Para una conjetura estética de la maldad

La cinta blanca (2009), de Michael Haneke

Por Sergio Rojas

 
 

La violencia y la culpabilidad son los temas de todo el cine que hago.”

Michael Haneke

La historia transcurre íntegramente en un pequeño pueblo protestante, ubicado en el norte de Alemania, y finaliza con la noticia del asesinato del Archiduque de Austria en Sarajevo, acontecimiento que desencadenará la primera Guerra Mundial. La película es la historia que una voz en off nos va relatando. Se trata, pues, de una memoria, y en ese sentido se nos ha puesto desde un comienzo sobre aviso de que se trata del relato de alguien que ha sobrevivido, a los años, a los hechos, a las consecuencias de esos hechos.

“No estoy seguro si la historia que voy a contarles es totalmente cierta.

Parte la sé de oídas.

Pero después de muchos años, sigo sin descifrar algunas cosas, y muchas preguntas siguen sin respuestas”.

La presencia de este narrador no es, pues, de ninguna manera la de un testigo privilegiado que acredita la verdad de los hechos (una verdad ya descifrada y reservada para el desenlace), sino que más bien da cuenta del sentido del discurso fílmico: todo lo que verán se ha juzgado pertinente desde ciertas consecuencias. Explícitamente la voz del narrador expresa su propósito: “ayudar a clarificar algunas cosas que pasaron en este país”. Sin embargo, pensamos que una interpretación que intente corresponder a los diferentes niveles de lectura que dispone esta obra, hace posible pensar que incluso la localización geopolítica de la historia es un recurso para reflexionar acerca de lo humano y las condiciones límites de su existencia en el siglo XX, bajo el signo de la “muerte de Dios”. Es lo que nos proponemos exponer en lo que sigue.

La historia se inicia con un curioso accidente que le ocurre al médico del pueblo cuando regresa a casa montando su caballo. Alguien ha tendido un cable entre dos árboles, lo que hace caer al animal, el que luego deberá ser sacrificado. Debido a que se ha fracturado la clavícula, el médico deberá ser trasladado a la ciudad para ser atendido, el pueblo queda sin médico y sus dos hijos permanecerán solos durante ese tiempo.

El accidente del médico y una serie de desgraciados y extraños acontecimientos se van sucediendo, alterando la vida en esta aparentemente tranquila comunidad. Dos niños pequeños son terriblemente torturados por desconocidos. Primero el hijo del poderoso agricultor que da empleo a los hombres del pueblo, luego el hijo deficiente mental de la partera del lugar, quien es también una antigua ayudante y amante del médico. Todo el pueblo se inquieta y se organiza para llevar a cabo la búsqueda de los criminales. Paralelamente a estos hechos de sangre, el espectador sabe que un grupo de niños, los hijos del pastor y sus amigos, se ausentan misteriosamente durante varias horas, hasta ya entrada la noche. Como espectadores de la película, nunca tendremos total seguridad de que ese grupo de niños son los que han cometido todos aquellos actos, sin embargo la creciente sospecha va progresivamente confirmándose.

¿De qué trata la película? El asunto es la maldad. Pero, ¿puede alguien proponerse realizar el mal en sí mismo? Es decir, ¿puede alguien querer el mal en nombre del mal? En suma: ¿puede el mal en sí mismo llegar a ser un propósito?

Kant señala que nadie puede querer el mal por sí mismo, y su concepto filosófico de mal radical, atribuido a la naturaleza humana en general, se refiere a la propensión a realizar absolutamente una idea por “amor propio” (que en este caso es amor a la propia voluntad), lo cual no puede tener lugar si no es en nombre del “bien absoluto”. Se trata, pues, del mal que viene a la existencia producto de haberse propuesto el hombre ser el agente absoluto del bien. Volker Schlöndorff, en su film Der Neunte Tag (2004), expone el problema en un diálogo que nos introduce en el tema central de su historia. El Padre Kremer pregunta: “¿Por qué no se hizo sacerdote?” El oficial Gebhardt responde: “Por fin hace la pregunta correcta. (…) Dos días antes de ordenarme -sacerdote- me puse el uniforme de SS. Fue mi rebelión personal contra Dios. Sí. Yo era diácono. Como sacerdote, no hubiera podido cambiar el mundo, convertirlo en un sitio mejor. Pero en el partido nazi puedo hacer algo. Escribir una página de la historia. Hace tiempo que he vuelto a Dios. La fe me da fuerza para cumplir mi misión”. Pero, a diferencia de lo que ocurre con este diálogo, en sus películas Haneke mantiene ocultos los “verdaderos” motivos de esos actos de sangre, y encarga más bien al espectador su interpretación. Acaso sea porque, desde un punto de vista estrictamente narrativo, tales motivos “no existen”.

La subjetividad del mal se va constituyendo por una ideología del bien y de la inocencia, que se sostiene sobre prácticas de condena moral, represión, castigos ejemplares y ceremonias y rituales de purificación y obediencia. Ocurre como si el sujeto de aquellas acciones de sangre fuese el resultado de una fuerza negativa de creación. Sobre el escritorio del pastor y padre de familia, (…), aparece el pequeño cuerpo de un ave que el hijo menor le había regalado luego de la muerte de la madre, “porque estás muy solo”, le había dicho el niño. Ahora ese gorrión está sobre la mesa, atravesado de arriba a abajo por unas tijeras. Ese cuerpecillo “sacrificado” significa el ultraje a la inocencia, la emergencia del reverso diabólico del mundo, y comparece en la forma de un signo que remite a una voluntad cuyos motivos exceden la posibilidad de comprensión mediante la reflexión o la imaginación.

Desde el inicio la película provoca en el espectador la pregunta “¿quién o quiénes están cometiendo esos actos de destrucción?”. La cuestión permanece como el hilo conductor de la recepción de la historia, sin embargo dada la naturaleza misma de los hechos, otra pregunta va surgiendo: “¿Por qué?”. La fábula (esto es, la concatenación narrativa de los acontecimientos al interior de la película) va entregando al espectador los antecedentes que le permitirán solucionar de modo verosímil la primera cuestión. La segunda pregunta quedará en cambio sin responder. En este sentido, podría decirse que lo que Haneke pone en obra en La cinta blanca es precisamente esa pregunta acerca de los motivos insondables por lo que los individuos pueden llegar a constituirse en los agentes del mal en la historia.

La cinta blanca es una reflexión cinematográfica acerca del mal y de la fragilidad de la condición humana sometida a los procesos de la historia. En cierto modo, podría decirse que allí en donde la historia alcanza gran magnitud -la historia de los pueblos, la de un continente, la del siglo- es ella misma la escala inconmensurable de las acciones y motivos humanos, cuando comprometen el devenir de la comunidad.

Opiniones críticas sobre esta película han señalado que el argumento es “poco creíble”, que la idea de un grupo de niños cometiendo atrocidades en un pueblo rural, corresponde más bien a un recurso de film de terror clase B, del tipo Village of the Damned (Wolf Rilla, 1960) o Children of the Corn (Fritz Kiersch, 1984). También se ha dicho que la película se facilita las cosas, al ilustrar una “hipótesis” que elabora desde el final, cuando ya se conocen los acontecimientos históricos y su desenlace. Podemos considerar estos comentarios como interesantes precisamente en sus limitaciones. En efecto, aquella “idea” es en la película de Haneke un recurso estético que exige trascender el contenido narrativo de la fábula hacia el tema que en ella se reflexiona. Se ha insistido en que la película trata de los antecedentes que hicieron posible el surgimiento del Nacional Socialismo en Alemania, pero el mismo director ha declarado que pensar que la película trata sólo del fascismo sería “una interpretación demasiado fácil al transcurrir la historia en Alemania”, y agrega que en verdad aborda “el problema universal del ideal pervertido”. De hecho, el título que en una primera instancia había sido pensado para la película era “La mano derecha de Dios”, en explícita referencia a aquellos ideales cuya suprema bondad sirve como legitimación de la represión y los castigos que caen sobre aquellos individuos que no corresponden a ese patrón. El título La cinta blanca (Das Weisse Band, 2009) hace alusión -según se relata en la misma película- a un pequeño lienzo blanco que se ataba al pelo de las jóvenes, como símbolo de la inocencia. También podría pensarse entonces que el hecho de que los autores de los actos de sangre sean niños, opera también como un recurso que refiere la compleja relación entre indefensión, sometimiento, venganza, identidad y pureza.

Siguiendo el procedimiento de interpretación que aquí proponemos (esto es, considerar el film como una articulación de recursos de representación y significación, dispuestos en distintos niveles de lectura para la puesta en obra de un problema), podría decirse que Haneke ha recurrido a estos elementos para hacer comparecer a “escala humana” una dimensión esencial de la historia del siglo XX. No se trataría en este “cambio de escala” simplemente de ilustrar para una mejor comprensión la catástrofe social y política del siglo XX cuya estatura es propiamente histórica, sino precisamente de lo contrario, a saber, de remitirnos hacia el carácter impresentable de las condiciones a partir de las cuales la historia se desencadena sobre la cotidiana existencia de los hombres, pero habiéndose forjado aquellas condiciones en esta misma cotidianeidad.

Señalábamos casi al comienzo de estas líneas que la película podría ser considerada, desde una perspectiva filosófica, como una lectura de la historia de Europa en el siglo XX, transcurrida bajo el signo de la “muerte de Dios”. En una ocasión, durante una solitaria cena en su hogar, los hijos del médico del pueblo tienen un curioso diálogo, estando su padre todavía ausente debido a su “accidente”. Esta secuencia nos parece clave desde nuestra interpretación del film. El asunto de la conversación es la muerte, y transcurre mientras la hermana va intentando responder las inquietudes de su pequeño hermano.

- “La mujer de hoy, ¿qué le pasó?

- ¿Qué mujer?… Ya sé. Estaba muerta.

- ¿Qué es eso?

- ¿Qué?

- Muerta.

- ¿Qué es “muerta”? ¡Vaya pregunta! Es cuando uno ya no vive. Cuando se deja de existir.

- ¿Cuándo se deja de existir?

- Cuando se es muy viejo o se está muy enfermo.

- ¿Y la mujer?

- Tuvo un accidente.

- ¿Un “accidente”?

- Sí. Es cuando te haces mucho daño.

- ¿Cómo papá?

- Sí, pero mucho peor que eso. Tan mal, que tu cuerpo ya no puede soportarlo más.

- ¿Y entonces te mueres?

- Sí. Pero la mayoría de las personas no tienen accidentes.

- Entonces no se mueren.

- No. Mueren mucho después.

- ¿Cuándo?

- Después… cuando están muy viejos.

- ¿Todos mueren?

- Sí.

- ¿Todos, de veras?

- Sí, todos tienen que morir.

- ¿Pero tú no, Anni?

- Yo también. Todos.

- ¿Pero papá no?

- Papá también.

- ¿Yo también?

- Tú también. Pero dentro de mucho tiempo. Todos nosotros dentro de mucho tiempo.

- ¿Podemos pelear? ¿Tiene que pasar?

- Sí, pero todavía falta mucho.

- ¿Y mamá? ¿No se fue de viaje? ¿También está muerta?

- Sí. También está muerta. Pero eso fue hace mucho tiempo”.

- …

El niño ha sido conducido hacia una especie de shock metafísico, el que se produce al descubrir que su madre esta muerta y no “de viaje”, como se le había hecho creer. En ese instante observa con rencor a su hermana, como si ésta fuese culpable de haber sido el vehículo de una verdad insoportable, y con un violento ademán arroja el plato de comida al suelo. Ahí termina esa escena. Podría decirse que el descubrimiento de la madre muerta opera aquí como la experiencia radical de la muerte, en un mundo permanentemente acechado por la fatalidad. Desde un punto de vista “realista”, el diálogo no parece del todo verosímil, pues ni en las preguntas cada vez más angustiadas del niño ni en las respuestas extremadamente “lógicas” de su hermana encontramos alguna referencia a un más allá de la muerte, al menos como consuelo. Podemos pensar entonces que en este diálogo asistimos a una poderosa ironía respecto a lo que ocurre cuando la subjetividad se ve conducida a la implacable certeza de que no hay salida. ¿Se trata acaso de una “vuelta de tuerca” sobre la desoladora inhumanidad que exhibe la historia del siglo XX? Nos parece que más bien la película pone en obra el proceso por el cual la subjetividad pude ser conducida, en su propio proceso de formación, a cometer acciones cuya “explicación” implica la pérdida de la sujeción: nada a qué aferrarse, y esto es precisamente lo que dará lugar a acciones “inexplicables”. El camino por el cual alguien decide someterse a una verdad absoluta, y ejecutar en eso el rigor de las penas, está hecho de desesperación.

Mediante ciertos recursos, Haneke nos hace conscientes como espectadores de que la historia a la que asistimos consiste en una construcción fílmica, y el objetivo de esta lucidez no es la mera disolución del sentido narrativo en la artificialidad de sus recursos, sino, por el contrario, producir la conciencia en el espectador de que la anécdota que presenciamos debe ser interpretada. “Me parece -ha dicho Haneke- que el arte debe hacer preguntas y no avanzar respuestas que siempre me parecen sospechosas, incluso peligrosas”. El trabajo de la interpretación es la deuda que Haneke encarga al espectador en cada una de sus obras. Con esta finalidad, el recurso a la ironía es fundamental.

En la película Funny Games (1997) los dos jóvenes torturadores asesinos provienen de la alta burguesía, y es esa misma condición socio-económicamente privilegiada la que pareciera ponerlos más allá del bien y del mal. Entonces podría pensarse que se trata del “placer del hacer el mal”, como si estuviésemos ante personalidades psicopáticas (hipótesis sin duda especialmente plausible en el caso de Funny Games), pero este tipo de conjeturas no se sostienen si consideramos en cada caso la administración de los recursos por parte del director. Es precisamente mediante la irónica interpelación al espectador que Funny Games deja de ser una película violenta y deviene una película que pone en obra el consumo de violencia en el cine. Se trata de una película que despliega una performance que incrimina al espectador. A partir de determinado momento, éste ya sabe que está siendo manipulado y sin embargo permanece en la sala sin por qué, no se retira, porque desea “saber” si el desenlace será con cuchillo o escopeta.

También en Caché (2005) el espectador es manipulado por Haneke en la medida en que va siendo ingresado en un misterio mediante detalles, señas, que dan a entender que algo terrible ha ocurrido, y que la escala cotidiana de las rutinas que los protagonistas seguían hasta ese momento encubre algo pavoroso. Podría decirse que, finalmente, la “información” que falta al espectador le obliga a éste a tomar una decisión, incluso respecto al desenlace de la historia. Pero esta estrategia de Haneke -la de ocultar narrativa y visualmente parte de los antecedentes que permiten terminar de entender, más allá de toda conjetura, “lo que está ocurriendo”-, corresponde a una poética del sentido. En efecto, no se trata por parte del director de una simple manipulación efectista, sino -como ya hemos sugerido- de poner en obra el carácter incomprensible de determinadas acciones de destrucción y muerte que unos hombres realizan sobre otros hombres. Es decir, Haneke restituye la dimensión moral de ciertas acciones, sustrayendo de la narración cinematográfica los elementos que permitirían explicarla y comprenderla a cabalidad. Es cierto que Caché aborda el silencio y la mala conciencia de cierta intelectualidad francesa respecto a los crímenes cometidos contra la población argelina. Pero es también, en otro nivel, una obra compleja sobre la culpa, y sobre el odio y la indiferencia como formas de silenciar la propia culpa.

Es precisamente el carácter moral de las acciones lo que proyecta sus antecedentes y consecuencias más allá del sujeto, de tal manera que a éste no le es posible siquiera poder responder por sus actos. Más bien se trata de subjetividades que se han construido y acorazado moralmente en medio de las tempestades de la modernidad.

En La cinta blanca se encuentran, de un lado, la domesticidad de lo cotidiano como marco de existencia de la comunidad llevado al límite, en que la figura misma de “la comunidad” se hace siniestra; del otro lado, la capacidad de hacer el mal sobre aquellos individuos que se considera que podrían simplemente no existir (recordemos que en La pianista, de 2001, la maestra corta con vidrios las manos de una estudiante que sufre de pánico escénico).

El mal no está en el desenlace de las acciones, no se manifiesta como locura o barbarie, sino, por el contrario, como un fondo sin por qué de la subjetividad socializada (iniciada en los más altos valores de la cultura de la comunidad), como el reverso diabólico de su enorme capacidad de someterse a las normas, a las metas ideales y a las sanciones. Haneke no presenta la violencia como algo opuesto a la civilización y la cultura, sino que reflexiona la inimaginable dosis de violencia y negatividad que la sociedad moderna produce en la subjetividad “integrada”. La cuestión no es cómo puede el sujeto cometer un crimen y enloquecer, sino cómo puede pensar y ejecutar la destrucción de otro sin que ello altere su orgullosa pertenencia al orden de la civilización.

Haneke ya no es sólo un realizador, es un autor. Esto significa que la reflexión y el análisis de cada una de sus películas, nos exige volver sobre otras de sus obras y el desarrollo de sus preguntas fundamentales.

 

 
Como citar:
Rojas, S. (2010). Para una conjetura estética de la maldad, laFuga, 11. [Fecha de consulta: 2024-04-18] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/para-una-conjetura-estetica-de-la-maldad/406