1.
Se escribe por error. Sin querer. Se escribe siempre y sobre todo por las razones equivocadas: el amor catódico a la detective Stella Gibson y la interpretación gloriosa de Gillian Anderson, que perforó mi retina y mi cuerpo adolescente en un contexto alienígena plagado de cintas VHS.
2.
Se escribe fascinado por un cúmulo de despropósitos: una mujer empaquetada en un tópico soportable que se vuelve insoportable al contacto con su perfecto adversario. La mujer depredadora, inteligente, muy inteligente, extremadamente inteligente. Una mujer poderosa con tacones de aguja. Una mujer tremenda fabricada para el ojo masculino que mataría por encontrar a un competidor intelectual. Una mujer irresistible sin trabas morales, sin límites sexuales. Una mujer que no tiembla y que, como dice Aristóteles citando a Platón, ha aprendido a gozar y a sufrir como es debido.
3.
¿Por qué son todos tan guapos en The Fall (Jakob Verbruggen, 2013; Allan Cubitt, 2014)? Me carga la gente guapa. Las víctimas son guapas. El asesino espléndido. La detective cañón. La forense va en moto con chupa de cuero y, cuando aparece por primera vez en nuestras pantallas, su larga melena bruna de ascendencia indo-irania brota del casco blanco cual torrente natural. ¿Por qué, maldita sea? Me quedo con ganas de sentarme a cenar con una mujer gorda próxima a la jubilación. De cenar solo, quiero decir, mirando un policial en el que no imperen esquemas estéticos y narrativos tan obvios en su lógica de oposición. Me quedo con ganas de la abuela policía de Happy Valley, cansada, ajada por la vida y el trabajo, el dolor de la pérdida incrustado en sus patas de gallo y sus ojeras, en su papada y en su cuerpo viejo. La abuela me deja pensar. Comprendo más cosas. Asisto a una historia familiar. Contextualizo el crimen en un entorno social muy concreto, asfixiante. The Fall no me deja pensar. The Fall me arrastra al corazón de las tinieblas. Me lleva de caza y me fascina, pero me impide pensar porque buena parte del guión está concebido como una exposición contrastada de figuras irresistibles: un asesino sereno, guapo e intelectualmente brillante que selecciona a sus víctimas como un depredador escondido en la maleza. Mujeres jóvenes, exitosas y cultivadas. Mujeres de cabello oscuro a las que estudia y merodea (spector) para, finalmente, someter en sus casas a una muerte lenta y brutal por estrangulamiento. Las mata con sus propias manos. Después, con las mismas manos, las baña y las viste. Les pinta las uñas. Decora la escena para un cadáver hermoso, construye escenario y toma fotografías. Retrata mujeres muertas. Roba su ropa interior. Corta mechones de pelo. Escribe un diario del infierno. Dibuja. Es un artista. Un asesino cruel y un artista. Un filósofo brutal cuyo personaje se abre, además, al contraste interior que articula lo que para muchos es el gran logro de esta serie y para otros, en cambio, su eterna condena al limbo del guionista bienintencionado: el asesino es un excelente padre de familia que se desempeña como consultor psicológico en casos de duelo.
Frente al filósofo depredador, una mujer gélida y ardiente concebida como la negación de toda víctima, la némesis del hombre brutal que persigue al asesino como las furias al viejo Orestes. Al final de las dos primeras temporadas, cuando Spector es derribado de un balazo, da la impresión de que Stella pierde al único hombre al que ha querido verdaderamente poseer en toda su vida. Quizás exagero, pero no importa. Lo que importa es la congelación del pensamiento frente a relatos audiovisuales obsesionados con la fascinación del espectador. La música, por ejemplo. Envolvente. Turbia. Una música sacada de la pesadilla del mundo, como diría Simón Soto, o de las puertas del infierno, como diría Valenzuela (y lo diría en latín), una música que emerge desde el lugar más oscuro del cuerpo invisible de un asesino brutal parco en palabras. La música de la cacería. Una música que la presa no escucha y que, sin embargo, anuncia su despedazamiento inminente.
4.
The Fall impide pensar. Esta es la tesis. Paradójicamente, una serie concebida como crítica social a la violencia de género y al machismo imperante en las sociedades modernas se convierte, bellísima, en un flujo fascinante de imposibilidades teóricas. Un lugar imposible para la teoría por cuanto, repito, el guión se articula en torno al contraste de figuras irresistibles enlazadas en una danza erótica y macabra. Pero, ante todo, porque la serie es incapaz de escapar al castigo de su propio hechizo: el hechizo de la muerte y del sufrimiento ajeno convertido en objeto de consumo mediante la seducción compulsiva de la imagen, el ritmo y la espera. La imagen ritmada de la muerte y la depredación por venir. Ese ritmo hipnótico del relato impide al espectador establecer una distancia mínimamente reflexiva con el mapa afectivo y macabro en que habitan el cazador y sus presas. Después de la primera hora y media, el espectador ya se ha convertido en un vampiro. Y el vampiro, por definición, solo quiere seguir queriendo. El vigilante que contempla The Fall desde el sofá de su casa retrocede en el tiempo hasta la infancia devoradora de la humanidad, la era imposible en la que el animal descubre la carne viva de su víctima:
“La muerte fue primero un bulto, que excitaba el hambre. Los accidentes de la naturaleza le recuerdan a la humanidad el accidente de su naturaleza, los restos apasionantes de la cacería, las huellas de la presa: las fauces abiertas de las fieras. Tal como la muerte es el testimonio apasionante de una antigua vida devoradora. Tal como la muerte es la fiera” (Quignard, 2006, pp. 33-34).
La sofisticación de ese depredador bifronte (él/ella, relato/espectador, asesino/detective, crimen/justicia, crimen/venganza/, delito/castigo, infinito/límite) y la extremada simplificación de los dos personajes convierte la narración audiovisual en un coto de caza o en una llanura prehistórica: Belfast se transforma en el lugar del deseo vampírico del espectador, espacio urbano de legitimación en que la cacería puede (y debe) tener lugar. ¿Qué desea quien mira The Fall? ¿Qué ansía el espectador? ¿Qué es lo que todos queremos mientras nos sentamos a observar un relato policial articulado en torno a las conexiones entre la jauría humana –encarnada en un psicópata sexual– y el deseo inconfesable de presenciar un crimen?:
“La narración, me decía él, es un arte de vigilantes, siempre están queriendo que la gente cuente sus secretos, cante a los sospechosos, cuente de sus amigos, de sus hermanos. Entonces, decía él, la policía y la denominada justicia han hecho más por el avance del arte del relato que todos los escritores a lo largo de la historia… la televisión sólo refleja el pensamiento de quienes la ven. Sólo se filma y se transmite el pensar de la gente que voluntariamente se dispone a mirar lo que piensa” (Piglia, 2010, p. 142).
La narración es un arte de vigilantes, una práctica extrema de espionaje y, por tanto, una estrategia de intromisión radical en la intimidad del otro: “¿Y qué hay más íntimo que quitarle la vida a otro?”, se pregunta Stella Gibson al comienzo de la investigación. Spector mata mujeres para convertir sus cuerpos muertos en una obra de arte pornográfico. Algo que seguir mirando y recordando. Algo que vuelva a traer el recuerdo del Gran Vouyeur, la memoria de un Dios que, al menos en Occidente, siempre ha operado como único testigo de lo impresenciable. El deseo que anima los actos brutales de este hombre que escupe sobre las reglas de los hombres no es otro que el de asistir de manera radical a un momento de máxima intimidad, al momento último e incomunicable en que el otro pierde la vida. Registrarlo para seguir mirando. Un deseo, creo, similar al que anima al espectador o al lector del relato policial: contemplar lo que no se ve. Mirar lo que no se debe, cuando nadie está y donde nadie habita.
Si aceptamos la hipótesis de que la narrativa del crimen es un homenaje soterrado y perverso al universo imposible de la intimidad y que el espectador es una función de la televisión, entonces me atrevo a decir que ese sujeto plural estandarizado que mira y consume –tú, yo, nosotros– simplemente desea que la caza continúe. Que el horror avance. Que el animal siga acechando y matando a sus víctimas para que ella –Stella, Hécuba destronada– pueda acorralarlo poco a poco. Peligrosamente, de un modo casi literal, el espectador se aproxima al personaje: “El dolor de los otros me da placer”, le dice Spector a la niña Di Benedetto. “¿También el mío?”, pregunta ella. “Sobre todo el tuyo”.
5.
Se escribe para defender a Nietzsche. Eso está claro. “Cristalino”, como diría Jack Nicholson. Se escribe para salvar a Nietzsche de la cómoda reducción de una propuesta teórica potencialmente devastadora al universo de la camiseta y el tatuaje. Nietzsche aparece un par de veces a lo largo de las dos temporadas al amparo de la sugerencia infantil de que el asesino es una suerte de seguidor lúcido del pensador alemán y de algunas de sus principales doctrinas. Algo así como un Übermensch a la altura de donarse a sí mismo su propia tabla de valores, como muestra el careo entre ambos protagonistas. Evidentemente, esto una chorrada. Es cierto que Nietzsche representa una pieza clave y muy sugerente para comprender el ángulo más perverso e interesante de la serie. Pero ese Nietzsche, creo, ha sido sistemáticamente ignorado por Allan Cubitt. Cubitt prefiere al Nietzsche de slogan con los bolsillos llenos de citas y estrellas danzarinas y se olvida del gran Tucholsky –“dime que necesitas y te daré una frase de Nietzsche”–. Nietzsche es fundamental en esta serie, pero por otras razones. Y esas razones son las que me interesa evidenciar al hilo de una propuesta audiovisual que, más allá de la violencia de género y las relaciones de fuerza y crimen entre dos sexos, se enfrenta con el problema de la crueldad como fundamento de toda cultura. El espectáculo de la crueldad. The Fall reflexiona sobre las conexiones entre el placer y el sufrimiento: el placer estético y criminal que produce el sufrimiento del otro. Y ahí reside su grandeza y su peculiar contradicción performativa, perversa como perversa es toda forma audiovisual de crítica al universo de la imagen en movimiento.
En el Segundo Tratado de su Genealogía de la Moral, Nietzsche propone una hipótesis demoledora sobre la culpa y la mala conciencia. En última instancia, afirma, el remordimiento no es sino el resultado de la interiorización de un instinto elemental e inextinguible en la especie humana: la crueldad. El deseo de infligir daño a otro y el placer derivado de su contemplación (dirigido contra uno mismo en el caso de la mala conciencia). Un instinto que se expresa con claridad en la convicción que atraviesa el derecho penal de todas las épocas y de acuerdo con la cual existe una equivalencia entre el perjuicio y el dolor: “todo perjuicio tiene en alguna parte su equivalente y puede ser realmente compensado, aunque sea con un dolor del causante del perjuicio” (2011, p.92). Pensemos en Los Soprano, Good Fellas (Martin Scorsese, 1990), Boardwalk Empire. Pensemos en cualquier relato mafioso en el que aparezcan ‘cobradores’ a sueldo, matones encargados de recolectar dinero, saldar las deudas, reclamar la pasta y amedrentar. Si el pago no se produce a tiempo, la consecuencia es el dolor físico en el cuerpo del deudor o de sus familiares. Los matones te parten las piernas y en ese dolor, en esa paliza brutal encuentran el pago que se les debe. ¿Cómo es posible –pregunta Nietzsche– que exista una identidad de fondo una equivalencia mística entre la deuda económica y el dolor físico? Sencillo: el dolor del otro produce placer en quien lo inflige y lo contempla y, por tanto, compensa al perjudicado:
“Aclarémonos la lógica de toda esta forma de compensación: es bastante extraña. La equivalencia viene dada por el hecho de que, en lugar de una ventaja directamente equilibrada con el perjuicio (es decir, en lugar de una compensación en dinero, tierra, posesiones de alguna especie), al acreedor se le concede, como restitución y compensación, una especie de sentimiento de bienestar, –el sentimiento de bienestar del hombre al que le es lícito descargar su poder, sin ningún escrúpulo, sobre un impotente–. La compensación consiste, pues, en una remisión y un derecho a la crueldad” (Nietzsche, 2011, 94).
Una crueldad que, en clave genealógica, alberga un componente estético indeleble por cuanto la compensación exige no solo del dolor ajeno, sino de la contemplación del mismo en cuanto representación y fuente de goce (caso ejemplar de las ejecuciones en E.E.U.U en las que los familiares de las víctimas asisten al deceso del criminal). En otras palabras, el sufrimiento del transgresor se convierte en goce del transgredido, que presencia el espectáculo del dolor como quien asiste a una fiesta: “Ver sufrir produce bienestar; hacer sufrir, más bienestar todavía –esta es una tesis dura, pero es un axioma antiguo, poderoso, humano– demasiado humano… Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más antigua, la más larga historia del hombre-¡y también en la pena hay muchos elementos festivos!” (Nietzsche, 2011, p. 96-7).
Llevada al extremo, esta hipótesis genealógica implica que el espectáculo del crimen se haya convertido históricamente en instrumento de justificación de la existencia. En efecto, no hay otro modo de dotar de sentido, significado y propósito a la cruda existencia que convirtiendo sus ingredientes insoportables (el sufrimiento, el dolor, la angustia, la enfermedad y la muerte) en obras de arte y en piezas de goce, en fuentes de deleite y entretenimiento. Nietzsche comprende que aquello que nos indigna del sufrimiento humano no es su existencia, sino carácter insignificante y su ausencia de sentido. Por ello el hombre de todas las épocas ha interpretado dicho dolor “en relación a los espectadores o a los causantes del mismo” (p. 97) y, con ello, ha inventado al más constante de los vouyeurs, al eterno espectador, al testigo inmortal de las desgracias de los hombres, el dios que también vagabundea en lo oculto, que también ve en lo oscuro y que no se deja escapar fácilmente un espectáculo doloroso interesante. En efecto, con ayuda de tales invenciones la vida consiguió entonces realizar la obra de arte que siempre ha sabido realizar, justificarse a sí misma, justificar su “mal”… “Está justificado todo mal cuya visión es edificante para un dios” (Nietzsche, 2011, pp.99-100).
En el origen (genealógico) de uno de los conceptos morales básicos del Occidente cristiano (culpa, deuda, mala conciencia) reposa, como un dragón, la noción de espectáculo. Y en la de espectáculo, a su vez, la sombra de un Dios que mira con placer el dolor representado en el escenario. El festival sangriento que satisface el impulso humano de crueldad estaría a la base de todo contrato social y, en última instancia, de toda cultura y de todo Estado, por cuanto el Estado garantiza el cumplimiento de las normas y el castigo (espectacular) de su transgresión. Ese es el Nietzsche que merodea en la serie de Allan Cubitt: el que se pregunta por la crueldad como una fuente antigua de placer domesticada por la ley común, pero nunca extinta. Paul Spector reduce la complejidad del cosmos a la longitud de esta pregunta: “¿Es el mundo un lugar de sufrimiento y dolor, de aflicción y desesperación, o es un lugar lleno de alegría, todo dulzura y claridad?” (cap. 4, t.2). Dado el carácter absurdo y voraz de la existencia y la pesadilla de la autoconciencia, el asesino opta por transformar la desesperación en una fuente de placer, en una obra de arte fugaz que le permita convertir el dolor de los otros en motivo de deleite. El mundo es un lugar de sufrimiento, dolor y desesperación y en ello reside, por cierto, el agravio del mundo contra el yo, el delito del cosmos contra el sujeto consciente. El psicópata sexual no es más que un hombre resentido y con sed de venganza (pocas cosas menos nietzscheanas que estas). Venganza contra el agravio de haber nacido ejecutada en el cuerpo de sus semejantes para deleite de sí mismo y también de sus espectadores.
6.
La hipótesis genealógica estalla en la figura de Paul Spector y en su peculiar interpretación del género humano como especie contemplativa y cruel por excelencia. Homo spectans. Hacia el final de la segunda temporada, Stella Gibson debe mirar un video casero rodado por el asesino en el que podemos ver a su víctima (Rose Stagg) –sentada y atada de pies y manos– rogando por su vida, gritando, llorando, babeando, maldiciendo, seduciendo, al borde del colapso nervioso, completamente destrozada, entregada como un animal indefenso a las fauces de las fieras. La detective mira la escena fijamente. Está aterrorizada, fascinada, perpleja, enganchada, incapaz de retirar la vista de un flujo repugnante que parece no detenerse nunca. En ese momento casi extático, el asesino vuelve la cámara hacia sí mismo y se dirige a Stella Gibson, al espectador y al mismísimo teórico de la crueldad en Occidente indignado y violento, como quien descubre a un ser respetable cometiendo un acto vergonzoso:
“What the fuck are you looking at, you fuck shit? What the fuck is wrong with you?”
Pues eso.
Bibliografía
Piglia, Ricardo. (2010) La ciudad ausente. Buenos Aires: Anagrama
Quignard, Pascal. (2006) Retórica especulativa. Buenos Aires: El cuenco de plata.
De los Ríos, I. (2016). The Fall y el espectáculo del crimen, laFuga, 18. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/the-fall-y-el-espectaculo-del-crimen/803