La fotografía con la que comienza este artículo, hecha con una cámara de baja resolución de un viejo teléfono celular, muestra un proyector de 16mm en una sala de la Reserve Film and Video Collection de la New York Public Library (NYPL). Es un día de mayo de 2012 y el proyector se encuentra vacío. Segundos después de haber sido capturada esta imagen, Elena Rossi-Snook, jefa de dicha colección especial, cargaría el aparato con una película dirigida por Jaime Barrios: Chileans in New York. Convendría ser más preciso con el lenguaje. Un proyector se carga con una película sólo si por ella entendemos un material, un rollo de celuloide guardado hasta entonces en una lata, una copia fílmica, en este caso en soporte 16mm, de aquello que los espectadores reconocemos como una obra cinematográfica acabada. Tras intercambiar unas breves palabras y echar a andar el proyector, Rossi-Snook volvería a su oficina y me dejaría a solas junto al material por el cual la había contactado unas semanas atrás. Digo material, porque aquello que la archivista había sostenido en sus manos no era Chileans in New York, el documental realizado por Barrios. Era más bien un film en potencia, el remanente físico de lo que alguna vez fue una idea: hacer una película sobre los chilenos en Nueva York. Por correo electrónico, Rossi-Snook me había advertido que la biblioteca pública poseía una copia de trabajo, sin sonido, y posiblemente con un montaje de imagen inacabado. Nadie había visto este material; de hecho, la NYPL ni siquiera estaba al tanto de su existencia hasta que les escribí preguntando por los filmes de Barrios. 1Confirmado en un correo electrónico de Elena Rossi-Snook, con fecha 10 de agosto de 2017.
La película me había atraído por su título. Aparte de su formato de producción (16mm en blanco y negro), no tenía más información sobre ella. Su fecha de realización me era desconocida: no aparecía en el catálogo de la NYPL. Sin embargo, ya que Barrios había participado en las actividades de solidaridad con Chile, y puesto que mi tesis doctoral consistía en un estudio sobre el cine chileno del exilio, esperaba (más bien deseaba), que el documental retratara la experiencia de los chilenos exiliados en Estados Unidos.
No podría decir si eso corresponde o no a lo que vi, pues ¿qué es lo que se ve cuando se ve una copia de trabajo? ¿Qué significa ser espectador de un material como ese? Nunca como entonces había experimentado el silencio en una película como una ausencia tan enorme. Me encontraba “en el reino de las sombras”, como Máximo Gorki al describir la primera proyección de películas Lumière a la que acude en Moscú en 1896: “No es la vida, sino una sombra de vida. No es el movimiento, sino una sombra de movimiento, desprovista de sonido” (Gorki, 1960, p. 407). Por cierto, la falta de todo tipo de audio acrecentaba la sensación fantasmagórica; la idea de que esas figuras, emanadas del celuloide y proyectadas en el telón, estaban a medio camino entre la vida y la muerte. Mientras veía imágenes de chilenos mostrando sus casas y paseando por las calles, pensaba que no era esa la película que “realmente” estaba viendo, Chileans in New York, sino un artefacto mucho más extraño. En palabras de Raúl Ruiz, estaba frente a un “desdoblamiento compuesto por réplicas” del original, una segunda película más soñada que vista (Ruiz, 2013, p. 437). Atravesada por mi deseo de encontrar en ella signos del destierro, veía a los paseantes como exiliados recién llegados y a las mujeres que hablaban en sus casas como dirigentas que organizaban actividades de solidaridad.
¿Lo eran? No. El montaje de esta copia de trabajo no transpira el sentido de urgencia de las películas de denuncia post-golpe; tampoco hay en ella imágenes que conlleven explícitamente el significante ‘exilio’, lo que sugiere que fue producida durante los años sesenta.2En la filmografía que acompaña este dossier, hemos fechado Chileans in New York alrededor del año 1967 En ella predomina el registro colectivo, a modo de reforzar un sentido de comunidad. Vemos a chilenos en sus panaderías y a un grupo representando una pieza teatral. Varias secuencias refieren a un sentido tradicionalista y conservador de ‘identidad cultural’, especialmente a partir de grupos folclóricos bailando cueca en la calle y en espacios privados. Una imagen, que bien podría provenir de alguna película de Ruiz, quedó grabada en mi memoria: un grupo de chilenos, a caballo y vestidos de huaso, desfilan por la Quinta Avenida.
Esta imagen es destacada por Amanda Puz en la nota que la revista Paula le dedicó a Barrios en 1971, con motivo de su segundo viaje al país (para más detalles tanto de las proyecciones realizadas en la Cineteca de la Universidad de Chile como de las reacciones que suscitaron los filmes de Barrios en sus visitas de 1968 y 1970, ver el artículo de Julio Ramos en este dossier). Escribe Puz:
Jaime Barrios es uno de los pocos chilenos que viven en Nueva York que han logrado asimilarse a su modo de vida. El resto forma una especie de Chilito Chico en tierra yanqui y viven como unos transplantados. Él los conoció de cerca cuando filmó su película “Chilenos en NY” que según algunas personas que la vieron era para morirse de risa. Jaime nos cuenta de un grupo de compatriotas que un día abrumaron al alcalde de la ciudad hasta que les dio permiso para hacer una marcha con carretas, huasos y guitarras por la Quinta Avenida (Puz, 1971, p. 43). 3Agradezco a Julio Ramos el compartir la referencia al artículo de Amanda Puz
Conviene traer a colación este comentario, puesto que, además de las marcas de clase que en él se inscriben (y que le sirven a la autora para separar a Barrios de la comunidad de chilenos que filmó y para acercarlo al modelo neoyorkino al que aspiraba una revista como Paula), se evidencia y resalta el repertorio de signos asociados a ese sentido folclórico de identidad nacional que mencionaba antes. Las breves líneas de Amanda Puz merecen ser rescatadas, además, por constituir una de las pocas, si no la única, reseña publicada sobre este documental.
¿Cómo hablar de Chileans in New York si la película no existe como tal, si lo que sobrevivió es un material en proceso, una copia de lo que ese documental pudo haber sido? ¿Cómo hacer hablar a sus imágenes, más aún si perdieron el sonido que las acompañaba? No hay que dramatizar en exceso, pues toda historia del cine se enfrenta a preguntas similares. Paolo Cherchi Usai ha sostenido que la idea misma de la historia del cine está basada “en una regresión ad infinitum” que va desde el final—una imagen por completo desaparecida—hasta el comienzo—lo que esa película habría sido teóricamente, una “Imagen Modelo” (2001, p. 131)—. Si las películas perdidas constituyen una suerte de “no-entidades factuales”, más interesante para Cherchi Usai son aquellos films que existen y han existido antes de haber sido vistos por primera vez (ibid.). Es el caso de la película de Barrios: aunque en una versión incompleta, estaba ahí, esperando ser vista. ¿Qué narrativa trazar para ella, entonces?
Lo que sigue propone una manera de acercarse al tipo de objeto cultural que es la copia de trabajo de Chileans in New York. Primero, a través del relato sobre las organizaciones cinematográficas en las que Jaime Barrios trabajó, puesto que el rescate patrimonial que la biblioteca pública de la ciudad hizo de una de ellas permitió que, de pasada, se salvaguardara el material existente del documental en cuestión. Segundo, mediante una reflexión sobre las películas “huérfanas” y su rol en discusiones sobre archivos, preservación e historia del cine. Tercero, a partir del análisis acerca de lo elusiva que resulta la figura y el trabajo audiovisual de Barrios dentro del panorama del cine chileno del exilio—del cual Barrios fue participante e interlocutor. Finalmente, concluiré con un comentario sobre qué tipo de historia del cine es ésta y qué deseos moviliza.
2
Un mes antes de aquel visionado en la NYPL, tuvo lugar la octava versión del Orphan Film Symposium. 4Simposio anual que se realiza desde 1999 y que reúne a programadores, académicos, archivistas, coleccionistas, restauradores y cineastas que exploran una gran variedad de películas “huérfanas”, descartadas y olvidadas. Para más detalle sobre el concepto de película huérfana, ver la tercera sección de este artículo. Para mayor información del simposio, ver su sitio web: https://www.nyu.edu/orphanfilm/ Allí, en un panel dedicado al cine juvenil comunitario, Rossi-Snook presentó sobre la colección que la biblioteca pública de la ciudad poseía de la Young Filmmakers Foundation. Esta organización fue fundada en 1968 por Rodger Larson, Lynn Hoffer y Jaime Barrios, y se mantuvo activa hasta 1977. Su misión consistía en “desarrollar interés por el cine como experiencia artística, educacional y vocacional en jóvenes” (Young Filmmakers Rediscovered, YFR, sin pág.). La organización se abocaba a la comunidad de niños y adolescentes del Lower East Side, por entonces un barrio de marcada inmigración puertorriqueña. Programar películas para jóvenes en un circuito alternativo de librerías, escuelas y museos, y trabajar en conjunto con canales de televisión locales y comunitarios estaban dentro de las actividades principales de la fundación (Ten Filmmakers, 1970, p. 1). Sin embargo, su programa estrella y piloto era el taller de cine que entregaba herramientas para que los jóvenes realizaran sus propias historias.5A través del apoyo del programa estatal New York State Council on the Arts y de una generosa beca proveniente de la Helena Rubinstein Foundation, la organización formada por Larson, Hoffer y Barrrios compró equipamiento técnico para producir películas en 16mm con sonido sincrónico y distribuirlas en los cinco distritos de la ciudad de Nueva York (YFR: sin pág.) Esta experiencia llamó la atención del Museum of Modern Art (MoMA), que programó un ciclo especial de diez películas hechas al amparo del taller, muestra que tuvo lugar el 19 de mayo de 1970 y que llevó por título “Ten Filmmakers Under 21”. Además del rango etario de los cineastas (entre 14 y 21 años), el ciclo del MoMA resaltó la diversidad de géneros y aproximaciones estéticas que abarcaban los trabajos (Ten Filmmakers, 1970, p. 1-2). También destacó el libro publicado por la editorial E.P. Dutton a fines del año 1969, donde Rodger Larson y Ellen Meade, más el apoyo de la documentación fotográfica (Figs. 4 y 5) del chileno Marcelo Montealegre, detallaban las actividades de la fundación así como el catálogo de cortometrajes realizados hasta entonces (Larson, 1969). Por último, el ciclo del MoMA hacía hincapié en una película un tanto anómala, en tanto no había sido realizada por alumnos del taller: Film Club (1968, 26 min.) de Jaime Barrios. Este cortometraje documentaba precisamente las actividades del taller de cine, incluía breves secuencias de películas hechas por jóvenes del Lower East Side, y servía como resumen y carta de presentación de la fundación.
En tanto experiencia de escuela popular de cine, el legado de la Young Filmmakers Foundation quedó circunscrito al marco de los cines alternativos y comunitarios. La propia fundación pensaba su práctica en dichos términos, como lo demuestra la creación del Community Action Newsreel en 1972. Bajo este nuevo brazo, se buscó producir contenidos para la televisión local, gratuita y de libre acceso (Public Access TV) que cubrieran mejor las necesidades de la población hispana y china del Lowe East Side. Más allá del acceso a información y del aporte educacional, el objetivo del taller de cine y del Community Action Newsreel se definían explícitamente en términos de actividad social comunitaria: “involucrar a los jóvenes y adultos de las comunidades locales en el uso de los medios audiovisuales como una fuerza constructiva de cambio social”, como se afirmó en una nota publicada por el New York Times (O’Connor, 1973, sin pág.). El paraguas de lo “comunitario” se refrenda a su vez en la apreciación histórica. La investigadora, activista y educadora Dee Dee Halleck, incluye, aunque comentándolo apenas en unas breves líneas, el trabajo de la Young Filmmakers Foundation en su libro Hand-held Visions: The Impossible Possibilities of Community Media (2002). Allí menciona también otras organizaciones creadas por Barrios, como el Satellite University Network, y comienza un capítulo dedicándolo a la memoria del realizador chileno tras su muerte en 1989, destacando su incesante compromiso por presentar “otras voces” (Halleck, 2002, p. 82).
Por cerca de treinta años, el trabajo de la fundación, los cortometrajes de los alumnos y el documental de Barrios, estuvieron sumergidos en el olvido que viene apareado con la etiqueta de audiovisual comunitario. Sin embargo, la NYPL había percibido tempranamente el interés de estas películas realizadas por jóvenes inmigrantes. Desde los años sesenta que había adquirido, catalogado y procesado copias. Décadas más tarde, Film Video Arts (la organización que sucedió a la Young Filmmakers Foundation) contactó a la NYPL y suscribieron un convenio que transfirió a esta última la propiedad de los materiales fílmicos que aún permanecían en el antiguo centro de distribución de la Young Filmmakers Foundation, proceso que ocurrió entre fines de 1999 y comienzos del año 2000. Desde entonces, la colección especial de cine y video de la biblioteca pública cuenta con 187 rollos de 16mm, incluyendo materiales fílmicos de trabajo y copias finales de distribución. 6De acuerdo a los correos electrónicos enviados por Elena Rossi-Snook con fecha 8 y 10 de agosto de 2017. Simultáneamente, Film Video Arts gestionó un proyecto de restauración en 16mm financiado en parte por la National Film Preservation Foundation–organización creada por el congreso estadounidense para resguardar el patrimonio cinematográfico de la nación, y que en sus catálogos de películas preservadas incluye a Film Club (Report to the U.S. Congress, p. 9)—. Algunos años después, en su versión del 2005, el festival de cine de Tribeca programaría una muestra bastante similar a la del MoMA de 1970. “Young Filmmakers Rediscovered (1964-1974)” exhibió once cortometrajes, incluida una versión abreviada y en video de Film Club reeditada en 2004 por Mike Jakobsohn, uno de los jóvenes participantes del taller a fines de los sesenta (sobre este punto, ver el artículo de Jessica Gordon-Burroughs en este dossier). Es bajo este contexto de “redescubrimiento” que Rossi-Snook habló sobre la Young Filmmakers Foundation y sus películas frente a la comunidad de investigadores, archivistas, estudiantes y aficionados que participaron del octavo Orphan Film Symposium. Conviene detenerse en este espacio institucional, para reflexionar sobre qué implica comprender las obras de Barrios como películas huérfanas.
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Como recuerda Dan Streible, hacia fines de la década de los noventa el concepto de “película huérfana” emergió como metáfora predominante en el debate sobre preservación cinematográfica en Estados Unidos y otras partes del mundo (2009, p. vi). En poco menos de veinte años, el Orphan Film Symposium—a cargo del mismo Streible y cuya primera versión tuvo lugar en la University of South Carolina en 1999—, junto a revistas académicas, programas de postgrado especializados en restauración cinematográfica, y organizaciones profesionales de archivistas, han contribuido a darle consistencia teórica e histórica a dicha metáfora de orfandad.
En una de las primeras conceptualizaciones al respecto, Cherchi Usai se detuvo en la arista familiar de la metáfora: toda película huérfana tiene una madre—el negativo fílmico—pero varios padres—la compañía productora, el cineasta y el archivo—, cada uno de los cuales persigue distintos intereses (1999, sin pág.). La reflexión desarrollada en las décadas siguientes coincidiría en que un acento sostenido exclusivamente en el ámbito familiar de la metáfora de película huérfana posee el riesgo de favorecer una acepción demasiado literal del término. En esta definición restringida, un film huérfano es aquel cuyos padres—quienes poseen derechos reconocidos legalmente sobre él—son desconocidos. También cabe la opción que los representantes legales no estén al tanto de la existencia de la copia fílmica o que, si lo están, no tengan interés en su cuidado (Streible, 2009, p. x; Cherchi Usai, 2009, p. 2).
El uso de la metáfora de orfandad ha expandido notoriamente sus límites. En la actualidad se entiende por “película huérfana” todo tipo de obras abandonadas y descuidadas. Al decir de Streible, “una película puede no haber sido literalmente abandonada por sus dueños, pero si no ha sido vista o si no es considerada como parte del universo de imágenes en movimiento, estamos en presencia de una película huérfana. Su orfandad puede ser material, conceptual, o ambas” (Streible, 2009, p. x).7Otra manera de aproximarse a la definición de película huérfana sigue las acepciones del diccionario para la palabra orphan en inglés. Así, un film es huérfano porque está carente de protección, porque no ha sido desarrollado por no ser rentable comercialmente, o porque ha sido “descontinuado” (Streible, 2007, p. 124) Un entendimiento amplio del término posee la siguiente ventaja: deja de lado la cuestión de la titularidad legal o comercial, y reconoce que una película se vuelve huérfana e invisible por una diversidad de razones (Cherchi Usai, 2009, p. 2-3). Así, el énfasis en el descuido e invisibilización de un film sugiere que la orfandad cinematográfica abarca lo “perdido, dañado, escondido, raro y único” (Streible, 2009, p. x). Abarca, también, todo aquello que por lo general no se concibe como una “película”, es decir, como film destinado a la explotación comercial en salas: “noticieros inacabados, descartes, films amateurs, películas industriales”, etc. (Streible, 2009, p. xi).
Es bajo este marco que debiésemos reflexionar sobre Film Club y Chileans in New York de Jaime Barrios. Ambas constituyen distintos niveles de orfandad. En la primera están claramente reconocidos los responsables legales (la Young Filmmakers Foundation), su director (Barrios) y el archivo a cargo de su resguardo (la NYPL). Su condición de película huérfana viene dada por el género cinematográfico que trabaja: un documental que registra las actividades de una fundación en una comunidad de jóvenes inmigrantes. Es, claramente, un tipo de obra que se resiste a la exhibición comercial en salas, a menos que ocurra en un contexto de diálogo educativo y comunitario en circuitos alternativos como escuelas y organizaciones sociales. Film Club también puede concebirse como una película huérfana en la medida en que durante varias décadas tanto ella como los cortometrajes realizados por los alumnos del taller estuvieron relegados al olvido.
Habría que comentar dos puntos al respecto. Primero, si bien Film Club es una película huérfana, su valor histórico, cultural y patrimonial fue detectado a tiempo por la NYPL, lo que le aseguró un resguardo técnicamente adecuado, además de una nueva vida de circulación y exhibición en museos, escuelas y bibliotecas. Segundo, si imagináramos una jerarquía de archivos fílmicos, aquellos que dependen de las bibliotecas públicas estarían al final de la lista. La condición de orfandad también viene dada por el tipo de archivo que asume la titularidad de la salvaguarda. Como bien ha afirmado Elena Rossi-Snook, las colecciones de cine en 16mm protegidas en bibliotecas públicas enfrentan, a pesar de su valor, un gran peligro. Puesto que pocas bibliotecas tienen el reconocimiento y apoyo que se les da a los archivos, y debido a los constantes recortes en el financiamiento público unido a la suposición de que el digital provee una forma fiel de exhibir todo tipo de materiales, las bibliotecas públicas se han visto enfrentadas a deshacerse de sus colecciones en 16mm (Rossi-Snook, 2005, p. 2). De hecho, se estima que menos de diez bibliotecas públicas en Estados Unidos continúan adquiriendo películas en ese formato (Rossi-Snook, 2005, p. 5). Esto supone un contexto tremendamente desfavorable para las películas que por lo general despiertan el interés de las bibliotecas públicas (y que coinciden con los géneros que más se repiten en la etiqueta de película huérfana): los cortometrajes de estudiantes, los films educacionales y promocionales, los noticieros, las experiencias de audiovisual comunitario. Lo anterior refuerza la idea de que, si bien Film Club se ha beneficiado de un amparo institucional, no deja de encontrarse en una situación de orfandad.
El caso de Chileans in New York es más dramático. El material existente está inacabado: carente de sonido y con un montaje de imagen incompleto. De acuerdo a la definición filial de Cherchi Usai, el documental de Barrios estaría huérfano de madre pues el negativo (del cual la copia de trabajo nace) está perdido. En cuanto a sus posibles padres, sólo podemos localizar la figura de Barrios como el realizador puesto que no se sabe qué productores estuvieron detrás. Sí se ha establecido que la NYPL opera como el custodio de la copia de trabajo en cuestión. Pero, aquí radica el aspecto crucial, este resguarde no se ha producido intencionalmente. Los proyectos personales de Barrios—como Virginia Cows (aparentemente del año 1969) y Chileans in New York—se mantenían junto a los materiales de la Young Filmmakers Foundation depositados en la bodega que arrendaba Film Video Arts en New Jersey, hasta que éstos fueron adquiridos por la NYPL. Los films personales de Barrios venían en el paquete de la fundación de jóvenes cineastas, y es por esta razón simplemente que han engrosado los estantes de la NYPL y que ahora se benefician de cierto resguardo. Que una copia inacabada, sin sonido, de un documental sobre inmigrantes chilenos en Nueva York, realizado además por un cineasta chileno, goce de una protección adecuada en una biblioteca pública de Estados Unidos es simplemente producto del azar. El rol de la copia de trabajo de Barrios es del todo marginal, dentro de una colección marginal, resguardada a su vez en un tipo de archivo fílmico marginal. Son materiales que resisten cualquier clasificación que no sea aquella de películas huérfanas.
Para complementar esta condición hay que considerar que Barrios no era tan solo un cineasta inmigrante en Nueva York. Era también un chileno que comenzaba a vincularse activamente con la comunidad de exiliados que llegaban a dicha ciudad, y con la comunidad transnacional de cineastas chilenos exiliados a lo ancho del mundo. Dentro de ese grupo, Barrios fue y continúa siendo una figura atípica.
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En un breve artículo, Patricio Guzmán nombra a Jaime Barrios como “exiliado en Estados Unidos”, haciéndolo parte del vasto grupo “de personas que salieron de Chile en distintos momentos de la dictadura” y que dieron forma al cine chileno del exilio (Guzmán, 2004, sin pág.). Esta mención puede inducir a confusión, ya que Barrios no era un exiliado propiamente tal. Vivía en Nueva York desde los años sesenta; es decir, antes del gobierno de la Unidad Popular. Ciertamente, Barrios no era un cineasta chileno exiliado de la misma manera en que lo eran Raúl Ruiz, Marilú Mallet, Orlando Lübbert, Valeria Sarmiento o Sergio Castilla (por nombrar otros de la lista de Guzmán), todas personas que venían haciendo cine en Chile y que efectivamente salieron del país con posterioridad al golpe de Estado.
El caso de Barrios es un ejemplo más que demuestra cuán laxa es la categoría de “cineasta chileno exiliado”, pues ella reúne a realizadores de distintas generaciones, a cineastas con obras estrenadas en Chile antes de 1973, con otros que iniciaron sus carreras en el exilio, algunos que estudiaron cine en distintas partes del mundo tras el golpe, y otros que ya se encontraban estudiando en el extranjero para septiembre del ’73, como bien indica Zuzana M. Pick (1987, sin pág.). Barrios no cabe en ninguna de estas categorías: salió de Chile sin mediar razones políticas y dedicó gran parte de su carrera a proyectos sin relación con su país de origen. 8 Entre ellos podemos mencionar las películas Virginia Cows (1969) y The Discovery of America (1970), además de su labor como productor en Manos a la obra: The Story of Operation Bootstrap (Pedro Rivera y Susana Zeig, 1983) y Onward Christian Soldiers (Gastón Ancelovici y Jaime Barrios, 1989), todos proyectos de muy diversa índole ¿Por qué incluirlo entonces como un cineasta chileno del exilio? La respuesta implica cambiar la lógica imperante en la pregunta y en la definición de cine chileno del exilio.
Como he afirmado en mi tesis doctoral, dicho cine suele entenderse como un cuerpo de trabajo: más de doscientas películas y videos producidos en el exilio por cineastas chilenos durante la dictadura militar (1973-1990). Esta definición presenta dos grandes problemas. Primero, los criterios para establecer qué forma parte del corpus no son claros, obligando a decisiones arbitrarias a modo de establecer una filmografía completa: incluir films sobre o en el exilio; considerar sólo el trabajo de directores o también el de productores; abarcar a cineastas foráneos que trabajaron sobre el exilio chileno o sólo a los de nacionalidad chilena; ceñirse al marco temporal de la dictadura o ampliarlo; etc. La figura de Barrios emerge como un escollo, pues exige flexibilizar al máximo los límites de cada uno de estos criterios.
El segundo problema de la definición tradicional de cine chileno del exilio radica en que se pone el acento en un catálogo de obras y de autores, y no en las condiciones de producción y circulación que explican la riqueza del fenómeno cultural que dicho cine significó. He sugerido que la frase “cine chileno del exilio” nombra, más que un corpus, un fenómeno estético, político y cultural que viaja por territorios y geografías, y se mueve a través de distintos periodos históricos, naciones e identidades culturales, atravesando también variados debates ideológicos. El cine chileno del exilio es, sobre todo, un proceso constante de forjamiento de relaciones de diversa índole (personales, profesionales, políticas) que operan a escala local, nacional, regional y transnacional (Palacios 2017: 32-39). Es bajo esta nueva lógica que la figura de Barrios puede comprenderse mejor. Su aporte al fenómeno del cine chileno del exilio se resume a partir de los siguientes puntos: la denuncia cinematográfica de las atrocidades de la dictadura; la reflexión crítica en foros y mesas de debate; y la colaboración y el diálogo profesional entre los cineastas de “adentro” y los de “afuera”. Pasaré a comentar brevemente cada uno de ellos.
Si bien vivía desde hace varios años en Estados Unidos, el golpe de estado convierte a Barrios en un cineasta exiliado. En el ensayo escrito para este dossier, Sebastián Figueroa adopta una definición muy lúcida y lo cataloga como un “exiliado en reversa”. El fotógrafo Marcelo Montealegre recuerda que, con el paso de los meses y la llegada de los primeros exiliados a Nueva York, Barrios comenzó a involucrarse activamente en la causa chilena. Esto explica una película abiertamente de denuncia como Missing Persons, realizada en 1979 con el fin doble de transmitir el mensaje que emana desde Chile en la lucha contra la dictadura y de visibilizar las necesidades de esa lucha en el concierto internacional.9Estos objetivos la emparentan con otro documental del mismo año: Recado de Chile (Colectivo, 1979) Missing Persons fue coproducida por Chile Democrático (una de tantas organizaciones surgidas en esos años a lo largo del mundo para coordinar la acción política de los exiliados chilenos contra la dictadura) y Donna Bertaccini (por entonces, estudiante de cine y televisión en NYU). Fue codirigida por Barrios, Bertaccini, Mónika R. Villaseca (de Chile Democrático) y Pennee Bender, educadora e historiadora. Y fue realizada en dos versiones: una con narración en inglés y la otra en español.
Las condiciones de producción de Missing Persons evidencian el permanente interés de Barrios por la colaboración como estrategia creativa, así como la necesidad de hacer converger al activismo político con el movimiento social, la educación y los medios audiovisuales. En cuanto a la película en sí, es una valiosa pieza de denuncia y pedagogía política centrada en la figura del detenido desaparecido.10Sobre este punto, dialoga muy bien con el cortometraje de animación realizado en Finlandia por Angelina Vázquez, Así nace un desaparecido (1977) Missing Persons concentra su relato en el testimonio de tres mujeres chilenas (Gabriela Bravo, Ulda Ortiz y Ana González) en su paso por Nueva York para exponer sobre el caso de sus familiares desaparecidos y sobre la desaparición como política de la dictadura ante las Naciones Unidas (Fig. 6]). 11Al respecto, el film de Barrios dialoga con Matan a mi mañungo! (1978) de Jorge Fajardo, que registra el testimonio de Ana González en su paso por Montreal durante una masiva huelga de hambre de exiliados chilenos y simpatizantes canadienses
Además de informar sobre los detenidos desaparecidos, el funcionamiento de la DINA, el trabajo de organizaciones como la Vicaría de la Solidaridad, sobre sucesos recientes como el descubrimiento de cuerpos en los hornos de Lonquén en 1978, y de incluir testimonios de dirigentes como Clodomiro Almeyda, Missing Persons también se enfoca en la particularidad de la relación política entre Chile y Estados Unidos. Esto refuerza el hecho de que toda película del exilio es casi siempre un film sobre el plano local; en este caso, un documental que pretende intervenir en un campo específico: el rol de Estados Unidos como sostén comercial de la dictadura chilena. Al respecto, destaca la secuencia de montaje en paralelo donde se contrapone la visión oficial del consejero político de la misión de Estados Unidos ante la ONU con la visión del director de la oficina de derechos humanos del Consejo Nacional de Iglesias de los Estados Unidos. Al yuxtaponer ambas declaraciones, pero dándole siempre la última palabra al representante de las Iglesias, la película refuerza la tesis de este último y la hace suya: existe una evidente complicidad de la administración del presidente Carter con la dictadura de Pinochet.
Pero el documental de Barrios, Bender, Bertaccini y Villaseca destaca principalmente por las entrevistas a las tres mujeres, reuniendo la dimensión comunicativa y educativa del testimonio (la transmisión de un mensaje al espectador) con su dimensión puramente afectiva (conmoviendo al espectador y moviéndolo a la acción solidaria). El momento en que González describe el horror de visitar el Instituto Médico Legal en repetidas ocasiones para ver si los cadáveres que ahí llegaban podían corresponder a los de sus familiares, resume la potencia de ambas dimensiones. Cuando González pronuncia la frase “Instituto Médico Legal”, se escucha una voz detrás de cámara (presumiblemente la de Barrios) que le pide explicar qué institución es esa, lo que fuerza a González a suspender por unos segundos la emocionalidad de su relato en aras de una comunicación adecuada para un público internacional. Lo que sigue es justamente la fuerza afectiva del testimonio, cuando González afirma que ir a reconocer los cuerpos “es tan macabro que uno pierde el sentido de la realidad y le toma un inmenso cariño a estos cadáveres, y llega un momento en que quiere preguntarles por favor, dime quién eres; si no eres uno de los míos, quién eres, cómo te llamas”. El testimonio conmueve no sólo por la emoción que embarga a González y que quiebra su voz, sino por el deseo imposible que manifiesta: cómo hacer hablar al cuerpo, a la materia despojada de vida.
En el mismo año, 1979, y gracias a la realización de esta película, Barrios viajó al Festival de Cine de Moscú y participó en la mesa redonda “Orientación y perspectivas del cine chileno” (transcrita y publicada por la revista Araucaria de Chile en 1980). Además de Barrios, en el panel estuvieron presentes los cineastas Sebastián Alarcón, Cristián Valdés, Miguel Littin, Orlando Lübbert, el periodista Eduardo Labarca, y los escritores José Donoso y José Miguel Varas, quien ofició de moderador.12La entrevista al fotógrafo Marcelo Montealegre en este dossier proporciona un antecedente que refuerza el conocimiento previo que José Miguel Varas, el moderador del panel en Moscú, tenía de Barrios En Moscú, todos ellos discutieron temas que iban desde el tipo de películas que era necesario hacer y qué categoría usar para referirse a ellas, hasta problemas de financiamiento y distribución, además del rol de los festivales de cine y la televisión. 13Para un análisis detallado de esta mesa redonda, ver Palacios 2016
Más que explayarme sobre el debate en sí, lo que quisiera hacer aquí es resaltar el aporte de Barrios a la reflexión crítica que tuvo lugar en Moscú. En primer lugar, pone el énfasis en el rol que tuvo el cine en la campaña internacional de solidaridad con Chile: “películas que no se han dado nunca juntas en ninguna parte, pero que han sido vistas por millones de personas en los más diferentes países” (Orientación, p. 128). Segundo, a pesar de que Barrios insiste en el deber de seguir denunciando los crímenes de la Junta (Orientación, p. 129), también remarca la necesidad de “abrir la temática”, principalmente en países capitalistas donde se dificulta el financiamiento en la medida en que los productores “ya siempre asocian el cine de izquierda chileno con la denuncia del golpe” (Orientación, p. 133). Tercero, Barrios destaca la emergencia del exilio mismo como materia prima para las historias del cine chileno, particularmente en documentales que retratan “lo que los chilenos han vivido afuera” (Orientación, p. 123). Para ello, pone el ejemplo de Jorge Fajardo y sus películas 14Probablemente se refería a Jours de fer, mediometraje incluido en el film Il n’y a pas d’oubli (Rodrigo González, Marilú Mallet y Jorge Fajardo, 1975) sobre la readecuación a Canadá, resaltando el hecho del posicionamiento local que demandan los cines del exilio. Cuarto, Barrios afirma: “no se trata de aislarse de donde estamos” (Orientación, p. 128), subrayando la necesidad de mayor integración.
Si la trayectoria previa de Barrios ya indicaba una preferencia por el trabajo en equipo, su involucramiento en la circulación del cine chileno del exilio potenciaría su capacidad para fomentar la colaboración entre individuos e instituciones. El caso paradigmático al respecto es la realización en 1986 de Récits d’une guerre quotidienne, coproducida por Les amis de la cinémathèque chilienne y la Oficina Nacional del Cine de Canadá (NFB, por sus siglas en inglés). Esta película fue el primer fruto de un vínculo prolífico con el cineasta chileno Gastón Ancelovici (por entonces radicado en Montreal, después de haber vivido su exilio en Madrid y París), con el que más tarde codirigiría Onward Christian Soldiers (1989) y Neruda en el corazón (esta última también junto a Pedro Chaskel, en 1993). En su primera colaboración, no obstante, Barrios oficia solamente como productor de una película documental que tiene como característica principal la proliferación de imágenes de video capturadas por camarógrafos independientes que registraron las protestas callejeras en el país. El documental tuvo dos versiones (algo frecuente en producciones de la NFB): una en inglés, de 30 minutos de duración y que contó con la voz narradora de Cynthia Brown (casada con Barrios) y otra en francés, con una extensión de una hora. En ambas, la música estuvo a cargo de Rodrigo Villaseca (quien también colaboró en Missing Persons) y las imágenes provenían de los registros de Pablo Salas y Jaime Rojas.
Récits d’une guerre quotidienne profundiza una vertiente del cine chileno del exilio que se abrió con películas como Gracias a la vida, o la pequeña historia de una mujer maltratada (Angelina Vázquez, Finlandia, 1979), Recado de Chile (Colectivo, 1979) y Chile, no invoco tu nombre en vano (Colectivo Cine Ojo, 1983). En estos casos, el material en bruto viajó desde Chile para encontrarse con realizadores en el exilio que lo integraron a sus películas, o crearon obras compuestas en su totalidad por imágenes captadas en Chile. 15Sobre este punto, ver Ramírez Soto, 2014, p. 441 El aporte de estos trabajos, y el rol de Barrios como articulador del proyecto Récits d’une guerre quotidienne, es relevante pues resalta los numerosos lazos personales y profesionales que los cineastas forjaron en el exilio, y en particular, el diálogo que establecieron con sus pares en territorio chileno—los “exiliados internos”, como han sido llamados (Fusco, 1990)—. La colaboración entre el adentro y el afuera que se manifiesta en estos proyectos desafía la idea estándar que señala que durante los años setenta y ochenta el cine chileno estaba compuesto de “dos vertientes” irreconciliables y con “ausencia de comunicación entre ellas” (Pick, 1987, sin pág.).
Para concluir: a pesar de haber realizado filmes de denuncia, de haber ayudado a la circulación internacional del cine chileno, de haber colaborado con otros directores exiliados y con camarógrafos independientes que vivían en Chile durante la dictadura, el aporte de Barrios como cineasta chileno del exilio no ha sido reconocido. A esto ha contribuido sin dudas su ubicación geográfica (Nueva York no era un polo del exilio chileno) y el tipo de circuito cinematográfico que privilegió: comunitario y educacional. El hecho de que varias películas de Barrios puedan definirse como “huérfanas” incide inevitablemente en que su figura como realizador también esté en condición de orfandad. Esto se debe a la dificultad por clasificarlo por completo en categorías como “cineasta exiliado”, “cineasta comunitario” o “cineasta chileno”, en tanto su obra, como sugiere Sebastián Figueroa, encarna “el carácter expansivo del exilio y de la diáspora”. Por estas razones, Barrios se ha quedado huérfano de relato: ni la historia de los cines “acentuados”, ni la de los cines comunitarios, ni la del cine chileno del exilio, ni mucho menos la del cine chileno como un cine nacional, le pueden dar su justo lugar.
5
Han pasado cinco años desde aquel día en que fui espectador de la copia de trabajo de Chileans in New York y hoy que escribo estas páginas. Entonces no pensaba escribir un artículo sobre Barrios; simplemente me movía la curiosidad sobre un cineasta del que se conocía tan poco. Investigador inexperto, mis notas y mis preguntas fueron insuficientes. Yo mismo era un espectador insuficiente, pues conmigo tendría que haber estado un colaborador del realizador chileno, alguien que pudiese dar más luces sobre la película y sobre quienes aparecían en ella. Hoy no puedo reconstituir el documental de Barrios ni dotarlo de sonido ni menos devolverlo al mundo de las películas terminadas, vivas, existentes. En el catálogo de la biblioteca pública, Chileans in New York aparece junto a un “cero” en el apartado “número de copias”. La película no existe, aunque sí existe la materia que le da soporte y que encarna su potencial.
¿Qué historia es ésta, entonces? La de un deseo imposible: como Ana González, también he querido tocar el cuerpo de Chileans in New York y pedirle que me hable y me cuente cómo llegó ahí. Pero la materia de un film siempre encuentra otras maneras de hablar. Lo hizo guiándome a documentos, películas, organizaciones y a otras categorías críticas a partir de las cuales reflexionar sobre Jaime Barrios, su carrera y su rol en el cine chileno del exilio.
Ahora me pregunto por qué tomé la foto del proyector de la biblioteca pública de Nueva York sin la película de Barrios. Seguramente porque no se me ocurrió o quizá por miedo a violar algún protocolo del archivo. Pero quisiera pensar que lo hice por respeto a “la piel del film”, parafraseando a Laura Marks (2000), por amor al cuerpo seguramente envejecido de esa película ad portas de ser proyectada, mirarme de vuelta y contarme su historia.
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