“Quiero alertar el sueño del regreso,
en las sienes convergen la luz y el ángulo
que sube y baja en su nocturno suceder.
Todo ha sido previsto.
No puedo.”
Nicolás Guillén Landrián
Estos versos, firmados en la Prisión del Confinado del Este de La Habana, forman parte de un poemario inédito del cineasta y pintor cubano Nicolás Guillén Landrián. Los poemas se encuentran entre los papeles y dibujos que guarda su viuda, Gretel Alfonso, quien publicará próximamante el libro bajo el título de Poemas en colisión. Se trata de 40 ó 50 poemas que se conservan de los muchos que Guillén Landrián escribió entre los años setenta y su muerte en 2003, es decir, durante el periodo posterior a su expulsión del ICAIC en 1972, cuando parecía que nunca más iba a poder hacer cine 1Digo ‘parecía’ porque años después, ya en Miami, dirigió una última película, Inside Downtown (2001) en colaboración con el realizador de origen cubano Jorge Egusquiza y Zorrilla ¿De qué “todo” habla la poesía? ¿Qué se puede todavía decir cuando parece que “todo ha sido previsto”? ¿Cómo se relaciona el quehacer de la poesía con las articulaciones de ese “todo”? ¿Por qué paradójico resquicio se escabulle el sujeto despotenciado cuando ocupa el lugar de la palabra para decir “no puedo”? ¿Cuál será la relación entre ese “todo” que ha sido “previsto”, la irrevocable “sucesión” de “la luz y el ángulo” y la fragmentación de los montajes fílmicos de Guillén Landrián que irrumpen en el horizonte de visibilidad del cine cubano de los años sesenta con la potencia iconoclasta de su disonante ensamblaje? ¿Qué tipo de vínculo o conexión política suponía la práctica disruptora del montaje que Guillén Landrián -mucho después de su expulsión del ICAIC- seguiría elaborando en la poesía?
Propongo en este breve ensayo un acercamiento a la relación entre la poesía y el cine experimental en la obra multifacética de Guillén Landrián. Cuando Pasolini escribió sobre el ‘cine de poesía’ en 1965 operaba bajo el privilegio casi absoluto de la ficción fílmica (Pasolini, 1970). Pasolini pensaba que la ‘artisticidad’ del cine y su captura ‘salvaje’ de una condición pregramatical de la mirada, los cuerpos y los objetos era inseparable de la ficción. No se percataba de la elaboración poética que transitaba las formas híbridas del documental con la fuerza renovadora de aquellos primeros debates vanguardistas de la década del veinte cuando Antonin Artaud ya identificaba el potencial crítico del novedoso aparato cinemático con el conjuro poético de la racionalidad moderna. Señalaba Artaud en Brujería y cine:
El cine llega precisamente en un momento de giro del pensamiento humano, en el momento preciso en que el lenguaje usado pierde su poder de símbolo, en el que el espíritu está cansado del juego de las representaciones (…). Toda una sustancia insensible toma cuerpo, trata de alcanzar la luz. El cine nos acerca a esa sustancia. Si el cine no está hecho para traducir los sueños o todo aquello que en la vida despierta se emparenta con los sueños, no existe. (…) O, mejor, le ocurrirá al cine como a la pintura, como a la poesía. Lo que es cierto es que a la mayor parte de las formas de representación se les ha pasado su momento (Artaud, 1982).
Tanto para Artaud como Pasolini lo poético se relaciona con la artisticidad de cierto tipo de cine y con el agotamiento de lo que Rancière ha llamado el régimen de la representación (Rancière, 2011). Creo que los filmes de Guillén Landrián nos permiten apreciar (y problematizar) la complejidad de esa crisis y del “paso” de lo representacional a lo poético en el contexto del cine de la Revolución Cubana. Si la raza aparece en ese esquema como una marca ligada al régimen identitario de la representación (ya sea como interpelación o como reivindicación del derecho de acceso a la representación), el trabajo experimentador de este primer director negro del cine cubano reta la oposición básica entre los dos regímenes y el evolucionismo implícito en la idea de una supuesta progresión histórica que marcha de lo representacional a lo estético. 2Sobre la tensa relación entre los creadores negros y los ideales frecuentemente eurocéntricos del arte y de la música de vanguardia, me ha resultado iluminador el libro de Fred Moten (2003). Moten pone de relieve la oclusión del importante legado de experimentación afroamericana de la historia habitualmente eurocéntrica de las vanguardias. El caso caribeño es muy distinto, en parte por la íntima relación entre vanguardia y negritud en la obra de Aimé Cesaire, Nicolás Guillén, Wilfredo Lam, Amadeo Roldán, Luis Palés Matos y otros. Pero también ahí es notable la tendencia a esencializar la oposición entre el discurso representacional-identitario y la experimentación estética. El cinema de Guillén Landrián cuestiona radicalmente este esquema
Al reflexionar sobre el ‘cine de poesía’ a Pasolini lo retaba especialmente la preocupación por el discurso interior de los personajes -la ‘narración indirecta libre’- y sus limitaciones materiales en el cinema. En el ensayo clásico sobre el ‘cine de poesía’ que Pasolini incluirá luego en Empirismo herético, la pregunta “¿Cómo es posible en el cine la lengua de la poesía?” (p. 23) inmediatamente se convierte en una pregunta sobre los problemas técnicos de la narración indirecta libre y sobre la mímesis de las dimensiones “interiores” o imaginarias del sujeto, el “mundo de la memoria y de los sueños” (p. 11). De la dualidad o tensión interna entre la brutal “objetividad” del cine y su elaboración de la mediación subjetiva se desprende, en palabras de Pasolini, “la artisticidad del cine, su violencia expresiva, su corporeidad onírica: o sea, su fundamental metaforicidad” (p. 18). No habría que (re)incidir en el fetichismo de la poesía para reconocer el papel que cierta idealización de lo poético cumple en los discursos modernos sobre la experimentación. La genealogía de tal noción de la poesía (y de sus tropos) como modelo discursivo al que la modernidad, al menos desde el Romanticismo, le asigna la expresión de las figuras de la creatividad, la experimentación y el acontecimiento, rebasa las posibilidades de este breve ensayo, aunque nos toparemos aquí una y otra vez con esa ideología.
En contraste con la división tajante entre ‘cine de poesía’ y ‘cine de prosa’ que establece Pasolini, los filmes de Guillén Landrián complican el esquema cuando nos llevan a plantear la pregunta sobre las dimensiones poéticas del cinema en el terreno del documental. Guillén Landrián nunca hizo cine de ficción. Sus experimentaciones formales operan allí donde menos uno podría esperarlas: reportajes, pequeños ensayos de observación fílmica, o incluso dentro del marco generalmente muy convencional del cine didáctico o de instrucción laboral (del tipo ‘cómo se siembra el café’, ‘cómo se ensambla un bus’ o ‘cómo se construye una casa’) que había tenido su máxima expresión en la historia fordista del documentalismo y su relación con las ideologías productivistas de la era industrial. La revolución cubana paradójicamente adaptó no pocos registros del modelo industrial en su pedagogía estatal, tal como demuestra el propio Guillén Landrián en Taller de Línea y 18 (1971), donde el realizador ironiza la relación entre el ensamblaje industrial, el montaje fílmico y una asamblea obrera, todo bajo el signo de una disonancia radical que captó rápidamente la atención de los censores (ver Ramos, 2011). Las iluminaciones poéticas de Guillén Landrián operan en lugares insospechados, cobran relieve y resonancia precisamente a contrapelo de las más previsibles convenciones utilitarias del género documental. Allí Guillén Landrían abría el terreno apropiado para la desprogramación poética, fuera de cualquier horizonte reconocible del arte, inmerso en la acelerada caducidad de esos materiales de uso coyuntural y formas carentes de cualquier garantía estética.
En esos territorios aplanados -lejos de cualquier ficción del encuentro de un estadio ‘pregramatical’ de la mirada, los cuerpos y de las cosas como el que buscaba Pasolini en el ‘cine de poesía’- los filmes más radicales de Guillén Landrián investigan poéticamente la producción del sentido en una cultura inscrita o contenida por el horizonte mediático y burocratizado del régimen audiovisual. De ahí la importancia de la llamada post-producción (Bourriaud, 2009; Spieker, 2008, Pérez Villalobos, 2009) o resignificación del trabajo de archivo audiovisual en varios de sus documentales, por ejemplo, en Coffea Arábiga (1968) y en Desde La Habana ¡1969! Recordar (1969), donde el acceso al sentido de la experiencia pasada resulta inseparable de la materialidad del medio y de la circulación de lo previamente producido o archivado en tanto imagen formalizada del pasado. Se podría decir, parafraseando a Marshall McLuhan, que también para ese tipo de investigador del pasado, el medio es el contenido.
El archivo es una de las dimensiones del poder al que alude el verso citado: “todo ha sido previsto”. El montaje y la resignificación del material de archivo implica una lógica de reciclaje de los descartes y desechos de la cultura visual. La re-inscripción mediática y mediatizada desdibuja la distinción clara que sostenía Pasolini entre la ‘corporeidad onírica’ y la ‘gramaticalidad’, entre el afuera primario de la experiencia y el archivo de las imágenes y los signos. Lo que a su vez nos obligará a esquivar la habitual trampa de identificar la elaboración poética del cinema exclusivamente con el entramado ‘subjetivo’ de la experiencia. La dimensión poética del cinema documental de Guillén Landrián es irreducible a una aproximación ‘lírica’ a la historia, aunque no necesariamente la excluye en Ociel del Toa (1965) o En un barrio viejo (1963). La dimensión poética se desprende de un trabajo que interviene las condiciones materiales de la imagen y su historicidad, el regimen del audiovisual y su inexorable relación con la producción de las articulaciones y los vínculos sociales. Esto es un efecto de la investigación poética de ese “todo (que) ha sido previsto” y de la disclocación de las partes del ensamblaje social que en los momentos más extremos de la experimentación encamina el arte fílmico de Guillén Landrián a la disonancia, al ruido, a la fractura radical entre imagen y sonido, es decir, al quiebre del ordenamiento sensorial que fundamenta la eficacia de un verosímil audiovisual y su relación con el poder.
Ninguna de sus películas elabora la cuestión de la investigación y la intervención del archivo audiovisual y su relación con la problemática de la memoria como Desde La Habana ¡1969! Recordar, documental que Guillén Landrián consideraba -valga la paradoja- su trabajo más personal y subjetivo, según le cuenta a uno de sus entrevistadores en el documental Café con leche (2003) de Manuel Zayas y también a Gretel Guillén (ver la entrevista que le hacemos en este dossier de La Fuga). ¿En qué consiste la dimensión autobiográfica de aquel filme de archivo y postproducción? Desde La Habana ¡1969! Recordar dura apenas unos 17 minutos. Guillén Landrián lo realizó con Juan Carlos Tabío y otros colaboradores en el ICAIC como una especie de crónica de los eventos sobresalientes o traumáticos de la década del sesenta: el descubrimiento de la luna, las luchas por los derechos civiles y contra el racismo, el asesinato del Che, la rebelión de los hippies, la revolución vietnamita y la cubana. A partir de esos acontecimientos y de los síntomas que se manifiestan alrededor de ellos en el imaginario de la publicidad, el documental se abre a la exploración de imágenes de otros momentos de la historia cubana. El título, Desde La Habana registra una convención periodística, pero a la vez, esta frase, contigua al año de la producción y de la referencia al acto de ‘recordar’, la frase ‘Desde La Habana’ cobra un relieve al conectar el lugar y el momento del recuerdo en tanto ‘volver a pasar por el corazón’ lo que en un principio parecía ser una imagen muerta del pasado. El título ubica la representación del pasado en un aquí y un ahora, registro de un lugar de mira y de enunciación que apunta a la dimensión ‘reflexiva’ del documental que Dean Luis Reyes ha relacionado con la inflexión particular de Guillén Landrián en la historia del documentalismo cubano.
Según la tipología de ‘modos documentales’ de Bill Nichols el documental reflexivo explicita las convenciones de la representación de lo ‘real’, posibilitando así -a partir de la demistificación de la ilusión objetiva del medio audiovisual- una relación distinta, un nuevo contrato epistémico, entre la autoridad del documentalista y su audiencia (2001). Dean Luis Reyes agudamente lleva la tipología clásica de Nichols al terreno conflictivo del cine de la Revolución Cubana e interpreta la ‘reflexión’ sobre los protocolos y condiciones de la representación fílmica como actos de intervención en el terreno disputado de las políticas culturales. Para Reyes, la ‘reflexión’ sobre las convenciones de la representación documental explicita y deconstruye el deber social del cine, la función didáctica que se esperaba del género documental en Cuba al menos desde las Palabras a los intelectuales (1961) de Fidel Castro, donde mucho de lo que se anticipa sobre el sentido edificante, socialmente productivo, del género testimonial en ciernes resultaba también aplicable al documental en tanto dispositivo biopolítico de forjación de un cuerpo ciudadano gobernado por los nuevos relatos redentores de la historia o la memoria colectiva.
Guillén Landrián nunca cuadró bien en ese esquema. Dean Luis Reyes describe el redescubrimiento de su cine como un acontecimiento que requería una radical revisión histórica. Así recuerda Reyes la experiencia de ver uno de los filmes de Guillén Landrián por primera vez:
fue un acontecimiento, pero un acontecimiento secreto; recuerdo que alguien estaba sentado delante de mí en la luneta y se viró y me dijo: “después de esto la historia del cine cubano no es igual”; y recuerdo que después conversamos en otro lugar, y yo le decía -era Manuel Iglesias, un editor cubano- a quien yo le decía, “es que toda la historia nos la han contado mal, le faltaba una pieza básica, decisiva”; incluso, me decía él, ahí está Memorias del subdesarrollo, ahí está Santiago Álvarez (Reyes, 2013).
El llamado a la revisión histórica desencadena un relato de explicación e interpretación del acontecimiento como reajuste de un relato paradigmático anterior. La revisión se propone rehacer el rompecabezas de la historia a partir del estímulo excepcional del acontecimiento, “la pieza básica, decisiva” que faltaba para corregir la historia oficial. Pero ante la intensidad fragmentaria de Desde La Habana ¡1969! Recordar, donde “el caos es ahora casi total”, el crítico no disimula cierto estado de perplejidad. “En verdad, ya Nicolasito es incapaz de obedecer a gobierno alguno, ni al de su propia mente” (p. 59). La fragmentación formal de la película se acerca arriesgadamente al ‘caos’ o al sin sentido absoluto que el crítico lee ambiguamente a la luz del correlato biográfico de la imaginación ingobernable del realizador. Unas páginas antes en su valioso libro, la interpretación de los ‘frenéticos’ montajes de Coffea Arábiga sugerían ya la tendencia al correlato biográfico: “Tal frenesí es lo primero que salta a la vista de Coffea Arabiga, documental edificado esencialmente a partir del montaje y del cual se ha celebrado su cualidad experimental. (…) Si uno no quiere complicarse la vida, decide que al director lo venció la locura y pasa a lo que sigue. Pero es difícil creer que después de haber palpado el sinsentido de la existencia no ensayara su particular intento de advertir a los otros” (Reyes, p. 48). Se trata del tipo de correlato psicológico que acompaña los discursos modernos sobre la creatividad artística que Michel Foucault identificaba con la historia de las lecturas de la poesía de Hörderlin (Foucault, 1962; Cróquer Pedrón, 2012). Los ejemplos de la psicologización (y psiquiatrización) se multiplican entre los comentaristas de Guillén Landrián, tal como comprueba el siguiente recuerdo de Fernando Pérez, quien también, por cierto, reconoce cierta afinidad (i.e. en Suite Habana, 2003) con aspectos de la obra de Guillén Landrián y quien, como el mismo Dean Luis Reyes, también ha contribuido a su revival o redescubrimiento:
(Guillén Landrián) era como un espíritu libre, como un átomo que iba de un lado para otro y no se integraba. Él era uno que va fuera de carril, un alucinado en el buen sentido y también en el sentido ya complicado, porque yo lo veía a veces por la calle fuera de la realidad, pero cuando estaba alucinado dentro de la realidad era la hermosa locura de la creatividad. Creo que su obra hoy resulta muy vigente justamente por eso, porque no se ató a una circunstancia, veía más allá y veía sobre todo al ser humano, en momentos en que, estoy hablando de años sesenta, setenta, la confrontación histórica de la realidad cubana, la Revolución y la contrarrevolución, era muy aguda. Nicolasito como que estaba por encima de eso, había obras comprometidas de un lado y de otro, era la época del Nuevo Cine Latinoamericano comprometido, militante, Sanjinés, en el mundo entero, lo que estaba ocurriendo en Vietnam…pero Nicolasito saltaba eso, vivía esa circunstancia, pero veía más al ser humano, al individuo, lo que esta otra realidad podría comportar, el individuo en el medio (Pérez, 2013).
Resalta en el recuerdo de Fernando Pérez la ambivalencia de la creatividad de Guillén Landrián, un ‘alucinado’ en el buen y en el mal sentido de la palabra, dependiendo si andaba dentro o fuera de la realidad. Su ‘creatividad’ es colorario de una ‘hermosa locura’ pero al mismo tiempo era un atributo ‘complicado’ que no le permitía ‘integrarse’. Y a la vez, paradójicamente, gracias a esa ambivalente creatividad, Guillén Landrián, según Fernando Pérez, podía ubicarse ‘por encima’ de los esquemas de interpelación de su época, y ver la ‘otra realidad’ del ser humano. No podremos explorar aquí todas las consecuencias de este testimonio ejemplar de Fernando Pérez sobre Guillén Landrián. Digamos por ahora que la ambivalencia de la ‘creatividad’ de una figura como Guillén Landrián pasa por un relato sobre los extremos o los excesos del arte moderno. Ese relato del artista moderno (como genio loco) sintomatiza, más allá de la condición psiquiátrica de Guillén Landrián, una serie de tensiones internas de los regímenes modernos del arte de la Revolución cubana tal como se instituyen en la historia del cine y del ICAIC. La ambivalencia de la creatividad de Guillén Landrián, su arriesgada tendencia al ‘caos’ y a la ‘desintegración’ sintomatiza, menos la locura del sujeto patologizado, que la ambivalencia y las tensiones de la modernidad misma del cine revolucionario ante la fuerza integradora y centralizadora del Estado.
Por cierto, la tendencia a la desintegración es un aspecto indiscutible de varias de sus películas, particularmente Desde La Habana. No se trata aquí de negar su fuerza. Tampoco dudamos del papel subjetivador que la pintura y la poesía cumplieron en los peores años de la vida de Guillén Landrián, cuando pintaba y escribía poesía como modo de recuperarse de los encarcelamientos y de los múltiples electrochoques. Véase por ejemplo el poema La fuga de la lagartija que Guillén Landrián escribe en en el taller literario del Hospital Psiquiátrico de La Habana publicado en revista mimeografiada Hojas, fundada por el pintor Víctor Moreno con Guillén Landrián y otros en el psiquiátrico popularmente conocido como Mazorra:
Está claro que la poesía y la pintura cumplen un papel subjetivador, donde Guillén Landrián elabora estrategias de recuperación no sólo de la ‘locura’ sino de los tratamientos psiquiátricos, los electrochoques y los encarcelamientos. A este tema volveremos en otra ocasión. Por ahora, conviene enfatizar que ante la obra de Guillén Landrián prolifera una especie de correlato biográfico que intenta explicar la experimentación formal como un efecto de su locura. De hecho, por momentos pareciera ser que la tendencia formal al caos, es decir, la cualidad de una práctica artística que problematiza la condición expresiva del lenguaje, su función comunicativa, guarda una íntima relación con la locura: ambas, locura y ‘poeticidad’ marcan diacríticamente las fronteras de la racionalidad moderna y de sus modelos comunicacionales. La Revolución Cubana no es una excepción, aunque el papel del Estado y sus políticas culturales ciertamente problematizan cualquier noción de autonomía, categoría que la modernidad genera para administrar o mediar entre las funciones conflictivas de las autoridades múltiples y los protocolos diferenciados de las verdades de los discursos ante el poder centralizador del Estado.
¿Diremos entonces que la ‘peligrosidad’ y la ‘conflictividad’ de la que se le acusa con frecuencia a Guillén Landrián es simplemente un efecto del modo en que su obra ejemplifica lo que J. Rancière ha llamado un ‘regimen estético’ de autorización del discurso? No exactamente. La ‘peligrosidad’ de Guillén Landrián tuvo múltiples causas. Hasta cierto punto, la dimensión poética del cinema documental de Guillén Landrián encarna un extremo de lo que Rancière ha llamado un regimen estético, pero a la vez, un filme como Desde La Habana (y las reacciones contra la ambivalencia de la creatividad moderna Guillén Landrián) nos recuerda el peso que tienen las relaciones de poder en la diferenciación de las autoridades y de los regímenes y sus conflictivas elaboraciones de lo común. No cabe duda de que el llamado régimen estético está atravesado por campos en disputa.
Quisiera concluir este ensayo con un comentario sobre una secuencia específica de Desde La Habana ¡1969! Recordar, el filme que, como sugerimos antes, Guillén Landrián consideraba su trabajo más autobiográfico, donde a su vez la poesía, como veremos enseguida, cumple una función en el filme, lo que nos permitirá retomar algunas de las preguntas que dieron inicio a este trabajo. La secuencia a la que me refiero ejemplifica el principio de discontinuidad que prevalece en los montajes disyuntivos y disonantes de Guillén Landrián y pone de relieve la excéntrica lógica del sentido entre los planos y los intervalos y problematiza su relación con la estructura tan fragmentaria de la obra en su conjunto. La secuencia abre con una imagen en fotofija del propio director, Nicolás Guillén Landrián y cierra con la voz en off del poeta nacional, Nicolás Guillen Batista, leyendo un poema sobre el asesinato de un líder obrero afrodescendiente en 1948, la clásica Elegía a Jesús Menéndez.
Entre la imagen de Guillén Landrián que abre la secuencia y la lectura del poema clásico (montado sobre la foto de Jesús Menéndez) irrumpe un relato discontinuo y bastante enigmático.
Resumo el comienzo de la secuencia que inmediatamente nos sitúa ante una serie de preguntas sobre la percepción y sobre la relación entre ver y decir. El comienzo de la secuencia -una breve parábola- está editada sobre cortes internos de fotofijas de dos figuras o personajes contrapuestos: plano de un hombre negro y contraplano de una mujer blanca. Una voz en off de procedencia imprecisa cuenta lo siguiente: “Esta es la puerta de la casa de Milagros. Milagros está parada en la puerta de la casa y ve el ciego que viene con su bastón caminando. Ella dice, cuando lo ve, “pobrecito”. Entonces el ciego se quita los anteojos y le dice, “Milagros, no hay peor ciego que quien no quiere ver”, y ambos se ríen (se escucha la risa de ambos)”. La breve parábola rompe el ritmo de los montajes anteriores, introduciendo un intervalo de ficción que le permite a Guillén Landrián hacer una pregunta clave sobre qué es lo que puede o no puede verse y cómo se relaciona lo que se ve con lo que se dice. Primero, ya que el hombre lleva gafas oscuras y camina con un bastón, Milagros piensa que es ciego. La voz en off menciona al ciego y asume así el punto de vista (equivocado) de Milagros quien -atrapada por la relación entre los iconos (bastón y gafas) y el estereotipo del ciego, no puede ver al hombre que camina hacia ella. En cambio, el hombre es quien la observa. Se inclina las gafas para mirarla, la reconoce y la interpela por su nombre: “Milagros, no hay peor ciego que quien no quiere ver”. El tema de la ceguera enpalma con toda la compleja cuestión de los límites culturales de la visibilidad y la dimensión político-cognitiva del sensorio. Pero hay algo más: la imagen del hombre negro en la parábola está armada con fotofijas del propio director, Guillén Landrián, así como es la suya propia la voz que narra en off. El cuerpo del director aparece en el campo de visibilidad de la secuencia, aunque no como director de un filme, sino como un hombre negro. Su intervención no sólo problematiza la cuestión del punto de mira sino que introduce la diferencia racial entre los dos puntos de vista (del hombre negro y la mujer blanca) confrontados en el esquema óptico del plano/contraplano.
La pregunta que se hace aquí Guillén Landrián no es tanto cómo Milagros ve y cree reconocer (equivocadamente) a un hombre ciego (por la interpretación estereotipada del bastón y de las gafas oscuras); es también una pregunta sobre cómo Mercedes deja de ver lo más obvio: el color de la piel como una marca histórica de diferenciación social. ¿No estaremos entonces ante un pun (de los que abundan en Guillén Landrián) que pone en juego el equívoco entre ceguera y daltonismo: “Milagros, no hay peor ciego que quien no quiere ver”? Pronto se añade algo fundamental sobre Milagros: quiere ser modelo y continuamente lee revistas de moda. La ‘ceguera’ de Milagros conecta entonces con la cuestión de la visibilidad (o invisibilización) de la raza en los medios del regimen audiovisual, tema clave que ya había sido sugerido anteriormente en esta misma película que investiga el tipo de percepción que se desprende del regimen audiovisual no solamente bajo el capitalismo sino bajo las formas de la propaganda socialista tras el triunfo de la revolución. Ya antes nos habíamos topado con una entrevista apócrifa a una maestra Fulana de Tal de la escuela para señoritas “María Luisa Dols” que anticipaba la entrevista a Milagros en la secuencia sobre la ceguera. Dice la maestra: “En la Escuela, negritas? No había ninguna, que yo sepa, que yo recuerde, no había ninguna”. E inmediatamente aparece un irónico intertítulo con la pregunta: “¿Y la guerrita del 12?”. La referencia a la llamada Guerra de las Razas del 1912 y la masacre del Partido de los Independientes de Color en el intertítulo contraresta la negación y la invisibilización de la raza. 3La directora cubana Gloria Rolando ha realizado una importante trilogía documentando la historia de la Guerra de las Razas de 1912. Su notable trabajo de archivo responde a un proyecto de “visibilizacion” de lo ocluido que responde a estrategias didácticas que siempre le resultaron problemáticas a Guillén Landrian. Ver nuestra introducción al trabajo de Gloria Rolando que incluye una amplia entrevista a la directora afrocubana (Ramos, 2013) La voz de Milagros encontraba un antecedente en la voz de la maestra, lo que nos lleva a pensar que el comentario sobre el trauma histórico y el racismo surge de las discontinuidades y los choques entre las partes aparentemente inconexas de la estructura experimental. Ese es un efecto de la organización estética de los fragmentos en los montajes de la obra. Aquí es la fragmentación propia de la experimentación estética o poética la que encamina a la crítica del racismo y de la invisibilización de la raza en los medios y en la historia nacional, lo que nos lleva nuevamente a pensar sobre la relación entre la organziación estética de los materiales y la raza como categoría de ordenamiento del sensorio mismo. Queda mucho que decir sobre esto. Digamos, para concluir, que el cine de Guillén Landrián muestra la visibilidad de la raza como uno de los principios reguladores de la percepción cinemática. Esto lo hace mediante un trabajo que conjuga experimentación estética y crítica del racismo y que fractura así la paradójica ceguera del audiovisual. A la vez la experimentación de Guillén Landrián problematiza el horizonte de expectativas representacionales o identitarias legadas del afrocubanismo.
Por cierto, es sabido que Guillén Landrián pensaba hacer un filme sobre la poesía de su tío Nicolás Guillén Batista, pero el ICAIC no aprobó el proyecto. Sería tentador leer la pulsión experimentadora de su cinema simplemente como una ‘transgresión’ del discurso militante de su tío, el Poeta Nacional. No cabe duda de que Nicolás Guillén Landrián se disputa el lugar del nombre y la autoridad de su homónimo poderoso, pero la relación es mucho más compleja y excede la historia familiar. El disonante montaje sonoro durante los últimos minutos de Desde La Habana ¡1969! Recordar trenza la voz del poeta clásico con un discurso de Fidel Castro, lo que explicita un posible análisis de la condiciones de legitimidad y autoridad de la poesía en la compleja red de los discursos del poder, pero a la vez, el montaje mismo parece remitir a una dimensión negada u ocluida del clásico militante: la condición estética, experimental, del afrocubanismo.
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