I
La revolución digital, la lenta desaparición de las salas de cine, incluso la paralización casi completa de la producción y exhibición cinematográficas durante la pandemia por covid, ha vuelto a poner de actualidad el tema de la muerte del cine. El nuevo siglo ha visto la aparición de numerosas obras de autores que, como Cherchi Usai (2001), Rodowick (2007), Bellour (2012), Aumont (2012), Gaudreault y Marion (2013), Baecque (2021), entre otros muchos, se interrogan sobre el porvenir del cine o cuestionan la supervivencia de este arte. Pero el temor a la muerte del cine ha sido una constante a lo largo de toda su historia. André Gaudreault y Philippe Marion han denominado «efecto RIP» a esta permanente amenaza, al hecho de que cada cierto tiempo se haya producido el cuestionamiento radical del medio cinematográfico. Los dos profesores hablan incluso de ocho muertes del cine que en realidad son también ocho resurrecciones. Ya durante los veinte primeros años de su existencia desaparecieron deter- minadas formas de entender el cine, como la exhibición en ferias o la venta por alquiler, que, lejos de suponer el final de este joven medio, se convir- tieron en la raíz del nacimiento primero del cinematógrafo como industria y después de su institucionalización artística. En las décadas siguientes tendrán lugar otros acontecimientos que serán vistos como una amenaza para su supervivencia sin que se haya producido la tan temida muerte: el tránsito del mudo al sonoro, la llegada de la televisión, la extensión por todas las casas del magnetoscopio o del video, el triunfo del mando a dis- tancia y del zapping, y, finalmente, la sustitución de la imagen analógica por la digital.
El paso del registro químico de impresión de imágenes a la codificación digital produce, ciertamente, una transformación completa del cine, que afecta a la creación, proyección y recepción del filme. El conjunto de fenómenos que conlleva la revolución digital (la desaparición de la película de 35 mm, el acceso de cualquiera a una cámara digital, la visión del filme en pantallas y plataformas de índole muy diversa, etc.) no supone el fin del cine sino un cambio semejante a otros que ha sufrido en el pasado. Gau dreault y Marion nos recuerdan a este respecto que cuando se transfiere un filme rodado en 35 o 16 mm a formato digital, no hay realmente un cambio sustancial en relación con su proyección y recepción. El cine sigue consistiendo en el registro de seres que realmente estuvieron presentes ante el objetivo de la cámara, sea esta analógica o digital. Hoy la técnica digital permite la producción de filmes que parecen una novedad absoluta, como Las aventuras de Tintín (2011) de Spielberg que es analizado en el último capítulo del libro de Gaudreault y Marion, pero desde el punto de vista estético son filmes que funcionan como los dibujos animados. Es igual- mente cierto que las imágenes de una misma «película» 1Seguimos hablando de película, aunque, ciertamente, el filme no haya sido rodado sobre película cinematográfica. Nos parece que no tiene sentido renunciar a esta «catacresis» de la obra fílmica (Aumont, 2012: 14), y, aún más, si subrayamos, como hacemos en este libro, la metáfora del contacto del mundo con la «piel» del dispositivo de registro pueden ser el resultado de procedimientos accesibles a la tecnología analógica y de procedimientos solo accesibles a la tecnología digital, pero esto –la combina- ción de imágenes que resultan del contacto con seres reales y de imágenes que no requieren este contacto– es también algo que ya se podía encontrar en películas musicales como Levando anclas (1945) y en los filmes de Dis- ney Mary Poppins (1964) y La bruja novata (1971).
La temática de «la muerte del cine» conduce inevitablemente a replantearse la cuestión de qué es realmente eso que está siempre en peligro de desaparecer. La pregunta no solo ha cobrado nueva actualidad debido a la revolución digital del presente, sino también por la aparición desde hace años de nuevos dispositivos que producen y exhiben imágenes en movimiento. Esta última cuestión ha dado lugar a una verdadera «querella de los dispositivos». Las posiciones más restrictivas en relación con la definición del cine las encontramos en los libros que Jacques Aumont y Raymond Bellour han publicado en 2012, mientras que las más expansivas han sido expuestas por Philippe Dubois y Luc Vancheri. Recordemos breve- mente las principales características de cada posición.
Bellour (2012: 14), el compañero de Daney en la empresa de Trafic, piensa que solo se puede llamar «cinéma» a la proyección de un filme en la oscuridad de una sala, durante un tiempo limitado y prescrito y en una sesión más o menos colectiva. Si no se dan estas condiciones, el espectador no puede tener una experiencia cinematográfica. Como el dispositivo de proyección es lo único que permite distinguir el cine de otras imágenes en movimiento, Bellour (2012: 19, 33) sostiene que el cine vivirá mientras haya filmes producidos para ser proyectados o mostrados en una sala.
Este pensamiento coincide con el expuesto por Aumont en su libro Que reste-t-il du cinéma? También para este crítico el elemento específico del cine se encuentra en la proyección del filme en una sala, y no en la pro ducción de las imágenes: «el filme se define en relación con el espectador, y no con la creación». O en otras palabras, el acto de ver un filme «no se define por la naturaleza de los actos de producción que han permitido la existencia de la imagen, sino por las condiciones en las que experimento esta imagen» (Aumont, 2012: 18-9). Desde este enfoque, el triunfo de la imagen digital no solo no supone un cambio significativo con respecto a la posibilidad de contemplar el filme en una sala convencional, sino que tampoco afecta en principio ni a la hegemonía de la ficción, ni a las principales «fórmulas narrativas». Bellour (2012: 19) comparte la opinión de que la revolución digital no basta para profetizar la muerte del cine, pues no toca necesariamente a lo esencial, esto es, a la sesión, a la proyección y a la oscu ridad y silencio que reinan en la sala.
Si profundizamos un poco más en esta noción del cine, comprobaremos que Aumont (2012: 78), en el libro donde se pregunta por lo que queda hoy de este medio, está convencido de que su supervivencia depende de los tres elementos principales del dispositivo de exhibición. El primero es el lugar colectivo o social de la sala oscura, cuya principal función consiste en permitir al espectador sentarse y mirar «desfilar» –una metáfora que solía emplear Daney– el filme. La sala permite, como ya decía Alfonso Reyes en 1909, el silencio, el aislamiento y la oscuridad que exige el perfecto espectador (Banda, Mourre, 2008: 342; Bellour, 2012: 19). El segundo elemento es la proyección, el hecho de que la imagen no proceda de una pantalla sino de una fuente de luz, situada generalmente detrás de nosotros. Y el tercer elemento es el soporte material de la imagen. Este modelo ideal se plasma en la sesión, en ese periodo de tiempo durante el cual solo se trata de ver de manera ininterrumpida una película. Por eso dice Aumont (2012: 82-3) que «toda presentación de un filme que me permite interrumpir o modular esta experiencia no es cinematográfica».
La sesión de cine es distinta a la lectura, ya que está pensada para mirar la obra en su duración completa, en su totalidad. Ver en casa un filme en DVD o en una plataforma no constituye, para Aumont y Bellour, una experiencia cinematográfica porque permite detener el filme o ver solo algunos fragmentos. Unas veces se parecerá más a la lectura y otras a la experiencia de la sala, pero no será cine. Además, la sesión en una sala permite mirar las imágenes en movimiento de una manera atenta, a diferencia de lo que sucede cuando se contemplan en todas esas pantallas (televisión, móvil, tableta, ordenador, etc.) que no pueden evitar la distracción del entorno, o en la sala de exposiciones y el museo, en donde habitualmente el público está de pie y se mueve, la luz es variable y con frecuencia solo se pueden visionar fragmentos de las obras (Aumont, 2012: 88). Para estos críticos, el dispositivo cinematográfico está hecho, por tanto, para impedir la distracción del espectador y la fragmentación del filme, mientras que ello resulta muy difícil de evitar en otros dispositivos.
Bellour (2012: 21) tiene razón cuando explica que hoy vivimos en un tiempo en el que el cine ya no está solo, en el que las imágenes en movi- miento son producidas por otros dispositivos2Bellour recuerda a este respecto que, en Histoire(s) du cinéma, Godard reflexiona sobre los tiempos en los que, a diferencia de lo que sucede en el presente, el cine estaba solo. Por eso, el capítulo 1b se titula «Une histoire seule» y el capítulo 2a «Seul le cinéma». En relación con esta temática, el mismo Bellour (2012: 14-5) distingue dos problemas. Por un lado, piensa que cualquier visionado del filme fuera de la sala oscura, en el monitor de televisión, en el teléfono móvil, en la tableta, en el ordenador, supone una «audiovisión» degradada. Por otro lado, sostiene que las imágenes en movimiento proyectadas en museos, galerías o cualquier otro lugar de exposición no constituyen una experiencia cinematográfica. La vivencia del espectador en la sala, cuyo cuerpo se mantiene inmovilizado como si estuviera en un «coma permanente», se halla lejos de la actividad exacerbada que fomentan los videojuegos (Triclot, 2011), y de esa flânerie o meditación libre que promueven las instalaciones artísticas (Païni, 2002).
En la línea opuesta a los críticos anteriores que piensan en una identidad o especificidad inmutable del cine, en los últimos años se ha vuelto a hablar de cine expandido. Los partidarios de la ampliación defienden un arte cinematográfico que integre formas nuevas como «la instalación artística, la performance con proyección, el circuito cerrado de televisión, el tratamiento de imagen por ordenador, la holografía y todas las demás operaciones (…) que implican imágenes en movimiento (proyecciones urbanas sobre los inmuebles, teléfonos móviles, pantallas táctiles, etc.)» (Dubois et al., 2010: 13).
El origen del «cine sin muros» habría que remontarlo al libro de Gene Youngblood (1970), titulado precisamente Expanded cinema. Aumont (2012: 45-9) considera que esta obra fue creada por un ingenuo joven californiano, en un contexto en el que se imponía la New Age y la cultura hippie. Youngblood juzgaba que el filme convencional, el que se ajustaba al modelo N.R.I.–narrativo-representativo-institucional– (Eyzikman, 1976; Aumont, 2012: 30) era algo obsoleto y que desaparecería pronto en favor de un nuevo cine «sinestésico». El joven norteamericano pensaba que las primeras manifestaciones de este cine, que permitía un acceso directo al caos de la vida misma, ya se podían apreciar en el filme underground de su época. Los partidarios contemporáneos del expanded –o extended– cinema consideran que el libro de Youngblood fue un verdadero manifiesto, cuyo principal valor radicó en proponer un cine que se adaptara a los cambios artísticos o culturales y a las transformaciones técnicas y políticas 3La propuesta de expandir la noción del cine vuelve a cobrar actualidad al final de los noventa en el ámbito francés con la propuesta de Jean-Cristophe Royoux (1997) de un cinéma d’exposition que abarque las obras de artistas como Marcel Broodthaers, Vito Acconci, James Coleman, Tacita Dean, Douglas Gordon o Pierre Huyghe. Otras expresiones parecidas son el troisième cinéma defendido por Pascale Cassagnau (2006) y el «salir del cine» (sortir du cinéma) que propone Érik Bullot (2006) .
Los mejores representantes actuales del cine ampliado (expanded o élargi), Philippe Dubois y Luc Vancheri, han presentado desde 2009 varios textos que defienden la necesidad de incorporar dentro del cine nuevas imá- genes en movimiento y nuevos dispositivos. Dubois (2009, 2010) apuesta por un cine que se extienda por todas partes, por los museos, las galerías de arte, las salas de concierto, los bares, los centros de trabajo, las casas, los aviones, los móviles… En la contundente introducción del libro de 2009, Oui, c’est du cinéma, se dirige contra los nostálgicos puristas, integristas o funda- mentalistas que creen en una especificidad insuperable de este arte, y que, por tanto, se niegan a admitir que exista «fuera de la sala, fuera de los muros, fuera del dispositivo». Dubois (2009: 7) defiende un cine salvaje, sin reglas, que admita las obras de los videoartistas, las prácticas artísticas contemporáneas que conocemos con el nombre de instalaciones y, en general, todas las imágenes en movimiento producidas por los artistas experimentales o de vanguardia 4Bellour (2012: 32; 2013: 343-54) denomina EXAG (en español, EXVAN) al cine que se corresponde con la etiqueta «experimental + vanguardia (avant-garde)»que suelen exhibirse en museos y salas de exposiciones
Por su parte, Luc Vancheri piensa que la crítica y teoría más purista se niega a reconocer que el cine siempre ha sido afectado por los cambios que tienen lugar en el mundo, y, en especial, por los relacionados con los avances tecnológicos y la evolución del resto de las artes. Tales cambios han ido modificando las características del séptimo arte. Vancheri (2018: 291, 301) dice en uno de sus últimos libros que el cine ha sido inventado al menos tres veces, y que, por este motivo, «no existe “un” cine, sino una sucesión de épocas “del” cine». En concreto, habla de tres épocas que además se corresponden con tres nombres: los Lumière inventan el aparato que posibilita la industria cinematográfica, Canudo abre el tiempo en que el cine se convierte en un arte que sabe combinar la expresión artística con la atracción de las masas, y Youngblood inaugura la época expanded, la época que acoge las nuevas expresiones artísticas a las que antes nos referíamos. Vancheri (2009; 2018: 289) sostiene que en la actualidad cabe apreciar la existencia de dos concepciones opuestas sobre el cine: la conservadora y la evolutiva. La primera permanece fiel al dispositivo tradicional o histórico del cual nos hablan Bellour y Aumont, mientras que la transgresora o evolutiva admite que el cine se transforma al mismo tiempo que las demás disciplinas artísticas.
Desde luego, Bellour (2012: 35-6) está convencido de que el filme desaparece en el interior del arte contemporáneo, cuando Vancheri (2018: 286) defiende a Varda por decir que su instalación Cabane du cinéma o Cabane de l’échec pertenece al séptimo arte. Para el autor de Le cinéma ou le dernier des arts, el filme exhibido dentro de la instalación sigue siendo cine, de la misma forma que un óleo de Cristo sigue siendo pintura cuando pasa de la capilla al museo, con independencia de que este tránsito imponga profundos cambios sociales y estéticos en el arte pictórico.
Acerca de la problemática de la muerte o evolución del cine que hemos expuesto hasta ahora en este prólogo, pensamos que la revolución tecno- lógica del presente no supondrá el fin del cine, al igual que las mutaciones del pasado, especialmente la invención del sonoro, tampoco significaron su muerte. Es verdad que la nueva tecnología digital produce cambios pro- fundos en la forma de crear, exhibir y contemplar el filme, pero ello no tiene por qué llevar a la desaparición de las imágenes cinematográficas. El cine puede sobrevivir al ocaso de la imagen analógica y de las salas comerciales, pero no al triunfo de lo que Daney expresa con el término de lo visual. El cine desaparece al mismo tiempo que lo hace la imagen concebida como índice, como un vestigio del mundo que entró en contacto con la cámara durante el rodaje. En relación con esta amenaza, es cierto que la generalización de la imagen digital ha acentuado las patologías estéticas y políticas de este arte, pero la segunda parte de este libro demuestra que son amenazas que están presentes casi desde el origen del dispositivo cinematográfico.
No cabe duda de que es preciso reconocer la singularidad de todas esas formas híbridas entre cine y arte, cine y teatro, etc. que enriquecen la experiencia estética contemporánea, pero, al mismo tiempo, se debería distin guir el cine de otros dispositivos que, como las instalaciones artísticas, utilizan a menudo imágenes en movimiento. Es verdad que a veces resulta difícil reconocer la diferencia entre la instalación artística y el cine. Es incluso fre- cuente que se le niegue a la instalación «el estatuto de una forma estética específica» porque, en principio, no parece claro a qué medio pertenece. Groys (2016b: 54) afirma, no obstante, que la instalación constituye un medio cuyo soporte material es el espacio mismo. Rebentisch (2018: 168) sostiene algo parecido: «las instalaciones son arte espacial en un sentido literal: organizan el espacio de exposición». En cambio, el cine no es un arte espacial: si puede sobrevivir a la desaparición de las salas es porque, en principio, resulta indiferente el lugar dentro del cual esté situada la pantalla contemplada por el espectador.
Cuando Bellour (2012: 52) alude al carácter cambiante del dispositivo de la instalación, a que el sentido de las mismas imágenes en movimiento puede variar de una instalación a otra, se refiere a que este dispositivo transforma fundamentalmente el espacio de exhibición. Si la contemplación del video Phantoms of Nabua, que es una de las obras incluidas en la instalación Primitive de Apichatpong Weerase- thakul, en el Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris, le produjo a Bellour una impresión muy diferente a la que experimentó en la 29a Bienal de São Paulo, es porque el espacio de la instalación, dentro del cual era mostrado el video, había sufrido un cambio considerable. Aunque las imágenes y los objetos mostrados fueran idénticos, el artista tailandés había configurado el espacio de la muestra de forma muy distinta en la ciudad francesa y en la brasileña. La principal acción del creador de una instalación –que puede ser, al mismo tiempo, cineasta– consiste, por tanto, en transformar un sitio vacío, neutral y público en una pieza artística. El artista debe lograr que el espectador experimente el conjunto expositivo como «el espacio holístico y totalizante de la obra de arte». De este modo, «todo lo que se incluya en tal espacio se vuelve parte de la obra» (Groys, 2016b: 54). Está claro que el cine es otra cosa.
Ahora bien, la concepción restringida del cine y, en particular, la posición purista de Bellour y Aumont, nos parece retrógrada. Pensamos que es preciso tomarse en serio la expansión del séptimo arte, tanto en relación con la aparición de nuevos dispositivos que crean imágenes en movimiento como en relación con nuevas formas de vivir la experiencia cinematográfica. Es falso que todas estas novedades maten el cine. Es falso que «ceci tuera cela» (Vancheri, 2018: 155). Estamos convencidos de que se puede dar una mirada atenta, que favorezca además un juicio crítico, fuera de la sala tradicional. Las obras de Farocki y de los Gianikian –autores que adquieren mucha importancia en este libro– siguen perteneciendo al cine, aun cuando se expongan en la sala de un museo. Podrán formar parte de una instalación, como cualquier otro filme o como un cuadro, una escultura o la página de un libro que el artista haya decidido colocar en el espacio de la instalación, sin que dejen de ser en sí mismas obras cinematográficas. El mismo filme puede ser dos cosas distintas a la vez, el objeto de una instalación y una obra de cine, y provocar juicios diversos.
La experiencia cinematográfica fuera de la sala, en soledad, no implica la desaparición del «ver juntos» o de la comunidad de espectadores. Tal comunidad se da también en otras disciplinas artísticas que admiten la experiencia solitaria. Así sucede con la lectura y la audición de música. Blanchot (2002: 43-7) no comete un disparate cuando habla de la comunidad de lectores. La admisión de experiencias cercanas a la lectura y a la audición de música no tiene por qué suponer la salida del cine. No debemos mitificar tampoco la visión completa del filme en la sala tradicional. Bellour y Aumont (2012: 83) defienden, sin embargo, la necesidad de «conservar y reforzar la creencia en la obra como entidad, como totalidad». La visión de algunos fragmentos, la detención en ellos, faci litada por la nueva tecnología (DVD, plataformas, televisiones digitales, tabletas, etc.), no tiene por qué convertirse en una experiencia degradada. Deberíamos admitir una noción de cine que deje en libertad al espectador para contemplar la obra entera –en compañía o en soledad, en la sala o en cualquier otro lugar–, pero también para detenerse en algunos fragmentos o para ver reiteradamente la misma secuencia o los mismos planos. Este espectador puede prestar mayor atención y juzgar con mayor autonomía y sutileza el filme que el público habitual de la sala de cine.
Ya Boussinot, en su panfleto de 1967, Le cinéma est mort. Vive le cinema!, se refería a estas nuevas experiencias. Este autor apreciaba que la llegada del video suponía un cambio histórico porque permitía al espectador liberarse de los dictados de la industria. Boussinot se equivocaba cuando decía que la historia del cine se cerraba con el video, pero no lo hacía cuando preveía que, gracias a la «cinemateca personal» o a la colección privada de videos que podía reunir cada espectador, la «lectura» individual rivalizaría con el espectáculo colectivo e incluso ganaría a este. Es verdad que las nuevas tecnologías también han perfeccionado los mecanismos para convertir la imagen en un simulacro y facilitar la hegemonía de lo visual, pero no ganamos nada cuando nos empeñamos en decir que el único modelo posible de espectador de cine es aquel que sufre un estado similar al de la hipnosis ligera (Bellour, 2013: 98), y, por tanto, nos oponemos a otros estados de mayor lucidez o autonomía.
Para saber qué es el cine es necesario, ciertamente, atender a la experiencia del público. Esto nos obliga a distinguirla de experiencias cercanas como la que tiene el visitante de una instalación artística, y, a la vez, a admitir vivencias cinematográficas más cercanas a la lectura y a la audición de música. Pero también es preciso centrarse en el problema de la creación y producción de las imágenes. En este punto vuelven a equivocarse Aumont y Bellour cuando consideran que para saber qué es el cine, o qué queda hoy de este arte, solo es importante el aspecto relacionado con la viven- cia del espectador. El mismo Aumont se contradice en este tema cuando, en su libro sobre lo que queda del cine, no solo atiende al dispositivo de proyección, sino también a aspectos ontológicos y estéticos. En concreto, identifica el cine con el arte del montaje, con el arte que da una forma al tiempo. El crítico francés recuerda incluso que el cineasta Tarkovski (1991: 84) convierte al tiempo en la materia misma que modela, esculpe o sella el filme. Aumont (2012: 96-7) añade que el tiempo cinematográfico es el fruto de la conjunción de tres experiencias temporales: el tiempo de la sesión, también llamado «tiempo cinematográfico» porque está en el corazón del dispositivo, el tiempo representado o del mundo diegético, y, en tercer lugar, el tiempo mismo del filme, es decir, el modelado a través del montaje.
Igualmente, Aumont (2012: 103) identifica el cine con la estética rea lista que sostiene que la imagen en movimiento tiene como destino el «encuentro» (rencontre) con lo real 5Aumont (2007; 2012: 107) señala que el término «rencontre» lo ha extraído Philippe Arnaud de Robert Bresson. El crítico no olvida mencionar que se trata de una estética de origen francés, cuyos principales cultivadores son Bazin, Rivette, Bresson y Langlois, aunque también se puede hallar en autores como Kracauer. En esta cuestión Aumont vuelve a contradecirse porque, por un lado, reconoce que la estética del encuentro es una más entre otras, pero, por otro, admite que es la que mejor expresa la esencia del cine. En realidad, el encuentro o contacto con lo real, más que pertenecer a una estética determinada, forma parte de la única ontología cinematográfica que nos permite separar la imagen de lo visual. Tal diferencia conceptual entre la imagen y lo visual fue establecida por Serge Daney, un crítico de cine que en sus últimos años pensaba que la hegemonía de lo visual conduciría a la desaparición del cine. En contraste con la apesadumbrada profecía de Daney, pensamos que el cine sobrevivirá mientras las imágenes en movimiento sean, con independencia de las transformaciones técnicas que experimente el dispositivo cinematográfico, el resultado del contacto de la cámara con lo real. Y mientras existan cineastas y espectadores que sean capaces de dar sentido a las imágenes relacionándolas –montándolas– con otras y con el mundo que siempre está fuera de ellas y las precede.
II
Este libro se centra en las dimensiones estética y política del principal arte de masas del siglo xx. El cine demuestra mejor que otras artes que la reflexión estética contemporánea se halla estrechamente unida a la reflexión política. Aunque sean esferas distintas y autónomas, su relación es inevitable desde el momento en que la obra y el artista no existen sin espacio público y comunidad de espectadores. Como insistía Gramsci, el arte forma parte de una totalidad social, de modo que los valores estéticos y sociales (políticos, morales, económicos, etc.) se condicionan recíprocamente sobre un terreno histórico concreto (Gatto, 2016: 31). La relación entre la estética y la filosofía política
es doble: por una parte, cabe apreciar cierta afinidad estructural entre ambas esferas; por otra, resulta innegable que la teoría estética y la praxis artística tienen efectos sobre la teoría y la praxis políticas, y al revés. A esta última cuestión, al condicionamiento recíproco de arte y sociedad política, nos referimos en el capítulo 1, y, en concreto, en el último epígrafe, «Estética y política del cine en la era de lo visual». Aquí aclaramos que la estética cinematográfica neoiconófila que proponemos a lo largo de este extenso ensayo exige la constitución de una comunidad de autores y espectadores críticos, juiciosos. Ello resulta incompatible no solo con la hegemonía del neoliberalismo contemporáneo, sino también con las teorías políticas despóticas y populistas que tratan al ciudadano como un menor de edad.
Para redactar este libro hemos hecho uso de fuentes bibliográficas muy diversas, que en cierto modo reflejan la doble perspectiva, estética y política, desde la que nos acercamos al objeto de estudio, el cine. De ahí que tengamos en cuenta tanto fuentes estéticas, sobre todo cinematográficas, como fuentes relacionadas con la filosofía política. Obviamente, en este trabajo adquieren especial presencia los pensadores (Benjamin, Kracauer, Morin, Barthes, Deleuze, Cavell, Nancy, Didi-Huberman, Mondzain, Rancière, entre otros) y los críticos que han reflexionado sobre la relación entre la estética cinematográfica y la teoría política. En algunos capítulos, y esto es algo que diferencia nuestro libro de la mayoría de estudios académicos sobre cine que no asumen esta perspectiva filosófica, nos hemos servido también de fuentes teológicas o, para ser más exactos, teológico-políticas. Pensamos que la milenaria división entre iconofilia e iconoclastia que encontramos en dichas fuentes sigue siendo fundamental para dos cosas principalmente: para comprender las diversas teorías contemporáneas sobre la imagen cine-fotográfica y sobre cineastas tan influyentes como Godard y Lanzmann; pero también para comprender las implicaciones políticas y éticas de la reflexión estética sobre el cine.
El título de este libro sobre estética y política del cine, La crueldad de las imágenes, se explica por la importancia que adquiere el concepto de «cruel dad», que solo en parte hemos tomado de la obra de Antonin Artaud. El concepto –o más bien, el tipo ideal– de «crueldad» guarda estrecha relación con cuestiones tan importantes como el asunto ontológico de la condición precaria de la imagen cine-fotográfica y el tema estético y político del carácter relacional de la imagen que, entre otras cosas, atiende a la cuestión del montaje y de la estructura del filme. La estética de la crueldad, que sintetizamos al final de la primera parte, defiende en el fondo que solo es posible seguir confiando en el cine si al mismo tiempo somos capaces de reconocer las limitaciones o el carácter imperfecto e incompleto de la imagen, la oposición insuperable –real, y no antagónica o dialéctica– entre mostrar y narrar, el carácter «inorgánico» del filme que impide hablar de un principio soberano y sistemático capaz de vincular lógicamente todos los elementos del filme, y, finalmente, la necesidad de enfrentarnos con las patologías de lo visual. Decía Artaud que crueldad no tiene que ver tanto con cuerpos desgarrados o con torturas, sino más bien con la acción des- consoladora de exhibir la falta de libertad y las patologías del ser humano y de sus obras. Ahora bien, esa crueldad es también el origen de la lucha por la emancipación. Es el comienzo de la confianza en una comunidad de espectadores libres y juiciosos.
Acerca de la estructura del libro, cabe decir que está dividido en dos grandes partes. El primer capítulo constituye en cierto modo una extensa explicación y justificación de esta división. Partimos de la diferencia entre la «imagen» y lo «visual» que estableció a principios de los noventa el crítico Serge Daney. La primera parte gira alrededor de las principales características de la «imagen» cinematográfica. En especial, desarrolla mos todo aquello que se deriva del hecho de que la imagen tenga una referencia real y al mismo tiempo invisible. Ello obliga primero a reconocer que la imagen no es nada sin el juicio del espectador acerca de la diferencia y relación de imagen y mundo, y después a tratar el tema de la oposición real entre mostrar y narrar que ha caracterizado a las mejores expresiones de este arte. La segunda parte trata, en cambio, del temor –detectable desde comienzos del siglo xx, esto es, casi desde la invención del mismo dispositivo cinematográfico– a que la imagen se convierta en esa pseudoimagen que Daney incluía dentro de lo visual, y con la que se refería a las imágenes completas, autosuficientes, autorreferenciales, que prescinden, como los dibujos animados, de toda relación con el mundo que está fuera. A fin de que resulte más clara la unidad del libro, tanto la primera como la segunda parte van precedidas de una introducción que adelanta las principales temáticas que serán desarrolladas en cada uno de los capítulos. El libro carece de conclusión. Esta tarea queda en manos del lector.6El contenido de algunos capítulos de este libro ha sido adelantado en diversos seminarios de doctorado, sobre todo los impartidos en 2016 en el programa de doctorado de Humanidades de la Universidad EAFIT dirigido por Jorge Giraldo, y en 2019 en el programa de doctorado en Estética y Teoría del Arte de la Universidad de Chile coordinado por Miguel Ruiz, así como dentro del Seminario Crítico Transnacional que han dirigido en los últimos años los profesores Villacañas, Graff Zivin, Moreiras y Lezra. Agradezco a los alumnos y colegas que asistieron a los seminarios los valiosos comentarios y sugerencias recibidas. Algunas de mis publicaciones pasadas también guardan relación con ciertos capítulos de este libro, aunque todas ellas han sido reelaboradas, ampliadas y algunas veces corregidos sus argumentos para este volumen. Especialmente he tenido en cuenta los capítulos «El arcano del pensamiento contemporáneo sobre la imagen: las fuentes bizantinas en la filosofía de Mondzain» (Villacañas et al., 2021), «Antagonismos y oposiciones reales en el cine de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub» (Corella, García Puchades, 2021), «Mabuse en Wei- mar: imagen, poder y sugestión de masas» (Villacañas y Maiso, 2020), «El archivo y las nubes. Sobre la memoria del genocidio político en Rithy Panh y Patricio Guz- mán» (Lezra et al., 2020), «Sociedad de control y crítica de la imagen contemporá- nea. La influencia de Foucault y Deleuze en Farocki» (Villacañas y Castro, 2018), y el artículo «Política y estética de la abyección: Una aproximación a partir de la imagen cinematográfica» (Política común, 2016), también publicado con el título «Das Bild der Abjektion» (Borvitz, 2020)
Rivera García, A. (2023). La supervivencia del cine, laFuga, 27. [Fecha de consulta: 2024-10-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-supervivencia-del-cine/1182