Hay cierta similitud en la forma en que Sebastián Brahm bautiza a sus películas. Como en El Circuito de Román (2011), su primer largometraje, Vida sexual de las plantas (2015) remite a investigación de laboratorio, a paper de botánica o, en cualquier caso, a asuntos a primera vista poco cinematográficos.
En esa decisión nominal se advierte un cuidado por asimilar sutilmente los dos filmes, probablemente no a un proyecto deliberado de mayor alcance, pero sí al menos a una continuidad o, incluso, una complicidad, tomando en cuenta que ambas películas pertenecen a territorios muy diferentes. Ese nexo es el interés del director por acercarse a los mecanismos de la memoria y concretamente, a sus fragilidades, tema abordado de manera explícita en su primer largometraje, y mucho más oblicua en el segundo.
El Circuito de Román era una muy resnaiseana aproximación a la figura de Alexis Román (Cristián Carvajal), un joven neurólogo quien fuera promesa hace algunos años pero que actualmente se ha estancado intentando verificar su teoría acerca de la migración de los recuerdos en la estructura de la memoria y la posibilidad de fusionar unos con otros. En la misma medida en que pretende llevar adelante sus experimentos, Román debe lidiar con el mezquino y burocrático entorno académico de la universidad en donde trabaja, con la reaparición de su antigua pareja y con la presencia atenta de su madre, con quien forzosamente vive luego de su retorno a Chile.
Pero lo central es que la cinta se organiza como una partida de ajedrez en donde las piezas comienzan a moverse y re encajarse aleatoriamente, y pronto las certezas del relato se resquebrajan al punto de hacer perder entera noción de si lo visto durante sus 80 minutos no es nada más que la actividad de imágenes mentales de su ansioso protagonista.
No era precisamente una película fácil de seguir. En gran medida por su progresión deliberadamente engañosa –en la que es posible especular influencias de Te Amo, Te Amo (1968) y Mi Tío de América (1980)–, y en parte porque a fin de cuentas los momentos mejor logrados del filme radicaban más en sus irónicos apuntes sobre el entorno académico y en la reincidencia de Román con su ex, que en sus disquisiciones teóricas.
Si bien Vida sexual de las plantas es esencialmente una cinta lineal que se aleja argumentalmente del escenario científico y se establece en el melodrama, la forma de enfrentar los códigos del género ratifica que su preocupación por la configuración de la memoria y del recuerdo siguen presentes. Eso hace que este nuevo filme se plantee como una empresa narrativamente más ambiciosa que la anterior.
El fin de la memoria
Mientras pasan unos días estivales en una cabaña en Farellones, cuando el verano deja ver la naturaleza rocosa y despojada del entorno, una paisajista, Bárbara (Francisca Lewin) y Guille (Mario Horton), su pareja abogado, se distancian ante la negativa de él de ser padre todavía. Por los diálogos se entiende que ya llevan un tiempo juntos y que la relación está algo estancada. Un poco más tarde, cuando ambos logran establecer un acuerdo precario para casarse y tener hijos, él sufre un accidente mientras desciende de un risco y se golpea fuertemente la cabeza. La lesión deriva en un daño cerebral no totalmente invalidante pero sí permanente y, más importante aún, que lo transforma en una persona completamente distinta de la que Bárbara conocía.
Con ese antecedente, no es por el camino de la fortaleza interior ni de la reinserción por donde Brahm orienta su relato, sino desde la perspectiva de su personaje femenino, que es esencialmente desde la culpa. Guille cambió, el sentimiento de ella hacia él también, sus expectativas de construir familia se desarman y, sin embargo, Bárbara sigue con él hasta que su relación se vuelve insostenible.
A medida en que avanza, la historia va asumiendo el punto de vista de ella, de su insatisfacción sexual y de su imposibilidad de lidiar con la nueva personalidad de su pareja. Pese a que la lesión de Guille se define como leve y que en lo social él puede incluso seguir oficiando como abogado, en muchos aspectos ha devenido en un niño dependiente, torpe y temeroso, con una sexualidad infantil e incontinente. Su dieta es de Coca Cola y papas fritas, su rutina fuera del trabajo se contenta con juegos de consola y la relación entre ambos deriva en la de un chico con su madre. Aunque la publicidad enfatiza la película como un producto erótico, Vida Sexual de las Plantas es lo contrario. Todas las escenas de sexo en el filme son tensas y enteramente deserotizadas.
En ese escenario es la culpa lo que define e inmoviliza a Bárbara a lo largo de todo el filme y es ese mismo rasgo el que orienta psicológicamente la puesta en escena, tanto en su primera mitad en la que ella y Guille están juntos, como en la segunda en donde ha decidido continuar sola.
La psicología del cine
Desde los primeros minutos, la forma en que Brahm conduce el relato se pliega bastante poco a las necesidades dramáticas que habitualmente movilizan el melodrama. En un género en donde la claridad en las motivaciones de sus personajes es fundamental y casi siempre explícita, la cinta opta deliberadamente por dar la espalda a aspectos claves de la evolución de la anécdota. La hospitalización de Guille, su diagnóstico, el retorno al hogar y sus primeros pasos de adaptación son omitidos cuidadosamente por una extensa elipsis. El mismo recurso será utilizado en otros momentos relevantes, como en los intentos de reconstrucción afectiva de Bárbara junto a Nils (el director de cine Cristián Jiménez), un ex cliente que la corteja sin demasiado esfuerzo y ante quien ella sede más por inercia que por convicción.
En gran medida este procedimiento deja en off parte importante de las razones de su personaje femenino y no es descaminado suponer que en este punto la película está replanteando y reseteando el estatuto psicológico de sus protagonistas: una mujer que se ha vuelto más impredecible y errática en sus decisiones y un hombre que ha retrocedido en su desarrollo emocional hasta la pre adolescencia.
La organización de la puesta en escena se define en torno a esa sensación de suspensión emocional en la evolución de los personajes, un movimiento sin avance que la narración reitera varias veces en los momentos en que registra el trote matinal de Bárbara, casi siempre después de una crisis afectiva. Un ejercicio insistente y neurótico que no la conduce a ningún lado y que confirma que lo que Brahm construye está más cerca de un melodrama en reversa sobre una pareja que debe desandar el camino afectivo recorrido.
Como en El Circuito de Román, la dimensión mental de sus personajes termina expandiéndose hacia la forma del filme y, siendo el montaje uno de los aspectos más relevantes para el director, es entendible que ambas películas se sustenten tanto en la combinatoria entre planos como en las posibilidades de ambigüedad que la elipsis le puede otorgar a su acabado.
La manera en que Brahm interviene el formato del melodrama con decisiones como éstas es drástica en muchos aspectos. Desde luego le añade mayor distancia emocional a un estilo que ya en su primer largo se manifestó como excesivamente frío y racional. Pero más importante que eso es que tanto su progresión entrecortada como los insumos del montaje remiten otra vez al dominio subjetivo y volátil de la memoria.
Siguiendo la lógica de su primer largometraje, hay muchos momentos de Vida Sexual de las Plantas, especialmente en su segunda mitad, en los que es difícil precisar cuánto tiempo ha transcurrido entre un plano y otro. Del mismo modo en que la memoria puede llegar a omitir de la conciencia los recuerdos traumáticos, la continuidad del filme intenta suavizar las aristas más cortantes del doloroso proceso de la pareja y mantenerlas latentes en los intersticios del plano.
Esta organicidad en términos de tema y estructura es sin duda lo más interesante de la nueva obra del director. Su voluntad elíptica enriquece los matices en el comportamiento de los personajes y le otorga libertad a su dramaturgia sin vulnerar totalmente algunos patrones convencionales del género al que apela, como la puesta en cámara planificada íntegramente en función del actor, la función significante de los decorados y el respeto a un arco dramático mayoritariamente clásico.
Quizás su principal defecto es que la primera parte es superior a la segunda. Las escenas entre Horton y Lewin destilan una tensión ya desde los momentos en la cabaña, que se irá perdiendo más adelante. Contribuye a esa percepción el hecho que la decisión de Bárbara de dejar a Guille ocurra en la mitad exacta del metraje y que literalmente divida la cinta en dos. Extrañamente, la inclusión de Nils en la segunda mitad (interpretado por alguien sin mayor experiencia como actor) afecta considerablemente el tono del relato, al punto de introducir solapadamente tintes de comedia en él.
Sea o no un paréntesis deliberado en su progresión dramática, lo cierto es que las escenas entre ambos son mucho más convencionales y planas que aquellas entre Bárbara y el resto de los personajes, lo que sin duda afecta el acabado final de la película, especialmente para el público masivo al que aspira llegar. Todo ello en ningún caso anula los lúcidos hallazgos estructurales que Brahm ha conseguido en Vida Sexual de las Plantas.
Blanco, F. (2016). Vida sexual de las plantas, laFuga, 18. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/vida-sexual-de-las-plantas/790