Entre 1967 y 1968 el cineasta Jaime Barrios realizó y editó Film Club (1968), un documental (28 min; 16mm) de aparente simpleza, en el que testimonia el modo en que el cine amateur atraviesa, acompaña y registra una comunidad de jóvenes del Lower East Side de Nueva York. El Film Club de la Young Filmmakers Foundation (YFF) se trataba de un club que enseñaba producción cinematográfica en 16mm a adolescentes, mayormente de origen puertorriqueño, gracias a los esfuerzos y la dirección de los organizadores comunitarios Rodger Larson, Lynne Hofer, y el mismo Jaime Barrios.
El documental abre con una claqueta y el testimonio de un joven voluntario del club que trata de dar cuenta de la interacción del club y el barrio. El testimonio, aparentemente improvisado pero no por ello menos solemne, corta al letrero de la calle del Film Club, y luego el paneo de la cámara le permite ver al espectador cómo se veía la calle Rivington en donde el club estaba alojado en ese entonces. A esta primera secuencia le sigue una voz en off no identificada que transiciona a la voz de Larson. Larson explica el proyecto de la YFF como si se dirigiera a una audiencia radiofónica: “Quiero dejarles en claro a Uds. oyentes que cuando decimos que (los estudiantes) “realizan estas películas” quiere decir que hacen el guión, fotografían, actúan, editan, y hacen la pista sonora ellos mismos”. El registro didáctico del tono de Larson y del anunciante anónimo establece el pacto de autoridad que las voces en off tienen en relación a las imágenes y los jóvenes interlocutores. Pacto, que a lo largo del documental se irá gradualmente resquebrajando, dando lugar a una relación más lúdica entre los estudiantes realizadores y los docentes.
Una vez que concluye este interludio informativo, aparece un mago con una capa que brinca por las calles interactuando con los transeúntes, mientras el Movie Bus—asociado con el Film Club y sus proyecciones públicas—desaparece por la esquina y las imágenes se armonizan con la canción “Life of the Party” de Jack Shaindlin, estableciendo un guiño con el cine mudo. Este nuevo cambio de ritmo en el entramado del documental, a la vez de que es típico del formato de un documental que muestra el detrás de escena, anuncia una estructura de un film inusualmente flexible y que muta sin necesidad de justificar sus principios constructivos; un rasgo clave que le permitirá a la película Film Club sobrevivir a los abandonos y a las apropiaciones múltiples a través de las décadas, entrando en lo que David E. James (2005) ha llamado los “doblamientos internos al texto fílmico” (p.158). Film Club—cuyas mutaciones genéricas se entrelazan con sus “transfers” materiales— representa un punto de coyuntura entre géneros, medios y las políticas del almacenaje y de archivo que han definido las vidas materiales del objeto-fílmico, desviando su estatus como “obsoleto” al insertarse en genealogías y temporalidades no ortodoxas de la imagen audiovisual, además de en nuevas culturas del espectador y de la interpretación a través de su rescate (Parikka, 2017).
Diálogos materiales y simbólicos
Desde que estas escenas fueron filmadas y estas voces grabadas en 1967, Film Club de Jaime Barrios—realizado por encargo para conseguir financiación para la organización—ha sido objeto de desplazamientos institucionales y materiales. El documental es un testigo “documental” de una efervescencia del verano de 1967, pero también de un cambio de época—un cambio que implica desplazamientos tanto en las prácticas del espectador como en la vida material de la imagen—. A lo largo de cinco décadas, Film Club ha adquirido nuevas vidas físicas, adoptando nuevos vectores y emparejamientos sociales y estéticos.
Originalmente habitante de DuArt Labs 1En 2017, por gestiones de IndieCollect, The Academy of Motion Picture Arts and Sciences Film Archive en Los Angeles recibió una caja de DuArt (etiquetada equivocadamente con la afiliación del Metropolitan Museum of Art, y no con la YFF) con una original de cámara en Kodachrome de rollos A&B positivos reversibles, sin una pista de sonido, pero en excelentes condiciones, la cual sigue en su posesión (Carter, 2017) y, más tarde, de Bonded en Fort Lee, Nueva Jersey, la Young Filmmakers Foundation Collection en la Reserve Film and Video Collection de la New York Public Library for the Performing Arts (NYPL) suma 187 artículos. La colección se compone de películas en 16mm de realizadores jóvenes, como las que se registran en Film Club, y de un conjunto de elementos atribuidos a Barrios, algunos con títulos genéricos no identificables. La única película de Barrios actualmente con una copia para visionado en la colección de la Reserve Film and Video Collection es Film Club. La película se encuentra en una caja etiquetada FVA (presumiblemente Film/Video Arts—el futuro nombre de la Young Filmmaker’s Foundation en su evolución hacia la educación para adultos). En esa caja convive con películas de cineastas aficionadas jóvenes, en este caso, estudiantes de Ariel Dougherty, activista feminista de los medios de comunicación y cofundadora de la distribuidora Women Make Movies, y ex pareja de Jaime Barrios. La caja incluye Aspirations (1971) por Peri Muldofsi’s (recientemente restaurada por NYPL), Latest Picture Show (1972), por Valorie Petrak, Cinderella (1971), por Lauretta Baker, Three People: New York (1974), por Pola Rapaport, Trio at 19 (1970), por Judith Kurtz, We Drink and Drown (1970), por Mary Lee, y Young Love (1972), por Linda Rivera, en su mayoría de sólo unos minutos de duración.
Con una duración de media hora, Film Club sigue el discurso institucional que rodea los proyectos de renovación urbana de los años sesenta, la producción de películas de estudiantes en un taller de edición de películas, la proyección pública de películas estudiantiles, y los sets de rodaje de varias películas, Day in the Life (1967), de Josué Hernández y Revenge—Teenager’s Western Style (1967) de Miguel Sánchez. Film Club oscila entre dos lógicas y espacios discursivos y performáticos: el primero, los espacios interiores aislados, solitarios y descontextualizados de la burocracia—registrados con tomas estáticas; el segundo, los registros de corte rápido de los realizadores jóvenes que resultan tanto lúdicos como caóticos. El metraje de las películas de los estudiantes incluidas en Film Club y de los sets de los estudiantes llevan al documental en una dirección mas íntima y personal, que también sirve como una suerte de vitrina —ejemplificaciones burocráticas—que demuestran la eficacia simbólica del proyecto.
Entre algunos de los valores históricos contenidos en la película, se presentaban un registro único de las proyecciones públicas, al aire libre, en las que se proyectaban las películas de los estudiantes en lotes abandonados en Harlem, East New York, Bed-Stuy y el Bronx a una audiencia estimada de diez mil espectadores. La lógica de la edición se vale de la voz de los “expertos” que pretenden explicar a una hipotética audiencia la singularidad de las dinámicas sociales involucradas en el intercambio simbólico que ocurre en el Film Club. Esa hipotética audiencia se hace más perceptible cuando los voces en off se refieren a los barrios marginales con términos epocales, tales como los “slums” y los “ghettos”, para elaborar y justificar la eficacia social de la organización.
Un entrevistado no identificado por nombre—el trabajador social Murray Ortof, entonces director ejecutivo de la Henry Street Settlement House—, aparece tres veces a lo largo del documental detrás de un escritorio. Congestionado con pilas desordenadas de papel, cajas, libros, revistas, su escritorio atestado es la escenificación del sector sin fines de lucro. Sin embargo, en contraste con las escenas de los estudiantes cineastas, contextualizadas y conectadas con sus espacios de creación, la sombra del hombre sobre las cortinas cerradas descontextualiza su imagen y su monólogo. El administrador, vestido con traje, se inclina hacia atrás en su silla de oficina, y declara—autoritaria y mecánicamente— “nuestro trabajo es ver este recurso humano utilizado completamente y de lleno; utilizamos todo tipo de actividades para involucrar a los adolescentes, para que puedan explotar sus talentos”. Ortof continúa: “Nuestro principal trabajo en el Settlement es llegar a estos adolescentes y ponerlos de vuelta en la correa de transmisión”. Las metáforas de Ortof son funcionalistas: como si los cineastas estudiantiles fueran “recursos” para ser “explotados”. La capacidad reformativa de la labor manual y expresiva de la realización cinematográfica promete insertarlos en la cadena de producción que los mantendría alejados de los márgenes no funcionales de la comunidad. Esos jóvenes, se reinsertarían en la maquinaria social, análogamente como las piezas de un automóvil o equipo mecánico: “de vuelta en la correa de transmisión”.
A pesar de esta lectura dicotómica de los espacios y de los roles presentados, el documental se mueve en contra de estas divisiones tajantes. Jaime Barrios, por ejemplo aparece en cameo en tres ocasiones, además de ser nombrado verbalmente por el voluntario del testimonio inicial. La ropa y las posturas de Barrios contrastan con los códigos burocráticos de Ortof; en lugar de estar sentado, hablando a la cámara en una toma estática, se presenta como activo, y en dos de los cameos, aparece mientras filma, en medio del movimiento colectivo de los estudiantes. A la figura de Barrios se agregan la voz en off, que a veces se inclina hacia la exageración de la parodia, y las respuestas de los estudiantes informantes que no siempre cumplen los roles que les asignan los protocolos estructurantes del género institucional del documental. Film Club fusiona estas pretensiones informativas y estéticas, cruzando la idea de la utilidad, el placer estético y la funcionalidad institucional, a tal punto, que por momentos parece celebrar la tarea del burócrata cultural.
La flexibilidad del entramado de su registro fluye entre lo lúdico, lo exuberantemente ficcional y lo documental, como si hubiera múltiples cortes y proyectos detrás de la edición de la película: pensamientos posteriores o rebeliones sutiles en contra de un proyecto utilitario bien definido, es decir, en contra de la retórica obsecuente del género de la obra para recaudar fondos institucionales. Es decir, por un lado, se adscribe a un discurso burocrático y mercantilista que tiene que dar evidencia concreta de los “beneficios” urbanísticos y comunitarios de tal proyecto, y por otro lado a una visión “redentora” de la expresividad creativa de los jóvenes. Por lo tanto, como obra, Film Club se sitúa en algún lugar entre las obligaciones de los géneros profesionales y las tendencias más libremente expresivas del aficionado.
El amateur en desplazamiento
Este énfasis en la expresión amateur en Film Club tiene múltiples linajes, generando puentes entre el Norte y el Sur; y en particular entre Nueva York y Santiago de Chile. Los objetivos y la hibridez del cine amateur—cuyos manifiestos inaugurales se enunciarán recién sólo unos años antes de que Jaime Barrios dejó Chile para Estados Unidos—, atraviesan la obra personal y profesional de Barrios una década más tarde en Nueva York. En 1959 en Nueva York, Maya Deren publicó su manifiesto “Aficionado vs. profesional” (2014), exaltando la libertad del aficionado frente a los intereses económicos, obligaciones y normas del cineasta profesional de la industria: “En lugar de tratar de inventar un plot que mueva, usa el movimiento o el viento, o el agua, los niños, la gente, ascensores, pelotas, etc., como un poema podría celebrar estos. Y usa tu libertad para experimentar con ideas visuales; tus errores no harán que te despidan” (p. 46). El cineasta aficionado no era responsable ante nadie más que sí mismo, como subrayó Deren en la etimología del término con el que comienza el ensayo, “del latín ‘aficionado’ – ‘amante’ significa alguien que hace algo por el amor de la cosa más bien que por razones económicas o por necesidad” (p. 44). El manifiesto se encuentra con el proyecto de la YFF en su énfasis en la experimentación y en el 16mm, además en la figura de Hella Hammid, una de las fotógrafas de la YFF, pero también la camerógrafa-colaboradora de Maya Deren en At Land (1944), Ritual in Transfigured Time (1945), y A Study in Choreography for the Camera (1945). Los registros fotográficos de Hammid de los cineastas de la YFF de finales de los años sesenta—como los del fotógrafo chileno Marcelo Montealegre en el manual de The Young Filmmakers (1969) (ver la entrevista de Julio Ramos a Marcelo Montealegre en este Dossier)—aparecen en A Guide for Film Teachers to Filmmaking by Teenagers (1968) de Rodger Larson, entre otros materiales promocionales. Las fotos de Hammid, pasando por el manifiesto de Deren, dejan una marca de esta vanguardia histórica y sus sensibilidades, a la vez que una década después estas fotografías ceden a nuevos regímenes de creación en su carácter promocional.
Deren estaba lejos de estar sola en este llamado a las armas. Si Hans Stange y Claudio Salinas (2008) ubican la importancia del Centro de Cine Experimental (CCE) (1957-1973) afiliado con la Universidad de Chile—en su papel fundacional en el género del documental y como antecedente del llamado Nuevo Cine Chileno de los años sesenta, también podemos leer el CCE a partir de su compromiso con ciertas vertientes del cine “amateur”. Sumándose al manifiesto de Deren, aunque, como las fotos de Hammid, insertándose en protocolos institucionales y calculativos (como las “trabas aduaneras” y las “dificultades técnicas de laboratorio”), el CCE—fundado en julio de 1957 por el cineasta Sergio Bravo, junto a Pedro Chaskel,2Para un análisis de los desencuentros entre la Cineteca y la figura de Barrios, ver el artículo de Julio Ramos en este Dossier “Homenaje a Nicanor Parra (1968) de Jaime Barrios: Cine, experimentación y política” donde Ramos, lee un punto de tensión en la figura de Barrios y su obra desde el cual se puede vislumbrar las futuras exclusiones históricas del canon (y del archivo) cinematográfico latinoamericano a partir de una proyección de Homenaje a Nicanor Parra, en la Cineteca de la Universidad de Chile en 1968, y otra visita en 1970. Para reflexiones de Chaskel sobre su futura coloboración con Barrios y Gastón Ancelovici en el documental Neruda en el corazón (1993), ver la entrevista a Chaskel de Sebastián Figueroa también en este Dossier Enrique Rodríguez y René Kocher—hizo pronunciamientos afines en Chile apenas un año antes del manifiesto de Deren en 1958. Con este propósito, en la Revista Ercilla, en un artículo titulado “Nació como hobby: Cine experimental” (1958), la revista presentó un perfil institucional del CCE, colocando la producción del Centro entre el amateurismo y el profesionalismo con el anglicismo “hobby”.3Sus participantes recibieron un “espacio físico para instalar los talleres” y fondos para “la compra de película virgen y el pago de los revelados de los negativos” (Salinas y Stange, 2008, p. 36), pero no derivaron salarios de su quehacer cinematográfico Los participantes del CCE, según Ercilla, tenían profesiones que iban desde “químico industrial, técnico metalúrgico, ex empleado bancario y escritor, hasta funcionario municipal y guitarrista”, mientras que su producción cinematográfica se mantenía en un espacio no remunerado. Las primeras producciones de estos aficionados documentaron escenas inéditas de la Antártida, un humilde “tejedor de mimbre” de Quinta Normal, entre otras imágenes poco usuales para los parámetros de producción audiovisual de la época. Entre sus rasgos fundacionales se destaca el potencial democratizante del formato 16mm. Sergio Bravo le cuenta al reportero:
–Queremos hacer cine experimental en 16 milímetros. Ese es el formato cultural y universitario del cine. Estas películas también están sujetas a trabas aduaneras, mucho menores que las comerciales de 35 mm, y permiten un intercambio mucho mayor.
Los films que se usan para la televisión también son del formato de 16mm.
Actualmente aún existen muchas dificultades técnicas de laboratorio para películas en 16mm., especialmente en la sincronización del sonido. Pero a medida que aquí trabaje más gente en este formato, será más fácil solucionarlas.
Tal como anuncia Bravo, al ser un formato más económico que el 35mm, y también por ser el formato de la televisión, el 16mm conllevaba la fantasía de una audiencia de masas y también de la libertad en la creación, asociándose así al formato 16mm, en distintos contextos nacionales, sociales e institucionales a una expectativa democratizante y a la experimentación.
Por esta misma hibridez, los legados de la producción de películas en 16 mm, como ha explorado David E. James (2005), han compartido una frontera porosa no sólo con la vanguardia sino con modelos documentales y de la industria en igual medida de índole tan diversa que resulta difícil agruparlos en una narrativa unificadora de formato. De todos modos, durante décadas, un aspecto común a toda la producción en 16 mm fue la percepción de que se trataba de un formato no duradero y no archivístico. Percepción que dejó en un relativo olvido tanto a Film Club, a las películas estudiantiles de la época, y muchas otras obras del movimiento aficionado—llevando a José Miguel Palacios en este Dossier a llamar Film Club una “película huérfana” siguiendo al modo en que la define Dan Streible. Sin embargo, se puede argumentar que la percepción del sustrato de 16mm se ha transformado en las dos últimas décadas hasta lograr ser considerado un “documento” y un “artefacto”—como lo han señalado Patricia Zimmermann (1995), Elena Rossi-Snook (2005), y Skip Elsheimer y Kimberly Pifer (2012), desde distintas disciplinas y coordenadas institucionales. “Este movimiento crítico se ha afianzado a través del creciente interés en la llamada arqueología de los medios. Propulsado en la metodología de críticos tales como Siegfried Zielinski, Erkki Huhtamo, Thomas Elsaesser, y Friedrich Kittler, y, debatiblemente, en las investigaciones de Arlindo Machado y Jorge Laferla, aquellos críticos han recogido las tecnologías “obsoletas” como senderos alternativos de la formación de la imagen y del sujeto. En el análisis de Jussi Parikka (2017) y Maya Strauven (2013), este movimiento parte desde las indagaciones en el pre-cine de la Nueva Historia del Cine de los años 80 que a su vez se vio influenciado por los rescates archivísticos del cine experimental y documentalístico de los años 70 y 80, incluyendo, por ejemplo, Tom, Tom, The Piper’s Son (1969) de Ken Jacobs, o, extendiendo las reflexiones de Parikka hacia lo latinoamericano (y lo chileno), Los puños frente al canon (1972-1975) de Gastón Ancelovic y Orlando Lübbert.”
La incorporación de la Young Filmmakers Foundation Collection en la Biblioteca Pública de Nueva York forma parte de este cambio más amplio en la forma en que las instituciones de archivo y las disciplinas comprenden la producción analógica y de aficionados. Al mismo tiempo que los proyectos de digitalización se convirtieron en una norma institucional —un doble movimiento que también vemos en otras historias materiales (cultura de la imprenta, entre ellas)—las pérdidas y ganancias del digital han llevado a una mayor visibilidad del pasado analógico. En la década del noventa, Patricia Zimmermann comparó el destino de la historia del cine aficionado con “el basurero de los estudios cinematográficos y culturales” (1995, p. XV), al proponer “recuperar” estos materiales, reinsertándolos y reevaluándolos como un problema académico en su estudio pionero Reel Families. Colocando el cine de aficionado de 16mm en el cruce entre lo disciplinario, lo doméstico y el mercado (1995, p. IX), Zimmermann inscribió la producción fílmica de aficionados en el mapa de los estudios cinemáticos y de los estudios culturales, al mismo tiempo que detectó un cambio en el capital institucional de la producción cinematográfica amateur, históricamente marginada en la historia del cine comercial o de vanguardias.
Por más que los años noventa representan un punto de inflexión en su evaluación, el cine de aficionado siempre ha experimentado migraciones entre espacios, usos y ámbitos de recepción. Como David E. James ha propuesto, “el concepto de cine de aficionado ha sido reformulado sin cesar y diversamente afiliado o definido contra términos adyacentes, incluyendo películas personales, películas caseras, la vanguardia o la película de arte, la película estudiantil, el documental e incluso la propia película industrial” (2005, p.138). Algunos ejemplos emblemáticos muestran el desplazamiento entre géneros, regímenes de exposición y/o medios. El registro de Abraham Zapruder en una cámara de Bell & Howell de 8mm en color del asesinato de John F. Kennedy, por ejemplo, se ha sometido a innumerables asignaciones, desde las fotografías publicadas en la revista Life la semana siguiente al asesinato, hasta la película de vanguardia de cine encontrado Report (1967) de Bruce Conner y, más tarde, como ha analizado Patricia Mellencamp (1998), la recreación y la re-apropiación de la película de Zupruder desde una copia pirata de parte de los colectivos Ant Farm y T.R Uthco en The Eternal Frame (1975).4 Aquí agradezco a Adam Hyman y su programa en Los Angeles Filmforum, Art from Assassination: 52 Years after JFK (2015) Las películas educativas de 16mm en proyectos como los A / V Geeks de Skip Elsheimer se han convertido en piezas de performance, mientras que los videos amateurs de YouTube se han convertido en objetos de museo. Este efecto se ha multiplicado exponencialmente con la potencia reproductiva del video y de los formatos de reproducción digital. Tal es el caso de la repercusión de la grabación de la golpiza policial a Rodney King en la grabación de vídeo de George Holliday en 1991, que se proyectó inicialmente en las cortes y los noticieros, hasta llegar a la Bienal de Whitney de 1993 con una igual insistencia visual, pero con mayor velocidad (James, 2005, p.139; Rascaroli, Young, Monahan, 2014, p. 2).
Algunas películas poseen una sorprendente multiplicidad genérica incluso dentro del propio evento cinematográfico. Sólo un par de años después del manifiesto de Maya Deren y de la entrevista de Sergio Bravo en Ercilla, Children Make Movies (1961) de DeeDee Halleck (2005), un proyecto de películas infantiles, realizado por $88 con un par de rollos de película sobrante en el Lillian Wald Settlement en Manhattan, al proyectarse en el Charles Theater sobre la Avenida B, junto a obras de Ken Jacobs, Len Lye, Stan Venderbeek, Ron Rice, and Kenneth Anger, se convirtió en una “película de culto” (p. 1) entre la vanguardia de Nueva York, representando la unión de McLaren y la animación experimental, las películas estudiantiles de aficionados y las películas de educación. Film Club— propuesta de recaudación fondos del cine amateur, pero también compendio y defensa de aquel—puede ser entendido como un documento igualmente flexible y fluido; para ser re-apropiado por una audiencia, un editor, o una tecnología en busca de un acento o una textura de época.
Recortes y re-encuadres entre 1968 y 2004
La lenta restauración, todavía en proceso, de las películas estudiantiles en la Biblioteca Pública de Nueva York ha coincidido con su lenta reactivación en el circuito de festivales 5En 2000, F/V Arts realizó una restauración de Film Club con el apoyo del National Film Preservation Fund (NFPF). En 2005, en el Festival de Cine de Tribeca, se proyectaron 10 películas de estudiantes de impresiones de preservación de 16 mm de la Young Filmmakers Foundation Collection junto a una versión digital de 12 minutos de Film Club en un programa titulado “Realizadores Jóvenes Redescubiertos (1964-1974)” (“Young Filmmakers Rediscovered (1964-1974)”). Se incluyeron varias películas estudiantiles en 16mm: Ellis Island (1974), por Steve Siegel y Phil Buehler, Sides (1970), por Orinne Takagi, Superbug (1972), por Anthony Joseph, A Memory of John Earl (1967), por John Earl McFadden, Bubby (1965), por Murray Kramer; Just One Stop (1971), por Scott Morris, Your Closest Neighbors (1971), por Anthony Chauncey, Museum Hero (1968), por Alfonso Sánchez. En 2011, el festival Punto de Vista proyectó Film Club, junto con ocho películas estudiantiles con algunos solapamientos con el programa de Tribeca bajo el mismo título: incluyendo The Museum Hero, The End, por Alfonso Sánchez Jr, A Memory of John Earl, John Earl McFadden, Bubby, por Murray Kramer; con los agregados de America’s Best (1971) y Young Braves (1968), por Michael Jacobsohn, The Glue Sniffer (1968), por Willie Torres, y The Potheads in Let’s Get Nice (1969), por Alfonso Sánchez. En las notas del programa de Punto de Vista, The Museum Hero se compara con Bande à part de Jean-Luc Godard; The End con “Una joya del cine de vanguardia de los años sesenta.”
El cineasta y curador del programa, Gabe Klinger (2011), en una entrevista con Punto de Vista comparó las películas estudiantiles con las del cineasta francés Jean Vigo en la década de 1920 en Francia, al mismo tiempo que las colocó en compañía de cineastas del underground que frecuentaban el Bowery de Nueva York, tales como Andy Warhol y Shirley Clarke. Simultáneamente enfatizando la naturaleza cruda y sin filtro de las películas, Klinger construye una nueva recepción, en la que enfatiza que las películas fueron creadas intuitivamente, “puras”. “Ninguna de estas películas se realizó como un pronunciamiento artístico completamente formado”, insistió Klinger, sino que se concibieron fuera de las lógicas de las “escuelas de cine” y fuera del “mercado”. Klinger cita el caso de Alfonso Sánchez, cuya película The Potheads in Let’s Get Nice, según Klinger se filma en sus “primeros cien pies de película”, desde una azotea, monumentalizando el paisaje del Lower East Side y el micromundo de fantasía del joven cineasta. El club de cine retratado en las películas estudiantiles y en Film Club ya no existe, ni tampoco el Lower East Side, tal como se representó en 1968; el famoso manual de Young Filmmakers publicado por Rodger Larson en 1969, que según Klinger originalmente le inspiró para realizar el programa, está agotado. Estas ausencias les prestan a los materiales no sólo una distancia, sino también también una densidad histórica.
Klinger termina su entrevista con una breve reflexión sobre el cine y la historia. “El papel principal de un festival de cine es recuperar la memoria y es un diálogo con la historia”; “Esas son nuestras vidas. Eso es lo que estamos haciendo constantemente. Estamos interactuando con la historia y el pasado”. Al realizar esta reflexión, Klinger se inserta a sí mismo y a Film Club en una tradición historiográfica del cine amateur en que se “interroga la función del archivo en sí como una máquina de selección” (Zimmerman, 2007, p. 2). Como señala Zimmerman, “El cine amateur provee un punto de acceso vital para la historiografía académica en su trayectoria desde la historia oficial hasta las prácticas múltiples y jaspeadas de la memoria popular, una concretización de la memoria en los artefactos que pueden ser removilizados, recontextualizados y ranimados” (Zimmerman, 2007, p. 1). Sin embargo, ¿cómo interactúan específicamente estas películas con la “historia”, la “memoria” y el “pasado”? ¿Cómo atraviesan la historia, la memoria o incluso el mito la naturaleza física del cine, su recepción y sus revalorizaciones estéticas? ¿Cómo se potencian la “movilización”, la “recontextualización” y la “reanimación”?
A pesar de las proyecciones en los años sesenta en el Festival de Cine de Nueva York y en el Robert Flaherty Film Seminar, el papel de Klinger en el proyecto y los treinta y cinco años que separan la producción inicial de Film Club y su reedición, en muchos sentidos reinventan la colocación estética del documental de Barrios y de las películas estudiantiles de los años sesenta que el documental resume y que lo acompañaron en Tribeca y Punto de Vista. Las películas estudiantiles, en particular, se vuelven artefactos por el desplazamiento del tiempo y por la nueva era histórica en la que se encuentran, los cuales pacifican la urgencia, domesticando y sentimentalizando su jocosidad oscura. Las referencias—en ese entonces actuales, ahora nostálgicas—a la guerra de Vietnam, a The Beatles y a las bandas sonoras del boogaloo, se perciben a través de la lente de la distancia temporal, mientras las películas entran en un ámbito estético más claramente delineado. Se podría argumentar que se inscriben en lo que Susan Sontag (1996) ha llamado “el bucolismo urbano” en este caso, no exactamente lo camp, pero sí una visión condicionada por una distancia estética, en la que el espectador contemporáneo “ve todo entre comillas. No será una lámpara, sino una ‘lámpara’; no una mujer, sino una ‘mujer’” (p. 360). Esta autoconciencia interpretativa del espectador se liga con las nuevas afiliaciones estéticas que les asigna Klinger a las películas. El programa de Klinger desplaza la recepción del proyecto comunitario juvenil hacia una vanguardia que ha retomado (o retenido) las cámaras analógicas de los años sesenta como un gesto tanto elitista como crítico hacia las temporalidades tecnológicas (una vanguardia de la que Klinger forma parte, por ejemplo, en su película Porto (2016) realizada en Super 8, 16mm, y 35mm), haciéndole homenaje a una vanguardia consagrada incluyendo a Jonas Mekas, Stan Brakhage y Shirley Clarke; así como la Nueva ola francesa de los años sesenta.
La re-edición de 12 minutos de Film Club realizada por Michael Jacobsohn en 2004, además de las dos películas de Jacobsohn, Young Braves y America’s Best, incluidas en el programa de Punto de Vista, se suman a esta reescritura epocal. Un ex estudiante de Bruce Spiegel en Movie Club, otro club de la Foundation, Jocobsohn, en ese entonces jubilado, había sido uno de los pocos estudiantes del programa que se insertó en la industria cinematográfica, ganando la vida como editor de ABC. Young Braves, un corto en blanco y negro de 9 minutos, proyectado en los años 60 en Sorrento, MoMA, “CINEPROBE”, además del Festival de Cine Comunitario de Washington Square, parece ser casi coreografiado, mientras unos jóvenes puertorriqueños corretean por las calles de el Lower East Side y el Settlement House al ritmo de Ray Barretto, Willy Colón y Joe Bataan, en discos todos lanzados en 1968, el mismo año del rodaje de los cortos. America’s Best enmarca un debate entre un joven puertorriqueño en camino a Vietnam y un compañero judío en contra de la guerra. Su burla, jugando con un ir y venir entre el inglés y el español, referencias a La Prensa, El Diario y a Muñoz Marín, ya no conserva la capacidad de persuasión que marcó sus líneas en su recepción original. Existe en cambio en una distancia temporal y con una relevancia moral templada. Sin embargo, la extrañeza del encuadre, atravesado por un pelo en la lente, de alguna manera nos devuelve a la prisa, la juventud y la presencia del día en que se realizó.
Respecto de Film Club en sí, el desplazamiento en la recepción no es sólo cuestión de tiempo, sino que también se debe a la estructura del propio documental y a la libertad que ese tiempo le presta a la reedición de Jacobsohn. En esta reedición de Film Club el documental fue digitalizado y luego cortado por la mitad, de 28 a 12 minutos desde una copia en VHS almacenada en la oficina de Film/Video Arts en Nueva York (Jacobsohn 2016). Mientras que el corte original de Film Club comenzó con el testimonio del joven voluntario y luego una voz en off sobre la fachada de Film Club, la reedición de Jacobsohn comienza al contrario con la fachada del Film Club, sin la voz en off didáctica que le acompañó originalmente. Se reconstruye como una lúdica escena callejera con la ayuda de la pista sonora alegre de “Life of the Party”. Los testimonios más ásperos de los estudiantes—incluyendo la secuencia introductoria con la que empezamos—son recortados o eliminados. Rodger Larson sí se incluye, en el nuevo corte, hablando de “vender” el proyecto con una camisa de cuello a rayas. Sin embargo, se elimina a Murray Ortof, el burócrata de traje y corbata del escritorio atestado de papeles hablando del “deterioro urbano”. Las voces en off se desplazan y se reordenan a través de nuevas imágenes; cambiando la sincronía del sonido-imagen del corte original y, por lo tanto, la correspondencia visual con la narración instructiva del documental. Tres breves cameos de Jaime se reducen a uno.
No hace falta aclarar que el término “redescubrimiento” del título del programa de Klinger es un concepto flexible —como lo es el concepto de la versión definitiva o de la copia definitiva—independientemente en qué disciplina académica se encuentre. Como ha elaborado elocuentemente la historiadora de cine Jacqueline Stewart (2011), respecto de la “narrativa de descubrimiento” tan presente (y problemático) en el archivo cinematográfico, “el significado de una película no es intrínseco, ni singular, sino construido y múltiple, y no es fijo sino que está en evolución, mientras los archivistas, investigadores y una multitud de espectadores y comentadores dejan sus propios trazos interpretativos”—así desplegando líneas de fuerza definidas por marcas económicas, raciales, de género y de políticas institucionales.
La mayoría de las películas se someten a cortes y versiones similares a los de Film Club, tanto intencionales como no, a medida que se mueven a través de los giros complejos de sus vidas cinematográficas e institucionales. Se superponen por intertítulos o subtítulos en varios idiomas, pierden y ganan rollos, se abrevian, se entienden o se censuran, recomponiendo así la edición “original” para cada audiencia y circuito de distribución. Las longitudes y formatos pueden ser tan variables como las impresiones o archivos mismos, desestabilizando la noción de duración y de la uniformidad física de una obra. Una historia, tal vez, apócrifa contada por el crítico de cine David Robinson es un recordatorio punzante. Recontando la técnica de reducir el espacio en un archivo, cuyo nombre no revela, Robinson escribió: “El criterio de los archivistas para deshacerse de sus copias duplicadas fue medir las diferentes copias de cada película y retener sólo la más larga” (XI). Indicando no sólo las técnicas de almacenamiento de películas, a veces menos que sensatas, sino también la variabilidad y multiplicidad de longitudes de las impresiones de una obra dada, así como la prescindibilidad de versiones aparentemente superfluas que pueden o no haber sido el corte “final”.
Pero, por más azorosas que parezcan estas decisiones, muchos de estos cortes y marcas sí representan decisiones y tomas de posición respecto del archivo, un atributo que se manifiesta en el corte de Jacobsohn y en la recuperación más amplia de Film Club en sí. Los recortes de Jacobsohn “cortaron” las referencias a la burocracia entremezcladas en Film Club; Jacobsohn “reduce” los momentos en que se hacen más claras las pretensiones burocráticas y de recaudación de fondos del documental: lo que podríamos llamar “Lo que hoy vamos a discutir” de la voz en off del corte original. El resultado de este corte es un registro predominantemente rítmico de Film Club, una economía de la imagen que extirpa el interés económico. En el caso de Film Club, se convirtió en un objeto “estético”—y incluso de autor—mediante un borrado o supresión de su origen burocrático. Esta reedición de 2004 de Film Club —digital, pasando por video, y aún con las marcas ‘arqueológicas’ del 16mm—es un ejemplo de una de las maneras en que re-montamos los objetos históricos, así como las maneras en que se reconstruye la historia estética y los objetos estéticos se reubican, se traducen, y se traspasan: en otras palabras, qué escenas, tonos, ritmos y lógicas narrativas mantienen su relevancia en distintas coyunturas históricas y cómo los editores, los públicos, medios y los críticos definen estas variaciones en igual medida que el público original de la película definió proyectivamente su edición original, los formatos en los que se filmara y se circulara, y los archivos personales y colectivos en los que se resguardaban.
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