“Lo que se concibe bien, se enuncia claramente”, dice Philippe Garrel, instalado en un salón del hotel que lo cobijó durante su permanencia en Santiago, en abril pasado. Horas antes, el realizador de L’enfant secret, Le vent de la nuit y Les amants réguliers, se había presentado en el auditorio de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Estudios Urbanos de la UC, donde sostuvo una conversación con Alan Pauls en el marco del ciclo La Ciudad y las Palabras. Y ahora se despachaba este aforismo contundente, con el que básicamente quería decir que si le entrevistaba iba a durar 90 minutos, una tercera parte de ellos iba a ofrecer claridad y en el resto campearía la confusión: hay que rescatar lo primero, propone, y desechar lo segundo.
Si bien el redactor de esta nota le ve a Garrel un cierto aire de Gérard Depardieu, evita comentárselo. La idea, más bien, es que el director y guionista despliegue sus impresiones y pareceres. Más aún, que hable de sí mismo como una vía para acceder a los entresijos de su obra. Y eso ocurre, en parte, cuando la propia experiencia vital es constitutiva de la plataforma artística (como cuando un Garrel candoroso, por ejemplo, cuenta que de joven fue sometido a sesiones de electroshock). O cuando toma la hebra de su trayectoria para poner las cosas en perspectiva. De eso se trató, en parte, la presente conversación.
Hizo sus primeros cortos a la sombra de la Nouvelle Vague y difícilmente podría haber eludido su influjo. ¿Cuál es su mirada a este fenómeno, pasados ya todos estos años?
Bueno, al comienzo el único francés que hacía películas post Nouvelle Vague era Jean Eustache. Nosotros comenzamos más o menos en la misma época, pero Eustache me llevaba 10 años. Cuando nos conocimos, yo no había hecho ningún largo y él ya había hecho Papá Noel tiene los ojos azules (1966), además de 1el corto Les mauvaises fréquentations. Por mi parte, entre mis primeros dos cortos (Les enfants désaccordés, Droit de visite), y primer largo (Marie pour mémoire), trabajé un año en la TV francesa. El programa se llamaba 16 millions de jeunes (en ese tiempo había 48 millones de franceses, delos cuales 16 millones éramos jóvenes). Lo producía gente de otra generación, pero la realizaba gente bastante joven y entre todos el más joven era yo.
El caso es que pedí hacer uno de los programas sobre los discípulos de Jean-Luc Godard. Entonces partí donde Godard, que estaba rodando Week-end. Me instalé en el set de para filmarlo mientras filmaba. Luego hice entrevistas para TV, de las que me interesaba sobre todo la de Jean Eustache. Y así fue como lo conocí.
¿Era Eustache, propiamente, un discípulo de Godard?
De Godard, sí. Y era más que un discípulo… era… (busca la palabra). Él conocía a Godard, quien incluso lo ayudó: Papá Noel tiene los ojos azules, según me dijo Eustache, se filmó con película que Godard mismo le sacó a uno de sus largometrajes. Le dio unas latas de película virgen de 35 mm. para que hiciera Papá Noel. Eustache tenía 28 años, yo tenía 18 y él me decía que quería provocar de algún modo al espectador mostrándole a unos jóvenes moralmente indefendibles. Después de que me echaron de la TV francesa incluso yo comencé a ser un protegido de la Nouvelle Vague. En el ’68 Godard vio Marie pour mémoire y la defendió. Y en su momento, sólo defendía a Eustache. Se diría que la persona más amable con la nueva generación fue Godard.
La otra persona que llegó en ese tiempo fue Chantal Akerman, que tenía dos años menos que yo. A los 18 había hecho Saute ma ville, un corto de 15 minutos en 35 mm. donde actuaba ella misma encarnando a una chica que, al final, vuelve a su casa, abre el gas y se suicida. Creo que ya entonces había un movimiento con ciertas particularidades morales, por así decirlo, que nos diferenciaban de la Nouvelle Vague. Y ocurre que ambos, Jean Eustache y Chantal Akerman, se suicidaron: Jean se disparó en la cabeza en 1981 y Chantal se colgó en 2015.
¿Hay algo ahí, dice usted?
Bueno, estaba en el primer corto de Akerman y en mi primer largo, donde también hay un suicidio. Hubo ahí un asunto que apareció solo y que no tenía ninguna relación con la moral de la Nouvelle Vague. Más bien lo contrario. Porque, hasta donde puedo entender, la Nouvelle Vague consideraba el arte, y el cine en particular, como algo que te salva. Como si la vida pudiera ser salvada por el cine. Es cierto que hay un suicidio al final de Pierrot, el loco, pero no pasa mucho ni es un problema en esas películas.
Ahora, nosotros éramos aún más jóvenes que ellos cuando empezamos a hacer cine. Hice mi primer largometraje a los 19 años con la conciencia de que nadie había hecho uno tan joven. Y en el caso de Chantal, me parece que nunca una mujer había hecho su primer corto tan joven. Después, Jean y Chantal hicieron sus primeros largos (La maman et la putain y Jeanne Dielman, respectivamente) y hubo en ellos algo que no pertenecía a la Nouvelle Vague. Fue algo que tuvo al mismo tiempo que ver también con la música, con gente muy joven que sacaba discos. Había toda una generación nacida inmediatamente después de la II Guerra, a la cual pertenecemos Chantal y yo (Jean Eustache nació durante la guerra). Fuimos, de hecho, la generación de la paz. Habíamos sido concebidos porque la paz fue restablecida y teníamos mucha conciencia de ello: del hecho de ser aquellos en quienes los padres habían puesto la esperanza en una vida diferente, sin guerra, etc. Así las cosas, no sabría decir cómo fuimos a caer, ya en nuestras primeras realizaciones, en el tema del suicidio. En cuanto a Chantal, pienso muy seguido en ella. El que se haya suicidado es para mí una tremenda derrota: es como si el arte no hubiese sido suficiente para vivir una vida entera ni para salvarnos. Yo no soy alguien con tendencias suicidas, pero el hecho de que dos personas de nuestro movimiento se hayan matado, me da la idea de que había un imposible en lo que llevamos a cabo, y que eso fue más fuerte que nosotros.
Y respecto de los sentimientos de esa generación hacia la Nouvelle Vague…
Nunca pensamos que podríamos superarlos. Los veíamos como un movimiento de enorme notoriedad en todo el mundo. Tan importantes como… qué se yo, los impresionistas en la pintura, pero creo que no era nuestra ambición superarlos. Algo que no recogimos de ellos fue resolver la vida con el cine, como ellos lo hicieron. Lo que sí recogimos fue la idea de que el cine era un arte completamente nuevo y equivalente a la literatura, la música, el teatro, la arquitectura y la danza. También hicimos, al principio, lo de rodar sin guión. Hice así mis diez primeras películas. Creo que mi primer guión lo escribí a los 30 años. Tomábamos de ellos, en la práctica del cine, cuestiones así: que se puede escribir directamente una película con la cámara, que uno no está obligado a escribir en primer lugar con palabras y luego traducir eso…
¿No tenía nada equivalente: un storyboard , por ejemplo?
Nada.
¿Cómo sabía lo que iba filmar y la manera en que lo haría?
Cada día se improvisaba. Llegábamos al set y decíamos, “bueno, hoy los actores hacen esto, el diálogo va a ser así, y este actor va a hacer tal cosa”. Cuando hacía un largometraje, tenías tres páginas de notas donde escribía para no olvidar tal o cual cosa. Y eso era todo. Partíamos con una cámara, sin haber escrito una historia, pero con una historia en la cabeza.
Entre Nouvelle Vague y Post-Nouvelle Vague hay distancias, finalmente.
Nuestro cine, creo, no se parece en absoluto al cine de la Nouvelle Vague. A propósito de la pintura, no somos como los post-impresionistas respecto de los impresionistas, a quienes se parecen mucho. Es como si uno dijera, después de Picasso viene la pintura moderna, pero hubo cien maneras de ser moderno en pintura. Y después de Godard y la modernidad en el cine, hicimos películas de manera moderna. Pero no hicimos películas parecidas a las de Truffaut, de Godard, de Jacques Demy o Agnès Varda. Hicimos películas con una forma inventada por nosotros, que era propia de nuestra generación.
En la última parte de los 60 y a principios de los 70, este grupo donde estábamos Chantal Akerman, Jean Eustache y yo, fue protegido por la Nouvelle Vague: hablaban bien de nosotros. Pero estábamos en frecuencias distintas. Muy pronto, en 1970, Chantal y yo nos atrincheramos en el underground cuando advertimos lo que representaba Andy Warhol y tal. Hacer películas que no se distribuyen en los circuitos habituales.
Ahora, buena parte de la desdicha de Chantal tiene que ver con eso: como la Nouvelle Vague había tenido un tremendo éxito, en sintonía con el público contemporáneo, ella quiso hacer películas que tuvieran más éxito. Y fue un fracaso. Uno no puede decidir hacer películas orientadas al gran público. Si uno es trágico, no puede decidir hacer comedias. Yo soy trágico y con el público que tengo me basta y me sobra. Pero Chantal andaba frustrada todo el rato. Decía siempre que quería hacer una película masiva, una comedia que funcionara o cosas así. Y fue ahí que se quemó las alas, creo yo, simplemente porque no estaba hecha para eso. Cuando se metió en grandes proyectos para el gran público fracasó, y cuando hizo películas para ella misma, ahí creó sus obras maestras.
El drama de Jean Eustache es casi el mismo. Como a La maman et la putain le fue bien -tuvo el premio a la mejor dirección en Cannes y cortó unos cien mil boletos en Francia- quiso tener un éxito aún mayor y se asoció con Gaumont para Mes petites amoureuses. Y fracasó.
No por eso deja de ser una gran película…
En cualquier caso, es la película de su desgracia, un poco como Un divan à New York fue la película de la desgracia para Chantal. El momento en que decidieron hacer su película más cara, para un público masivo que jamás habían tenido, esa película los hundió. No seré yo quien oficie de juez del arte, pero podría decirse que esto les pasó por haber querido incorporarse al cine dominante.
Tal vez ando extraviado, pero sus películas de los últimos cinco años, poco más o menos, me hacen pensar en Rohmer ¿Ve algo en común?
Es lo que me dicen los productores. Es porque tengo un método de elaboración, como Rohmer tenía el suyo, que hace imposible que me impidan rodar. Todos los productores con los que he trabajado dicen siempre, “de todos modos conseguirá rodar porque tiene un método”. Hay algo que yo aporto en cada producción y que pasa por el hecho de que no soy para nada megalómano, no tengo delirios de grandeza y no soy masoquista, así que no quiero hacerme triturar por la gran industria.
Y ha hecho películas acerca de la realización de películas, como Sauvage innocence. ¿Ha buscado describir esta experiencia?
Bueno, muchos han pintado a pintores en el acto de pintar… pero no, no es por eso que hecho esas películas. Tiene que ver con los sueños. Yo sueño que estoy rodando. Y con detalles muy precisos.
Si no trabajo en digital es porque, en mis sueños, mi cámara tiene película.
¿Siempre rodará con película?
Siempre. Y el día que no pueda, dejaré de hacer cine. El digital está bien para los jóvenes, pero para mí es algo que no corre. Sé arreglármelas en una mesa de montaje de 35 mm. y sé echar a andar una cámara de 35 y de cargarla ya solo. Hay películas que he hecho solo, como Les Hautes Solitudes.
¿Tiene esto que ver con su uso del blanco y negro ?
Sí. Eso, y el hecho de hacer películas con una cierta estética a costos muy, muy bajos. Hacer una película en color es más complicado, me parece. Por lo pronto, con mis últimas tres películas (La jalousie, A la sombra de las mujeres y L’amant d’un jour, presentada en Cannes al mes siguiente de esta entrevista) hice una trilogía: tres filme de una hora y cuarto en cinemascope blanco y negro. Lo quise de esa manera, tal como las películas mudas que hecho. Es también algo práctico. Es como los impresionistas que instalaban un caballete en el campo: no andaban haciendo de 3 metros por 4.
¿Tiene amigos entre los cineastas?
Amigos, realmente… bueno, Léos Carax se convirtió en uno de mis grandes amigos.
¿Y él lo considera a Ud. como una especie de maestro?
No, para nada. Ni yo soy discípulo de Godard ni Carax es discípulo mío. Es como un hermano menor y ha sido uno de mis verdaderos amigos. Es algo que también me pasa con Jacques Doillon: es alguien a quien no aprecio como colega, sino como persona. Y no hay muchos más amigos entre los cineastas. Muchos de mis amigos han sido más bien pintores: mis mejores amigos, entre los 20 y los 30 años, eran pintores. A Léos lo conocí siendo él muy joven. Debe haber tenido 22 o 23 años. Había tenido una vida muy difícil, había vivido cosas físicamente muy violentas. Ahora, los directores que te menciono no son gente que haga un cine muy parecido entre sí: una buena película de Jacques Doillon, de aquellas muy buenas que ha hecho, no se parece en absoluto a una buena película de Léos Carax.
Marín Castro, P. (2017). Philippe Garrel, laFuga, 20. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/philippe-garrel/858