La piel que habito

Almodóvar y los géneros

Por Eduardo Nabal Aragón

 
 

Los sueños de la ciencia producen monstruos.”

El cine de terror no es que represente nuestros miedos pero si presenta la parte más oscura del ser humano, algo muy específicamente humano. Un tipo de cine de terror trabaja, como lenguaje, casi exclusivamente con el cuerpo humano, pero se lo digo en un sentido como lo entendería un surrealista: al cuerpo humano se le ataca, se le trocea, casi es el principal paisaje donde sucede todo.”

Frederic Strauss. Pedro Almodóvar, un cine visceral (1995).

Precedida de cierta polémica, desconcierto y división de opiniones, La piel que habito (2011) resulta finalmente la mejor película de Pedro Almodóvar desde La mala educación (2004). Aunque se comenta que el realizador ha recibido –por parte de un sector enfadado del público– cómics, pelucones y hasta bolsas de cocaína para que vuelva al terreno de la comedia satírica y de situaciones que tantos y tantas adeptos le ha proporcionado. La crítica internacional y buena parte de la española han puesto sus ojos desorbitados en la última producción de El Deseo firmada por su creador. Un Almodóvar que efectivamente da la espalda a los admiradores de su lado más frívolo y cercano a la comedia sucia, gamberra y punk de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) o Laberinto de pasiones (1982), a los que lo conocen como cronista de la llamada “movida madrileña”, o como autor de la comprometida ¿Qué he hecho yo para merecer esto? () y de la blanca, amable y postmoderna Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) (con elementos de George Cukor y de la España de la “democracia”) acercándose –desde una mayor madurez estilística– a sus trabajos más turbios y más próximos a los códigos del cine negro: Carne trémula (1997), basada en la novela homónima de Ruth Rendell, La ley del deseo (1987) o Hable con ella (2002). Esto, unido a la presencia del ya hollywoodiense Banderas –rescatado para esta interpretación por quien fue su descubridor– ha hecho que los premios de Hollywood vuelvan a fijar su atención en el director de la sobrevalorada y taquillera Volver (2006). Nuevamente la música y las canciones comentan y acompañan la acción, y hacen referencia a paisajes claves de una obra saturada de dobles sentidos y de una despiadada ironía a la hora de acercarse a personajes complejos o simples. Críticos como Alberto Mira se han referido a la persistente pereza intelectual de un sector de la crítica española (liderado por Carlos Boyero) a la hora de aproximarse a las claves de los filmes del realizador manchego. Crítica que cobra especial relevancia cuando se trata de sus filmes más crípticos e iconoclastas, como el que nos ocupa, o La mala educación, dotados ambos de una construcción espacio-temporal que requiere la atención del espectador y la deconstrucción de un espacio saturado de chistes privados y públicos.

Se nos ofrece en esta ocasión un complejo relato gótico lleno de guiños cinéfilos, de Georges Franju –Les yeux sans visage (1960)– al doctor Frankenstein, pasando por el Hitchcock más romántico de Vértigo (1958); otro film sobre el “amor de un loco” o Rebecca (1940), que evoca una vez más la partitura evanescente de Alberto Iglesias. Un relato que, sin embargo, el controvertido realizador ha conseguido hacer suyo al conseguir una abstracción y un refinamiento estético difíciles de superar, aun sin abandonar sus constantes: la codicia, la posesión, los celos, el odio, la traición, el rencor y el sexo. Sirviéndose de una adaptación libérrima y nada fiel de la novela de Thierry Jonquet Tarántula, el director de Todo sobre mi madre vuelve a enredarnos en un argumento alambicado. Trama imposible y difícil de tomar en serio todo el tiempo, pero urdida con astucia y que, en más de un momento, logra llegar a las tripas del espectador gracias a la fuerza que desprende el duelo interpretativo entre un hierático, entonado y terrorífico Antonio Banderas, como el “cirujano de moda”, enloquecido y encerrado en su mundo, y una entregada y esforzada Elena Anaya, la víctima que él esconde en ese ominoso caserón toledano lleno de secretos del pasado.

Hay mucho humor, o más bien mucha ironía y sarcasmo en los entresijos de La piel que habito, y es probable que su mezcla de goticismo, experimento visual, suspense y postmodernidad, sus coqueteos con el melodrama familiar y el cine de horror científico, provoquen el rechazo de más de un fino paladar; pero nuevamente el director subyuga a través de sus formas audiovisuales, su banda sonora, su falta de vértigo y su manera de lograr personajes intensos y hacer creíble y cercano lo más inverosímil, arremetiendo de paso contra la “clase médica”, su altivez y sus miserias como no lo hacía desde Hable con ella. Tal vez resulte ser ese el film de Almodóvar más próximo en sus escenarios al mundo febril, deshumanizado, claustrofóbico y surrealista en el que luchan sin tregua los y las protagonistas de La piel que habito. Un mundo a la vez reconocible y fantasioso, opresivo y elegante, aséptico, cristalino y sucio; donde se mezclan sobremanera los ensueños totalitarios de la ciencia con la lucha entre los géneros sexuados y los géneros cinematográficos, como el melodrama en su vertiente gótica, la comedia ácida y negra y el suspense de raíces psicológicas.

Es un trabajo libre, aunque trazado con precisión. Puede verse como una comedia negrísima, una fantasía irónica acerca del cuerpo y el sexo, o un melodrama romántico con ecos de los clásicos del cine fantástico; como fantástica es la división entre lo masculino y lo femenino, entre la ciencia y la superstición, entre la risa y el miedo. Aunque en algunos pasajes Elena Anaya parezca superada por las muchas aristas de su personaje y no sea del todo creíble la naturalidad psicológica con la que asume el “cambio de sexo” a la fuerza (una vaginoplastia realizada en el quirófano de una mansión-clínica sacada de los archivos del cine de miedo), la película está llena de instantes cautivadores en los que lo visual y lo narrativo se pelean y se enredan, para goce de los que admiramos la caligrafía a la vez refinada y tosca del director. Mientras homenajea a los maestros del suspense psicológico, vuelve a cuestionar algunas verdades aceptadas sobre las formas de dominación, sometimiento y maneras amar, odiar y sentir de los seres humanos. Hay en el film momentos en que los personajes se ríen de su situación y otros en que la tragedia, casi goyesca, inunda la pantalla al igual que las referencias a los clásicos del cine fantástico, a la escultura andrógina, al cuerpo deshecho y a los bustos informes de Louise Bourgeois, o al propio Almodóvar de Átame (1990), donde ya había logrado otra interpretación colosal de un Banderas mucho más joven y simpático. Aquí inquietante maestro de una ceremonia descabellada en la que la venganza, el “amour fou”, la transexualidad, la vampirización del “otro”, el peso del pasado sobre el presente, los miedos ancestrales a la locura, la pérdida, el dolor, las heridas físicas y psicológicas 1Como señala Alberto Martínez Expósito (2004): “el cuerpo, la textura corporal es el mundo en el que habita gran parte de la narrativa almodovariana, así como su proximidad al cine de terror como género donde el cuerpo descuartizado o mancilladlo se vuelve objeto de interés y fascinación morbosa”, la muerte y las fronteras entre la masculinidad y la feminidad se con-funden de forma, si no genial, al menos asombrosa. Mascaras, caretas, uniformes, vestidos, carnaval, géneros difusos y fusión de géneros cinematográficos. Pocas veces estuvo Almodóvar tan cerca de las modernas teorías sobre el género y la sexualidad como constructos sociales. Tenemos algo del panóptico de Foucault, el quirófano de Butler, el cuerpo sin órganos de Deleuze, el ropero de Joan Riviere, algo del sadomasoquismo de Pulet o Califia y las prótesis de Preciado, Bourcier o Hallberstram. Y hasta una sobredosis de armarios reales y simbólicos que harían las delicias de la recién desparecida Sedwigk.

La piel que habito es la historia de un secuestro, un rapto brutal, pero también la historia de un cuerpo, de mentes enfermas y seres que mutan, de criaturas al límite, que se odian o que fingen amarse para poder escapar. La imagen de Elena Anaya contemplada por Antonio Banderas en una gigantesca pantalla “en la habitación contigua” nos recuerda a la de José Luis Gómez espiando a una alterada Penélope Cruz en una pantalla en Los abrazos rotos (2009) y a ese hospital lleno de intrigas donde se debaten entre la vida y la muerte una pálida joven bailarina (Leonor Watling) y una morena, neurótica e inconstante torera de éxito (Rosario Flores), agonizando ambas, como princesas del hospital, en sendas habitaciones en Hable con ella. Como esa bella durmiente que es “Normita” (Clara Sánchez), la hija del médico completamente medicalizada (normativizada) y traumatizada por el trágico suicidio de su madre, que intenta salir de su fobia social y solo encuentra figuras masculinas confusas y contradictorias que aunque parecen querer rescatarla la hunden más en su extraña depresión. O esa oveja negra disfrazada de tigre que resulta ser Secca (Roberto Álamo) el hijo de Marisa Paredes y la cara opuesta de su hermano Robert (Banderas). Un toque de humor carnavalesco para un film sobre la piel y el disfraz, sobre la cirugía y la violencia fundacional sobre los cuerpos, los géneros y la sexualidad.

El film nos habla también -como otros- del miedo a la locura y de la obsesión, convirtiéndo a Robert en uno de esos personajes quiméricos de la obra almodovariana, cuyo maquiavelismo –como el de los protagonistas de La mala educación, Átame, Kika (1993) o Matador (1986)– no conoce límites, pero que a la vez se vuelve increíblemente vulnerable cuando los seres que cree controlar se comportan de forma diferente a la esperada.

El terror en Almodóvar es más conocido a través de su faceta de autor de comedias descabelladas o filmes sexualmente valientes como una forma de profundizar en los recovecos del melodrama clásico llevándolo cerca del grand guignol, al tiempo que explora la materialidad y la fisicidad, el cuerpo herido o mancillado, el cuerpo sexuado, el cuerpo quemado, el cuerpo disciplinado, el cuerpo marcado por violencia real o simbólica, muestra evidente de hasta qué punto el cuerpo puede ser un disfraz o un vestido. La delicadeza y el amor por la ropa “femenina” que transmite el personaje de Jean Cornet (creando uno de los jóvenes “heteros delicados” más logrados de la filmografía de Almodóvar) contrasta con la figura de madraza antigua, ama de llaves de Rebeca y estirada sirvienta que encarna Marisa Paredes e incluso con la energía viril de Elena Anaya enfundada en un body negro. El personaje se vuelve más activo y luchador cuando se convierte en mujer. Robert (Banderas) es un médico que, al igual que el doctor Frankenstein, ha creado una criatura que escapa a su control cuando cree vengar la violación de su hija Normita a quien él mismo y una desastrosa historia-trayectoria familiar han convertido en una chica con “fobia social” y con tendencia a esconderse en el armario de una clínica mental para huir de la ominosa presencia paterna. Normas sociales contra impulsos sexuales y también contra y con fantasías de dominación y totalitarismo, fobias personales y terror a los seres humanos. La misma fobia social que trata de inculcar a una chica fuerte –que fue un chico “poco común”– y tiene ahora las facciones de su mujer, pero no cumple una promesa de fidelidad hecha por un estamento; y a un hombre que, a pesar de su resistencia ancestral, hoy no es tomado en serio por todo el mundo y que, en cierto sentido, al igual que otras instituciones, empieza a pertenecer al pasado.

Bibliografía

Martínez Expósito, A. (2004). Escrituras torcidas. Ensayos de críticas de queer. Barcelona: Laertes.

Mira, A. (2011). Miradas insumisas. Gays y lesbianas en el cine. Madrid-Barcelona: Egales.

 

 
Como citar:
Nabal, E. (2012). La piel que habito, laFuga, 13. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-piel-que-habito/517