El riesgo y la complejidad que significa tentar cinematográficamente sobre la representación de una figura como “la empleada doméstica (puertas adentro)” en Chile, implica tener que considerar de plano su institucionalidad históricamente construida, es decir, el no poder obviar —a fuerza del objeto de experimentación— cómo, desde qué lugares y bajo qué procesos la legitimidad de este rol se ha sedimentado en nuestra “cultura nacional”. Un rol como este, de carácter llanamente servil, de raigambre hacendal —esto es, clavado en la relación peón-patrón de latifundio colonial, dialéctica que, dicho sea de paso, ha funcionado como matriz sociológica fundante para comprender lo latinoamericano— y de reproducción simbólica y material casi impermeable a las transformaciones socioculturales de nuestro país; implica —también y por sobre todo— tener que observarlo en sus significados morales y alcances radicalmente subjetivos. Obliga entonces, o a una adhesión o a una confrontación política sin medias tintas de el discurso —aquel que en la práctica social ha naturalizado y perpetúa esta forma de dominación, explotación y servilismo (entre muchas otras formas) —, y a tener que asumir a priori una mirada definida sobre el objeto. En definitiva, la aproximación artística a esta figura constituye, quiérase o no, un ejercicio de representación ideológicamente pactado. (No se puede pretender aprovechar el tremendo potencial creativo que esta relación laboral tan “idiosincrática”—por decirlo de algún modo— suscita, sin embarrarse en el escabroso y conflictivo terreno de lo que esta “idiosincrasia” hace aparecer: lo político).
Así abierta una densidad insoslayable, La nana, de Sebastián Silva (La vida me mata, 2006), puede ser reconocida como la articulación cinematográfica de un discurso específico, que podríamos llamar hoy sin trasnoches, de clase. Seamos básicos: No hay nana, al menos en el país que conocemos, que pueda materialmente hacer una película sobre su experiencia (tampoco una crítica de cine, claro está). La narración, la fabulación sobre la experiencia de una empleada doméstica, con las condiciones de producción que supone el arte cinematográfico (su aprendizaje o realización, en Chile sobre todo), no puede sino venir desde el lugar del patrón o asociados. Y aunque pudiese haber algún tipo de excepción respecto de esto último, La Nana de Silva no la es.
Identificado su “pecado original”, el problema de todos modos no podríamos anclarlo en estas predeterminaciones o condicionamientos socioeconómicos —de hecho el ejercicio podría eventualmente haber renegado, cuestionado o desmontado el discurso y los propios intereses de clase. La contrariedad surge, a nuestro juicio, en la forma de su “culpa”; o en otras palabras, en el modo en que desde el lugar de la enunciación se elabora cinematográficamente esta suerte de estigma inevitable, del que no puede deshacerse aunque quisiera. Y en ese sentido La Nana es —a pesar de sus intenciones— radicalmente conservadora; un ejercicio acrítico de algo así como “asistencialismo simbólico”.
Es que la construcción de “la nana”, mediante un montaje entre secuencias de planos de media distancia y la compenetración simbiótica de primeros y primerísimos planos —recurrentemente en clave indirecto libre—, que siguen y articulan como eje central al personaje encarnado magistralmente por Catalina Saavedra; llega a fijar un punto de vista que tiene menos que ver con la empleada que con algún mudo testigo “de la casa”, que va de la objetivación a la compasión, sin en ningún caso detenerse en la reflexión. Un primer plano de la secuencia inicial declara esta perspectiva y establece la relación: Raquel (Cata Saavedra), sentada en la cocina comiendo, mira a cámara a la vez que sobre su imagen aparece “La Nana” titulando la película. Este recurso de mirada a cámara, además de ser un clásico procedimiento que devela el dispositivo fílmico y genera distanciamiento, crea la presencia de una otredad; un otro que en este caso viene a nombrar como solo un patrón puede hacerlo. La performatividad 1Véase Judith Butler, El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, Buenos Aires, Paidós, 2001.
de este nombramiento —la aparición del sintagma “la nana” en dicho contexto— cristaliza una práctica reiterativa y referencial de un discurso de poder que produce aquello que nombra: define sus contornos, instala valores, materializa su cuerpo y establece su organización en el espacio narrativo. Y así lo logrado en términos simbólicos y concretos, es hacer doméstica a la empleada extraña, y entonces también posible —por esta alteridad dislocada y apropiada— tender un puente unidireccional para desentrañar —o en realidad interpretar— el significado emotivo de su experiencia humana. Así las imágenes muy sensibles y empáticas con el personaje que construyen, van tejiendo un relato pretendidamente apolítico que esquiva poner en jaque la estructura misma que lo sostiene.
Y si en algún momento pareciera emerger la posibilidad de un giro en esta mirada compasiva, de una inflexión crítica del punto de vista, observamos ocurre solo cuando se registra la interpretación profundamente visceral de Catalina Saavedra, cerca de la mitad de la cinta: Un instante material y peligroso, en la progresión dramática del argumento y sobre la superficie del film, en cual el discurso atraviesa el cuerpo del personaje hasta su somatización desbordada, trágicamente fuera de quicio, pudiendo esto desencadenar un quiebre, una desestabilización o un cuestionamiento del soporte que crea sus propias condiciones. Y sin embargo la inquietante y provocativa deixis que aparece en ese momento, en la aguda interpelación del personaje de Mariana Loyola (la Lucy, otra empleada), quien le dice a Raquel “¡Qué le hicieron, oiga, qué le hicieron!..”, se cuelga en el vacío. No irrumpe —simplemente porque no hay— ningún un otro relato que contenga este gesto de potencial insubordinación, y su contingencia política (oh, sugerente analogía actual) se desmadeja en ninguna parte. Aquí el polo dominante de esta tensión permanece indeterminado, como en sombras; la parodia a la familia acomodada y perfecta no plantea más que un telón de fondo irónico, arquetípico —lleno de lugares comunes, guiños autorreferentes y anécdotas de clase—, sin crisis formal ni argumental; y nunca se piensa como lo que estructuralmente significa en esta historia (o lo que sería peor, se piensa y se consiente): ideologema que naturaliza una relación social de explotación, y que requiere funcionalmente de esa relación para constituirse a sí mismo como grupo; que necesita de ésta en algún punto como su propia condición de posibilidad. Desde aquí, es sugerente, coherente —incluso podríamos decir siniestro— el reconocimiento de la patrona (Claudia Celedón) de no poder echar a “la nana” de la casa, simplemente porque no puede.
Así la economía narrativa de la película logra hacer frente en sus propios términos a los puntos de fuga que parecen de pronto querer interrumpir la coherencia suturada de esta ficción. Disrupciones o disonancias que quedan sin articulación, sin posibilidad de representarse en el discurso, operando para nuestra cultura criolla —en tanto referente directo— incluso como topes y refuerzos de la propia organización “centrípeta” de lo dado. En consecuencia La Nana, como ficción anecdótica sobre otra ficción que sí va en serio (la ficción social de la empleada doméstica), que naturalizada desde hace mucho tiempo sí crea y reproduce una realidad de dominación y explotación real de personas; constituye como film, decíamos, una reaccionaria forma de ser “culpable”. Orden restituido, la redención posible (cuestión que en todo caso no le exigíamos a la cinta) queda frustrada por su clausura política. Y es importante considerarlo, pues sus mismos méritos estilísticos y flamante recepción, en el inquietante momento ideológico por el que atravesamos, urge salirle al paso, discutir y complicar sus representaciones, aunque solo sea desde esta trinchera vagabunda.
Pereira, A. (2009). La nana, laFuga, 9. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-nana/277