Introducción
No es exagerado decir que Glauber Rocha fue durante más de una década una de las figuras más influyentes de la cinematografía, estando en el “centro del debate cinematográfico mundial a la par de personalidades como Rossellini, Godard y Buñuel” (Stara, 2010, p. 37). Rocha fue realizador, productor, crítico y teórico. Su obra está conformada por doce largometrajes, seis cortometrajes –uno de ellos perdido– cuatro libros, artículos, entrevistas y manifiestos. La filmografía de su primera etapa ha sido muy visionada y estudiada, no así la de su segunda etapa.
El montaje nuclear es el resultado de este segundo momento del cine de Rocha y, pese a ser la síntesis de una vida entera de búsqueda, ha sido así mismo muy poco estudiado. Quizás porque él mismo escribió y habló poco al respecto, quizás porque fue intencionalmente oscuro al hacerlo, quizás porque la crítica destrozó su última cinta y nadie quería saber de él en sus últimos años.
Antes de la muerte de Glauber, ni la derecha ni izquierda, ni el Cinema Novo ni la Nouvelle Vague, nadie quería saber de él. (…) Glauber había hablado mal del partido comunista, de los fascistas, los militares, la izquierda, la derecha, de todo el mundo (Orlando Senna en Glauber o filme, labirinto do Brasil (Tendler, 2003).
El olvido del montaje nuclear es tal que, incluso en la biografía ilustrada de Tempo Glauber (Rocha et al, 2008), asociación de la familia de Rocha encargada de difundir y conservar su obra, no se menciona a dicha teoría ni una sola vez. Por lo tanto, en este artículo revisaremos brevemente lo que Rocha y algunos de sus estudiosos han dicho sobre el montaje nuclear, para así partir de una posición que nos permita llegar a la propuesta central de este artículo: una lectura desde la experiencia festiva barroca, tal cual la encontramos expresada en el montaje de la cinta La edad de la Tierra (A idade da Terra, Rocha, 1980).
Dada la importancia que damos en este artículo al montaje, debemos empezar explicando que estamos usando una definición ampliada del mismo, en la cual se considera al mismo como un principio regulador y no como una etapa dentro de la producción de una película. En esta definición, se tiene además cuidado de no poner al plano cinematográfico ni a la imagen por encima del sonido u otros elementos fílmicos. Entendemos, entonces, por montaje “el principio que regula la organización de elementos fílmicos, visuales y sonoros, o el conjunto de tales elementos, yuxtaponiéndolos, encadenándolos y/o regulando su duración” (Aumont, Bergala, Marie & Vernet, 2008, p. 62).
El montaje nuclear
En una carta al director Cacá Diegues, Rocha revelaba de manera irónica la teoría del cine nuclear:
MD = MI = H = Secreto de Estado
ME E
(Rocha, citado en Prioste, 2013, p. 12)
¿Qué podemos decir sobre el montaje nuclear que nos ayude a quitar las sombras que lo acompañan? Para Prioste (2013), si realmente existió una teoría al respecto, la intención de Rocha no era compartirla, por lo que resulta necesario penetrar en el universo de su idealizador (p. 12).
Sabiendo esto, por lo tanto, consideramos necesario situar la teoría del montaje nuclear dentro de dos propuestas de la segunda etapa del cine de Rocha: Eztétyka del sueño y anarco-constructivismo. Eztétyka del sueño (Rocha, 2011) es un texto que fue presentado por Rocha en 1971, en una conferencia para la Universidad de Columbia, como respuesta a algunas de las críticas recibidas por Antonio das mortes (O dragão da maldade contra o santo guerreiro / Antonio das Mortes, 1969). Podemos decir que, si la primera parte de su filmografía, según la división de Stara (2010), gravitó en torno a la Eztétyka del hambre (Rocha, 2011); la segunda parte, es decir, la que está conformada por sus filmes realizados entre 1970 y 1980, gravitó en torno a la Eztétyka del sueño. Este texto, a diferencia de la Eztétyka del hambre, no pretende hablar de manera colectiva en nombre del Cinema Novo, sino que es más bien un manifiesto de su propia búsqueda personal. El hambre y la pobreza siguen siendo el motor de su teoría, pero si en su primer manifiesto se interesaba por la violencia como respuesta revolucionaria del hambriento, ahora se interesa por su misticismo, entendido este como religión del oprimido que se opone a la razón colonizadora. La revolución, para Rocha, sería la forma más elevada de misticismo.
Las vanguardias del pensamiento ya no pueden entregarse a la inútil victoria de responder a la razón opresora con la razón revolucionaria. La revolución es la anti-razón que comunica las tensiones y rebeliones del más irracional de todos los fenómenos, que es la pobreza. (…) La pobreza es la máxima carga autodestructiva de cada hombre y repercute psíquicamente de tal forma que el pobre se convierte en un animal de dos cabezas: una es fatalista y sumisa a la razón que lo explota como esclavo. La otra, en la medida en que el pobre no puede explicar el absurdo de su propia pobreza, es naturalmente mística. La razón dominadora clasifica al misticismo como irracionalista y lo reprime a pura bala. Para ella, todo lo que es irracional debe ser destruido, ya sea la mística religiosa, ya sea la política. La revolución, como estado del hombre poseído que lanza su vida rumbo a una idea, es el espíritu más elevado del misticismo. (…) A través de la comunión hay que tocar el punto vital de la pobreza, que es su misticismo. Este misticismo es el único lenguaje que trasciende el esquema racional de la opresión (Rocha, 2011, pp. 138-140).
Por otra parte, el anarco-constructivismo o trans-realismo, es un concepto que Rocha utilizó en una entrevista en 1981, el año de su muerte, para definir la segunda etapa de su filmografía. Esta fase inicia con las películas El león de siete cabezas (Der leone have sept cabeças, 1970) y Cabezas cortadas (1970), filmes que, según Rocha (2011), no tienen ningún vínculo con la cultura cinematográfica y son una respuesta ante el vacío que sintió en relación al cine clásico, después de Antonio das mortes (pp. 307-308). Rocha opone su propuesta, a la postura de Godard de esos mismos años (Romero, 2016). Recordemos que Godard creó en 1968 el grupo Dziga Vertov, con filiaciones maoístas, y le declara la guerra al cine representativo. Recordemos, además, que en 1970 invitó a participar a Glauber en un pequeño papel de El viento del este (Le vent d’est, 1970), después de lo cual se distanciaron debido a un discurso improvisado por Rocha (Stara, 2011, p. 29). Rocha ahondó en esta polémica en su texto El último escándalo de Godard (2011), en donde acusa al realizador franco-suizo de tener el mal del intelectual europeo que se pregunta sobre la validez del arte y termina haciendo un cine político inofensivo para el gran capital que financia sus cintas. Godard, dice Rocha, quiso invitarlo a destruir el cine, pero él estaba convencido de la necesidad de un cine desde el Tercer Mundo. Es decir, la respuesta de Rocha a esta crisis de fines de los años sesenta en relación al cine clásico, derivó en una anarquía respecto a la tradición cinematográfica, pero no con un afán nihilista, crítico y destructivo, como Godard, sino abriendo nuevos rumbos para un cine tercermundista peligroso, divino y maravilloso.
Habiendo transitado, entonces, por las propuestas generales de la segunda etapa del cine de Rocha, pasemos a hablar de lo que nos ocupa: el montaje nuclear. Empecemos por rastrear el origen del término. Rocha comenzó a hablar sobre esta teoría en la época del estreno de su film Claro (Rocha, 1975), aunque, a su vez, en dicha película no existen indicios de su propuesta. Se reconocen, por consiguiente, únicamente a Di Cavalcanti / Di-Glauber (Rocha, 1977) y La edad de la Tierra como las cintas representativas de su teoría del montaje nuclear. Para comprenderla, revisaremos, entonces, brevemente ambos filmes.
Primero, veamos el caso de Di Cavalcanti, cortometraje documental que respondió a un impulso creativo de Rocha ante la muerte de su amigo, el pintor Di Cavalcanti. El carácter festivo de la cinta, rodada en pleno funeral, provocó por décadas su prohibición por parte de la familia del pintor. Para Xavier (2001), en esta película no se rueda un acontecimiento, sino que el cine mismo es el acontecimiento (p. 152). El montaje, al liberarse de una necesidad meramente comunicativa, expresa energía, se abre paso al juego y a la celebración estética.
La edad de la Tierra lleva este tipo de montaje al extremo, excitando durante más de dos horas los sentidos del espectador y buscando su complicidad creadora (Aguiar, 2010, pp. 47-48). Para Rocha, se debía asistir a su última cinta como si se estuviera en una cama, una huelga, una fiesta o una revolución (Araújo, 2016, p. 118).
Rocha definía al montaje nuclear como “un montaje frenético y no lineal, que repite escenas hasta la irritación” (Stara, 2010, p. 50), un montaje en el que “la calidad está en la cantidad” (Rocha, citado en Stara, 2010, p. 285), 1No sabemos si la cita “la calidad está en la cantidad” es correcta o si es “la cantidad está en la calidad”, pues Araújo (2016), al contrario de Stara, hace la cita de esta segunda forma (p. 119). No hemos podido acceder a la fuente de Stara y Araújo no cita fuente alguna un montaje orientado por un principio rigurosamente estético, “inmoral, sin preocupaciones por la comunicación clásica y la exposición tradicional” (Rocha, citado en Stara, 2010, p. 287). Para Rocha, el inconsciente estructura al lenguaje cinematográfico y “en la cabeza de cualquier director, la película en la que él piensa es una tempestad audiovisual, pero después se filma y se monta según las reglas de la gramática cinematográfica, que en el fondo son reglas de mercado (Rocha, citado en Stara, 2010, pp. 286). El montaje nuclear, pretendería, entonces, regresar a aquella tempestad audiovisual y escapar de aquellas reglas de mercado.
No es una cuestión de velocidad o de lentitud lo que hace al conjunto ser nuclear (…) la película no privilegia el camino de lo cerrado o de lo lento sino que, naturalmente, los integra; es así que encontramos tomas fijas y secuencias largas pero cargadas internamente de movimiento, alternadas con secuencias cuyas tomas son más breves pero montadas rápidamente. Todo sin leyes precisas, porque como dice Glauber mismo, el montaje no tiene leyes (Stara, 2010, pp. 285-286).
Para Araújo (2016), el montaje nuclear forma núcleos autónomos, disonantes, sin ordenación vertical, formando un flujo intensivo que circula y se bifurca, sufre interrupciones abruptas y se ramifica (p. 124). No existe, para él, totalidad posible ni conclusión final, puesto que el montaje nuclear rompe con la idea misma de un inicio, medio y final, poniéndonos siempre en medio, pudiendo acceder al film desde cualquier punto (p. 125).
De momento, hemos situado la teoría de Rocha dentro de dos de sus más importantes propuestas de su segunda etapa. Hemos revisado, además, cómo Rocha describía su teoría de montaje y la interpretación que Aguiar, Aráujo y Stara han tenido de la misma. Sin embargo, nos hace aún falta considerar una cuestión histórica importante que nos permitirá seguir rastreando el origen conceptual del montaje nuclear: la visita de Glauber al acervo de Sergei Eisenstein. Cuatro meses antes de filmar Di Cavalcanti, Glauber visita el acervo de Eisenstein en Moscú y escribe el texto Eyzenstein y la Revolución Soviétyka (Rocha, 2011) en el que utiliza dos veces la palabra nuklear (p. 170 y 172). Según Prioste (2013), las teorías del montaje intelectual de Eisenstein sirvieron a Glauber para liberar a su cine del neorrealismo italiano y de la nouvelle vague (p. 11). Sabemos también que Rocha afirmaba que “con su montaje nuclear, había llegado a la síntesis que no desarrolló Eisenstein” (Stara, 2010, p. 260).
De hecho, en sus últimos años, al hablar sobre el montaje nuclear, Rocha juega libremente con conceptos que, aunque no son exclusivamente eisenstenianos, fueron ampliamente teorizados por el autor soviético; estos son: el tiempo como una cuarta dimensión, el flujo de conciencia (Rocha, citado en Stara, 2010, p. 286) e incluso, aunque Rocha no haya hablado directamente sobre ello, el sobretono, como una forma de impactar la fisiología del espectador. Sobre este último, vale mencionar que, para Araújo (2016), Rocha buscaba que sus imágenes saltaran de la pantalla y fueran experimentadas por el cuerpo del espectador (p. 121). Nos aventuramos, entonces, a decir que, si para Eisenstein (1999) el montaje consistía en el choque dialéctico de elementos fílmicos que actúan como células y que en su síntesis conforman un organismo nuevo, unitario (p. 41), el cual impacta en la fisiología del espectador, a través de diversos sobretonos (pp. 65-71, 81-82); por su parte, para Rocha, el montaje nuclear vendría a ser el proceso mediante el cual estos elementos fílmicos funcionan como núcleos atómicos que, al fusionarse, no conforman un organismo unitario, sino que liberan una cantidad enorme de energía que impacta sobre el cuerpo del espectador.
Hasta aquí hemos recogido el concepto, más o menos esbozado, de montaje nuclear. Hemos trazado su posible origen en las ideas de Eisenstein y hemos revisado brevemente su materialización en Di Cavalcanti y en La edad de la Tierra. Examinado esto, por lo tanto, es necesario pasar a realizar un análisis más profundo del montaje nuclear en La edad de la Tierra.
Fragmentación e impulsos totalizadores
Una vez que hemos esbozado de forma general lo dicho en torno a la teoría del montaje nuclear y su contexto dentro de la obra de Glauber, en esta sección revisaremos dos tendencias clave que atraviesan el cine de Rocha y que, de acuerdo a Xavier (2001), generan una contradicción permanente entre el todo y sus partes: por un lado la fragmentación y, al otro lado del espectro, los impulsos totalizadores. El montaje nuclear, toma estos dos caminos de manera simultánea lo que genera una tensión permanente. Al respecto, Xavier nos dice:
Contrastes, desequilibrios, excesos de todo orden. El cine de Glauber transmite una tensión peculiar entre la parte y el todo. El impulso totalizador choca con una interminable acumulación de elementos, con una sucesión de detalles que desafía la síntesis (p. 140) 2Traducción propia.
En la primera filmografía de Rocha, estos desequilibrios entre el todo y sus partes se resuelven en favor de la organización general de las cintas, por lo que, aún encajan en los límites de un cine ficcional, diegético, relativamente homogéneo. Sin embargo, en su segunda etapa el conflicto se resuelve en favor de la fragmentación y la heterogeneidad (Xavier, 2001, p. 141), lo cual nos parece que va acorde con sus propuestas teóricas de la Eztétyka del sueño y el anarco-constructivismo. Considerando, entonces, las características de este segundo momento de la filmografía de Rocha, Aguiar (2010) comenta, que es precisamente en dicha discontinuidad donde se crea la matriz que daría nacimiento al montaje nuclear (p. 47).
Siguiendo a estos autores, podríamos sostener que la heterogeneidad en las estrategias de montaje de La edad de la Tierra –heterogeneidad que queda bastante clara desde un primer visionado de la cinta–, es una de las marcas principales en las que se expresa dicha discontinuidad. Y es que, tal como citamos previamente a Stara (2010), parecieran no existir leyes precisas, sino, que es un tipo de montaje donde todo se vuelve posible: secuencias sin ningún corte y otras con cortes muy rápidos, cortes abruptos y cortes en perfecto raccord, continuidad y discontinuidad espacio-temporal, repetición de acciones, movimientos de cámara desorientadores, estabilidad de imagen, inclusión de material en el que se evidencian las costuras o las marcas de rodaje, etc. Todos esos recursos hasta aquí mencionados, claramente heterogéneos, se vuelven, sin embargo, tan recurrentes que logran conformar, de manera paradójica, una unidad de estilo claramente identificable. Este estilo se ve reforzado por su relación con el estilo del resto de la filmografía de Rocha, con la cual comparte marcas autorales que han sido muy bien definidas por Xavier (2011). Si consideramos, además, que la cinta hace uso de varias figuras recurrentes como, por ejemplo, la luz del sol y otros elementos lumínicos; podemos, entonces, decir que la cinta posee una estética totalizadora.
Vemos, por lo tanto, que aunque la fragmentación y la heterogeneidad saltan a la vista inmediatamente en el film, encontramos también dentro del mismo claros impulsos totalizadores, sobre los cuales cometeríamos un error al omitirlos. Es necesario, entonces, reparar en ellos, reconociendo así el carácter contradictorio de la película y procurando no privilegiar las disyunciones, la no linealidad, lo irracional, por encima de las conjunciones, la linealidad y el sentido. Atendamos pues a dichos impulsos totalizadores.
Para ello, en primera instancia, hay que decir que por totalidad o unidad, entendemos un discurso cerrado. Los impulsos totalizadores vendrían entonces a ser aquellos que, precisamente, buscan formar un todo cerrado con las partes de la obra. En el caso del montaje que aquí estamos analizando, observamos que estos aparecen con mayor claridad, en los elementos que atienden a lo dramático y a lo discursivo. ¿Cuáles son los primeros? Los personajes, sus acciones, sus antagonismos, diálogos, monólogos, etc. Sin embargo, cómo veremos en la siguiente sección, estos no llegan a conformar una unidad debido a distintas estrategias posdramáticas que los atomizan. A nivel discursivo, también encontramos una búsqueda de totalidad, a través de los temas que se abordan de forma explícita, como el colonialismo, la dependencia del Tercer Mundo, la pobreza, la religión, la democracia, la revolución etc. Estos discursos, se vuelven fragmentarios, debido a sus propias contradicciones y divagaciones internas, pero, sobre todo, porque no tienen una trama ni un lenguaje cinematográfico fielmente a su servicio.
Encontramos, no obstante, además de lo discursivo y lo dramático, otros elementos menos evidentes con una tendencia a la conformación de un universo cerrado. Tenemos, para empezar, un espacio nacional construido, sobre todo, a través de las locaciones en las que fue rodada la cinta. Dicho espacio nacional es en su interior inestable y contradictorio, tanto por su diversidad geográfica como por las contradicciones de raza y clase que evidencia. El espacio nacional, roza y choca a momentos, con el espacio ficcional en el que habitan los personajes y con el espacio de producción de la cinta. Sin embargo, lo nacional se encuentra constantemente reforzado por el uso de símbolos políticos y culturales brasileños, entre los que se incluye a edificios emblemáticos, tradiciones populares, música nacionalista, etc. Se pretende, además, representar a través de lo nacional, a la totalidad del Tercer Mundo, aunque sin la misma visibilidad.
La idea de nación conduce a Rocha a jugar con los mitos fundacionales del país brasileño, los cuales se confunden permanentemente con el mito apocalíptico de la segunda venida de Cristo, renacido en forma múltiple para la película. Estamos, por lo tanto, ante un tiempo mítico, el cual “se caracteriza porque está vinculado a un Tiempo Eterno y Recurrente. (…) La circularidad es lo que permite su recurrencia” (Stara, 2010, p. 95). Si el tiempo de la cinta es mítico, entonces es circular y, por ende, formaría una unidad perfecta. Sin embargo, estos mitos se nos presentan a saltos, con un orden de los acontecimientos poco claro, resultando, por lo tanto, muy difícil establecer una causalidad narrativa, lo que produce pequeñas unidades espacio-temporales que podemos considerar secuencias, pero que son difíciles de relacionar con otras secuencias en un orden de causa y efecto. En su interior, estas unidades presentan algunas veces orden temporal y otras veces desorden, sin que exista una regla que las delimite siempre con claridad. Esta falta de causalidad en las acciones de los personajes, está íntimamente ligada con el montaje, pues recordemos que este es un principio que regula la organización de los elementos fílmicos o el conjunto de los mismos. Esto, por lo tanto, nos conduce forzosamente a analizar en la siguiente sección, la estructura dramática de la cinta.
Signos posdramáticos
El drama, 3Entendemos por drama aquel género literario que está escrito para ser representado por actores en un escenario o pantalla. En este sentido el drama incluye a la tragedia, comedia, melodrama, pieza, farsa, etc. Hacemos esta distinción para evitar la confusión con el género cinematográfico también llamado drama, que comúnmente se refiere a una película triste en la que acontecen desgracias sostiene Del Monte (2013), es una unidad o entero, conformada por partes con una medida precisa que dota a la obra de belleza y que requiere de la idea aristotélica de principio, medio y fin (p. 7).
En este sentido, podemos encontrar un ejemplo paradigmático en el caso del cine, sobre todo el hegemónico de ficción, puesto que se encuentra nutrido tanto de la narrativa como del drama. El cine, así, narra un avance de una trama que tiene una relación lógica de causa-efecto, a través de acciones dramáticas, realizadas por personajes interpretados por actores frente a una cámara. Esta relación lógica de causa-efecto, conforma un universo ficcional cerrado, completo, total, que se estructura en torno a la idea aristotélica de principio, medio y fin.
Viendo, por lo tanto, lo que es el drama y su función unificadora. Viendo, además, que el cine hegemónico perpetúa esta estructura. Podemos volver los ojos, otra vez, a La edad de la Tierra y notar que esta no es una película organizada en torno al drama, aunque existan en ella evidentes elementos dramáticos, tales como personajes, conflictos, acciones dramáticas, etc. Sin embargo, como vimos anteriormente, la relación causa-efecto es rota constantemente, por lo que no podemos hablar de una trama que progrese mediante una estructura de principio, medio y fin, o lo que es lo mismo, inicio, nudo y desenlace.
Por esta razón, los conceptos dramáticos usuales no servirían para un análisis de esta película, siendo así que, si queremos obtener una comprensión del tipo de estructura generada por el montaje, deberíamos usar otro tipo de herramientas. Es aquí en donde traemos a colación los signos posdramáticos de Hans-Thies Lehmann (2013). Estos signos son peculiares en tanto que no necesariamente portan una “información determinable” o “concepto”. Son signos, pues, que no significan, sino que se perciben (p. 143). Del Monte (2013), denomina posdrama a “ciertas expresiones y estéticas teatrales que surgen a partir de la década de los noventa, principalmente en Alemania, países del norte de Europa y Estados Unidos” (p. 11), las cuales trabajan con estructuras que tienen “que ver con un concepto de escenas más de un teatro lírico, que con uno que cuenta una historia”, por lo cual se abandona la idea de progreso de la acción dramática y, por ende, la relación causa-efecto (p. 13). Así, en el posdrama, el texto dramático pierde su centralidad, pasando a ser una parte más de la escena, con la misma jerarquía que los demás elementos teatrales tales como el espacio, las voces, los cuerpos, la iluminación, la música, etc. (p. 10).
Tomando los signos posdramáticos de Lehmann (2013), podemos considerar que en La edad de la Tierra se da una parataxis (p. 151), es decir, que lo dramático deja de situarse en el centro como una estructura organizadora alrededor de la cual gravitan los demás elementos fílmicos. En la parataxis, entonces, se destruye esta jerarquía que coloca a lo dramático en lo más alto, por lo que la música, los movimientos de cámara, los cortes, etc., dejan de estar a su servicio. Esto genera genera una simultaneidad de signos, que hace que la síntesis sea imposible y, a través de la cual, se abruma al aparato perceptivo del espectador (p. 152). Los diálogos y monólogos de los personajes en la cinta dejan, así mismo, de ser vehículos de una progresión dramática. Esto libera al habla de sus funciones informativas y dramáticas, lo cual permite la entrada de contradicciones, divagaciones, incoherencias y, además, la exploración de la propia musicalidad de la voz humana (p. 158). Esta musicalidad, abre paso a toda una gama de posibilidades: gritos, cantos, gemidos, etc., que se conjugan, en más de una ocasión, con cortes en la banda de imagen y con la propia música. Algo similar, sucede con otros sonidos no humanos, tales como ruidos, golpes, ambientes, etc., que se liberan de su sometimiento a la ilusión dramática y adquieren musicalidad propia.
Hemos visto, entonces, que al descentrarse el drama en la cinta, se produce una parataxis en la que los sonidos cobran musicalidad y se nos conduce a una simultaneidad de signos. Sin embargo, aún no hemos hablado lo suficiente de las maneras en las que el drama pierde su centralidad. Para empezar, tal como lo vimos anteriormente, existe un desorden temporal y relaciones poco claras de causa-efecto entre las secuencias, lo cual provoca que no exista una progresión de la trama ni un desenlace claro. En segundo lugar, se nos omite información importante de la trama y de los personajes, a la que sólo podemos acceder de manera externa a la cinta, a través de las entrevistas a Rocha, documentos de la génesis de la cinta y análisis posteriores de la película. Finalmente, la ilusión de la ficción dramática se rompe constantemente, mediante una serie de recursos que explicitan las costuras o las marcas del rodaje, tales como la voz de Rocha dando instrucciones durante la escena, miradas de los actores a la cámara, curiosos que pasan por la calle, errores, accidentes, repeticiones, etc. Centrémonos, de momento, en las repeticiones.
Las repeticiones producen, de manera evidente, una ruptura de la ilusión dramática. Estas repeticiones las encontramos de dos formas a lo largo de la cinta. La primera, se trata de la repetición de una misma acción en planos diferentes, la cual suele ir acompañada de cortes rápidos, que le dotan de un gran sentido musical. Esto último, no es casual, pues recordemos que la música utiliza la repetición de sonidos y frases para generar ritmo y conformar una estructura musical. En el segundo caso, tenemos a una misma acción repetida varias veces dentro de un plano secuencia, sin cortes. Esto hace que la secuencia tenga un efecto irónico, una especie de distanciamiento brechtiano que evidencia el vacío y la demagogia de los personajes. Sin embargo, aunque creemos que ambas explicaciones, de cada caso, son correctas, queremos proponer, además, otra lectura: la propia experiencia de la repetición. Al respecto Lehmann (2013), nos dice que:
En y mediante la repetición lo antiguo y lo recordado se vacían (se presentan como conocidos) o se sobrecargan (a la repetición se le confiere significatividad). En cualquier caso, el contexto desplazado, aunque sea mínimamente, y a la carga de lo ya visto en lo que se está viendo disuelven la identidad de lo repetido. Por ello, la repetición puede también provocar en lo ya pasado un prestar atención en las diferencias mínimas. No se trata del significado del acontecimiento repetido, sino del significado de la percepción repetida, de la percepción en sí misma. Tua res agitur: la estética temporal convierte la escena en escenario de una reflexión del acto de ver por parte del espectador. Son su impaciencia o su impasibilidad las que se visibilizan en el proceso de la repetición, su estar atento o su rechazo a profundizar en el tiempo; su disposición o indisposición a dar espacio y oportunidad a la diferencia, a lo más mínimo, al fenómeno tiempo, mediante el ensimismamiento auto-alienante del acto de ver (p. 325).
Vemos, entonces, que son varios los recursos utilizados que fragmentan la unidad dramática y producen su descentramiento. Esto refuerza la experiencia estética de los elementos cinematográficos per se, así que podemos hablar de lo que Lehmann (2013) llama teatro concreto, que, en nuestro caso, vendría a ser cine concreto, es decir, una cinta que es por sí misma un acontecimiento. En este tipo de cine, el espectador tiene un rol activo, pese a que, a diferencia de ciertas propuestas teatrales posdramáticas, este es incapaz de participar y modificar el film. El espectador puede, sin embargo, aproximarse a la película con una percepción abierta, seleccionando en cada visionado entre la multitud de signos existentes, desechando otros y haciendo sus propias conexiones, provocando que la cinta se resista en cada visionado a ser un producto terminado y pase a ser una actividad en producción (p. 179). Como bien dice Lehmann (2013), “el aparato sensorial humano no tolera fácilmente la ausencia de conexiones; privado de ellas trata de encontrarse a sí mismo, deviene activo, fantasea salvajemente y se le ocurren similitudes, correlaciones y correspondencias, por muy alejadas que estas se encuentren” (p. 147).
Esta es, entonces, la idea central que recogemos, a saber, la del film como actividad en producción. Una vez alcanzada esta idea, debemos establecer su relación con el montaje nuclear. Precisamente, es gracias a las estrategias heterogéneas del montaje nuclear y del descentramiento del drama, que la cinta se vuelve actividad en producción. ¿Cuál es el resultado? Una experiencia festiva.
Una fiesta, una misa bárbara, una revolución
Bolívar Echeverría (2000) define a la modernidad latinoamericana como una modernidad capitalista con un ethos –forma de vida– predominantemente barroco. Este ethos barroco tiene marcadas diferencias con lo que Weber llama espíritu protestante del capitalismo (Weber, 2003), el cual, en el caso de Echeverría, pasa a conformar la identidad del ethos realista. Existen para Echeverría otros dos ethos de la modernidad capitalista –el ethos clásico y el romántico–, pero no es necesario que entremos en ellos para los fines de este artículo.
Empecemos, entonces, por el ethos realista. Para Echeverría (2011), en la forma realista de la modernidad, se naturaliza la contradicción entre el valor de uso y el valor de cambio, es decir, la contradicción entre lo concreto y lo abstracto. Si el valor de uso satisface necesidades y deseos, a través de la producción y consumo de valores concretos; el valor de cambio produce y consume valores económicos abstractos, los cuales son los que permiten la acumulación capitalista a través de la explotación de la plusvalía (p. 181). El ethos realista, entonces, opta por ignorar que tal contradicción exista y unifica ambos valores como si fueran indivisibles (p. 169), por lo que, pone al valor de uso en función del valor de cambio, es decir, de la acumulación capitalista.
El ethos barroco, en cambio, opta por seguir dos caminos opuestos a la vez: por un lado, reconoce la contradicción entre valor de uso y valor de cambio como algo inevitable, pero, por otro lado, se niega a aceptar lo que el reconocimiento de esa inevitabilidad supone, es decir, se niega a someter el valor de uso al valor de cambio. Para seguir esta estrategia absurda e imposible, el ethos barroco trasciende la contradicción mediante una puesta en escena imaginaria en la que el valor de uso recupera su vigencia, pese a tenerla ya perdida (p. 171). Es decir, que el ethos barroco se somete y se rebela a la modernidad al mismo tiempo (p. 181).
La forma en la que ethos barroco cumple con esta puesta en escena o disimulo, es mediante la estetización de la vida cotidiana, al introducir el tiempo extraordinario en el ordinario. El tiempo ordinario es aquel en el que se produce valor de cambio o acumulación de capital; mientras que, por el contrario, el extraordinario es el tiempo improductivo de lo lúdico, lo festivo y lo estético, en el que el valor de uso recupera su importancia. Esta estetización de la vida se da, sobre todo, en el ámbito religioso de las ceremonias, ritos y fiestas, con sus objetos y lugares de adoración (p. 197).
El cine de Rocha bebe de la tradición barroca, de sus contradicciones irresolubles y sus estrategias imposibles, lo cual ha sido muy bien evidenciado por Ismail Xavier (2001). Lo interesante es, que con Di Cavalcanti y La edad de la Tierra, Glauber se acerca más que nunca a ese tiempo extraordinario de lo festivo. Creemos que no es casual que Rocha llamara a La edad de la Tierra una “misa bárbara” (Rocha en Glauber. Laberinto de Brasil), pues, en ella se conjugan tres momentos de ruptura del tiempo ordinario: la fiesta, la experiencia estética y la revolución. Y esta ruptura no se da solamente durante la experiencia del visionado, sino que, además, estuvo presente en la producción misma de la cinta.
Proponemos, entonces, mirar al rodaje de La edad de la Tierra como un acontecimiento, un gran performance, del que este film y Anabazys (Rocha P. y Pizzini, 2007), son documentos. Si bien, se puede considerar que el rodaje de cualquier película, en cuanto que modifica la cotidianidad del lugar de filmación, es un acontecimiento; sabemos que, en el caso de La edad de la Tierra, el rodaje estuvo además plagado de polémicas y escándalos. Pero no sólo eso. Recordemos uno de los momentos más significativos de Anabazys, documental de la hija de Glauber en el que se rescatan horas del material desechado de La edad de la Tierra. En una de sus secuencias más memorables, vemos a Rocha dando indicaciones a su equipo mientras baila en la calle en medio de tambores y hombres con el torso desnudo: Glauber y su equipo están de fiesta. Nos gusta imaginar, entonces, el rodaje de La edad de la Tierra como una gran fiesta, un gran acontecimiento irrepetible, efímero, con plena conciencia de su condición performativa, en vez de una etapa más de la producción de la cinta. Un tiempo de derroche de energía improductiva, dentro de un tiempo productivo de escritura fílmica. Un gran gesto de imposibilidad barroca.
De esta manera, consideramos que el concepto del ethos barroco, con su estrategia de disimulo que introduce al tiempo extraordinario dentro del ordinario, nos permite ampliar la comprensión del montaje nuclear. Y es que la praxis de esta teoría, no solamente que crea un acontecimiento cinematográfico en el que el espectador asume un rol activo, sino que, al incluir las marcas de rodaje del film, expresa por sí misma actividad en producción. Es como si la obra se estuviera formando ante nuestros ojos, en un tiempo presente sarduyano, carnal, mortal, con un lenguaje cinematográfico que habla de sí mismo y de su propia enunciación, en un gesto anárquico que rompe con el cine clásico. La cinta nos incluye en su actividad onírica, a través de un derroche festivo, de una experiencia estética rebosante de misticismo popular. De esta forma, cumple con el proyecto anti-racional de la Eztétyka del sueño y abre nuevos rumbos al margen de la tradición cinematográfica, como lo propone Rocha con su anarco-constructivismo. Así cobra, entonces, mayor sentido aquella intención frustrada de Glauber, mencionada por Araújo (2016), de proyectar la cinta en dieciséis rollos ordenados aleatoriamente. Ese plan original, estaba encaminado hacia una mayor experiencia de actividad en producción, con una película que, literalmente, se hubiera montado ante nuestros ojos de manera diferente en cada proyección.
La fragmentación y heterogeneidad terminan, por lo tanto, siendo inevitables dentro de esta actividad en producción anárquica, en la que se derrocha energía, pese al intento de los impulsos totalizadores de contenerla, unificarla y someterla. ¿Pero si esta energía es incapaz de ser contenida, podemos hablar aún de un gesto barroco que se rebela sin rebelarse, mediante una puesta en escena, mediante una estrategia de disimulo? Quizás debamos en este punto, abrir espacio al concepto neobarroco de Sarduy, que vendría a ser una reinvención, transgresión y superación del barroco en el mundo contemporáneo, ya no como un fenómeno particular de América Latina, sino, a la manera de Calabrese, como un signo global de nuestro tiempo en crisis, marcado por la revolución simbólica de la teoría del Big-Bang. Sarduy ve en el derroche de lenguaje barroco y neobarroco, un ejercicio carnavalesco subversivo que está en función del placer y en contra de la economía burguesa (Guerrero, 2016). Por lo tanto, una obra barroca como la de Rocha en los años ochenta del siglo pasado, no sería, para Sarduy, una mera puesta en escena, sino una grieta que abre la posibilidad misma de una alternativa a la modernidad universalista, protestante, ilustrada e industrial. Si decidimos, sin embargo, quedarnos con Echeverría, quizás debamos, entonces, considerar la posibilidad de que Rocha haya marcado una ruta de subversión del ethos barroco mediante lo que Bartra (2014) llama estallido grotesco.
A diferencia de barroco, concepto referido a una realidad normalizada, el término grotesco apunta al desorden, la discontinuidad, el desequilibrio, la irracionalidad de lo real; no a la síntesis hegeliana que supera afirmando, sino a la terca reaparición de lo negativo. En tanto que acción, lo grotesco-carnavalesco nos habla no de un proyecto más o menos viable sino de una imposibilidad, un no-puede-ser que subyace en todas las rebeliones profundas: tanto jacqueries que se agotan en sí mismas, como revoluciones programáticas pero capaces de ver más allá del horizonte de lo existente. Como dice Jean Duvignaud, lo grotesco es “una apuesta a lo imposible (…) Porque si el ethos barroco es la imposibilidad hecha posible, el estallido grotesco patentiza la imposibilidad de toda posibilidad” (Bartra, p. 212 - 213).
Sea como sea, es en –y mediante– el montaje nuclear que este estallido festivo –barroco, neobarroco o grotesco– se vuelve posible. Esto nos invita a experimentar La edad de la tierra como si estuviéramos en una fiesta, en una cama, en una misa bárbara, en una huelga o en una revolución.
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