta de estilo en las imágenes, la narración lineal y las interrupciones de la subtrama amorosa. Si no hay una imagen memorable difícil se pueda provocar una melancolía posterior.

El fuego, elemento de una potencial significancia dado el título, se reserva en un ralentizado final climático que no aporta más que su llamado a la compasión. Se muestran los cuerpos quemándose pero no vemos cómo se quema alguien. La predisposición a ver el horror tiene que resguardarse si además presupone una conciencia política. Esto por el peligro de confundir medios con fines: ¿interesa ver a los quemados porque són víctimas o porque su caso es indignante? Podemos ver algo de las llamas que consumen a Juana de Arco pero Dreyer y Falconetti también muestran sobre todo una quema simbólica y metafísica, por poner uno de los ejemplos más extremos de fuego en la historia del cine. Hay algo que nos recuerda la lexicología de Georges Didi-Huberman en el concepto “mirada incendiada”. ¿Junto a la nada, la melancolía y la compasión, podría haber espacio para la indignación? ¿Un llamado indignado a la justicia? La película cierra sin dejar espacio a la posteridad del evento criminal. Pone punto final cuando la vida se acaba y la búsqueda de la justicia se inicia. No hay imagen ni palabra para los autores materiales. La narración prefiere pasar por alto un procedimiento para el que son necesarios otros recursos y otras estrategias narrativas. La víctima sobreviviente tiene voz para recordar lo que no vivió y no para lo que le pasó antes ni después.

Ese sin después, al que solo algún cartel aclaratorio viene a resumir, es sintomático de una concepción de historia que deshistoriza porque no hay más que designación de absolutos sin que concurra una revisión de ese pasado contado en imágenes. Eso es lo polémico de La mirada incendiada, que no por decir decir dictadura o indicar que la ambientación corresponde a un momento o colocar a un personaje basado en alguien real se está reconstruyendo una historia. Este relato a la larga informa menos que una crónica periodística o un libro sobre el tema. No solo por un asunto de extensión, sino también la incapacidad por dotar a los hechos narrados de una significación por sobre el nivel anecdótico. La película termina por obedecer a una preconcepción de relato ilustrativo que no contenga elementos que distorsionen la transmisión de un mensaje claro y efectivo. Cualquier elemento “autoral” o sofisticación cinematográfica queda fuera, prohibido. El caso es importante porque pasó, pero la película no deja pista sobre interrogantes como cuál fue su impacto, qué efectos dejó en las víctimas y su entorno, qué provocó en la contingencia cuando se dio a conocer, quién en concreto lo cometieron, quién lo concibió, qué pasó después en tribunales, tuvo efectos contra la dictadura, entre muchas otras que se podrían hacer.

Finalmente, al añadir unas imágenes documentales posteriores al metraje de ficción acaban por desfondar la visión ficcional y evacúan la vocación realista de la representación. El índice real de las imágenes documentales tiene en este caso, como en cualquiera que capte repercusiones de situaciones violentas, el orden de una urgencia que la ficción no consiguió antes, incluso en el momento del fuego quemando los cuerpos. Este breve archivo que pareciera viene a respaldar a la ficción, como quien va a dar un palmoteo en el hombro, se convierte en un puñal. Es un juego peligroso que algunas de las ficciones sobre dictadura han intentado al poner punto final a sus narraciones con imágenes documentales, tal vez tentados a incluirlas porque los mismos realizadores tienen en sus archivos tales imágenes, pero olvidando que registrar no es lo mismo que fabular.

Por último, no quiero dejar de lado la polémica del estreno de la película, con desautorización de la familia Rojas de Negri, no consultada por los realizadores (hay versiones encontradas sobre este punto), que atañen a cambios que no se corresponden con la vida de Rodrigo. Más allá de su pertinencia, si pudieran tener una fuerza estética aseguraría esa elaboración, es la finalidad de la propia película la que queda en cuestión. Si en primer lugar las víctimas de violaciones a los derechos humanos en primer lugar merecen justicia, no les es ajeno para nada que haya películas que desmerezcan sus historias de vida.

 

 
Como citar:
García M., Á. (2022). La mirada incendiada, laFuga, 26. [Fecha de consulta: 2024-04-19] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-mirada-incendiada/1118