ser contemporáneos es, ante todo, una cuestión de coraje: porque significa ser capaces, no sólo de mantener la mirada fija en la oscuridad de la época, sino también de percibir en esa oscuridad una luz que, dirigida hacia nosotros, se nos aleja infinitamente.
Giorgio Agamben
Mientras Video de familia (Humberto Padrón, 2001) advertía las implicaciones del nuevo milenio en/para la cinematografía nacional, el no. 27 de Temas —tal vez la revista de pensamiento más relevante y de mayor alcance en el campo cultural cubano, «dedicada a la teoría y el análisis de los problemas de la cultura, la ideología y la sociedad contemporáneas», según reza su página editorial— publicaba «La utopía confiscada. De la gravedad del sueño a la ligereza del realismo». Un análisis donde el ensayista e historiador Juan Antonio García Borrero hace un balance del saldo estético arrojado por la producción del Instituto Cubano de Arte e Industrias Cinematográficos (ICAIC) en la década del 90 —con un alcance generalizador que valora el devenir del cine cubano de los 60 a ese entonces—. En algún momento del texto, su autor comenta que la utopía que alimentó el discurso fílmico de los 60 es «lo que le falta al cine cubano de los noventa»; y continúa: «Lo penoso del cine nacional es que (…) hemos transitado de la poética colectiva del cine cubano al conjunto invertebrado de poéticas aisladas de los cineastas, empeñados en hacer su cine, pero no el cine. (García Borrero, p. 18).
Extendamos el alcance de esa pérdida del ánimo que fundió al ser revolucionario en una masa empeñada en construir el mejor de los mundos posibles, al imaginario del cubano en los 90 —quien se vio de súbito suspendido en una realidad donde no existía la más mínima posibilidad del tan deseado mundo mejor—, y se comprenderá que cuanto reclama el crítico es resultado de la dinamitación de una subjetividad ahogada por sus circunstancias. Con el adentramiento de la realidad nacional en el Período especial, el pensamiento estético y político de los cineastas experimentó un cambio brusco, en consecuencia con el estremecimiento sufrido por el discurso emancipatorio sostenido por la oficialidad, el mismo que continuó insistiendo sobre una realidad fáctica que cada vez se distancia más de sus cauces. La reflexión de García Borrero —más allá del reproche que recorre en su escritura—, evidencia al interior del pensamiento sobre cine en Cuba, la irrevocable ruptura que se produjo en el espíritu cinematográfico del momento, responsable del reajuste ensayado por la producción fílmica luego de tres décadas obstinada en participar de la teleología que ha caracterizado a la ideología insular después de 1959 1Excluyo del análisis la descripción puntual del cine cubano producido fuera de la isla. Aunque con un alcance generalizador, concentro mayormente mis reflexiones en el largometraje de ficción.
La gramática vanguardista de los 60 y de los 70 derivó durante las próximas décadas —a la par que restricciones estatales y dogmatismos políticos comienzan a plagar las circunstancias del país—, en producciones preocupadas por reproducir en la superficie de los textos fílmicos, acuerdos ideológicos que trascendían lo fílmico, lo cual restringió el alcance dialógico de las formas expresivas. Esa reproducción no necesariamente respondía a imposiciones procedentes de alguna instancia de poder localizable. Las obras trasparentan una cosmovisión anudada a la época de su aparecer. En su refracción de lo real, para el cine —en tanto estetización y objetivación del mundo— la Revolución constituía un significante maestro que definía, condicionaba, instalaba el sentido de/en las imágenes. (Significante maestro alrededor del que continuará orbitando el enunciado del cine cubano en su devenir). Y por supuesto, según la idea, el proyecto de la Revolución se fue cosificando, alcanzando una «coherencia» desde la que se proyectaba la realidad, el cine fue perdiendo la voluntad de trasformar y cuestionar el afuera que alimentó el tejido simbólico de los cineastas que emergieron durante los años 60.
A finales de los años 80 se pudo apreciar un favorecedor redireccionamiento estético. No porque para entonces el vigor estético y la potencia discursiva en los filmes haya desaparecido —en los 70 se produjo Una pelea cubana contra los demonios (Tomás Gutiérrez Alea, 1971) o El hombre de Maisinicú (Manuel Pérez Paredes, 1974), por señalar dos ejemplos desemejantes— 2Vale aclarar que para los años 70 ya existían jóvenes interesados en hacer un cine diferente y paralelo al del ICAIC. Incluso antes, si recordamos que los miembros del magazine Lunes de Revolución llegaron a fundar una productora, de la que actualmente recordamos, al menos, obras tales como PM o Habla un campesino. La singularidad de ese grupo de creadores cinematográficos exterior al ICAIC radicó, en esencia, en su apuesta por una modernidad estética en alguna medida distanciada de los paradigmas estéticos defendidos por el ICAIC. Es muy probable que la génesis de las polémicas en torno a PM se localice en el antagonismo intelectual y artístico entre estos dos grupos de creadores, un antagonismo anterior al mismo triunfo de la Revolución. Ahora, decía que en 1971, por ejemplo, se realizó un Primer Festival de Cine Underground, iniciativa de un grupo de cinéfilo entre los que contaba Tomás Piard, quien ha dicho refiriéndose a esos años: «El ICAIC nunca fue un paradigma para nosotros (…) Los temas de las películas (…) nos parecían forzados por las circunstancias políticas e ideológicas». (Reyes, p. 49). No obstante, tales iniciativas no llegaron a legar obras notables. La otra pauta de interés en la conformación de un movimiento independiente no aparecerá hasta entrado los ochenta, sobre todo cuando hacia finales del período, en 1987, el propio Piard con Jorge Luis Sánchez emprenden el Taller de cine de la AHS. Ni siquiera Ecos llegó a tener una incidencia cualitativa, pero dejaban entrever una descentralización de la producción que en lo adelante favorecería el curso del cine en Cuba. Las voces fuera del ICAIC se vendrán a escuchar con una resonancia estética considerable, tras la aparición de autores como Jorge Molina —Molina´s culpa (1992)— o Juan Carlos Cremata —Oscuros rinocerontes enjaulados (muy a la moda) (1990)— a inicios de los 90 (esto es solo un par de ejemplos), cuando la incorporación de esas películas al campo de fuerzas culturales del país, tensó cualitativamente la expresión cinematográfica. Sino porque la trasferencia de lo real, el corte simbólico exhibido en la configuración estética de los obras, comienza a experimentar otros estremecimientos. Papeles secundarios (Orlando Rojas, 1989) es un caso notable en relación al desplazamiento del ansia de comunicar y refrendar una determinada perspectiva de la realidad que dominó al cine durante los 80: un cine sumergido en un realismo costumbrista que, si bien desplegaba una crítica social, la mayoría de las veces, devenía complaciente y tranquilizador en relación con el curso de la vida en Revolución.
¿Qué sucedió en los 80? El cine alineó una perspectiva didáctica de la realidad. Si hubo algún esquema estético durante eso años, el mismo devino marcadamente instrumental, en la medida en que estuvo bajo el control de un pensamiento cosificado, determinado afuera de su configuración. Las películas no procuraban en sí mismas un cuerpo de ideas propias, sino que argumentaban una verdad exterior que definía los efectos de su sintaxis.
No porque se haya repetido hasta cansancio es menos cierto que, durante los 80, la propensión a acentuar el esquema anterior —que venía de antes, y que tiene una expresión acabada en Retrato de Teresa (Pastor Vega, 1979)— tendió a descuidar la inventiva estética y la potencia del pensamiento fílmico. La crítica ha cuestionado en estas producciones la tendencia al costumbrismo y la cubanidad estereotipada —un imaginario con el que operan todavía buena parte de los realizadores de la isla—. Claro, no todas fueron comedias, pero en su mayoría apelaron a una idea epidérmica del Realismo que, emplazado el film en la Historia o en el presente, se comportó como dominante epocal, como diría Fredric Jameson. Interesadas en ganar público, las películas apelaron a una retórica que las condenó a muy poca resonancia discursiva e inventiva estética. Es comprensible que sujeto a un pensamiento extrínseco, el cine encontrara su atributo fundamental en la forma en que afectaba al espectador.
El redireccionamiento experimentado a partir de los 90, cuando la centralidad de la Revolución como significante estructurador se dinamita —y que alcanza su total dominancia entrados los 2000—, consiste justamente en que el cine se permite articular su propia verdad, una que brota del pensamiento que lo genera.
Decía que Papeles secundarios además de ostentar inquietudes expresivas y temáticas oxigenantes que desviaban la anterior apariencia sensible del cine cubano, en ella encarnaban las fisuras y las coaliciones existenciales de unas individualidades que, involuntariamente a sí mismas, estaban atadas a un mundo mayor. Papeles secundarios se atrevió a mirar la realidad desde el absoluto de su apariencia. Pero esto fue solo un desvío. Sospecho que el signo real de los 90, su condición epocal, emerge del montaje entre lo propuesto por Alicia en el pueblo de Maravillas (Daniel Díaz Torres, 1990), y el giro definitivo experimentado por la sensibilidad nacional con el arribo del Período especial. Alicia… representó una transición en el diálogo entre arte y sociedad. ¿Qué diferencia el punto de vista respecto al que solía extenderse en los 80? La desaparición de la complacencia, la borradura del consuelo. Empieza a emerger una representación menos reconfortante, un artificio estético que pone en cuestión los ordenamientos de la realidad, que tensa los términos de la ideología y la moralidad hasta abrir un terreno inabarcable de interrogantes. 3Véase una cartografía de las polémicas suscitadas por esta película entre el poder político y el gremio de cineastas en «El caso Alicia en el pueblo de Maravillas: el cine cubano y la cultura de la polémica», de Juan Antonio García Borrero, en Archivos de la filmoteca, no. 59/2008, pp. 184-195
Insisto en que fue el impacto del Período especial sobre la sensibilidad nacional el principal responsable de modificar las coordenadas creativas. El principal responsable de desencadenar otra ideología en el plano discursivo de las películas, la cual renunciaba a cualquier tipo de gratificación en su búsqueda de una denuncia de los acomodos (físicos o simbólicos) de lo real. La caída del muro de Berlín, la desaparición del socialismo del Este y el éxodo masivo de la isla a raíz de las penurias materiales que se desatan, estremecieron radicalmente el programa social revolucionario. Me atrevería a decir que el Período especial fue un suceso de tal magnitud para la Historia del país, que sus efectos modificaron la idea misma de Verdad (política, estética, ideológica) que estructuraba la vida nacional; una crisis de los discursos que se acentuaría en su diálogo con la desaparición del Socialismo Real en Europa, un hecho que puso en crisis las ideas por él privilegiadas. Esa problemática se transparentó de inmediato en el hecho fílmico: pasó ella misma a producir el enunciado cinematográfico.
Cuando se revisan Madagascar (Fernando Pérez, 1993), Pon tu pensamiento en mí (Arturo Sotto, 1995) o La ola (Enrique Álvarez, 1995), por referir algunas obras que se colocaron en el circuito paradigmático, se devela una tendencia a complejizar la textualidad, la visualidad y la dramaturgia, pero, sobre todo —y aquí está el índice diferenciador— a (re)direccionar el agente discursivo, el locus del enunciado. Todavía hay una zona de la producción fílmica de los 90 en la que se dejan ver los hallazgos estéticos más notables del momento: además de La ola, pienso en otros filmes como Sed, del propio Enrique Álvarez, o en Oscuros rinocerontes enjaulados (Juan Carlos Cremata) o Molina`s culpa (Jorge Molina). Quizás el relieve de esas obras emergió de la voluntad de ensayar con el lenguaje cinematográfico, de ejercer un torcimiento radical en la expresión audiovisual, de insertar unas coordenadas referenciales de naturaleza estética cuasi inéditas en Cuba. En estos filmes el peso del enunciado resulta sustantivo, sin embargo, jamás oblitera el sentido comunicativo, antes, deviene imprescindible para el proceso de significación. La experimentación, en tanto negación de cualquier dogma o normativa estética, rige el pensamiento del que parte la fisonomía de las obras, lo cual provoca en ellas una diseminación de ideas. Aquí ya es patente un giro definitorio en relación a la Revolución como el significante maestro alrededor del que gravitaba la verdad tejida por la enunciación de las películas. Todavía Madagascar mostraba eso que la crítica ha descrito como desencantamiento frente a la promesa de un mundo mejor, Molina`s culpa objetivaba en acto un distanciamiento indiferente. Saturado el significante, presionado por el devenir histórico, este pasa a ser un mero mediador, un instante más en los intentos del sujeto por encontrar su lugar en el mundo, por explicar su imposibilidad de ser libre. Son estos los textos audiovisuales que anuncian el registro y la naturaleza de la relación con el mundo o con la verdad de los que tenderán a ser distintivos del siglo xxi.
2.
La pérdida de la deuda profunda con el esquema institucional dibujado por la Revolución, marcará el cine emprendido por las generaciones que emergen con el siglo xxi. Las huellas de haber crecido durante los años 90 —cuando se acentuó el desencantamiento colectivo y el discurso a favor de construir a un tiempo el socialismo y el comunismo terminó por cosificarse—, más la experiencia del siglo en curso, sellaron la cosmovisión de los individuos que de modo gradual han arribado en los últimos tiempos a la producción fílmica, transparentándose en su imaginario e inquietudes estéticas. Ann Marie Stock ha reparado en que, desde un palpable escepticismo, las obras de quienes comienzan a realizar cine en el tránsito de los años 90 a los 2000, no responden al ideario de los clásicos de los años 60 y 70, sino que, instrumentan una noción política más dúctil, priorizan indagar en las transformaciones de la Isla, para al cabo reflexionar sobre lo que es Cuba y el cubano —en tanto sujeto que busca un espacio, no necesariamente físico, del que sostener su subjetividad— en la época contemporánea.
La identidad forjada por la Revolución empieza a cuestionar su sentido. Ahora el flujo de información y la circulación de símbolos e iconografías extranjeras son mayores. Cuba no escapa a estilos y comportamientos perceptibles en el escenario internacional. La expansión de las tecnologías, la lógica de mercado, el incremento de la conectividad online, difunden en la esfera pública representaciones de procedencias diversas. Esta interacción con el panorama internacional favorece a los cineastas. No solo por la posibilidad de consumir productos audiovisuales, contrastar sus obras con otras narrativas, incorporar a su universo referencial una variabilidad cada vez más amplia de estéticas, sino por la flexibilización de la subjetividad creadora y, por supuesto, el acceso a otros modos de producción, inéditos hasta hace poco en la Isla.
Si algo se advirtió a tiempo por parte de nuestra crítica hacia los primeros años del siglo xxi, fue la democratización de las prácticas estéticas y la diversificación de los imaginarios artísticos en el terreno del audiovisual. Cuba ha tenido que flexibilizar sus estrategias de participación política en el contexto internacional, con su consecuente apertura al mundo más allá de los límites de la isla. En la actualidad, el entorno cubano constituye, a nivel de la experiencia cotidiana, un escenario multicultural en el cual los rasgos más visibles de la tradición se entremezclan con costumbres, comportamientos y hábitos propios de la cultura norteamericana o europea, sin que los signos de la ideología oficial prevalezcan en la superficie de la rutina social.
Muchas de las películas que emergen en el campo cinematográfico cubano postulan una temporalidad en la que los mitos que privilegió el discurso revolucionario que abrazó al país en 1959, están desapareciendo de las mentalidades. Estrechamente vinculados a los estilos de vida modelados por la sociedad global, el tejido de relaciones, vínculos y afectos que caracterizan al individuo nacional que interviene en el espacio público por primera vez entrados los años 2000, introducen en la vida cubana formas de socialización y procesos de subjetivación que modifican el mapa nacionalista insular. Vistas en su conjunto, los filmes aludidos grafican un paisaje histórico diferente, no solo al cuestionar el discurso hegemónico del poder, sino al sustantivar un nuevo sistema de valores. Con solo revisar la singular textualidad de Memorias del desarrollo (Miguel Coyula, 2010), The ilusion (Susana Barriga, 2008) o El proyecto (Alejandro Alonso, 2017), se confirma un reacomodo de las ordenaciones ideológicas del país. Pero lo más importante aquí es la delimitación de un marco de identificación para el sujeto que estructura el discurso. En otras palabras, la hegemonía del discurso nacionalista empieza a languidecer, con lo que se dinamitan los signos desde los que se pensaba y representaba Cuba como comunidad imaginada.
Aunque al inicio apunto hacia Video de familia como paradigma de renovación, los indicios de una reforma en el lenguaje del cine cubano pueden rastrearse antes, en las producciones que tienen lugar con la fundación de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de Los Baños (EICTV) y la Asociación Hermanos Saiz (AHS) hacia 1986. Sin embargo, por su resonancia mediática y solidez estética, este filme pudiera constituir un ejemplo elocuente de cómo el gradual desarrollo tecnológico democratiza la creación y, sumado a la asunción de otra mentalidad, genera resultados de calidad y rigor artísticos. Porque acentuó la realización en video y apostó por los valores formales del medio, porque su producción tuvo lugar fuera de los límites del ICAIC, porque anunció en la esfera pública una nueva generación de realizadores e informó de otro pensamiento estético, porque advirtió las posibilidades de los nuevos soportes digitales, Video de familia constituye un paradigma representativo de la apertura experimentada por la concepción del cine en Cuba, al tiempo que prefiguraba el carácter de las producciones posteriores de la década 4En la actualidad, entre las cualidades distintivas del audiovisual sobresalen la coexistencia de varios formatos, la estirpe intergenérica del producto y el montaje de múltiples estéticas y estructuras —propiedades que empezaron a gestarse en Cuba hacia finales de los 80 y durante los 90. Pero lo cierto es que, creado el Movimiento Nacional de Video (1988) y aun cuando varios organismos producían con dicha tecnología, todavía este tipo de realización era visto en la época como una alternativa. A lo que habría que añadir el escaso acceso tecnológico y las limitaciones de la industria por esos días. Para una descripción detallada de cómo el Movimiento Nacional de Video, así como la EICTV y la AHS, incidieron en un viraje de la dinámica cinematográfica del país, se puede consultar, de Ann Marie Stock, Rodar en Cuba… (2015).
Otra particularidad fundamental respecto al redireccionamiento estético del cine cubano se localiza en haber puntualizado un giro respecto a la mirada tendida sobre la realidad: Video de familia instrumenta una ideología que prescinde de la desilusión y el desencanto que atravesó el plasma creativo que dominó durante los años 90; ideología que descansa sobre el personaje interpretado por Herón Vega, en quien el signo ético y existencial de la generación que recibe el siglo xxi queda retratado a plenitud (Caballero, 2008) (Reyes, 2005, pp. 37-55). Puesto al centro de la enunciación fílmica, el conflicto entre este personaje y su padre no hace sino transparentar, más allá de las problemáticas relativas a la masculinidad, la asunción de otra visión del mundo en quienes no vivieron los primeros años del triunfo revolucionario.
Video de familia ilustra también la pérdida de la regencia de los 35 mm y la descentralización del ICAIC. Hechos que propiciaron un incremento de la producción audiovisual, una mayor circulación de voces en la esfera pública y, por consiguiente, la aparición de un registro estético más amplio. Probado que se podía realizar un cine legítimo y resuelto en término formales en soporte digital, las nuevas tecnologías revolucionaron el paisaje fílmico insular. La introducción en el escenario nacional de una tecnología moderna implicó la democratización de la producción audiovisual, en cuanto a nivel de acceso, disminución de los costos y facilidades de producción. Se diversificó un campo presa de múltiples restricciones económicas, de las imposiciones ideológicas del ICAIC y su criterio de creación, que, a pesar de los excelentes empeños de los 90, ya era preciso reformar.
En esta primera década del 2000 aparece o se afianza una suma particular de creadores que introducen un peso notable en el contexto audiovisual de la isla. Los mismo que manifestaron de inmediato una visión del cine compleja e inquietantes para un entorno cinematográfico ansiado de una expresión de vanguardia 5A menudo estos creadores suelen verse como salidos de espacios subalternos, cuando en realidad la mayoría de ellos proceden de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de Los Baños (EICTV) y de la Facultad de las Artes de los Medios de Comunicación Audiovisual (FAMCA), dos instituciones responsables en considerable medida de las mutaciones experimentadas por el panorama audiovisual del país. Entre esos nombres que penetraron el campo audiovisual con desafíos atendibles, cuentan: Alejandro Brugués, Juan Carlos Cremata, Humberto Padrón, Miguel Coyula, Pavel Giroud, Lester Hamlet, Esteban Insausti, Jorge Molina… En conjunto, desplazaron el paradigma promovido por el ICAIC y diversificaron la morfología narrativa del cine cubano.
Desde su surgimiento en 2001, la Muestra Joven ha desempeñado un rol considerable en el proceso de visibilización y circulación de esta hornada de cineastas. Esta suerte de festival (a escala nacional) fue creado por el propio ICAIC con el objetivo de abrir las puertas institucionales a quienes realizaban cine sin su financiamiento; la finalidad era propiciar una plataforma donde los creadores que se estrenaban en el mundo audiovisual —muchos de los cuales en ese momento ya tenían un peso notable en el panorama insular—, pudieran exhibir sus obras. Resta decir que, en un país donde la verticalidad del estado centraliza la totalidad de los estamentos de la vida social, este espacio favoreció una considerable oxigenación del ruedo intelectual consagrado al medio. Enfrascada en disimiles polémicas con el poder político, la Muestra Joven llamó la atención sobre la apertura que se estaba produciendo y la necesidad de favorecer, impulsar, contribuir a su continua amplificación, en tanto no se encontraba en otro sitio el futuro del audiovisual cubano. El evento, que permitió a esas voces coincidir en un espacio de intercambio intelectual, consolidó una zona enfocada en diversificar las temáticas, variar y enriquecer las construcciones visuales y ensanchar las estructuras narrativas.
En los años recientes, han surgido productoras de cine (independiente) que han sistematizado un relevante trabajo al conseguir dinamitar las estrategias y formatos de financiación de las películas. En este punto ha desempeñado un papel determinante no solo la flexibilización del control estatal de la economía, sino el amplio marco de posibilidades introducido por la tecnología digital. Aquí tiene un peso importante, por supuesto, Internet, que vino a enriquecer los canales y el repertorio de consumo, así como las condiciones y las contingencias de negociación y gestión para la creación sin apoyo directo del Estado. De este modo, hacia la segunda década del siglo en curso las realizaciones independientes —aquí «independiente», insisto, significa que no producen con el ICAIC— han crecido hasta posicionarse en los circuitos internacionales de eventos cinematográficos. A la altura de la segunda década de los 2000, cuando se habla de «cine cubano» resulta inconcebible comprender dentro de dicha denominación solo a aquello que se ha dado en llamar «autoría ICAIC». El término mismo ha experimentado una diseminación. Ahora cuenta una diversificación de canales, fuentes, procedencias de producción que diversifican la creación audiovisual, con lo que se ha comenzado a vivir una variabilidad de estilemas formales y ensayos estéticos favorecedores.
Para tener una idea real de lo que significó la aparición de todo un movimiento de cine independiente —que no implicó un programa teórico estructurado, sino la emergencia de un grupo de voces que no tenían que subordinarse directamente a la institución—, es imprescindible tener en cuenta que el ICAIC, fruto privilegiado de la Revolución, tuvo la responsabilidad de fundar un lenguaje consecuente con el proyecto de nación y los principios asentados por el poder. Agitados por intereses de otra naturaleza, entre los que definitivamente no figura ese fervor orgiástico de convertir el cine en un sujeto político interesando en incidir en la trasformación del mundo, estos otros realizadores han atomizado la uniformidad que venía siendo característica en el cine de la isla después de su época dorada.
En buena medida la Muestra Joven ocupó siempre una posición de resistencia al interior del campo de fuerzas que estructuraban el escenario cinematográfico cubano. Posición que se desplaza constantemente hacia actores particulares, individuos, productoras, grupos de creadores… Múltiples han sido las veces en que la sociedad política ha intervenido forzosamente en los predios de la sociedad civil —opero aquí con la esclarecedora distinción entre una y otro que establece Antonio Gramsci—, un hecho que ha incidido determinantemente en que la cinematografía cubana no despliegue un registro estético más arriesgado. Pero no por esto han dejado de forjarse corrientes de resistencia que, en la superficie misma de la expresión fílmica, colocan códigos y discursos de transgresión que enfrentan el dominio estético e ideológico hegemónico. Si algo resulta ostensible en la contemporaneidad es la irrupción de una actividad audiovisual que complejiza la agenda estética y diversifica los estilos palpables en el país, al apostar por una sintaxis que busca, ante todo, penetrar gnoseológicamente en la realidad. Y cuando hablo de «resistencia» acudo a aquella idea de Michel Foucault, de que las mismas no pueden existir sino «en el campo estratégico de las relaciones de poder», lo cual «no significa que sólo sean su contrapartida», sino que «constituyen el otro término en las relaciones de poder; en ellas se inscriben como el irreductible elemento enfrentador». (p. 92)
La concepción del cine se ha enriquecido: es perceptible una mayor diversidad de formatos, una sintonía gradual con la dinámica del mercado internacional, una favorable expansión de las fronteras del realismo y una modulación de códigos y referentes provenientes de los géneros tradicionales y de la producción de la industria comercial, que parecían haber desaparecido de la Isla. Experimentaciones estilísticas (más o menos radicales según el caso) que transparentan otra ética, es decir, una cosmovisión que nutre al ser de otro pensamiento.
Del clímax propiciado por la Muestra nace, en 2004, Tres veces dos, una película conformada por tres cortometrajes dirigidos por Pavel Giroud, Lester Hamlet y Esteban Insausti, en los que laten, orgánicos, varios índices de ese saludable viraje estético. De inmediato se apreció en el filme una corrección sintáctica, una estilización de la imagen y una superación de la alusión estereotipada al contexto social, como atributos de una cinematográfica emergente en el escenario insular. Los autores de Tres veces dos barrieron con el trascendentalismo que pesara tanto en las creaciones de otras décadas respecto al modo en que refractaban lo real. Se distanciaron del fundamentalismo sociológico al priorizar el subrayado del estilo por sobre la potenciación de una objetivación del mundo, pero sin renunciar al diálogo directo con la realidad. Dicho con otras palabras, mientras el enunciado cinematográfico del texto en las producciones de las primeras tres décadas del ICAIC, como mínimo, aspiraba a actuar directamente en el mundo, en los creadores contemporáneos —entiéndase los sujetos que conformaron su cosmovisión durante los 90—, resulta un intento de comprensión de ese mundo.
Tres veces dos estuvo motivada por un horizonte estético distante del legado cubano de otros tiempos y más próxima a influencias de la cultura internacional. Con ella —la cual representa un ejemplo— estamos asistiendo a una nueva temporalidad estética. Que, en puridad, habían inaugurado cineastas anteriores, como Jorge Molina con esa singular película que es Molina`s culpa. Tres veces dos, en cualquier caso, al contar con el apoyo productivo del ICAIC, marca una suerte de gesto simbólico que comenta el deceso de la regencia del Instituto como prescriptor del pensamiento estético. ¿Qué propusieron los autores de este filme? En Giroud destaca el interesante montaje de niveles de realidad, en el que la imagen y la puesta en escena contribuyen a una atmósfera a ratos surreal donde se confunden lo fáctico y lo imaginario. En Hamlet resalta la superposición de una fábula de amor en el contexto de las luchas guerrilleras, donde estas no son más que un escenario propiciador de los hechos. Además, llama la atención la instrumentación de ciertos códigos del musical como estrategia de extrañamiento que contribuye a dejar la Historia como un fondo que incide en la existencia del individuo. Esto último deviene una suerte de reverso a tanto cine en el que el sujeto se divisaba como un punto inscrito en el entramado de la Historia. En Insausti resulta relevante la aguda acentuación del lenguaje, deudor del videoarte y del clip musical, la simplificación de la historia y el relieve cuasi experimental logrado entre fotografía y puesta en escena.
La política creativa deducible del filme y de otros materiales presentados en la Muestra, confirmó que el cine cubano exploraba otros derroteros, edificando una sintaxis distante del linaje y el legado asentado por el ICAIC. Estos mismos realizadores continuarían en lo sucesivo líneas estéticas prefiguradas ya en esos primeros trabajos. Giroud dirigirá dos filmes —La edad de la peseta (2005) y Omertá (2008)— comprometidos con una poética deudora del cine de género. Sin pretensiones de un análisis axiomático, amparadas en la pulcritud y el relieve de su plano expresivo, y en la preponderancia del estilo por sobre la proyección temática, estas cintas se consagraron a explorar el ser emocional o la personalidad de ciertos individuos en circunstancias históricas y ambientes sociales específicos. Tanto La edad… como Omertá colocan sus historias en la época republicana, pero sin intereses manifiestos de remitir o dialogar con la contemporaneidad; la principal virtud de la primera radica en concebir una visualidad expresamente plástica y una atmósfera de suspense acodada en el trabajo de luces y la dirección de arte, mientras el centro intencional de la segunda parece dirigirse hacia la instrumentación de códigos genéricos pertenecientes al cine negro, para desde ahí tensar el curso dramático de los acontecimientos narrados. Insausti, por su lado, aunque opera en Larga distancia con un guion donde pesa la remisión a problemáticas del medio social de la isla, el grosor y el relieve de la visualidad y el montaje, y la ruptura con toda linealidad narrativa, adscriben la cinta a un trazado estético más interesado en la enunciación que en la temática. Quizá Hamlet ha sido el más tributario a ese ángulo del cine cubano que insiste en la remisión directa a las circunstancias sociales del país, o, en cualquier caso, el menos desafiante en términos estéticos. Casa vieja (2009), Fábula (2014), Ya no es antes (2016) resultan miradas sobre la homosexualidad, la emigración, la incomunicación, la complejidad de las relaciones filiales y amorosas, en medio de una civilidad violenta a causa de varias zonas oscuras que precisamente estos filmes quieren develar. Pero sus articulaciones formales, sus escrituras dramáticas, no comparten la clave populista que saturaba a otroras generaciones 6Otras tantas obras debidas a directores jóvenes que se estrenaron en el largometraje de ficción hacia finales de esa primera década del siglo xxi, acentúan y nutren la agenda estética al interior de la cinematografía nacional, una fecunda metamorfosis en el imaginario y la lógica productiva. Ya sea por sus valores formales o por los sistemas productivos implementados, estas piezas informan, ahora sí, de una propicia vuelta de tuerca. Por sobre sus puntuales resultados, algunos de esos filmes que dinamitaron la búsqueda de líneas discursivas, que adoptaron otras opciones de producción y convocaron a una nueva retórica, son, por señalar algunos ejemplos: Personal belongings (Alejandro Brugués, 2007), Los dioses rotos (Ernesto Daranas, 2008) u Omega 3 (Eduardo del Llano, 2014); pero sobre todo, pienso en una película como Memorias del desarrollo (Miguel Coyula, 2011).
En esta propensión a engrosar la textura audiovisual y a priorizar el específico fílmico —la renuncia a cierta concepción del realismo por medio de una complejización del trazado dramático—, ha jugado un papel esencial la experimentación con códigos y estilemas visuales y narrativos propios de los géneros históricos, ya sea el thriller, el melodrama, el cine negro o de acción, el policiaco o la ciencia ficción. Esa ruta expresiva responde, en parte, a una mayor recepción de los productos y formatos que circulan en el mercado internacional, así como al consumo y revalorización de las llamadas estéticas menores y las producciones de bajo presupuesto o independientes. De ese clima han emergido ejercicios culturales que proponen un lenguaje fuera de la tradición nacional, de los que repercuten como ejemplos radicales, Juan de los muertos (Alejandro Brugués, 2012) y Molina´s ferozz (Jorge Molina, 2011), cintas que ensayan un pastiche que interrelaciona recursos del cine B y del humor cubano más estereotipado, con marcas de la idiosincrasia y de la historia nacional.
Hacia la segunda década del siglo han convergido voces con una organicidad estética y una madurez expresiva que disparan las posibilidades y el alcance del cine cubano: Carlos Lechuga —que con Melaza (2012) y Santa y Andrés (2016), demostró cómo revisar la historia y la sociedad cubana desde un posicionamiento político cuestionador e inteligente sin atentar contra la identidad estética—, Rafael Ramírez —que con Diario de la niebla (2015), Alona (2016), Los perros de Amundsen (2018), tensa al máximo, como no lo hace otro director insular, las relaciones entre lenguaje y comunicación, al accionar un código estético de carácter experimental; una sintaxis donde la historia no es sino pretexto para un discurso performativo—, y Alejandro Alonso —que con El hijo del sueño (2016) y El proyecto (2017) ha orquestado un cine ensayo autoficcional y performativo que evidencia la necesidad de negociar con la Historia o con la memoria nacional como espacio capaz de controlar los procesos de subjetivación que fundan la identidad del sujeto—. Y estos son solo tres osados modelos que ramifican el criterio de representación e inscriben el audiovisual cubano en un espacio de búsquedas constantes.
Insisto en que es probable que cuanto distancie definitivamente a los cineastas cubanos contemporáneos de otros periodos donde la concentración de motivos e inquietudes ha arrojado una expresión común, sea el agente discursivo que emana de su concepción de la forma como una «toma de conciencia y de movilización política» —la expresión es de Jacques Rancière—. Santa y Andrés es esclarecedora al respecto: Carlos Lechuga consuma ahí ese ánimo de cuestionamiento, de una abierta estirpe política, que viene caracterizando al cine de los realizadores que emergen con el nuevo milenio. Esta es una revisión intencionada de la memoria de la Revolución, una objetiva exploración en momentos del pasado nacional que no han sido privilegiados por la historiografía oficial, que revisa algunos pasajes relacionados con actitudes asumidas por el Poder político que aún aquejan la existencia de un grupo de individuos y su cosmos de valores. Esta representación de acontecimientos acaecidos en Cuba (que tiene su referente en las terribles condiciones a las que fueron sometidos artistas y escritores tras el Congreso de Educación y Cultura del año 1971), alcanza su relieve mayor no en la gramática del propio filme, sino en el interés de revisar el pasado como un plasma imprescindible para el futuro de la nación.
Carlos M. Quintela es quizás quien ha recabado la más orgánica y fecunda expresión de vanguardia, al comprometerse (y contribuir) con el cuerpo estético que descongestiona el panorama cinematográfico cubano, al tiempo que vuelve sobre la sociedad, la historia y la conducta humana sin estereotipos ni énfasis harto cansados. Con La piscina (2011), Quintela confirmó su nervio para lograr un vigoroso mundo dramático sin renunciar a transgredir la representación y la narrativa. Aquí la potencia surge de una dramaturgia acumulativa sin accidentes narrativos, pero con una lucidez expositiva que conmociona. Toda la narración se limita a observar los intercambios de un grupo de niños discapacitados y su profesor en una alberca, pero la coherencia del código y el excelente diseño de los personajes logran uno de los ejercicios éticos más singulares que el cine cubano conociera. Luego, La obra del siglo (2015), desde un lenguaje que apuesta por lo experimental y en franco homenaje a ese clásico que es De cierta manera (Sara Gómez, 1974), perfila una estructura dramática que revisa la ética de tres generaciones de cubanos en medio de una sociedad venida a menos. El emplazamiento del relato en la ciudad Electro-nuclear de Juraguá grafica una metáfora del trasfondo social e ideológico que condiciona las diferencias y contradicciones existenciales retratadas por el filme. El peso dramático de los fragmentos documentales y la eficacia de la puesta en escena, junto a la sofocante atmósfera que tan bien se aviene al mundo interior de los personajes, dialogan coherentemente con la voluntad política y discursiva que se persigue.
Pero su gesto más determinante llega con Los lobos del este (2017), cinta que ratifica la movilidad que ostenta hoy eso que entendemos por «cine cubano». Distanciada la anécdota y los personajes de la geografía nacional, y dirigida bajo un patrón estético nada frecuente en el país, pone en entredicho las coordenadas con que se ha evaluado la identidad cinematografía de la isla. Transnacional tanto en el plano productivo como temático —se realizó en Japón y cuenta una historia nipona—, es un filme decididamente cubano, a razón de que más allá de la nacionalidad de su director, el relato y el discurso estructuran un inteligente guiño al receptor insular. De ese modo, esa profunda indagación en el devenir de un ser al que, pasados los años, la vida le obliga a cuestionarse el sentido de su existencia, aparece preñada de un feroz imaginario cubano. Un ademán que corona este recorrido al validar la idea de que el cine en Cuba, explorando otras ascendencias culturales, producido fuera del país, diversificando su identificación con lo nacional, proyecta en este instante un sólido despegue estético.
3.
La potencia del específico cinematográfico y el alcance del discurso de muchos de los cineastas contemporáneos confirman un viraje favorecedor en el campo de estrategias formales que se generan en Cuba. Me atrevo a decir que las configuraciones retóricas dominantes ―marcadas hoy tanto por la anchura de los estilos como por la renovación de la sustancia discursiva―, habla de una irreductibilidad de las prácticas creativas. Si otrora en Cuba era visible un cine abierto a la Historia, enfocado en participar de la construcción del mundo, ahora los cineastas han asumido la postura de enunciar el afuera, de objetivar lo real, como un modo de revisión del sujeto en tanto individualidad singular. En lo que Tomás Gutiérrez Alea, Sara Gómez, Julio García Espinosa o Nicolás Guillén Landrián participaban de la escritura de la Historia desde la representación, ahora la representación tiende a la búsqueda de una verdad del sujeto y la Historia que posibilite la inteligibilidad del yo del ser. Cada película deviene un pasaje puntual de subjetividades inscritas en una multiplicidad de conflictos existenciales. La realidad estructurada en los filmes es postulada desde una identidad que se experimenta a sí misma sujeta al afuera que esa realidad representa. El mundo en tanto materia de creación constituye una forma de subjetivación que permite al yo —no importa el modo en que este se trasparente— ser y reconocerse solo en la medida en que es en ese mundo discursivo.
Véanse cortometrajes como El pescador (Ana Alpízar, 2017), El hormiguero (Alan González, 2017) o Flying pigeon (Daniel Santoyo Hernández, 2018) para percatarse de una (re)funcionalización de la política en el audiovisual, lo cual significa la intencional elaboración de una sintaxis interesada en descifrar la realidad. Quizás lo que mejor recupera el cine cubano contemporáneo respecto al de los 60 sea justo lo anterior, puesto que —en términos de Gilles Deleuze— cuanto sucedió por mucho tiempo fue que la realidad pasó ya descifrada a las imágenes audiovisuales. En estos casos (que podemos clasificar de marginales) florece un lenguaje, el uso de códigos que proponen un ensanchamiento de las formas y una rigurosa inmersión en el sistema simbólico que procesa el estado de lo real. Ya he intentado explicar que los modos de exposición y expresión que colocan lo social en su superficie, como centro del direccionamiento temático, se distinguen por la particularidad del foco con que lo abordan. Al radiografiar los procesos sociales y los procesos de subjetivación de la Cuba actual —revisando la memoria histórica o ensayando una (supra)realidad—, los cineastas ostentan el desvío definitivo de la Revolución como una opción transformadora del mundo.
Terminaron los años de “por un cine imperfecto” 7Uno de los documentos que delineó/sistematizó los presupuestos teóricos del Nuevo Cine Latinoamericano, en el que se meditó las ideas y el pensamiento que nutria las imágenes de aquel movimiento de finales de los 50 y los 60, fue el ensayo Por un cine imperfecto (1969), de Julio García Espinosa. Este «programa-manifiesto» —el cual despliega una posible ideología para la experiencia estética de aquel cine—, constituye el material teórico más relevante e influyente escrito en Cuba. Como el protagonista de Los lobos del este, los creadores de este siglo se exponen, se comprometen y enfrentan sus objetivos personales dando testimonios de sus invenciones estéticas. La confiscación de la utopía devino un cuerpo fragmentado, múltiple y oscilante que encuentra metas retadoras y propósitos materializados. Y esta historia acaba de comenzar.
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