¿Se puede morir con mejor cadáver que el que ha dejado el cine? Como dijo Chris Marker, si había de ser así, al menos que tuviera una muerte honorable. Pero la muerte del cine, incluso la auspiciada por el autor de La Jetée (1963), parece ahora el error de un oráculo confundido por los singulares desarrollos tecnológicos que, a lo largo de los últimos veinte años, han sacudido el planeta.
Ocurrió, aquí y en todas partes, que ya se había vendido, por adelantado, economía virtual, todo el pescado tecnológico. Los años 90 inventaron el futuro: se pensó: el futuro es cuestión de un buen diseño, una buena marca, un buen coche: el futuro es el celular, así, sin más, poder hablarle a la madre de uno esperando el autobús (por otro lado, el mismo cacharro de siempre): ay, el futuro no necesariamente debía ser como Star Wars (George Lucas, 1977), tan sólo llamarse así.
Es en ese contexto que se predican muertes por doquier, una costumbre forjada desde el postestructuralismo, que reúne a su vez el viso agorero de un fin de siglo.
¿Qué estrella cae sin que nadie la mire? [Frase de William Faulkner que encabeza la novela Estrella distante, de Roberto Bolaño.]
Sin embargo, lejos de morir, el cine parece encadenar una renovación tras otra, incluso sin haber resuelto o determinado la consistencia y calidad de las mismas. Es decir, probablemente nos encontramos, en cuanto a cine y experimentación, en el momento más fructífero desde los años setenta.
Una muerte extraña la del cine, porque lo cierto es que está en trances de morirse, según nos confirman todos los datos. Se hacen menos películas y la gente abandona las salas. La presidenta de la Academia del Cine Español acaba cada año su discurso con un alegato en defensa del cine (en concreto, de éste que dicen que es español: yo aún me pregunto qué es ser español), como si su salvación estuviera en nuestras manos y, sobre todo, no fuera algo que en el fondo deseáramos (hay según qué tipo de cine del que no me importa queden las salas vacías y eso va por la práctica totalidad de lo que se hace en este país).
Lo de la muerte del cine es ya un clásico. En parte proviene de una identificación harto curiosa: la del material con su ontología. Como realmente este texto no trata sobre el digital, no ahondaré en el hecho de que lo fílmico como ontología no es algo extinto, sino mutado en un formato diverso que tiene una manera diversa de ser trabajado. Esa confusión es la razón por la cual las Histoire(s) du cinéma (1988-1998) de Godard despiertan un ambiguo doble reflejo. Por un lado las han llorado como testamento fílmico no ya de su autor (que, desde luego, pretende, y lo ha hecho, seguir trabajando) sino del cine en su conjunto. ”Sólo el fin de una época permite enunciar eso que la ha hecho vivir, como si le hiciera falta morir para convertirse en libro”, escribió Michel de Certeau. Por el otro, sin embargo, se atisba con ilusión las posibilidades infinitas del medio en su caminar por los senderos de la narración videográfica. Esa hermosa contradicción en las Histoire(s) du cinéma de Godard representa, a mi entender, la gran contradicción actual del cine, su pecado, su debilidad, que es, al mismo tiempo, su salvación y fortaleza.
En conjunción a ese innombrable del cine que es, todavía, el digital, existen otros aspectos que ayudan a, como mínimo, replantearse la idea de una mortandad cinematográfica, al menos tal y como se esbozó en la época de la concurrencia de los lutos (autor, público y obra).
Si me permiten, daré ahora un pequeño rodeo: estoy dejando de fumar. De entre todos los momentos en los que puedo sentir la ausencia del acto de fumar como algo más triste que un bonito recuerdo, sin duda es el acto de la escritura sobre cine el que peor me lo pone. Pienso en lo emocionalmente ligado que tengo el acto de fumar al de escribir y al de pensar sobre cine. Me acuerdo de Jim Jarmush en Blue in the Face (Wayne Wang & Paul Auster, 1995), hablando de ciertos films americanos en los que se fumaba. Y de Stranger than Paradise (1984): los tres protagonistas fuman mucho y tiran las colillas al suelo.
Pero al mismo tiempo detesto esta cantinela seudomelancólica y moribunda del topo cinefílico, envuelto en humo. El topo cinefílico es un señor con caspa que no soporta la vida a plena luz y da clases de guión en una academia donde se imparten cursos concertados. Su pariente más cercano es el calamar abisal, que vive allá donde la luz no llega, en las profundidades de un viejo teatro reconvertido en viejo cine y luego en viejo parking. No más llantos al tabaco extinto, por favor, que solo me falta darle cuerda al mariachi que todos llevamos dentro y cantarle un rock al whisqui on the rock.
Quiero decir, puedo referir ‘cine’ desde una estética a lo Luis Eduardo Aute (“cine, cine, cine, más cine por favooor”, cantaba lánguido, tan lánguido que dejó de cantar y comenzó una carrera como dibujante lánguido de desnudos femeninos), lo que me supondría, de todas a todas, una especie de harakiri mental. Puedo seguir por ese camino de baldosas nicotinadas y homenajes humeantes al fantasma de Hemingway. Puedo agarrarme a mi mujer, agarrada a su vez a un bolso, y salir de la sala de cine en silencio para dirigirnos en silencio a nuestra casa de puertas grandes y suelo marmóreo, donde nos acostaremos en silencio (en habitaciones separadas, de techos altos). Puedo ser el tipo de espectador que se vanagloria continuamente de haber admirado el spagueti-western cuando todo el mundo lo vilipendiaba. Puedo, por el contrario, trabajar en un videoclub y repasarme las listas de mejores películas de la historia según los géneros, consultables en tantas y tantas páginas de internet, y defender a capa y espada que el gran cine ya no es cosa de viejos como Angelopoulos sino de gente como Zack Snyder… o ser un gran lacaniano y defender la tesis de que en 300 (Zack Snyder, 2006) los gringos eran persas y los árabes espartanos.
Cuestión de gusto. Y de literatura.
Acabo el rodeo.
(En el fondo quería decir que el cine que se muere es el que lleva consigo una cierta tristeza, el que acarrea con los muertos ajenos, con la voluntad de perseverarlos en una falsa vida, tal y como gustó de ver y pensar André Bazin respecto del cine, pero por lo cual nos conduce a una doble pena, un doble luto: se muere ese cine y se lleva con su muerte los muertos que se dejan contemplar por ojos ávidos de recuerdos).
Durante mucho tiempo se ha dado por sentado un único dispositivo de recepción cinematográfica posible. El cine era una palabra que designaba la película en un sentido material, la obra en tanto idea, la copia que se proyectaba y el lugar donde se proyectaba. El ocaso de uno de los aspectos suponía una sensación terminal en el resto. Había, en general, una crítica obsoleta y desarticulada, que se pronunciaba sin cuestionarse en ningún momento forma y contenido. Únicamente transmisora de un ‘saber hacer’, como en los oficios medievales. Recelosa en cambio de los cambios, vaivenes que no controlaba y temía. Y otra crítica afanosa, pero también desarticulada, empeñada en rastrear todo lo que se hacía más allá de unas fronteras físicas, pero carente de medios y de oportunidades.
Todo esto es parte del pasado del cine. De ese que, dicen, ha muerto, o va camino de la tumba.
En esta muerte del cine que al parecer no lo es tanto, o lo es de una forma extraña, decisiva ha sido la creación y desarrollo de un/a cinéfilo joven, capaz de una crítica mucho más arriesgada, no tan formal, al que le son legibles no solo las construcciones fílmicas convencionales sino también toda serie de registros híbridos con el videoarte, el videoclip, la publicidad, el trailer, etc… He preferido desterrar el término cinéfilo, por recordarme al viejo público, al que acude obediente al cine y piensa que el cine es algo débil y debe ser protegido, al que solo ve cine y es condescendiente con el resto de las imágenes, porque las considera una perversión, ángeles caídos, manzanas podridas. He preferido nominar a este nuevo cinéfilo el lector de imágenes, aquel al cual los formatos le son indiferentes. Con unos referentes muy concretos en un abanico extenso que puede ligar a Tarantino con la abeja Maya, el lector de imágenes no excluye ver más allá del cine, incluso en un suponer extremo que conlleva, desde luego, el descentrado definitivo, de alguna manera, una especie de muerte: leer imágenes sin pasar ni tangencialmente por el antiguo territorio del cine, pues no se está obligado. Hay ya en la imagen carreteras secundarias que bordean las ciudades-autores por las que antes uno debía cruzar de cabo a rabo.
No obstante, lo sorprendente y admirable del lector de imágenes es que entra a voluntad en las ciudades-autores y no por una cuestión de univocidad discursiva, como antaño. Posee una capacidad de navegación mucho mayor y lo hace velozmente, con eficacia. Está educado en la distribución radial de la información. No se apresura, absorbe. No necesita aprender convenciones. No ha de empezar por grado cero alguno. De hecho, el grado cero le queda lejos. Empieza desde la forma, desde una forma determinada, una expresión. No desde un modelo engañoso de lo inexistente.
En el suplemento Babelia, de El País, Alberto Mira nos habla de una mirada gay que signa el cine, todo el cine. “No hay cine gay, pero hay, sin duda, una experiencia gay del cine que incluye a Cary Grant y a James Dean, a Greta Garbo y a Sigourney Weaver, Arrebato (Iván Zulueta, 1980) y Pink Flamingos (John Waters, 1972), Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1971) y Querelle (R. W. Fassbinder, 1982) y que hoy, por fin, podemos cultivar en lugar de ignorar” (Mira, 2008, julio 19). Un espectador que interpreta y rehace los films desde las escenas que fetichiza.
El lector de imágenes surge de un espectador que participa en el acontecimiento de la imagen a partir de una reflexión espectral de la misma, desde su hacer-ver a su mirar-hacer.
En este sentido, este espectador trae a colación un momento parejo en la historia del cine: los nuevos cines. Los autores de la Nouvelle Vague, a partir del armazón baziniano, elaboraron una teoría crítica y una práctica fílmica de una consistencia fundamental para los siguientes cuarenta años de cine, pero que, desde luego, empezó a mostrar síntomas evidentes de agotamiento a mediados de los ochenta.
Creo que la muerte extraña del cine actual nos está aproximando a un momento similar en consistencia que aquel, aunque diferente en cuanto a la forma y a los modos de llevarse a cabo. Nada más lejos que confiar en la aparición de un Truffaut con un texto explosivo en una revista a lo Cahiers du cinéma (ya que a ésta, por edad y posición, no le sería posible ocupar el lugar que tuvo hace cincuenta años). A diferencia de aquel entonces, el lector de imágenes no reivindicaría nacionalidad alguna: es disnacional, le atrapan las naciones como quien tiene efluvios con las gastronomías. No busquen patriotismos. Pero, sobre todo, no busquen autores. Esa es la máxima diferencia respecto a la época de los nuevos cines y, a la vez, la gran renovación. El lector de imágenes no es un autor. No produce cine. Solo lo consume.
(Curiosamente, el paradigma del lector de imágenes sería hoy Godard, su imagen iconizada y autofetichizada en sus Histoire(s). Un autor redimido en lector eterno, como la figura que contempla sonriente el mar ilusorio en la escultura The Waste Land de Juan Muñoz, o el apuntador que se debe a una memorización perenne en The Prompter, también de Muñoz).
Como consumidor el Lector de Imágenes muestra una voracidad inaudita. Como señala la edición de verano de Cahiers du cinéma España(2008), en su editorial (firmada por Carlos F. Heredero) “Sabemos, igualmente, que desde hace ya algún tiempo esas mismas películas pueden resultar ‘visibles’ por otros canales y en otras pantallas (circuitos culturales, festivales, filmotecas, museos, DVDs, redes P2P…) y que esta misma situación incide, a su vez, sobre las mutaciones en curso que sacuden hoy a la distribución y exhibición comercial”. De hecho, me atrevería a decir que ya suponen, en gran medida, los canales mayoritarios. El lector de imágenes colma su apetito en cualquier formato. La añeja verticalidad del cine ha desaparecido en favor de un menú a la carta.
Por tanto, como consumidor, el lector de imágenes es un consumado y contumaz especialista. “En realidad, a una producción racionalizada, expansionista, centralizada, espectacular y ruidosa, hace frente una producción de tipo totalmente diferente, calificada de ‘consumo’, que tiene como característica sus ardides, su desmoronamiento al capricho de las ocasiones, sus cacerías furtivas, su clandestinidad, su murmullo incansable, en suma una especie de invisibilidad pues no se distingue casi nada por productos propios (¿dónde tendría su lugar?), sino por el arte de utilizar los que le son impuestos” (De Certau, 2007, p. 38). Su consumo, su manera de consumir, su velocidad de consumo, su estilo arbitrario, caprichoso, su arranque, su proclividad a la tendencia, la moda, lo pasajero, en olas, en espacios convulsos de temporalidad finita, conducen al lector de imágenes, paradójicamente, a una posición cercana a la autoría, sin abordarla, sin reinterpretarla, sin versionarla, en plena inconsciencia, pues el lector de imágenes, gran hazaña, sí produce algo y algo importante: produce autores.
(Voz ronca de Godard): Etcétera, etcétera, etcétera.
Marte, P. (2008). Una muerte extraña, laFuga, 8. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/una-muerte-extrana/332