En este capítulo, deseo revalorar la coyuntura del cine y el modernismo, y lo haré moviéndome desde el ejemplo del cine soviético temprano hacia un caso aparentemente menos probable, aquel del cine clásico de Hollywood. Mi investigación está inspirada en dos conjuntos complementarios de preguntas: uno relacionado a la contribución que los estudios cinematográficos pueden aportar a nuestro entendimiento del modernismo y la modernidad; el otro referido hacia si, y cómo, la perspectiva de las estéticas modernistas nos puede ayudar a dilucidar y replantear la historia y la teoría del cine. La coyuntura del cine y el modernismo ha sido explorada en numerosas maneras, desde la investigación sobre la interrelación del cine temprano con la modernidad industrial-tecnológica de fines de siglo diecinueve, mediante un énfasis en los cines de arte internacional de tanto los períodos de entreguerras y de la nueva ola, a especulaciones sobre las implicaciones del cine en la distinción entre lo moderno y lo posmoderno. Mi foco aquí es más precisamente sobre la modernidad de mediados del siglo XX, aproximadamente desde los veinte a los cincuenta -la modernidad de la producción masiva, el consumo masivo y la aniquilación masiva- y la contemporaneidad de un tipo particular de cine, el Hollywood convencional, con lo que varios han catalogado como modernismo “alto” o “hegemónico”.
Invariablemente de si uno acuerda o no con el desafío que el posmodernismo plantea hacia el modernismo y la modernidad en general, sí ha abierto un espacio para entender el modernismo como un fenómeno más amplio y diverso, eludiendo cualquier genealogía simplista que va, digamos, desde el Cubismo al Expresionismo Abstracto, desde T. S. Elliot, Ezra Pound, James Joyce, y Franz Kafka a Samuel Beckett y Alain Robbe-Grillet, desde Arnold Schönberg a Karlheinz Stockhausen. Desde los ochenta, los académicos han intentado dislocar la genealogía y delinear formas alternativas de modernismo, tanto en el Occidente como en otras partes del mundo, que varían según la locación social y geopolítica, a menudo configurado a través de un eje de poscolonialidad, y según las subculturas específicas y tradiciones indígenas a las cuales responden. Además de abrir el canon modernista, estos estudios asumen una noción de modernismo que es “más que un repertorio de estilos artísticos”, más que conjuntos de ideas buscados por grupos de artistas e intelectuales (Rainey y von Hallberg)1Peter Bürger, siguiendo a Adorno, asegura que la mera categoría de “estilo” se vuelve problemática por el avance de la mercantilización del arte en el siglo veinte y considera en el rechazo de desarrollar un estilo coherente (como el Dadá y el surrealismo) una característica saliente de las estéticas vanguardistas, distinguidas de las modernistas. Ver Bürger, cap. 2. La apertura de tanto los cánones modernistas como vanguardistas, sin embargo, muestra una gran superposición entre los dos, del mismo modo que el esfuerzo de determinados artistas y movimientos modernistas para restaurar el estatus institucional del arte bien pueden ir junto con los modos vanguardistas de comportamiento y publicidad. Ver Hansen, Ezra. Ver también Huyssen, After, esp. Cap. 2. . Más bien, el modernismo engloba todo un rango amplio de prácticas culturales y artísticas que registran, responden, y reflejan sobre procesos de la modernización y la experiencia de la modernidad, incluyendo una transformación paradigmática de las condiciones bajo las cuales el arte es producido, transmitido y consumido. En otras palabras, así como las estéticas modernas no son reducibles a la categoría del estilo, tienden a difuminar los límites de la institución del arte en su encarnación tradicional de siglo dieciocho y diecinueve que enciende el ideal de autonomía estética y la distinción entre lo “alto” y lo “bajo”, entre arte autónomo vs. cultura de masas y popular.
Enfocarse en el nexo entre modernismo y modernidad, entonces, también implica una noción más amplia de estética, que sitúa a las prácticas artísticas dentro de una historia y una economía más grande de percepciones sensoriales que Walter Benjamin vio como el campo de batalla decisivo para el significado y el destino de la modernidad2En la segunda versión de su famoso ensayo, “La Obra de Arte en la Era de su Reproductibilidad Técnica” (1936), Benjamin escribe sobre “la teoría 3die Lehre de la percepción que los griegos llamaron estética”. Él concibió las políticas de este ensayo más bien como un esfuerzo para confrontar la tradición estética estrechamente entendida, en particular la persistencia del esteticismo en la literatura contemporánea y el arte, con los cambios traídos al sensorio humano por la tecnología industrial y militar. Ver Buck-Morss, “Aesthetics”; también ver Hansen, “Benjamin”. . Mientras la propagación de la tecnología urbana industrial, el dislocamiento a gran escala de las relaciones sociales (y de género) y el giro hacia el consumo masivo implicaron procesos de destrucción y de pérdida reales, allí también emergieron nuevos modos de organizar percepciones visibles y sensoriales, una nueva relación con las “cosas”, formas diferentes de experiencia y expresión miméticas, de afección, temporalidad, y reflexión, una tela cambiante de vida cotidiana, sociabilidad, y ocio. Desde esta perspectiva, abordo el estudio de las estéticas modernistas para englobar prácticas culturales que articularon y mediaron la experiencia de la modernidad, como los fenómenos de producción y consumo masivos de la moda, el diseño, la publicidad, la arquitectura y el ambiente urbano, la fotografía, la radio y el cine. Me refiero a este tipo de modernismo como “vernacular” (y obvio el término ideológicamente sobredeterminado “popular”) porque el término combina la dimensión de lo cotidiano, del uso de todos los días, con connotaciones de discurso, modismo, y dialecto, con circulación, promiscuidad y traducibilidad. En este sentido último, finalmente, este capítulo también abordará el problema discutido del Americanismo, la cuestión sobre por qué y cómo un idioma estético desarrollado en un país pudo alcanzar una circulación trasnacional y global, y cómo este recuento puede agregar y modificar nuestro entendimiento del cine clásico.
Comienzo con un ejemplo que nos remonta a un paradigma estándar del modernismo del siglo veinte: el cine soviético y el contexto de las estéticas vanguardistas soviéticas. En el festival de cine silente de 1996 en Pordenone, el programa seleccionado fue una selección de películas tempranas soviéticas hechas entre 1918 y 1924, esto es, antes de la gran era del cine de montaje, antes de las obras canónicas de Sergei Eisenstein, V. I. Pudovkin, Dziga Vertov, y Alexandr Dovzhenko. La pregunta que guió la visión de estos filmes fue, ciertamente, cómo el cine ruso llegó desde lo Viejo hacia lo Nuevo dentro de un lapso bastante corto; cómo el cine de sofisticada puesta en escena de la era zarista, personificada por el trabajo de Yevgenij Bauer, fue desplazada por la estética del montaje soviético. Varios de los filmes mostrados confirman lo que los historiadores de cine, siguiendo a Lev Kuleshov, habían asumido vagamente antes: que esta transformación fue mediada, en un grado significante, por el impacto de Hollywood. Las películas americanas comenzaron a dominar las pantallas rusas tan temprano como 1915, y para 1916 se habían convertido en la importación principal extranjera. Películas hechas durante los años siguientes a 1917, incluso mientras escenificaban complots revolucionarios con propósitos de “agit”, podían mostrar interesantes continuidades temáticas con el cine zarista (en particular una fuerte crítica del patriarcado) y seguir conteniendo notables composiciones en profundidad4Sobre el cine del período zarista, ver las contribuciones de Paolo Cherchi Usai, Mary Ann Doane, Heide Schlüpmann, y las mías en dos tomos especiales de la revista Cinefocus 2.1 (otoño 1991) y 2.2 (primavera 1992). Cada vez más, sin embargo, la puesta en escena se descompone de acuerdo a los principios clásicos norteamericanos de la edición de continuidad, coherencia espacio-temporal, y causalidad narrativa. Un caso famoso es el debut directoral de Kuleshov en 1918, El Proyecto del Ingeniero Prait (Proekt inzhenera Prayta), un filme que utilizó guías de continuidad de estilo hollywoodiense en un quiebre polémico con el ritmo lento de las “películas de calidad” rusas5Ver Tsivian, “Between” y “Cutting”; y Thompson y Bordwell, 130 . Pero el “acento norteamericano” en el cine soviético -un ritmo más rápido de corte, encuadres cercanos, y el desglose del espacio diegético- fue más penetrante y puede ser encontrado también, en grados distintos de consistencia, en el trabajo de otros directores (Vladimir Gardin, Veslav Sabinskij, Ivan Perestiani). Hiperbólicamente hablando, se podría decir que el cine ruso se convirtió en cine soviético al pasar por un proceso de Americanización.
Para ser claros, la estética del montaje soviético no emergió enteramente del encuentro con la edición de continuidad propia del estilo de Hollywood; sería impensable sin los nuevos movimientos vanguardistas en el arte y teatro, sin el Constructivismo, el Suprematismo, el Productivismo, el Futurismo –impensable sin una política de transformación radical. Ni tampoco fue la edición de continuidad percibida como neutral, como simplemente la forma más “eficiente” de contar una historia. Fue parte y terreno del complejo del “Americanismo” (o como Kuleshov se refería, la “Americanitis”) que catalizó debates sobre la modernidad y movimientos modernistas en Rusia como en otros países6Ver, por ejemplo, Gramsci. Ver también Nolan; Saunders, esp. Caps 4 y 5 . Como en todos lados, el entusiasmo por todas las cosas norteamericanas, templado por una crítica del capitalismo, tomó una variante de significados, formas, y funciones. Al discutir sobre el impacto de lo norteamericano en el cine soviético, Yuri Tsivian distingue entre dos tipos de Americanismo: primero, préstamos estilísticos del tipo clásico descritos anteriormente (“Montaje americano”, “foreground americano”) y segundo, una fascinación con los “géneros bajos”, con los seriales de aventura, thrillers detectivescos, y comedias slapstick que, arguye Tsivian, fueron en realidad más influyentes durante los años de transición. Si el primer tipo de Americanismo aspiró a estándares formales de eficiencia narrativa, coherencia, y motivación, el segundo se preocupó más por las apariencias externas, la superficie sensual y material de los filmes norteamericanos; su uso de locaciones exteriores; su foco en la acción y la emoción, las proezas físicas y las atracciones; su tempo, franqueza, y planitud; su excentricidad y exceso de situaciones sobre la trama. (Tsivian, “Between” 39-43).
Tsivian analiza el Americanismo de los géneros “bajos” como una moda o gusto intelectual. Discerniendo “algo parecido a una mentalidad marginal” en la fascinación de Eisenstein o las FEKS con los melodramas de las “reinas de los seriales”, él sitúa la preferencia de los cineastas soviéticos por los “pulp fiction cinematográficos” (Victor Shlovsky) en el contexto de los ataques vanguardistas de izquierda al gran arte, a las pretensiones culturales y los ideales occidentales de naturalismo (Tsivian, “Between” 43) 7Un reclutamiento relacionado de la cultura “baja” popular para el ataque programático de la institución del arte puede ser encontrado en movimientos vanguardistas de Europa occidental, en particular el Dadá y el surrealismo. Lo que me interesa al respecto no es tanto el intertexto intelectual y artístico sino más la conexión que sugiere, a través de la distinción, entre las dos caras del cine norteamericano: la norma clásica, como una forma emergente que iba a dominar los mercados tanto domésticos como extranjeros durante décadas por venir, y lo aparentemente no clásico, o menos clásico, de la tendencia subyacente de géneros que estriban en algo distinto, o por lo menos, oblicuo a la norma clásica. Lo que también me interesa en las dinámicas del Americanismo y los filmes soviéticos es la forma en la que nos instan a reconsiderar la relación entre el cine clásico y el modernismo, una relación que en los estudios cinematográficos ha sido habitualmente pensada como una oposición, como un registro fundamentalmente incompatible.
La oposición entre clasicismo y modernismo tiene una historia venerable en la literatura, el arte y la filosofía, con el clasicismo ligado al modelo de tradición y el modernismo a la retórica de un quiebre con precisamente esa tradición (Pippin 4). En ese sentido general, no habría ningún problema con importar esta oposición dentro del campo del cine y la historia cinematográfica, con el cine clásico cayendo del lado de la tradición y las prácticas fílmicas alternativas del lado del modernismo. Sin embargo, si consideramos el cine como parte de la formación histórica de la modernidad, como un conjunto mayor de transformaciones culturales y estéticas, tecnológicas, económicas, sociales y políticas, la oposición entre el cine clásico y el modernismo, el último entendido como un discurso articulado y en respuesta a la modernidad, se convierte en un tema más complicado.
Uso aquí el “cine clásico” como un término técnico que ha jugado una parte crucial en la formación de los estudios cinematográficos como una disciplina académica. El término ha servido como un concepto fundacional en el análisis de la forma dominante del cine narrativo, personificado por Hollywood durante la era de los estudios. En ese respecto, “cine clásico” se refirió aproximadamente a la misma cosa, tanto si se hacía semiótica, teoría psicoanalítica del cine, poética neoformalista, o historia revisionista del cine. Esto no quiere decir que significó lo mismo, y solo un pequeño vistazo de sus momentos clave ilustrará las transvaloraciones y disyunciones del término.
No es coincidencia que la referencia a los productos de Hollywood como “clásicos” tenga un linaje francés. Tan temprano como en 1926, Jean Renoir usa la frase “clasicismo cinematográfico” (en este caso refiriéndose a Charlie Chaplin y Ernst Lubitsch) (citado en Elsaesser 52). Usos más específicos del término ocurren en Histoire de cinéma de Robert Brasillach y Maurice Bradèche, en particular en la segunda edición de 1943, revisada con un enfoque colaboracionista, donde los autores refieren al estilo que evolucionó en el cine sonoro norteamericano de 1933-39 como el “clasicismo del ‘talkie’”(citado en Bordwell, History 47) 8En relación con la edición anterior (1935), en la que otorga el término “clásico” al film silente nacional del período 1924-1929, Bordwell remarca que la invocación del término recuerda “la concepción común arte-historia de clasicismo como una estabilidad dinámica en la que las innovaciones se someten a un balance general de forma y función” (History 40). Acerca de la postura política de los autores, en especial Brasillach, ver Kaplan, caps 6 y 7; y Bordwell, History 38-41. Después de la Ocupación, los críticos, notablemente André Bazin, empezaron a hablar de la realización cinematográfica de Hollywood como “un arte clásico”. Ya en los cincuenta, Bazin celebraría La diligencia (Stagecoach, 1939) de John Ford como “el ejemplo ideal de la madurez de un estilo llevado a la perfección clásica”, comparando el filme con “una rueda, tan perfectamente realizado que permanece en equilibrio sobre su eje en cualquier posición” (Bazin, “Evolution” 149). Esta cualidad clásica del filme norteamericano, para citar la declaración bastante conocida de Bazin, no se debe al talento individual sino al “genio del sistema, la riqueza de su tradición siempre vigorosa, y su fertilidad cuando entra en contacto con nuevos elementos” (Bazin, “La Politique” 143, 154).
La primer gran transvaloración del concepto de cine clásico vino con la teoría cinematográfica posterior a 1968, en la crítica integral de la ideología direccionada contra el mismo sistema celebrado por Bazin. En esta crítica, formulada mediante líneas lacanianas y althusserianas y desde posiciones marxistas y luego feministas, el cine clásico de Hollywood fue analizado como un modo de representación que enmascara el proceso y el hecho de la producción, convierte discurso en diégesis, historia en relato y mito; como un aparato que sutura al sujeto en una coherencia e identidad ilusoria; y como un sistema de estrategias estilísticas que funden placer y significado para reproducir jerarquías sociales y sexuales dominantes9Ver, por ejemplo, Comolli, Jean-Louis Baudry, Christian Metz, Raymond Bellour, Stephen Heath, Laura Mulvey, y Colin MacCabe en Rosen. La noción de cine clásico elaborada en las páginas de Cahiers du Cinéma, Cinéthique, Screen, Camera Obscura y en otros lados, debió menos al ideal neoclasicista, como sí lo fue para Bazin y Rohmer, que a los escritos de Roland Barthes, en particular a S/Z (1970), donde conectó la etiqueta de un texto “clásico”, “legible”, ostensiblemente transparente, a la novela realista del siglo diecinueve10Ver Mayne. Una notable excepción a esta tendencia es Raymond Bellour, quien resalta los principios formales y estilísticos que funcionan en el cine clásico (patrones de repetición-resolución, rima, simetría, redundancia, entrelazados de micro y macroestructuras) por los que los filmes clásicos producen sus significados y efectos conscientes e inconscientes. Ver Bellour en Rosen. .
Otro giro en la concepción del cine clásico implica el rechazo de cualquier uso evaluativo del término, sea celebratorio o crítico, en favor de una consideración más descriptiva, presumiblemente sin valor y científicamente válida. Este proyecto ha encontrado su mayor realización más completa a la fecha en el estudio monumental e impresionante de David Bordwell, Janet Staiger y Kristin Thompson, El Cine Clásico de Hollywood: Estilo Cinematográfico y Modo de Producción hasta 1960 (1985). Los autores conciben al cine clásico como un sistema integral y coherente, un sistema que interrelaciona un modo específico de producción (basado en principios fordistas de organización industrial) y un conjunto de normas estilísticas interdependientes que fueron elaboradas hacia 1917 y permanecieron más o menos en su lugar hasta aproximadamente 1960. La noción subyacente del estilo fílmico clásico, arraigada en las poéticas neoformalistas y la psicología cognitiva, se superpone en parte a la explicación del paradigma clásico en las teorías cinematográficas de los setenta, particularmente en relación a los principios del dominio narrativo, narración lineal y discreta centrada en la psicología y el agenciamiento de personajes individuales, y el montaje de continuidad. Pero donde los teóricos psicoanalistas-semióticos determinan con precisión los mecanismos inconscientes de identificación y los efectos ideológicos del “realismo”, Bordwell y Thompson acentúan una exhaustiva motivación y coherencia de causalidad, espacio, y tiempo; claridad y redundancia para guiar las operaciones mentales del espectador; patrones formales de repetición y variación, rima, balance y simetría; y en general una unidad y clausura compositiva. Según la formulación de Bordwell, “los principios que Hollywood afirma suyos dependen en nociones de decoro, proporción, armonía formal, respeto por la tradición, mímesis, artesanía humilde, y un calmo control de la respuesta del perceptor -cánones que los críticos de cualquier medio usualmente llaman ‘clásico’” (Bordwell et al. 3-4).
Tal definición no es sólo genéricamente “clásica” sino que más específicamente retoma estándares neoclasicistas, desde teorías neo-aristotélicas de siglo XVII sobre el drama a ideales de siglo XVIII de la teoría de la música, la arquitectura y la estética 11Rick Altman discute la relación problemática del concepto de Bordwell de clasicismo cinematográfico con sus antecedentes literarios franceses (15-17) (no quiero igualar las estéticas del siglo XVIII en general con la tradición neoclasicista, como así tampoco con una reducción ahistórica de los principios neoformalistas; el siglo XVIII estuvo por lo menos tan preocupado con el afecto y el efecto, con la teatralidad y la sensación, la pasión y el sentimiento, como con el balance de la forma y función.) Así como los antecedentes literarios y estéticos que invocan la antigüedad clásica como un modelo –recordemos la definición de Stendhal sobre el clasicismo como un estilo que “da el mayor placer posible a los ancestros de una audiencia” (citado en Bordwell et al. 367-68)-, las dinámicas temporales del término “clásico” aplicado a la cinematografía son retrospectivas; el énfasis es sobre la tradición y la continuidad más que con la novedad como diferencia, disrupción y cambio.
Observo cierto placer revisionista en afirmar el poder y persistencia de estándares clásicos en el advenimiento de una imagen popular de Hollywood como cualquier otra cosa salvo decoroso, armonioso, tradicional y calmo. Pero, ¿cómo nos ayuda esto a tomar en cuenta el atractivo de filmes tan diversos como Lonesome (Paul Fejos, 1928), Liberty (Leo McCarey, 1929), Fenómenos (Freaks, Tod Browning, 1932), Vampiresas 1933 (Gold Diggers of 1933, Mervyn LeRoy, 1933), Madre (Stella Dallas, King Vidor, 1937), Fallen Angel (Otto Preminger, 1945), Bésame mortalmente (Kiss Me Deadly, Robert Aldrich, 1955), Bigger Than Life (Nicholas Ray, 1956), Rock-a-Bye Baby (Frank Tashlin, 1958) (añada sus propios ejemplos)? E incluso si tuviéramos éxito en mostrar estos filmes como construidos sobre principios clásicos -lo cual estamos seguros que puede ser hecho-, ¿qué hemos demostrado? Repitiendo la pregunta de Rick Altman en un ensayo que desafía el modelo de Bordwell, Staiger y Thompson: “¿Qué tan clásica fue la narrativa clásica?” (14). Los intentos por responder esta pregunta retórica se han concentrado más en lo que fue dejado de lado, marginalizado o reprimido, en el recuento totalizante del cine clásico -en particular, el fuerte substrato de melodrama teatral con sus usos del espectáculo y la coincidencia, como así también géneros como la comedia, el horror, y la pornografía que involucran al cuerpo del espectador y las respuestas sensorio-afectivas en maneras tales que no exactamente se conforman con ideales clásicos12El debate sobre el melodrama en el estudio del cine es extensivo. Ver el ensayo original de Hansen para ver fuentes. También se encuentra minimizado el rol del género en general, específicamente la división afectiva-estética de la labor entre géneros como estructurante del consumo de los filmes de Hollywood. Un rol incluso menor es dado a las estrellas y el estrellato, que no pueden ser reducidos a la función narrativa del personaje y, como el género, pero incluso más todavía, implican las esferas de la distribución, prácticas de exhibición, y recepción. El Cine Clásico de Hollywood explícitamente y, debería decirse, con consistencia autoimpuesta, agrupa la historia de la recepción y de la cultura del film –junto con las interrelaciones del cine con la cultura norteamericana en general.
No es mi intención impugnar los logros del trabajo de Bordwell, Staiger y Thompson; su libro logra iluminar aspectos cruciales respecto a cómo funciona el cine de Hollywood, y recorre un largo camino para dar cuenta de la estabilidad y la persistencia de esta particular forma cultural. Mi interés radica principalmente en dos cuestiones que este libro no menciona, o menciona simplemente para esquivar. Una cuestión tiene que ver con la historicidad del cine clásico, en particular su contemporaneidad con los modernismos del siglo XX y la cultura moderna; la otra cuestión es en qué medida y cómo el concepto puede ser usado para dar cuenta de la hegemonía mundial de Hollywood. Para comenzar, hay un cierto anacronismo involucrado en afirmar la prioridad de principios estilísticos modelados en el neoclásico de los siglos XVII y XVIII. Estamos lidiando con una formación cultural que fue, al fin y al cabo, percibida como la encarnación de lo moderno, un medio estético actualizado a los métodos fordistas-tayloristas de producción industrial y consumo masivo, con cambios drásticos en relaciones sociales, sexuales y de género, en la tela material de la vida cotidiana, en la organización de la percepción sensual y la experiencia. Para los contemporáneos, Hollywood en su período presumiblemente más clásico figuró como el mero símbolo de la contemporaneidad, el tiempo presente, moderno: “Este período nuestro”, como Gertrude Stein famosamente lo dijo, “fue sin dudas el período del cine y de las producciones en serie” (Stein, “Portraits” 177) 13Para un recuento crítico de las dimensiones industriales, políticas y culturales del fordismo, ver Smith. Y mantuvo ese atractivo no solo para los artistas vanguardistas e intelectuales en los Estados Unidos y en las capitales modernizantes del mundo (Berlín, París, Moscú, Shanghái, Tokio, San Pablo, Sídney, Bombay), sino también para los públicos masivos emergentes tanto locales como foráneos. Cualesquiera sean las condiciones económicas e ideológicas de su hegemonía -y no deseamos bajo ningún motivo desacreditarlas-, el cine clásico de Hollywood podría ser imaginado como una práctica cultural a la par de la experiencia de la modernidad, como un modernismo vernacular producido industrialmente y basado en las masas.
En los estudios cinematográficos, la coyuntura de lo clásico y lo moderno ha sido, en la mayor parte, escrita como una historia bifurcada. La crítica del cine clásico en la teoría del cine de los setentas se hizo cargo de un legado estructuralista de binarismos, como la oposición de Barthes entre lo “legible” y lo “escribible” que fue traducido en la concepción binaria de la práctica fílmica tanto como “clásico-idealista”, esto es, ideológico, o “modernista-materialista”, o sea, auto reflexivo y progresista. Este es el caso particular de la teoría y la práctica del “contra-cine” que David Rodowick apodó “modernismo político” -desde Jean-Luc Godard y Peter Gidal hasta Noël Burch, Peter Wollen, Stephen Heath, Laura Mulvey y otros-, que debe mucho al resurgimiento de la recepción tardía de la vanguardia de izquierda de los veinte y los treinta, notablemente Bertolt Brecht14Ver Rodowick. También ver el ensayo original de Hansen para fuentes adicionales. Asimismo, la polarización del cine clásico y el modernismo pareció suficientemente garantizada por el escepticismo frente a la auto promoción de Hollywood como lo “moderno internacional”, considerando cuánto la celebración sobre la contemporaneidad, juventud, vitalidad y franqueza del cine norteamericano formaba parte de la propia mitología de la industria desplegada para legitimar las prácticas de negocio despiadadas y la expansión implacable del poder económico mundial.
Mientras el enfoque neoformalista de Bordwell, Staiger y Thompson le debe hasta cierto punto a la tradición político-modernista, El Cine Clásico de Hollywood refunde los binarismos de lo clásico y lo moderno de dos maneras15Ver, por ejemplo, Thompson y Bordwell, “Space”; Thompson, Breaking, parte 6; y Bordwell, Narration, cap. 12 . En el nivel de la organización industrial, la modernidad del modo de producción hollywoodiense (el fordismo) es subsumida bajo la meta de mantener la estabilidad del sistema en su conjunto; por lo tanto, cambios tecnológicos y económicos mayores, como la transición al sonido, son discutidos en términos de una búsqueda por “equivalentes funcionales” por los cuales la institución se asegura de la continuidad general del paradigma (Bordwell et al. 304). En un sentido similar, cualquier desviación estilística del tipo modernista dentro del cine clásico -ya sean importaciones de la vanguardia europea y cine-arte, films noir nativos, o trabajos de autores idiosincráticos tales como Orson Welles, Alfred Hitchcock, y Otto Preminger- son citadas como evidencia de la asombrosa flexibilidad apropiativa del sistema: “Tan poderoso es el paradigma clásico que regula aquello que pueda violarlo” (Bordwell et al. 81) 16Tales declaraciones tienen una extraña similitud con el análisis de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno sobre la “Industria Cultural” como una totalidad absorbente en Dialéctica de la Ilustración (1944;1947), aunque obviamente sin la desesperación y el pesimismo que inspiró el análisis.
Sin duda, existe un amplio precedente por fuera de la historia del cine sobre la asimilación de lo moderno a los estándares clásicos o neoclasicistas; después de todo, los historiadores de arte hablan de un “modernismo clásico” (Picasso, de Chirico, Léger, Picabia), y hubo tendencias similares en la música (Reger, Stravinsky, Poulenc, de Falla, por solo nombrar algunos). En la arquitectura moderna (Le Corbusier, Gropius, la Bauhaus), podemos ver la unión de la estética de la máquina a una noción de funciones presumiblemente naturales, y en el modernismo literario, tenemos neoclasicistas autoproclamados como T. E. Hulme, Wyndham Lewis, Ernst Jünger, y Jean Cocteau. En la genealogía de la teoría cinematográfica, uno de los manifiestos fundacionales del cine clásico es El cine. Un estudio psicológico de Hugo Münsterberg (1916), un tratado de estética neokantiana aplicadas al cine. Su autor fue de hecho más conocido por sus libros sobre la psicología y la eficiencia industrial que se volvieron trabajos estándares en la publicidad y gerencia moderna. Pero estos ejemplos deberían ser aún más la razón por la cual un historiador debe detenerse y considerar las implicaciones de estas coyunturas que se revelan ellas mismas como incrementalmente menos disyuntivas con el paso de la modernidad, la desintegración de lo hegemónico o alto modernismo, y la aparición de modernismos alternativos desde la perspectiva de la posmodernidad.
Un problema clave parece recaer en el mismo concepto de lo “clásico” -como categoría histórica que implica la trascendencia de la mera historicidad, como una forma hegemónica que reclama un atractivo transcultural y universalidad. Ya en sus usos del siglo XVII y XVIII, la apelación neoclasicista a la tradición, cualquiera sea la forma en la que un original previo haya sido malinterpretado o inventado, no nos lleva a través de la historia, sino hacia un ideal transhistórico, un sentido eterno de belleza, proporción, armonía y balance derivados de la naturaleza. No es coincidencia que la consideración neoformalista del cine clásico esté vinculada y elaborada en el trabajo de Bordwell al proyecto fundacional de los estudios cinematográficos en el marco de la psicología cognitiva17Ver Bordwell et al. 7-9, 58-59; Bordwell, Narration, cap. 3 y pássim; y Bordwell, “Cognitivism”. Bajo el esfuerzo de hacer del cognitivismo un paradigma central en los estudios cinematográficos, Bordwell es acompañado por, entre otros, Noël Carroll; ver Bordwell y Carroll. El Cine Clásico de Hollywood ofrece una explicación impresionante de una particular formación histórica de la institución del cine norteamericano, siguiendo su aparición en términos de la evolución del estilo fílmico (Thompson) y modo de producción (Staiger). Pero una vez que “el sistema” está en su lugar (aproximadamente a partir de 1917), su ingenio y su estabilidad son atribuidos al compromiso óptimo de las estructuras mentales y las capacidades perceptuales que están, en palabras de Bordwell, “biológicamente cableadas” y lo han estado por decenas de miles de años18Bordwell, “La Nouvelle Mission” 23; ver también On the History of Film Style, 142; y Bordwell, “Convention” 87-107. La narración clásica en última instancia equivale a un método para guiar óptimamente la atención del espectador y maximizar su respuesta mediante tramas más intrincadas y tensiones emocionales. El intento de dar cuenta de la eficacia de los principios estilísticos clásicos con el recurso hacia la psicología cognitiva coincide con el esfuerzo de expandir el reino de los objetivos clásicos hacia los tipos de prácticas fílmicas por fuera de Hollywood que habían, hasta entonces, sido percibidas como alternativas (más recientemente en el trabajo de Bordwell sobre Feuillade y otras tradiciones europeas de puesta en escena), así también como más allá del período histórico demarcado en el libro (es decir, hasta 1960) 19Ver Bordwell, “La Nouvelle Mission”; On the History of Film Style, cap. 6; y Bordwell et al. Cap. 30.
¿Cómo podemos restaurar la especificidad histórica al concepto del cine clásico de Hollywood? ¿Cómo podemos hacer productiva la tensión anacrónica entre la combinación del estilo neoclasicista y la cultura de masas fordista para un entendimiento de tanto el cine de Hollywood como una modernidad mediada por la masa? ¿Cómo distinguimos, dentro de la categoría de lo clásico, entre norma natural, forma canónica cultural, y una estrategia retórica que tal vez permitió la articulación de algo radicalmente nuevo y diferente bajo la forma de una continuidad de la tradición? ¿Puede haber alguna consideración sobre el clasicismo que no reproduzca involuntariamente, al nivel del discurso académico, las normas universalistas movilizadas principalmente con propósitos de lucro, expansión y contención ideológica? ¿O no sería mejor abandonar enteramente el concepto de cine clásico y en su lugar, como Philip Rosen y otros han optado hacer, usar el término más neutral de “cine dominante (mainstream)” (8)?
Por un lado, no creo que el término “mainstream” sea necesariamente más claro, mucho menos neutral o inocente; además de la connotación de un flujo cuasi-natural, sugiere una homogeneidad que ubica corrientes laterales y contracorrientes por fuera o en los márgenes más que abordar las formas en las que al mismo tiempo se convierten en parte de la institución y difuminan sus límites. Por otro, diría que, por ahora, el cine clásico sigue siendo un término más preciso porque nombra un régimen de productividad e inteligibilidad que es específico tanto histórica, como culturalmente, por mucho que se transmita como eterno y natural (y los esfuerzos en hacer eso son parte de su historia). En ese sentido, sin embargo, tomo el término para referir menos a un sistema de normas funcionalmente interrelacionadas y un conjunto correspondiente de objetos empíricos, más como a un andamio, una matriz, o red que permite una amplia gama de efectos y experiencias estéticas -esto es, para configuraciones culturales que son más complejas y dinámicas que la consideración más acertada de su función dentro de cualquier sistema único pueda transmitir y que requiere tipos más abiertos, promiscuos e imaginativos de investigación20Patrice Petro, haciendo uso del trabajo de Karsten Witte y Eric Rentschler, contrasta esta cualidad centrífuga del cine de Hollywood de literalización de las normas clásicas en el cine nazi: “el cine nazi 21en sus estrategias de tentación visual y simultánea contención narrativa representa la teoría (de la narrativa clásica hollywoodiense) puesta en práctica más que la práctica (de realización hollywoodiense) puesta en teoría” (Petro 54).
Desde esta perspectiva, se podría argumentar que sería más apropiado considerar al cine clásico de Hollywood dentro del marco de “cine nacional norteamericano”. Tal reencuadre nos permitiría, entre otras cosas, incluir las prácticas cinematográficas independientes y contrarias al impulso de Hollywood, como los “filmes étnicos (race films)”, las prácticas cinematográficas regionales, subculturales, y experimentales. Mientras esta estrategia es importante, especialmente para enseñar cine norteamericano, el tema del rol de Hollywood en definir y negociar la nacionalidad norteamericana me llama la atención por ser más complicado. Si queremos “provincializar Hollywood”, para invocar el mandato de Dipesh Chakrabarty al respecto de “provincializar” los recuentos europeos sobre la modernidad, no es suficiente considerar el cine norteamericano a la par de otros cines nacionales –en tanto que esa misma categoría en muchos casos describe formaciones defensivas formadas en competición con y en resistencia a productos hollywoodienses (20). En otras palabras, el problema de la clasicalidad está atado a la pregunta sobre qué constituyó la hegemonía de las películas norteamericanas a escala mundial y qué les aseguró el impacto histórico que tuvieron, para mejor o peor, dentro de un amplio rango de diferentes contextos locales y cines nacionales diversos.
La pregunta sobre qué constituye el poder de Hollywood a una escala global nos regresa al fenómeno del Americanismo discutido tempranamente en conexión con el cine soviético. Me concierne el Americanismo aquí no como una cuestión de excepcionalidad, de ideología de consenso, o poder crudo económico, aunque ninguno de estos aspectos puede ser ignorado, sino más como una práctica de circulación cultural y hegemonía. Victoria de Grazia ha argumentado que el Americanismo todavía no ha sido analizado, más allá de las etiquetas polarizadas de, respectivamente, imperialismo cultural y difusión mundial del Sueño Americano, como “un proceso histórico por el cual la experiencia americana fue transformada en un modelo universal de la sociedad de negocios basada en tecnología avanzada y la promesa de igualdad social y consumo masivo ilimitado” (73). Independientemente de lo ideológicas que estas promesas puedan resultar o no, de Grazia observa que, a diferencia de prácticas imperialistas tempranas de vertido colonial, las exportaciones culturales norteamericanas “fueron diseñadas para ir tan lejos como el mercado las lleve, empezando desde su hogar”. En otras palabras, “las exportaciones culturales compartían las características básicas de la cultura de masas norteamericanas, pretendiendo por ese término no solo los artefactos culturales y formas asociadas, pero también los valores civiles y las relaciones sociales de la primera sociedad capitalista de masas” (77).
En relación al cine clásico, se podría tomar este argumento para sugerir que los mecanismos hegemónicos por los cuales Hollywood tuvo éxito en amalgamar una diversidad de tradiciones, discursos e intereses en competencia al nivel de lo doméstico pueden haber explicado al menos algo del atractivo generalizado y la robustez de los productos hollywoodienses en el extranjero (un éxito en el cual el perfil diaspórico, relativamente cosmopolita de la comunidad hollywoodiense sin duda también jugó una parte). En otras palabras, forjando un mercado de masas a partir de una sociedad étnica y culturalmente heterogénea, aunque usualmente a la expensa de “otros” raciales, el cine clásico norteamericano desarrolló un modismo, o modismos, que viajaron más fácilmente que el de sus rivales nacionales populares. No deseamos resucitar el mito del cine como un nuevo “lenguaje universal” cuyos primeros promotores incluyeron D. W. Griffith y Carl Laemmle, fundador de la Universal Film Company, ni tampoco queremos pasar por alto las prácticas de negocio por las cuales la industria de cine norteamericana aseguró la dominancia de sus productos en mercados extranjeros, en particular a través del control de la distribución y los locales de exhibición22Sobre el rol de los mercados extranjeros para la industria cinematográfica norteamericana, ver Thompson, Exporting. También ver Hansen, Babel 76-81, 183-87. Pero sí creemos que, nos guste o no, las películas norteamericanas del período clásico ofrecieron algo parecido al primer vernáculo global. Si este vernáculo tuvo una resonancia transnacional y traducible, fue no solo por su movilización óptima de estructuras biológicamente cableadas y plantillas de narrativas universales sino, más importante aún, porque jugó un rol clave en la mediación de discursos culturales en competencia sobre la modernidad y la modernización, porque articuló, multiplicó y globalizó una experiencia histórica particular.
Si el cine clásico de Hollywood triunfó como lenguaje modernista internacional de forma masiva, lo hizo no por su presumible forma universal narrativa sino porque significó diferentes cosas para distintas personas y públicos, tanto en su lugar como fuera. No debemos olvidarnos que estos filmes, junto con otras exportaciones culturales masivas, fueron consumidos en contextos y condiciones de recepción localmente específicos y desigualmente desarrollados; que ellos no solo tuvieron un impacto nivelador sobre las culturas indígenas pero que también desafiaron arreglos predominantes sociales y sexuales y avanzaron nuevas posibilidades de identidad social y estilos culturales; y que estos filmes también fueron modificados en este proceso. Muchos filmes fueron literalmente alterados, tanto para mercados particulares de exportación (por ejemplo, la conversión de los finales felices norteamericanos a los finales trágicos para estrenos rusos) y por prácticas de censura, marketing, y programación en los países en donde eran distribuidas, sin mencionar las prácticas de doblaje y subtitulado. Por sistemático que el esfuerzo de conquistar mercados extranjeros haya indudablemente sido, la efectiva recepción de los filmes hollywoodienses fue probablemente un proceso mucho más azaroso y ecléctico dependiendo en una variedad de factores. ¿Cómo fueron las películas programadas en el contexto de las culturas locales de cine, en particular en convenciones de exhibición y recepción? ¿Qué géneros fueron preferidos en qué lugares (por ejemplo, el slapstick en los países europeos y africanos, los musicales y los dramas históricos de vestuario en India), y cómo fueron los géneros norteamericanos disueltos y asimilados en diferentes tradiciones de género, diferentes conceptos de géneros? ¿Y cómo figuraron las importaciones norteamericanas dentro del horizonte público de recepción que probablemente incluían tanto a los productos indígenas como películas de otros países extranjeros? Escribir la historia internacional del cine clásico de Hollywood, entonces, es cuestión de rastrear no solo sus mecanismos de estandarización y hegemonía, pero también las diversas formas en las que este cine fue traducido y reconfigurado tanto en contextos locales como translocales de recepción.
El Americanismo, a pesar de Antonio Gramsci (como así también las recientes críticas a Gramsci y el fordismo de izquierda), no puede simplemente ser reducido a un régimen de producción mecanizada, una apariencia ideológica de disciplina, abstracción, reificación, por nuevas jerarquías y rutas de poder. Tampoco puede ser reducido a las estéticas maquinarias de modernismo alto e intelectual. No podemos entender el atractivo del Americanismo a menos que tomemos seriamente las promesas de consumo masivo y los sueños de una cultura de masas, a menudo en exceso y en conflicto con los regímenes de producción que engendraron esa cultura masiva (un proceso que fue denominado “Americanización desde abajo”) 23La frase “Americanización desde abajo” es usada por Maase en su estudio sobre la cultura juvenil de la Alemania Occidental de los cincuenta (19). En otras palabras, tenemos que entender las condiciones materiales y sensoriales bajo las cuales la cultura masiva norteamericana, incluido Hollywood, fue recibida y pudo haber funcionado como una matriz poderosa para los impulsos liberadores de la modernidad –sus momentos de abundancia, juego y posibilidad radical, sus atisbos de colectividad e igualdad social (esta última marcada por la excoriación de sus oponentes del Americanismo como un ”nuevo matriarcado”) 24Sobre la diferente economía de relaciones de género connotada por la cultura norteamericana en la Alemania de Weimar, ver Nolan 120-27.
La coyuntura del cine clásico y la modernidad nos recuerda, finalmente, que el cine no solo fue parte y síntoma de la experiencia de la modernidad y la percepción de crisis y convulsión; fue también, más importantemente, el horizonte cultural más inclusivo en donde los efectos traumáticos de la modernidad se vieron reflejados, rechazados o repudiados, transmutados o negociados. Que el cine haya sido capaz de una relación reflexiva con la modernidad y la modernización fue registrado por sus contemporáneos bastante tempranamente. He leído los escritos de Benjamin y Siegfried Kracauer de los veinte y los treinta como, entre otras cosas, un esfuerzo por teorizar esta relación como un nuevo modo de reflexibilidad (Hansen, “Benjamin and Cinema”, y “America, Paris, the Alps”). Ni simplemente un medio para la representación realística (en el sentido de las nociones marxistas de reflexión o Widerspiegelung), ni particularmente preocupados por la autorreflexión formalista, el cine comercial pareció realizar la alegoría de Johann Gottlieb Fichte sobre la reflexión como “mirar con un ojo agregado” en el sentido más literal, y lo hizo no solo al nivel de la cognición individual y filosófica sino a una escala masiva (J. G. Fichte, citado en Beck, Giddens, y Lash 175). También tomo de debates sociológicos más recientes sobre la “modernización reflexiva” (Beck, Giddens y Lash), un concepto desplegado para distinguir la fase de riesgo consciente de la actual post-, o segunda modernidad de, presumiblemente, una primera modernidad más resuelta, ortodoxa y simple. Sin embargo, argumentaría (aunque no puedo en tanto detalle aquí) que la modernización inevitablemente provoca la necesidad de reflexividad y que, si los sociólogos considerasen al cine en términos estéticos y sensoriales más que como otro mero medio de información y comunicación, ellos encontrarían evidencia amplia tanto en cines norteamericanos como en otros del período de entreguerras de una reflexividad tanto modernista como vernacular 25Ver Beck, Giddens, Lash; ver también Giddens, Modernity and Self-Identity. Lash, en “Reflexive Modernization”, critica a sus coautores tanto por la noción de un modernismo “alto” o simple” y por su negligencia acerca de la “dimensión estética”, pero él no desarrolla esto último en términos de cambios en la institución del arte y de los nuevos regímenes de percepción sensorial emergentes en la modernidad mediada por la masa.
Esta dimensión de la reflexividad es clave para establecer que el cine no representó solo un tipo de esfera pública específicamente moderna, pública entendida aquí como un “horizonte social de experiencia”, sino también que este nuevo público masivo pudo haber funcionado como una forma discursiva en la que las experiencias individuales podían ser articuladas y encontrar reconocimiento en tanto sujetos y otros, incluyendo extranjeros 26Esto no es decir que el cine fue único u original en crear un tipo moderno de público. Fue parte y tomó prestado de todo un abanico de instituciones –grandes almacenes, ferias mundiales, turismo, parques de diversión, vodevil, etc.- que involucraron nuevos regímenes de percepción sensorial y nuevas formas de sociabilidad. Al mismo tiempo, el cine representó, multiplicó y desterritorializó estos nuevos regímenes experienciales. Mi entendimiento de la esfera pública como un “horizonte de experiencia” general y social le debe a Negt y Kluge. Kracauer, en sus momentos más utópicos, entendió el cine como una esfera pública alternativa –tanto a las instituciones burguesas del arte, la educación y la cultura, y las arenas tradicionales de la política- un horizonte imaginativo en donde, por más comprometidos que hayan estado por sus fundaciones capitalistas, algo parecido a una verdadera democratización de la cultura parecía estar teniendo lugar, en sus palabras, una “autorrepresentación de las masas sujetas al proceso de mecanización” 27Siegfried Kracauer, “Berliner Nebeneinander: Kara-Iki –Scalla-Ball im Savoy- Menschen im Hotel”, Frankfurter Zeitung, 17 de febrero, 1933, mi traducción. El cine sugirió esta posibilidad no solo porque atrajo e hizo visible a sí mismo y a la sociedad un público de masas emergente y heterogéneo ignorado y despreciado por la cultura dominante. El nuevo medio también ofreció una alternativa porque involucró las contradicciones de la modernidad en el nivel de los sentidos, en el que el impacto de la tecnología moderna en la experiencia humana fue más palpable e irreversible. En otras palabras, el cine no solo negoció en la producción masiva de los sentidos, sino que también proveyó un horizonte estético para la experiencia de la sociedad de masas industrial.
Mientras que las observaciones de Kracauer se basaron en sus idas al cine en la Alemania de Weimar, atribuyó esta reflexividad sensorial más a menudo al cine norteamericano, en particular la comedia slapstick con sus orgías bien coreografiadas de demolición y choques entre la gente y las cosas. La lógica que él distinguió en los films slapstick apunta una disyunción dentro de la cultura de masas fordista, una posibilidad de suplemento anárquico generado bajo los mismos principios: “Alguien tiene que aceptar esto de los norteamericanos: con las películas slapstick ellos han creado una forma que ofrece un contrapeso a su realidad. Si en esa realidad ellos sujetan al mundo a una disciplina usualmente inaguantable, la película en cambio desmonta este orden autoimpuesto bastante a la fuerza” 28Siegfried Kracauer, “Artistisches und Amerikanisches”, Frankfurter Zeitung, 29 de enero, 1926, mi traducción. El potencial reflexivo de la comedia slapstick puede ser, y ha sido, argumentado una cantidad numerosa de veces, bajo los niveles de la trama, performance, y puesta en escena, y dependiendo en las inflexiones particulares del género. Además de articular y jugar juegos con la violencia de los regímenes tecnológicos, mecanización y el tiempo del reloj, los filmes slapstick también se especializaron en desinflar el terror del consumo, de una nueva cultura del estatus y la distinción. De la misma forma, el género fue un sitio vital para comprometerse entre los conflictos y las presiones de una sociedad multiétnica (piénsese en los muchos performers judíos que tematizaron las discrepancias entre las identidades diaspóricas y la movilidad ascendente, desde Larry Semon, pasando por Max Davidson y George Sydney). Y, no menor, la comedia slapstick permitió una expresión más lúdica y física de las ansiedades sobre roles de género cambiantes y nuevas formas de sexualidad e intimidad.
Pero, ¿qué pasa con los otros géneros? ¿Y qué con los filmes de narrativa popular que se ajustan más a las normas clásicas? Una vez que empezamos a ver a los films de Hollywood como tanto una respuesta provincial a la modernización y un vernáculo para las experiencias diferentes, diversas pero comparables, podemos descubrir que los géneros como el musical, el terror, o el melodrama pueden ofrecer el mismo potencial reflexivo que la comedia slapstick, con apelaciones específicas a esos géneros y resonancias específicas en diferentes contextos de recepción. Esto es para sugerir que la reflexividad puede tomar diferentes formas y diferentes direcciones afectivas, tanto en filmes individuales y obras autorales, como en la división estética de la labor entre los géneros de Hollywood, y que la reflexividad no siempre tiene que ser crítica o inequívoca. Por el contrario, la dimensión reflexiva de estos filmes puede haber consistido precisamente en las formas en las que ellas permitieron a sus espectadores confrontar la ambivalencia constitutiva de la modernidad.
La dimensión reflexiva de los filmes de Hollywood en relación con la modernidad puede tomar formas cognitivas, discursivas y narrativizadas, pero está crucialmente anclada a la experiencia sensorial y al afecto sensacional, a procesos de identificación mimética que son generalmente parciales y excesivos en relación a la comprensión narrativa. Benjamin, al escribir sobre la eliminación de la distancia en los nuevos regímenes de percepción de la publicidad y el cine, ve en los gigantes carteles publicitarios que presentan las cosas en nuevas proporciones y colores un trasfondo para una “sentimentalidad 29… restaurada en su salud y liberada en el estilo americano”, de la misma manera que en el cine “la gente a la que ya nada conmueve o toca aprende a llorar de nuevo” (Benjamin, “One-Way Street” 476; traducción modificada). La razón por la que la comedia slapstick impactó localmente y floreció mundialmente no fue una razón crítica sino la propulsión de los filmes de los cuerpos de sus espectadores hacia la risa. Y los seriales de aventura tuvieron éxito porque comunicaban una nueva velocidad, energía y economía sexual, no solo en la Rusia soviética ni entre los intelectuales vanguardistas. Una y otra vez, los escritos sobre el cine norteamericano del período de entreguerra acentúan la nueva fisicalidad, la superficie exterior o “piel exterior” de las cosas (Antonín Artaud), la presencia material de lo cotidiano, como lo dijo Louis Aragin, “objetos realmente comunes, todo lo que celebra vida, no alguna convención artificial que excluye la carne en conserva y latas de esmalte” (Antonín Artaud, citado en Kracauer 189; Aragón 165). Tomo tales dichos para sugerir que la dimensión reflexiva y modernista del cine norteamericano no requiere necesariamente que demuestre una función cognitiva, compensatoria o terapéutica en relación a la experiencia de la modernidad, sino que, en un sentido muy básico, incluso los filmes más ordinarios y comerciales estaban envueltos en la producción de una nueva cultura sensorial.
Hollywood no solo circuló imágenes y sonidos; produjo y globalizó un nuevo sensorio; constituyó, o intentó constituir, nuevas subjetividades y sujetos. El atractivo masivo de estos filmes residió tanto en su habilidad para confrontar a los espectadores al nivel cognitivo narrativo o en su provisión de modelos de identificación para ser moderno como lo hizo en el registro de lo que Benjamín llamó “inconsciente óptico” 30Benjamin desarrolla la noción de un “inconsciente óptico” en “A Short History of Photography” y “The Work of Art”. No fue solo lo que estos filmes mostraron, lo que trajeron a la consciencia óptica, sino la forma en la que abrieron modos de percepción sensorial y de experiencia hasta aquí insospechados, su habilidad para sugerir una organización diferente del mundo diario. Indiferentemente de si esta nueva visualidad tomó la forma de los sueños o de las pesadillas, marcó un modo estético que era decididamente no clásico -por lo menos no si literalizamos ese término y lo reducimos a principios formales y estilísticos neoclasicistas. Pero, si entendemos lo clásico en el cine norteamericano como una metáfora de un vernáculo global sensorial más que como un modismo narrativo universal, entonces sería posible imaginar los dos Americanismos operando en el desarrollo del cine soviético -la fascinación modernista con lo “bajo”, géneros sensacionales y de atracción y el ideal clasicista de la eficiencia formal y narrativa- como dos vectores del mismo fenómeno, ambos contribuyendo a la hegemonía del cine de Hollywood. Esto tal vez sea una fantasía: la fantasía de un cine que puede ayudar a sus espectadores a negociar la tensión entre la cosificación y la estética, bien entendida, las posibilidades, ansiedades, y costos de un horizonte sensorial y experiencial expandido –la fantasía, en otras palabras, de una esfera pública de masas capaz de responder a la modernidad y a sus promesas fallidas. Ahora que la cultura de medios posmoderna está ocupada reciclando las ruinas de tanto el cine clásico como la modernidad, tal vez estemos en una mejor posición para ver los residuos de un mundo soñado de la cultura de masas que ya no es más nuestro –y que, empero, hasta cierto punto lo sigue siendo.
Hansen, M. (2023). La producción masiva de los sentidos, laFuga, 27. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-produccion-masiva-de-los-sentidos/1152