Mal de ficción y pasajes de la historia

Por Dork Zabunyan,

Biografía +

Dork Zabunyan es profesor de cine en la Universidad de París 8. Colabora habitualmente en varias revistas (Les Cahiers du Cinéma, Trafic, artpress o Critique). Ha publicado los libros Les Cinémas de Gilles Deleuze (Bayard, 2011), Foucault va al cine (Bayard, 2011, con Patrice Maniglier) y  L'insistance des luttes. Images, soulèvements, contre-révolutions (De l'incidence éditeur, 2016)




 
Resumen:

¿Por qué grabar con un dispositivo equipado con una cámara una manifestación contra un régimen autoritario y por qué hacerlo a veces con riesgo de vida? ¿Qué pasa con las imágenes y sonidos de estas luchas una vez que circulan en plataformas online, cuando no son reprimidas por los gobernantes que las ven como un peligro frente a la arbitrariedad de su poder? ¿Qué puede hacer el cine ante este material visual y sonoro que no le pertenece, que lo resiste y lo inspira, si quiere constituir un archivo filmado de las revueltas de nuestro presente? Los vídeos producidos por los protagonistas de los levantamientos árabes del 2011 forman el punto de partida y constituyen la materia prima de este texto. Se refieren a un conjunto conmovedor de imágenes crudas, a menudo efímeras en existencia, también impersonales porque están conectadas a movimientos de liberación que van más allá de la identidad de quienes las capturan. Son testigos de una historia contemporánea atormentada, pero también comprometen, de manera dinámica, un futuro de estos levantamientos, sean cuales sean las acciones contrarrevolucionarias de los Estados o las estrategias de propaganda audiovisual que lleguen a cubrir su potencial de contestación. No se trata solo de convocar una nueva resistencia que encuentre en las imágenes animadas un vector privilegiado para representar a un pueblo enojado. Se trata también de considerar cómo estas imágenes perseveran en el tiempo y contribuyen, con el cine que las acoge o se apodera de ellas después, a una insistencia de las luchas, una de cuyas cualidades es que surgen desde donde ya no se esperan.

Traducción: Ignacio Albornoz

En L’insistance des luttes : images, soulèvements, contre-révolutions.

París : De l’incidence, 2016, pp. 83-105,

 
 

Las imágenes de las revueltas árabes están expuestas a un riesgo de apropiación que podría menoscabar potencialmente su alcance histórico. Este riesgo tiene nombre conocido: conmemoración. Tan solo un año después de los acontecimientos que desde finales del 2010 sacudieran a toda una región del planeta —desde el norte de África hasta Medio Oriente, pasando por el sur de la Península Arábiga—, asistíamos a una celebración en imágenes que fue por cierto recurrente en los medios dominantes —sobre todo en los occidentales. Esto, sin importar la molestia provocada por el resultado de elecciones que, dirán algunos, distaron muchísimo de estar a la altura de los movimientos de emancipación que las precedieron (considérese la victoria del partido Ennahadha en las elecciones de la asamblea constituyente de octubre de 2011 en Túnez o la de los Hermanos Musulmanes en las elecciones legislativas de enero de 2012 en Egipto).

Los actores y protagonistas de este tipo de movimientos lo saben: la conmemoración es una forma entre tantas otras de atenuar, fijándolo en la serie calendarística de la historia, la potencia de ruptura de una movilización, una de cuyas especificidades es, precisamente, el no poder circunscribirse a una línea temporal homogénea. ¿Cuándo empieza una revolución? ¿Cuándo termina? Están las fechas, desde luego, y la comodidad de la lectura cronológica que autorizan: en Egipto, por ejemplo, las protestas comenzaron el 25 de enero de 2011; la gente ocupó por casi dos semanas la plaza la plaza Tahrir en El Cairo; el 11 de febrero, el presidente Mubarak se vio obligado a dejar su cargo. ¿Ha de considerarse sin embargo que la rebelión egipcia se daba ya por terminada en esa fecha? Las dudas, en cuanto a esto, son legítimas.

La última secuencia de Tahrir, plaza de la liberación (2011) es significativa a ese respecto. En lugar de cerrar su película con la imagen de una multitud eufórica ante la noticia de la dimisión del jefe de Estado, Stefano Savona prefiere mostrar una mujer que, al día siguiente, arenga a los aún presentes, exhortándolos a no abandonar la plaza, pues la única garantía de que la revolución no será confiscada por los militares, dice, es ocupar físicamente Tahrir. “¡El ejército nunca ha estado con el pueblo! ¡Mubarak no se ha ido del país! ¿Y si vuelve en dos semanas más? ¡Si dejamos la plaza, estamos todos perdidos!”. Proclamas de la manifestante que Savona inserta entre dos fragmentos de los créditos finales, dándole a su documental un aspecto inacabado, negándose en cualquier caso a cerrarlo con la idea de que la fuga de un déspota pueda coincidir con la actualización de la revolución que lo expulsó del poder. Sabia prudencia del cineasta que aborta toda tentativa de celebración prematura —el futuro confirmará infelizmente los recelos expresados hacia el final de Tahrir— y nos invita a seguir las réplicas de una revuelta popular sin reducirla a un punto fijo en la Historia.

Por otro lado, si bien despoja aquello que ha sucedido de su fuerza disruptiva y de sus indeterminables efectos de largo plazo, el acto conmemorativo está acompañado por una atención retrospectiva cuya consecuencia, en el caso de las revueltas árabes, es la desnaturalización del propio objeto que de costumbre sirve de soporte a esa conmemoración. Vale decir, y antes que todo, la extraordinaria reserva de imágenes amateur que circulan en internet, en las redes sociales o en plataformas como YouTube, conjunto de huellas visuales y sonoras retomadas a su vez en los canales de información continua, en los reportajes temáticos de la televisión y en toda una serie de prácticas documentales que reutilizan de manera más o menos razonada este material bruto. ¿A qué modificaciones más bien negativas está expuesto este vasto corpus de imágenes y sonidos cuando se lo emplea lejos de los focos de la actualidad (considerando —ya volveremos sobre este punto— que su función oscila entre la preocupación por transmitir una historia presente, a veces bajo riesgo de la vida misma de quienes las toman, y el establecimiento de una memoria de esas luchas con vistas al futuro)?

El primer escollo atañe al folclore revolucionario: aislar un cierto número de actitudes corporales que remiten a un imaginario colectivo de la insurrección —puños en alto y rostros que cantan o vociferan, individuo que desafía una columna de vehículos militares, mirada apacible pero resuelta en medio de una multitud encolerizada, etc.—, enfoque consistente en desprender una figura particular de la masa anónima que la rodea: otra manera de entorpecer un levantamiento cuya fuerza proviene, al contrario, de un agrupamiento impersonal de entidades heterogéneas y de una indiferencia frente todo procedimiento de heroización. A este respecto, la siempre creciente publicación en línea de diaporamas resulta sintomática. Compuestos a veces de imágenes fijas sacadas de videos difundidos en la Red, los diaporamas representan por lo común una sucesión de manifestantes convertidos, a su pesar, en íconos, y es en ese paso de la imagen animada a la imagen fija que el cliché del revolucionario encuentra todavía otra manera de encarnarse.

Nos encontramos cerca y muy lejos de los Ciné-tracts de los años 1968-1969, compuestos de fotografías, fuentes fílmicas, portadas de libros, textos de contenido diverso, etc. Aparentemente cerca, por una parte, si nos atenemos a la simplicidad de producción de una sucesión de imágenes fijas y silentes; como sostiene Jean-Luc Godard, quien evoca en los siguientes términos su colaboración con Chris Marker, de la cual surgiría la idea de los ciné-tracts:

Era una manera simple y barata de hacer cine político (…). Como la fabricación es extremadamente simple, quienes no hacen cine comprenden que los problemas del cine son en realidad sencillos, y que solo se complican porque la situación política es complicada 1Jean-Luc Godard, “Deux heures avec Jean-Luc Godard”, en Godard par Godard – Des années Mao aux années 80, París, Flammarion, 1991, p. 59-60.

Y muy lejos por otro lado, desde ya porque los diaporamas de hoy en día no pretenden, como antes, salvar la brecha que separa a los que hacen de los que no hacen cine con el fin de reunir a unos y otros en la elaboración colectiva de películas. Pero, sobre todo, los diaporamas actuales no parecieran obedecer al criterio primero que enunciara Godard —“las películas tienen que ser hechas por grupos a partir de una idea política”—, destinado a una pedagogía de la percepción que emplea las imágenes como armas de contestación. Por el contrario, estas series reconfiguran la identidad de un pueblo indignado mediante la figura inofensiva del héroe (incluso si es anónimo), aun cuando el trastorno de los tiempos que conociéramos en 2011 haya vuelto indecisa toda identidad. Venga de donde venga, una política de la imagen debe saber llevar a la pantalla esta indecisión, ya que es ella la que engendra un verdadero peligro para los gobiernos denunciados.

A esta inversión en la que lo ilocalizable de las luchas se disuelve en una previsible simbolización de sus componentes, se suma muy a menudo una explicación causal de las revueltas árabes, que no propicia necesariamente su comprensión. Es el segundo escollo que acecha a estas insurrecciones una vez que han ocurrido: la exacerbación de un determinismo tecnológico de los acontecimientos que conduce de paso a soslayar instrumentos de protesta diferentes, toda vez que estos no corresponden a contenidos visuales grabados con teléfonos móviles y difundidos luego en Facebook o a informaciones transmitidas vía Twitter, en vínculo con otras interfaces de imágenes. No se trata simplemente de matizar la opinión según la cual esta determinación variaría en función de los niveles de equipamiento informático o telefónico de cada país; ni de negar tampoco cualquier efecto notable de las redes sociales en la organización de grupos de personas en un país en que no se les autoriza a ello. Antes bien, se trata de constatar que la modernidad de las técnicas no excluye la existencia de otros procedimientos expresivos tal vez más modestos —ya que no arcaicos—, igualmente válidos en cualquier caso a la hora de condenar a los poderes imperantes.

Es lo que muestra juiciosamente el cortometraje Notre arme, de Ziad Hassen, producido por los Ateliers Varan en cooperación con la semat, una asociación de cineastas independientes con sede en El Cairo. La película comienza con una serie de planos de manos dibujando con plantillas de estarcido en un edificio de la capital, ridiculizando a Moubarak y sus esbirros. Tras los grafitis vendrán varios collages sobre políticos corruptos, cuyas distintas etapas de fabricación —en las que se mezclan todo tipo de actividades manuales, del Photoshop a las tijeras— nos será dado ver igualmente: retoque de los rostros con el mouse del computador; recorte de las mismas figuras después de la impresión; composición con aerosol sobre los muros de la ciudad. Algo de la revolución egipcia se lee también en los murales satíricos de sus ciudades, y el vals de manos elaborado por Hassen mediante una sucesión de raccords táctiles evidencia un humor regenerador que no ha dejado de animar las “primaveras árabes”, bastante lejos de la idea de una “razón de la historia” que coincidiría exclusivamente con el uso de tecnologías avanzadas. 

El retorno conmemorativo a estos movimientos a través de los fragmentos de imágenes que de ellos tenemos tropieza con un tercer escollo; a saber, el hecho de que los documentales o reportajes televisivos sobre los acontecimientos de 2011 no seleccionan más que un puñado de registros —amateurs o no—, prácticamente siempre los mismos: una gran multitud reunida en la avenida Bourguiba de Túnez el 14 de enero, frente al ministerio del Interior, símbolo de la represión del régimen de Ben Alí; manifestantes en oración el 28 de enero, alineados sobre el puente Qasr al-Nil de El Cairo, que conduce a la plaza Tahrir, mientras la policía antidisturbios les apunta con sus cañones de agua; discursos oficiales de Gadafi en la televisión libia, seguidos, algunas semanas más adelante, por su linchamiento a manos de un grupo de rebeldes de Misrata; sit-in en las calles de Saná durante la revuelta yemenita, etc.

El problema no es poner en tela de juicio el carácter excepcional de estos documentos visuales, cuya inscripción en la Historia resulta indiscutible, sino señalar un mecanismo de sustracción de imágenes que parece ir de la mano con una voluntad celebratoria preocupada sobre todo por mostrar aquello que se debe recordar. Esta focalización en un número reducido de secuencias se une, directa o indirectamente, a la tendencia ya subrayada de una consolidación de los estereotipos revolucionarios, restringidos por definición y poco proclives a renovarse. Guarda también relación con el problema —esencial— de la transformación de estas imágenes en archivos del convulso periodo al que se refieren, o con su “historicidad”, para retomar una expresión de Sylvie Lindeperg que designa, aquí, la recuperación, por el uso que de ella se hace, “de una “imagen que no ha sido producida en ningún caso con la perspectiva -de transformarse- en archivo” 2Sylvie Lindeperg, “Images d’archives: l’emboîtement des regards”, entrevista dirigida por Jean-Louis Comolli, Images documentaires, nº 63, 2008, p. 35.  

Pero ¿cuál sería antes que todo este uso en el caso de las revueltas árabes? Dar testimonio de un contexto de vida que se ha vuelto intolerable; arrancarle un trozo de realidad que muestre que es también a este testimonio en imágenes (y en palabras) que se oponen violentamente los gobernantes denunciados. La legitimidad de un testimonio de esta naturaleza no proviene de la posición de víctima de quien se esfuerza por transmitirlo a toda costa, por la simple razón de que quienes luchan contra un sistema totalitario no se perciben necesariamente como víctimas: la urgencia de la situación que afrontan no les da tiempo para considerarse como derrotados de la Historia, sea cual sea el resultado de esta. De existir, la legitimidad estriba antes que nada en el gesto mismo de la sublevación, en el que la frontera última entre la vida y la muerta se disipa. Como declara el director Osama Mohamed en abril de 2011, a propósito de la revuelta que estallara en Siria, su país:

algo ha cambiado definitivamente en las consciencias. Incluso yo siento que la muerte no tiene ya el mismo significado. Me ocurre pensar en mi propia muerte y no me siento mal: puede ser solo una impresión, pero creo que nos encontramos actualmente en una situación en que la muerte puede convertirse en un sinónimo de vida. Los caídos forman hoy parte de mí” 3Osama Mohamen, “La peur au ventre”, Cahiers du cinéma, nº 667, 2011, p. 85.

Irreductibilidad de la sublevación en que la denuncia de las injusticias termina por poner fin a la vacuidad de nuestros temores. Como escribiera sobre esto Michel Foucault: “un solo hombre, un grupo, una minoría o un pueblo entero dice: “no obedezco más” y arroja a la cara de un poder que estima injusto el riesgo de su vida”4Michel Foucault, “¿Es inútil sublevarse?”, en Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales. Vol. iii, Barcelona: Paidós, 1999, p. 203-207, p. 203.

Las imágenes de las revueltas árabes son en su mayor parte indisociables de una efectuación de este riesgo y nos informan, paralelamente, sobre la forma en que aquellas son vividas por los pueblos insurgentes: encuadres vacilantes realizados en medio de un movimiento de fuga; planos truncados por un muro, debido a la posición del manifestante, buscando refugio; “manos frágiles”, en acción, como las que identificara ya en Le fond de l’air est rouge (1977) Chris Marker, a propósito de la década de luchas de 1967-1977: manos que hacen las veces de relevo entre un cuerpo febril, expuesto a un peligro, y una época turbulenta. Una manera también de “transmitir la historia”, como lo indicara de otra manera Foucault al referirse a las modalidades de registro de un presente histórico por sus actores, modalidades inseparables de la elaboración de un saber, destinado a las generaciones futuras, sobre ese presente, en pro de otras batallas venideras, sabiendo que los poderes, sea cual fuere su naturaleza (políticos, mediáticos, etc.), multiplican las formas de “tomar posesión de esta memoria” en construcción, para “dirigirla y controlarla”5Michel Foucault, “Antirretro”, en Dork Zabunyan y Patrice Maniglier (eds.), Foucault va al cine, Buenos Aires, Nueva Visión, 2011, p. 101-106, p. 102, incesantemente.

Así pues, estamos tal vez en posición de dar respuesta al problema que planteáramos más arriba: el de la historicidad de aquel océano de imágenes que tenemos virtualmente a nuestra disposición en internet o en nuestros computadores. Antes de convertirse en un archivo propiamente dicho, las imágenes de las “primaveras árabes” poseen a grandes rasgos una doble función (cuando no son subvertidas por iniciativas conmemorativas que orientan o “dirigen” nuestra mirada de los acontecimientos): son armas para el presente y, quiérase o no, fuerzas para el porvenir. Están envueltas desde luego en circunstancias muy inciertas que revelan toda su fragilidad, pero continúan, con todo, siendo herramientas de formación de un marco militante; regeneran potencialmente la memoria de las luchas, puesto que constituyen hitos conmovedores en los que otros levantamientos podrán apoyarse, aunque ello signifique dar un paso al costado con respecto al pasado y situarse un lugar distinto.

Es en ese sentido que el archivo derivado de estas fuentes visuales mantiene una “relación distendida” con la realidad que ellas mismas, sin embargo, nos hacen ver, como señala Sylvie Lindeperg en la entrevista ya mencionada al estudiar de manera más general el uso que hace la disciplina histórica de un corpus de imágenes que no le está originalmente destinado (esto, desde luego, sin olvidar que el privilegio de asegurar el devenir-archivo de la imagen, que permite que la realidad registrada solicite nuestro presente y lo “distienda” incluso para cuestionar nuestro saber histórico, no recae exclusivamente en los historiadores). Él incumbe también a los cineastas, como lo demostrara Alain Resnais en Nuit et brouillard, cinta que explora los diversos “estratos y regímenes de imágenes” ligados a los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial, con todos los peligros a los que semejante trabajo archivístico se expone. Por ejemplo, ser a su vez “reciclado” en otras películas sobre el mismo periodo hasta producir una nivelación de las capas de imágenes, que Resnais, sin embargo, ponía mucho cuidado en diferenciar 6Sylvie Lindeperg, op. cit., p. 35 (un trabajo de distinción de este tipo resulta particularmente necesario hoy, cuenta habida de la multiplicación sin precedentes de los soportes de grabación y difusión de imágenes). 

Lo que hay allí, en términos más globales, es una fructífera colisión entre cine e historia, que implica una postura liminar ante aquel variopinto conjunto de imágenes del que somos contemporáneos: postura que consiste, primero que todo, en intentar describir estas imágenes tal como se presentan y, en este caso, tal como nos llegan, vale decir desde una región del mundo en plena efervescencia —con su textura, su duración, con las figuras que dejan ver y los sonidos que nos hacen o no oír, etc.—, sin reparar en las posibles carencias de sus elementos, situados a veces en los límites de nuestro umbral de percepción. Una de las tareas del historiador o del cineasta empeñado en “transmitir la historia” consiste justamente en prestar atención a las insuficiencias de los componentes de la imagen, ya sea que ellas remitan a las peligrosas condiciones en las que fueron tomadas, o que condicionen por el contrario una intervención a nivel de su encuadre, su materia o su encadenamiento con otras imágenes, por modificación si se reenfoca por ejemplo la imagen alrededor de un motivo particular, por eliminación si se decide cortar una secuencia para concentrarse en lo que, se estima, es su “acción principal”.

En el primer caso, conviene estar atento a cada detalle de la imagen, incluyendo aquellos que pudieran hacer pensar en un vacío en lo representado. O acompañar todavía esos momentos de latencia que sobrevienen antes o después de un acontecimiento prominente (ruidos repentinos de disparos durante una reunión pacífica, arresto arbitrario de un manifestante por las fuerzas del orden, columna de humo en el cielo de un suburbio, etc.). En el segundo caso, se trata de revelar las estrategias de ordenamiento practicadas por cadenas de información de la televisión o por ciertos documentales que limitan, mediante operaciones de selección o de retención de imágenes, nuestra aprehensión de los levantamientos de 2011. Debemos conquistar una capacidad de lectura de todas estas imágenes impersonales, sin firma, y combatir al mismo tiempo las “(formas) de destrucción de la duración y de la percepción temporal” que estas estrategias de inspiración mediática acarrean consigo. Es preciso también aprender a contemplarlas, y a comentarlas luego con palabras o hasta con imágenes, ya que es posible también comentar imágenes con otras imágenes, de acuerdo con el método que siguiera Harun Farocki en su trabajo fílmico sobre el estudio de la “secuencialidad de las imágenes” 7Respectivamente, Ibid. p. 32 y Christa Blümlinger, “De l’utilité et des inconvénients de la boucle pour le montage », en hf/rg (Harun Farocki/ Rodney Graham), París, Éditions du Jeu de Paume-Blackjack Éditions, 2009, p. 79: creación de nexos entre elementos heterogéneos, efectos de disyunción, confrontaciones diferidas, etc. Considerando, además, que este comentario tiene que tomar en cuenta las mediaciones, principalmente técnicas, a través de las cuales estas imágenes llegan hasta nosotros 8Una tentativa en esa dirección fue propuesta por Yousry Nasrallah, Après la bataille (2012). Nasrallah parte del registro filmado del increíble ataque del 2 de febrero de 2011 contra los manifestantes de la plaza Tahrir.                

¿Cómo garantizar la observación de las imágenes de las revueltas árabes y su reutilización sin caer en la trampa de la conmemoración? ¿Y cómo combinar asimismo las dos características de estas fuentes amateur indicadas más arriba —la imagen como archivo y la imagen como fuerza—, de modo tal que soliciten a los historiadores que se ocuparán más adelante de este periodo y puedan servir también de inspiración para batallas venideras? No hay, por supuesto, respuestas definitivas a estas interrogantes. Los distintos géneros —la ficción o el documental— pueden adueñarse de las imágenes a su antojo y proponer su propia solución formal. A este respecto, una apasionante iniciativa de montaje de videos encontrados casi exclusivamente en YouTube existe: The Uprising (2013), de Peter Snowdon. El germen del proyecto es la sensación, mezcla de entusiasmo e inquietud, de alguien que sigue las protestas delante de su computadora, a medida que las imágenes de los acontecimientos son posteadas en Internet por los propios manifestantes. Se hacía necesario darle cuerpo a ese entusiasmo —afecto revolucionario, como lo notara Kant en la época de la Revolución Francesa—, especialmente hoy en día, en un momento en que el destino de las “primaveras árabes” parece llevar el sello del desencanto, de la represión y hasta de la contrarrevolución.

Principalmente, son tres los elementos que distinguen a esta película de otros ensayos documentales conocidos hasta la fecha, inscribiéndola en un devenir-archivo poco frecuente de la imagen amateur, toda vez que logra evitar, gracias a un simple gesto de montaje, la manía de la heroización. En primer lugar, Snowdon ofrece en versión extensa secuencias que creíamos ya conocer, y que descubrimos ahora en su duración casi íntegra. Es el caso de la escena filmada desde la ventana de un edificio la tarde del 14 de enero después de la fuga de Zine El Abidine Ben Ali, en que un hombre, solo, grita de alegría en medio de la Avenida Bourguiba, desierta a esas horas. Escena estremecedora que habíamos visto en la televisión, pero en un formato muchísimo más breve. Verla o volverla a ver con una duración más prolongada permite tomar consciencia de las condiciones en las que el video fue grabado —desde la altura de un edificio de la misma avenida vacía—, y apreciar la interacción entre el manifestante y las personas que se encuentran alrededor de la cámara, algunas de las cuales cantan o lloran.

 

En segundo lugar, Snowdon propone imágenes prácticamente nunca antes vistas, disponibles sin embargo en la Red pero desechadas por los medios (y los internautas) al provenir de regiones menos consideradas, aunque no por ello ajenas a las revueltas. Es lo que ocurre en el reino de Bahréin, donde las manifestaciones fueron reprimidas de forma sangrienta: Snowdon decide mostrar en este caso la silueta borrosa de un hombre que corre por buen rato a campo raso, con una bandera del reino entre las manos, antes de ser retenido por un grupo de civiles armados, de contornos no menos indefinidos, salidos de la nada. O en Siria, donde las imágenes de la represión no han sido aún difundidas por los canales tradicionales de la televisión debido a su extrema violencia. The Uprising prefiere revelar una contestación en que domina el humor, como lo demuestra la extraordinaria secuencia en la que un adolescente de la ciudad de Homs hace uso, frente a sus camaradas de la calle, de una bazuca artesanal que dota de proyectiles de una especie muy particular: patatas o incluso cebollas que dispara contra un edificio del régimen “para hacer llorar a Bachar…”. Imágenes ya vistas que podemos ahora ver nuevamente, de otra manera; imágenes que descubrimos y que reactivan nuestra visión de las revueltas árabes, ampliándola; imágenes que interrogan, a partir de una sucesión razonada de videos, nuestra relación con Internet como medio, y los nexos que establecemos, por intermedio de él, con la historia presente. 

Este es el tercer punto que ilumina la película, que no se confunde por cierto estrictamente hablando con un documental, ya que, como lo afirma su autor, su objetivo es ante todo aprehender el “ritmo interior” de la contaminación del fenómeno revolucionario de un país al otro, “tal y como puede ser captado a través de una sola de sus dimensiones de propagación: el Internet” 9Conversation avec Peter Snowdon, por Bruno Tracq, dossier de presentación de No Revolution without a Revolution (coproducción Rien à voir y Third Films), p. 28. Es al lograr interrogar las condiciones de recepción de sus imágenes que la película de Snowdon se distingue de otro que se le asemeja en apariencia: Iraqi Short Films (2008), del argentino Mauro Andrizzi, compuesto enteramente de imágenes de la guerra de Irak encontradas en Internet, pero cuyo montaje no cuestionaba con igual pertinencia la fabricación de una mirada a partir de las imágenes posteadas en YouTube. En una sobresaliente “tesis de creación” —artistic research que incluye un examen minucioso de las etapas de fabricación de su película The Uprising— Peter Snowden prosigue su reflexión y pone de relieve la existencia de una singular “topología”: una topología de los circuitos de percepción cuando estamos “en línea” o “desconectados”, en la intersección de las tecnologías de circulación de las imágenes y de una acción física que se enfrenta a un poder autoritario 10Véase: Peter Snowdon, The revolution will be uploaded: vernacular video and documentary film practice after the Arab Spring, Tesis de la Universidad de Hasselt (Bélgica), 2016. Es como si existiera un principio de correspondencia entre la dimensión reticular de las imágenes de luchas en Internet y los levantamientos árabes, una de cuyas características principales fue de haber constituido —al ser inasible para los gobernantes— un conjunto abierto y casi informe en que las acciones de los manifestantes se diseminaban por todas las plazas y calles sin poder ser totalizadas. Lo que constituye una manera de sortear el argumento de una desrealización de las luchas por las imágenes que las representan, como si estas últimas nos alejaran de las formas de compromiso corporal sin las cuales estas luchas, en la práctica, no son nada. El elemento fundamentalmente dispersivo de unas —las acciones, ocupaciones, manifestaciones, etc. — y otras —las imágenes registradas aquí y allá— permite pensar en conjunto el cuerpo en lucha y la imagen como fuerza.

Una pregunta surge sin embargo en esta etapa del análisis: ¿cómo proyectar, incluso a la distancia, la puesta en ficción cinematográfica de los levantamientos árabes? La codificación de los gestos del compromiso revolucionario no faltará, sin duda alguna, y hay tal vez que abordar la cuestión a partir de una constatación que hiciera Jacques Rancière a mediados de los años setenta, y advertir que las imágenes brutas o directas no poseen una eficacia asegurada contra los poderes que creen desafiar, ya que los poderes recoltan también “algo del delirio ‘voyeurista’ que caracteriza a nuestra cultura presente (frenesí del cine directo, de lo documental, de lo etnológico)” 11Jacques Rancière, “La imagen fraternal: la ficción de izquierda, ficción dominante”, en Margarita de Orellana (ed.), Imágenes del pasado. El cine y la historia: una antología, México D. F., Premia Editora, 1983, p. 47-57, p. 53. El régimen sirio, todavía en el poder, lo sabe muy bien, puesto que ha adoptado desde el inicio una estrategia demoníaca de desvío de las imágenes tomadas por los manifestantes que luchan contra él: los canales de televisión controlados por Bachar Al-Assad retoman en efecto en sus programas los videos posteados por la gente, que dan cuenta de los peores atropellos cometidos por el ejército o la policía, cuidándose no obstante de advertir que estos son el resultado de las violencias propiciadas por las “potencias enemigas del extranjero” o los “terroristas internos”. Espantoso método de desinformación en el que el poder imperante se alimenta de las secuencias visuales que debían supuestamente revelar su verdadero rostro, subvirtiendo el origen de sus actos criminales. De esta confusión, mantenida a propósito por la propaganda siria, procede necesariamente un sentimiento de indistinción que afecta la fuerza de denuncia contenida en estas imágenes.

Es para intentar superar aquella temible indistinción que el colectivo clandestino Abou Naddara decidió privilegiar la realización de películas muy breves, algunas de las cuales forman pequeñas ficciones, distinguibles con nitidez del material amateur disponible originalmente en Internet y retomado luego por tramos en los canales de televisión del Estado. Publicadas a razón de una película por semana —los viernes: día de oración, día de furia—, estas piezas se basan a veces en sinopsis que desplazan por completo la imagen que tenemos de un pueblo en tiempos de revuelta 12Todas las producciones del colectivo Abounaddara están disponibles en Vimeo. Por ejemplo, en Everything is Under Control, Mr. President (2011), un plano fijo muestra a un hombre de pie,  inmóvil delante de la puerta de un cementerio, dentro del cual se sitúa la cámara. El plano siguiente muestra al mismo hombre frente a algunas tumbas —el brazo torcido, una mano estática a la altura de su cabeza—, rindiendo aparentemente homenaje a uno o más desaparecidos. En el tercero, más próximo, descubrimos un rostro inexpresivo de ojos ligeramente bizcos. Acto seguido, una ráfaga de metralleta en off: la cámara se desploma antes de que la pantalla se vuelva negra. Un sordo ruido de explosión había abierto igualmente este fragmento fílmico de algo más de un minuto, una vez más sobre fondo negro. Sobriedad de una puesta en escena en la que se difuminan las fronteras que marcan por lo común el ritmo de nuestras vidas cotidianas: frontera espacial entre la ciudad y el lugar donde descansan los caídos; frontera afectiva entre la emoción nacida de una revuelta y el dolor ligado a la pérdida de un ser querido; frontera existencial, al fin, entre la vida y la muerte… Tantos límites ahora inestables gracias a este trozo de ficción que vuelve sensible de otro modo la constatación que ya enunciáramos: “nos encontramos actualmente en una situación en que la muerte puede convertirse en un sinónimo de vida”.  

Abou Naddara no propone únicamente ficciones breves de este tipo. El colectivo se sitúa también en el terreno de la contra-información al emplear a propósito de los pactos políticos del régimen, desplazándolos, ciertos códigos del reportaje, como en Jihad a la Assad, en que un rostro sumido en la oscuridad —envuelto a mitad por un halo rojizo— se dirige a la cámara. Del mismo modo, convierte en imágenes de archivo, difundiéndolas en blanco y negro, escenas de adoctrinamiento en que niños sirios, semejando torpes autómatas, celebran la gloria de Bachar al-Assad, como en Once upon a time in Syria. Otorga además la palabra a mujeres que, tras el levantamiento de marzo de 2011, señalan varias transformaciones de los aspectos más cotidianos de sus vidas, como el hecho de volver a casa a medianoche, en D’une révolution l’autre. Los videos anónimos de Abou Naddara oscilan en cierto sentido entre una vocación ficcional, que rompe con las durísimas imágenes que circulan a veces en Internet (o en los canales de televisión sumisos a la dictadura), y una manera otra de testimoniar que revela nuevos modos de ver y de hablar, de pensar y de actuar. En cualquier caso, la dupla héroe/víctima, tan prominente en la representación tradicional de las revoluciones, parece aquí haber caducado, lo que facilita, simultáneamente, el esbozo de nuevas formas de concebir la revuelta en imágenes o en palabras, lejos de la imaginería ya consagrada del ser sufriente o indignado.

Cabe señalar que esta doble exigencia no es el privilegio de ningún género en particular. Ella se aplica tanto al documental como a la ficción, y constituye sin duda la piedra de toque de las películas que tratan de las revueltas árabes. Como escribe claramente Rancière, lo que cuenta no es “la explicación de una situación —ficcional o real— por las condiciones sociales”, con todas las derivas de la ya evocada tipificación del pueblo. Lo importante es mostrar “la potencia de la mirada y de la palabra, la potencia del suspenso que ellas instauran”, sabiendo que, en estas materias, “la cuestión política es antes que nada la de la capacidad de unos cuerpos cualquiera de apoderarse de su destino” 13Jacques Rancière, “Las paradojas del arte político”, en El espectador emancipado, traducción de Ariel Dilon, Buenos Aires, Ediciones Manantial, 2010, p. 53-84, p. 81. ¿Qué tipo de ficciones podrán dar voz y mirada a aquellos cuerpos sin nombre (considerando que nos enfrentamos a una suerte de mal de ficción procedente no tanto de una insuficiencia de naturaleza estadística —habría menos documentales que ficciones— como de un cuestionamiento de las formas en que se renovará la ficción a raíz de las “primaveras árabes” y de su monumental reserva de imágenes)?

¿Qué ficciones, entonces? De modo alguno los biopics que tratarán de figuras de las revueltas más conocidas y hoy ya emblemáticas, como Mohamed Bouazzi en Túnez o Wael Ghonim en Egipto. Ni tampoco las iniciativas fílmicas que se instalan de plano en una perspectiva reflexiva de celebración y que ahondan en los acontecimientos a través del prisma de un caricaturesco intimismo de pareja o de un rampante familiarismo, como lo hiciera 18 jours, cinta estrenada apresuradamente al margen del Festival de Cannes en la que diez autores egipcios presentan una serie de “puntos de vista” sobre la revolución. Habrá que lograr despegarse quizás de un lirismo conmemorativo que pasa fatalmente por alto aquellos “cuerpos cualquiera” o los utiliza solo para defender la “buena causa” revolucionaria, transformándolos en meros figurantes de la Historia. O tal vez será necesario también llevar a la pantalla “la incapacidad” de esos mismos cuerpos para encarnar un destino tras las revueltas, sin por ello renegar de estas ni mucho menos traicionarlas con el talante desencantado de un “¿para qué sublevarse?”. Se trataría simplemente —y esto ya es decir bastante— de escapar a la ilusión según la cual el entusiasmo de la revolución debería coincidir cabalmente con su efectuación, y de conceder por contraste un derecho a las películas que contraríen toda fosilización de las luchas de 2011 y de sus potenciales réplicas, sabiendo que la figura del héroe pertenece a la mitología, que el pueblo no tiene identidad y que la historia no tiene final 14Un último aspecto por resolver es tal vez el de la difusión de las películas, indisociable de los públicos a los cuales, en los países en los que hubo revueltas, las películas son mostradas. O no son mostradas, lo cual es prácticamente la norma. Hacen falta salas, sin duda alguna, como la Asociación Tunecina de Acción por el Cine lo explica en un informe completísimo que data de 2009, redactado por algunos jóvenes cineastas, entre los que se encuentran Ismaël Louati y Ala Eddine Slim: “Ya no hay salas de cine en Túnez: una quincena de salas en actividad, de las cuales solo un puñado ofrece condiciones de proyección aceptables y una sola propone una programación de películas dignas de ese nombre” (para este informe, véase: http://ciac.over-blog.net/article-34594828.html). Están desde luego los festivales, cuya utilidad nadie discute, pero el mal de ficción no podrá ser ahondado sin repensar también las condiciones de visionado de las películas fuera de estas manifestaciones provisorias.       

 

 
Como citar:
(2021). Mal de ficción y pasajes de la historia, laFuga, 25. [Fecha de consulta: 2024-04-20] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/mal-de-ficcion-y-pasajes-de-la-historia/1073