Es un placer poder leer sobre cineastas jóvenes en una investigación que trata sus filmes como si ya fueran clásicos. En cierta manera Claudia Barril, la autora de Las imágenes que no me olvidan Cine documental autobiográfico y (pos)memorias de la Dictadura Militar chilena de la editorial Cuarto Propio (2013), efectivamente presenta las cintas de estos jóvenes cineastas sin tomar en cuenta la edad de los realizadores. Más bien destaca cómo la situación de pertenecer a una segunda generación -en relación a las experiencias presenciales de la dictadura- ha brindado una especial sensibilidad al reflexionar sobre este pasado y por ende en la creación de sus documentales.
Dicho esto, este libro está entre un ejercicio académico y una reflexión cinematográfica. El libro está dividido en cuatro partes. La primera teórica, una de descripción detallada y comparación de temas de los documentales, otra de reflexión más generalizada –la que significa un gran aporte a los estudios de cine en Chile- y la última de anexos (y bibliografía claro).
La primera parte, es una contextualización desde la memoria, el cine chileno y el cine de pos memoria. El primer capítulo de esta primera parte teoriza el “fervor conmemorativo” y evalúa también la re valorización del testimonio que proviene desde abajo, siendo privado y mínimo. Esta contextualización está realizada sobre todo con teoría extranjera, ya que hay que asumir que por muchos años los académicos locales evitaron este tema. Así, tratar teóricos y bibliografía extranjera es de suma importancia para el tema de la relación con el trauma de características históricas, ya que cómo presenta Barril, “la revaloración de la memoria debe entenderse como un fenómeno mundial” (p.17). De esta manera, la autora vincula la experiencia chilena a una mayor. Por lo tanto, esta parte teórica del libro deja de lado el aislamiento cordillerano, desértico y de témpano que nos sirve como justificación para no leer (ni ver) lo que está pasando allá afuera. Apoyada en grandes intelectuales como Pierre Nora, Maurice Halbwachs Peter Burke, Regine Robin, Stuart Hall, Fredric Jameson y Marianne Hirsh, entre otros, Barril sienta las bases para explorar esta generación de documental chileno.
La segunda parte del libro consta de cuatro micro-capítulos que presentan, resumen y comparan dos (o tres en un solo caso) documentales. Astutamente, la autora devela patrones en estos nueve documentales que le permiten hacer una descripción de los argumentos de manera paralela, y así se comienza a revelar el espíritu creativo de esta generación, desde las distintas situaciones privadas y relaciones con el pasado. En mi opinión, esta sección del libro hace irrelevante la sección de anexos (que presenta ficha técnica, un pequeño resume y el afiche de las películas) ya que aquí se presentan mejor las cintas. Sin embargo, de seguir mi caprichoso comentario, perderíamos las fichas técnicas de los documentales. Esto no deja de ser un punto interesante, ya que parte de los elementos que enfrentamos en el estudio del cine es -dependiendo de la teoría que se siga, claro- reconocer que la cinta está creada por más que el director. Claudia Barril, documentalista, productora, guionista e investigadora para documentales refleja esta preocupación.
La segunda parte del libro me hace reflexionar sobre otro punto. Si bien la sección teórica nos dejó sentados junto a los grandes teóricos mundiales, además de algunos latinoamericanos como Tomás Moulian, Nelly Richard, Ana Amado y Carlos Ossa, entre otros, esta sección nos separó de lo que se está viviendo a nivel cinematográfico en el continente. El cine de pos memoria no está ocurriendo solo en Chile. Mencionar las ya clásicas Los rubios, de Albertina Carri (2003) y Papá Iván, de María Inés Roqué (2004) que temprano en la década del 2000 comenzaron a mostrar las reflexiones de los “huérfanos de la violencia” (p.29) en Argentina. O D.F. Destino final, de Mateo Gutiérrez (2008) y Crónica de un sueño, de Mariana Viñoles y Stefano Tononi (2005) que muestran la historia de hijos de la generación que vivió la dictadura Uruguaya. O Alias Alejandro, de Alejandro Cardenas A. (2005) y Sibila, de Teresa Aredondo (2012) sobre las visiones de una generación de posmemoria y el conflicto armado interno en el Perú. Así, sería posible contextualizar el importante e interesante trabajo de Barril desde una lógica mundial: a través del fervor conmemorativo, el valor en el testimonio y el importante lugar que tienen el cine documental como agente de memoria privada, mínima y desde abajo, con un contexto latinoamericano donde la generación de hijos se ha tomado la palabra y le ha dado un giro de tuerca a la representación de la historia, la memoria y el trauma.
Los historiadores dicen que si no se puede investigar un tema nuevo, hay que investigar uno viejo con nuevos ojos. Como sostiene la autora en las primeras líneas de la introducción “Desde los inicios de este nuevo siglo han ido apareciendo en la cinematografía chilena un importante número de documentales que abordan, desde un punto de vista inédito uno de los capítulos más oscuros de la historia contemporánea chilena” (p.11). Así, la tercera parte de este libro, aquella que reflexiona en torno a los modos representativos, narrativos y estéticos de las cintas, analiza con nuevos ojos una generación que con nueva voz habla sobre aquel período de la historia que por tanto tiempo generó un “otra vez más de lo mismo” en aquellos que niegan el pasado y su trauma en nuestro país.
Eso sí, fuera de lo escrito, de la palabra y de la narrativa, este es un libro sobre cine. Como tal, no puedo dejar de mencionar las imágenes. Aquellas de la portada y del título, esas que no se nos olvidan. Están en todos los capítulos, en casi todas las páginas, como collages constantes que hacen alusión a la materialidad del pequeño corpus de películas estudiadas. Sin embargo, fuera de citar esta cualidad visual, las imágenes no tienen mayor aporte analítico. No se hace referencia a ellas en el texto, no se analizan, incluso los pie de imágenes no las describen, solo identifican su documental de origen. Fuera del innegable aporte de este libro al ámbito de los estudios de cine, de la historia y su vertiente visual, y de la postmemoria, creo que debemos cuestionarnos cómo trabajar las imágenes en los textos que realizamos. No siempre depende de los autores, y las editoriales no siempre pueden satisfacer los deseos de los autores, pero aun así, es un punto que aquellos que trabajamos con cine debemos mantener en cuenta. Otra historia es con las imágenes que están en la contra página de los comienzos de los distintos capítulos. Estas son grandes, casi de una plana completa. Algunas veces bajo epígrafes de pocas líneas o títulos de secciones, estas imágenes de gran formato se convierten en epígrafes visuales. Éstas por su tamaño y ubicación tienen el mismo peso que el texto de la página que se les enfrenta. Así, cada cierta cantidad de páginas volteadas, las imágenes y el texto (sobre imágenes) tienen el mismo peso y podemos leer y ver como los documentales autobiográficos se relacionan con el trauma.
La tercera parte de este libro, une la crítica cinematográfica con la teoría de memoria, trauma y representación del pasado. Aquí los teóricos de temas extra fílmicos apoyan el análisis de estas películas en torno a cómo se relacionan con el pasado (en términos de las materialidades de las cintas como son las fotografía y las cartas). De hecho, en esta sección las imágenes acompañan al texto, no solo en los epígrafes visuales, pero también en los collages que aparecen en las partes superiores de las páginas. Así, se exploran los usos de las fotografías y desde las bases de Paul Ricoeur y Roland Barthes, se valorizan sus roles en las familias y como testimonios. De igual manera, los silencios con respecto al trauma se verbalizan mediante los cruces de testimonios de las épocas del trauma, como son las comunicaciones epistolares. Se manifiestan también los límites de los personajes protagonistas, ficcionales y documentales, de la autoficción y la performatividad en las cintas, con las bases de Phillipe Lejeune, Paul de Man y Stella Bruzzi. Me parece, eso sí, reveladora la falta de referencias a escritos por chilenos sobre contextos generales y estas películas en particular. Hay reminiscencias a los trabajos de luz de Pablo Corro, hay alusiones a trabajos de cine e historia y una tardía referencia a Elizabeth Ramírez, sin embargo, hay un silenciamiento a la academia chilena (y latinoamericana) que lleva ya varios años trabajando este tema. Más apoyo en estudios locales, beneficiaría a este trabajo.
El libro sugiere que aquellos que “siendo niños o apenas adolecentes durante los años de violencia, no tienen un recuerdo directo –por lo menos nítido- de la misma” (p.24) son dueños de voces fundamentales para lidiar con el trauma histórico. De esta generación, este libro estudia aquellos que dejan la tercera persona de lado y se enfoca en sus experiencias privadas, familiares; son, como sugiere Barril, cineastas, pero sobre todo, hijos y nietos (p.25), y así revaloriza el cine de hijos como esencial para entender la relación del presente con el pasado traumático. Sus sensibilidades artísticas se basan en que tienen un vínculo emocional más que experiencial con la historia, y de esta manera son “creaciones de invenciones veraces” (p.30). Concluyo como concluye Barril; estos cineastas han cuestionado la historia oficial, y desde sus “duelos, ausencias, recuerdos infantiles, olvidos y urgencias por tomar una cámara, se preguntan por la identidad y los orígenes reformulando la historia y la memoria heredada” (p.78).
Bossay, C. (2014). Las imágenes que no me olvidan, laFuga, 16. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/las-imagenes-que-no-me-olvidan/678