En el mes de abril del 2013 nos visitó el documentalista argentino Andrés Di Tella en el marco de un seminario organizado por Comunicaciones UC. A su vez, se organizó una muestra de algunos de sus filmes más relevantes, entre los que contamos Fotografías (2007), Hachazos (2011), La televisión y yo (2003) y Montoneros, una historia (1994), en un recorrido relevante que va pasando del cine testimonial al cine biográfico. Es claro que Fotografías es una película clave para comprender la obra del cineasta, especie de remolino, donde obra, vida, biografía se mezclan para adentrarnos en el universo único de un cineasta en busca de sus orígenes, sus raíces más profundas y de la historia de su madre. Andrés, generosamente, nos cedió un espacio para conversar con nosotros, a propósito de su obra, y sus reflexiones sobre el cine documental.
Sobre Montoneros, el testimonio y la cuestión política
Iván Pinto: Hablemos de tu trabajo cinematográfico. La última película tuya que pude ver es Montoneros, una historia. Viendo un poco el desarrollo posterior de tu obra en relación a la historia, y tu relación biográfica con esta historia, quería preguntarte ¿por qué te interesó a tí personalmente abordar la historia de los montoneros en ese momento?
Andrés Di Tella: Porque era una historia que me rozó muy de cerca generacionalmente, pero era como si te dijera la historia de nuestros hermanos mayores. En ese momento, cuando empecé el proyecto, en 1993, yo acababa de volver de Estados Unidos, donde estuve trabajando un par de años para la televisión pública. Lo que yo hice allí no fue tan interesante pero sí fue un momento de mucha producción documental, donde yo veía que no había asunto que quedara sin desempolvar por algún documental, desde grandes éxitos populares como la serie de Ken Burns, The Civil War, hasta por ejemplo un pequeño documental intimista, casi experimental, como Intimate Stranger (1991) de Alan Berliner que vi en un museo. Esta historia en cambio, la de Montoneros, era una historia que nadie estaba contando… es como que la tuve que contar yo para que me la cuenten. Yo antes había hecho un trabajo más institucional para Amnistía internacional, que formó parte en ese momento de la campaña contra el indulto de los militares en Argentina. Para ese trabajo yo hablé con algunos sobrevivientes de los campos de concentración en Argentina, y me atreví a preguntarles cosas terribles sobre la tortura, bueno era parte de los que estábamos buscando, como forma de denuncia. Pero no me atreví a preguntarles si habían pertenecido a algún movimiento guerrillero, eso era un tabú absoluto. Si te fijás en el informe “Nunca más”, que se hizo inmediatamente después de la dictadura y que fue la base para los juicos a las juntas militares, ahí no se hace mención alguna de las organizaciones armadas, todos eran víctimas inocentes entre comillas. Esto no quiere decir que haber pertenecido a una organización armada justifica el secuestro y tortura y asesinato de nadie. Pero lo que quiero decir es que la existencia de las organizaciones armadas era un tabú, quizás porque el argumento principal de los militares y la derecha era que habían tenido que intervenir frente a la amenaza terrorista.
Mi interés por el tema, pienso ahora, tiene que ver también con el instinto del documentalista, ese que te impulsa a meterte donde dice “no entrar”. Esa puerta resulta muy tentadora para el documentalista, y entonces ahí entré… Y fueron unos meses que para mí fueron los meses más intensos de mi vida. Primero porque no conocía a ningún montonero, entonces… ¿cómo voy hacer para conseguir algún que montonero hable, desafiando semejante tabú, frente a una cámara, y frente a un desconocido. Y eso también me sorprendió… el poder de la cámara y la necesidad que todos tenemos, tal vez, de dar testimonio de nuestra experiencia. Y ahí descubrí que realmente existe un instinto, que puede superar cualquier cálculo de conveniencia, porque creo que todos queremos contar nuestra experiencia, lo necesitamos, más si uno ha vivido experiencias extremas de las que nadie quiere hablar. Finalmente uno tras de otro me fueron hablando, algunos solamente en privado, otros con la cámara encendida. Me di cuenta que yo de hecho conocía montoneros, solamente no sabía que lo habían sido. Muchas veces los mismos hijos no sabían qué habían hecho sus padres. Entonces fue muy, muy intensa esa experiencia de investigación. La hacía sin ningún tipo de grabador, ni siquiera tomaba nota, tan delicado era el tema.
Bueno, y después se transmitió en televisión con un enorme éxito de audiencia porque fue el primer documental que abordó esa la temática. Ni siquiera había mucho publicado, no más de dos o tres libros de circulación muy discreta. Se trasmitía en dos partes, en días diferentes. Pero la segunda parte nunca se emitió, por una cuestión de censura del propio canal. Yo no podía hacer nada porque en realidad el contrato no los obligaba a pasar la película, simplemente me pagaban para tener los derechos de pasarla. Para colmo, durante la misma emisión de la primera parte, había unos presentadores que “editorializaban” la película en cada corte, decían “lo que van a ver ahora…” o “van a ver la frialdad con la que hablan de la violencia”. En fin, era toda una cosa que tergiversaba completamente el contenido… Y eso fue para mí una gran frustración, que cambió mi forma de ver la televisión. Para mí, en ese momento, el lugar natural del documental era la televisión.
I.P.: Y pasa en la película algo muy fuerte con la tragedia histórica, la intensidad de esa tragedia, por todo, los testimonios, el contexto…
A.D.T.: Sí, bueno yo creo que es una historia muy fuerte y creo que me dejé guiar más que nada por el factor humano. Yo acababa de leer “Los poseídos” de Dostoievski y esa novela se volvió una especie de guía. Entonces Montoneros, una historia fue de alguna manera mi versión cinematográfica de Los poseídos, que es una novela policial que habla sobre una célula extremista en Rusia en el siglo XIX, y esa posesión es como la vida o la muerte, el juego y el compromiso… O sea, yo después de esa serie de reuniones previas de la etapa de investigación, con la gente que podía llegar a estar en la película, me iba a un café y tomaba notas de lo hablado, para no olvidar los detalles. Y a las cosas que me llamaban especialmente la atención las marcaba con una D, de Dostoievski. Para mí era una dimensión de la política que la hallo en Dostoievski y que es muy profunda, más allá de ciertas posiciones políticas más esquemáticas. La decisión de matar a alguien por sus ideas, por ejemplo. O sacrificar a tus hijos en nombre de una idea. Ahora que lo pienso, después de tanto tiempo, creo que fue una película en extremo avanzada, de reflexión sobre esa temática. Todavía al día de hoy no se terminan de asimilar todas esas contradicciones que había en los montoneros. Recién ahora se ha vuelto a contar otra historia, como que es la historia oficial, bueno porque ahora en el gobierno actual hay muchos ex montoneros, es como que ahora tienen la oportunidad de gobernar, lo cual es una vuelta increíble si lo pensás, después de una derrota tan trágica y completa. Y eso da cierto lugar al optimismo. Sin embargo, aunque se ha hablado mucho sobre aquella generación revolucionaria y sobre esos años, y aunque haya muchísimos documentales donde antes no había nada, aquellas contradicciones tremendas que aparecen en Montoneros, una historia siguen sin poder ser asimiladas.
I.P.: ¿Te puedo preguntar algo? Hablando un poco de la militancia y el Instituto Di Tella que creó tu padre, el instituto aparece en la película La hora de los hornos (Fernando Solanas & Octavio Getino, 1968).
A.D.T.: Claro, en esa época, exactamente, se cuestiona al Instituto Di Tella, que en los años 60 fue el principal foco de la vanguardia artística, como una especie de punta de lanza de la penetración cultural, del imperialismo , y bueno…
I.P: Curioso …
A.D.T.: Sí, para mí fue muy impresionante ver La hora de los hornos, la vi muchos años después por supuesto, durante la dictadura. Pero me acuerdo que me preguntaba “¿yo tengo que ver con eso, con los malos?” Pero creo que en el fondo esa dimensión de La Hora de los hornos, es muy reaccionaria, el rechazo de la vanguardia como algo “extranjerizante”. Hoy me parece una visión muy reaccionaria, de derecha digamos, si es que el témino tiene sentido. Es una película bastante reaccionaria en muchos sentidos, inclusive formalmente, la voz mandona, irónica, sarcástica, poseedora de la verdad, con todas las técnicas del cine publicitario. Creo que en su momento obviamente fue una película importante y tuvo un impacto tremendo, tanto en Argentina como en el exterior. Creo que era también lo que estaban queriendo recibir de América Latina los europeos. Pero sigue siendo una obra interesante, también la forma en que se exhibió en la Argentina, a través de canales alternativos, exhibiciones clandestinas, con debate, y todo integrado a un movimiento político…
I.P.: 1968…
A.D.T.: Falta igual esa reevaluación. En un seminario en Princeton, donde di clases, comparamos La hora de los hornos y La batalla de Chile (Patricio Guzmán, 1974-1979), y yo creo que La batalla sale ganando porque tiene ciertos aspectos, te diría casi formales, que la hacen más interesante. Tiene por cierto más vida como crónica, refleja muy bien el momento, tiene mayor valor documental, no se trata sólo de una opinión… Creo que La hora de los hornos es demasiado manipuladora, todo está puesto en función de un mensaje previamente determinado. La realización de la película es casi superflua, ya sabían lo que iban a decir, las imágenes son apenas una ilustración, o una publicidad. En La batalla de Chile están por ejemplo esos momentos de verdad que se aparecen al final de tomas, o al comienzo… Como si dejaran en el montaje el final del rollo, o incluyeran lo que fue rodado al encender la cámara. Tiene ese efecto, que para mí es el alma del documental, que es generar en el espectador la sensación de que “esto está pasando ahora”. Y es increíble que uno tenga esa sensación, porque es una historia que ya sabés muy bien como terminó. Pero cuando la estás viendo, te produce la sensación de que la cosa puede llegar terminar de otra manera, y eso es genial…
Sobre Fotografías, La televisión y yo y el lugar desde donde se habla
I.P.: Algo que me parece muy bonito de tu trabajo es la forma en que mezclas tu biografía personal involucrándote a ti en procesos, involucrando tus experiencias, vivencias, familia… me parece muy valiente
A.D.T.: Bueno, porque esto también tiene que ver con algo que a mí me incomoda del documental y es que, justamente, muchas veces no se hace cargo el documentalista del lugar desde donde está hablando, ¿no? Me parece importante de donde viene, cuál es su lugar en relación a todo esto que nos está contando.
I.P.: ¿En ese sentido Fotografías marca un punto de giro?
A.D.T.: En realidad uno podría decir que la película que marca ese giro es La televisión y yo que es un proyecto fracasado donde yo quería hacer una cosa… y fracasé, y después quería hacer otra y también fracasé, y en un momento, en parte gracias a mi mujer Cecilia Szperling, que es escritora, quien me alentó un poco a retomarlo y ahí descubrí que el fracaso era una parte esencial de la historia que estaba contando, que era la del fracaso del proyecto industrial de la Argentina y el de mi propia familia. Y bueno ahí entró también el productor Marcelo Céspedes, el fotógrafo (y también director) Esteban Sapir, se dio una especie de constelación feliz que me permitió terminar esa película y terminar haciendo algo bastante innovador dentro del cine argentino, introduciendo la primera persona y la dimensión ensayística al documental. Ya estaba planteado en primera persona, pero en algún sentido una primera persona ensayística, menos comprometida en lo autobiográfico. Creo que ahí también entra mi relación con la literatura. Me ayudó mucho toda la escritura de tipo ensayo personal, de origen anglosajón, tal vez habría que decir “hindú anglosajón”, escritores como Hanif Kureishi, VS Naipaul. Esa cosa ensayística donde se mezcla lo personal, lo contradictorio, lo histórico, la familia, lo político… Pero eso no fue deliberado. Fue una forma de rescatar la película. Entonces ahí vamos al mantra de Beckett: “fracasar otra vez… fracasar mejor”. Y ahí también descubrí que a veces el fracaso es mucho más elocuente que el éxito. Las historias de fracasos son más interesantes que las historias de éxitos porque creo que tienen que ver con una experiencia intima que todos tenemos del fracaso, el fracaso amoroso, el fracaso profesional, el fracasos artístico también, cómo no, es decir creo que todo el mundo tiene un fracaso. La vida misma al final tiene que ver con la enfermedad, la muerte, no sé… Entonces muchas veces el documental es como una investigación, donde se ofrecen los resultados exitosos de la investigación, o sea los grandes éxitos de la investigación, y a mí me parece interesante mostrar también los fracasos de una investigación, los límites, las puertas cerradas…
I.P.: En Fotografías hay un recorrido que cruza muchos niveles, la relación padre-hijo, las relaciones identidad y nación, la cuestión de lo documental ente social y personal… hay muchos niveles, que se abren…
A.D.T.: Sí, como una torta de mil hojas…
I.P.: Claro… ¿Tenías conciencia en Fotografías que a partir del documental sobre tu madre y lo que ibas descubriendo de ti se iba a abrir este campo enorme?
A.D.T.: Sí, yo en ese sentido creo que fui en contra de todos los manuales. Era consciente de que estaba contando muchas historias al mismo tiempo, que se trataba de una historia de cruces. Esta película es un cruce, porque en parte yo mismo soy una cruza, en el sentido racial y cultural, como hijo de madre hindú y padre argentino de origen italiano. Es decir, no soy “blanco” pero tampoco hindú. Uno también se define por lo que no es. También por haber vivido en distintos países, pasé muchos años en Inglaterra, hablo dos idiomas como lengua propia. En el fondo creo que todos somos cruzas. En mi vida es tan evidente que vengo de un cruce entre una historia cultural étnica muy determinada, como es la de mi Mamá, y otra que viene de otra historia muy distinta, que es la de mi Papá. Yo lo padecí, en carne viva, de forma bastante cruel, cuando era adolescente. Bueno fue muy doloroso, viste, ahora para mí es algo bastante superado, pero fue doloroso descubrir que yo era hindú… ¡y yo no lo sabía! Lo que cuenta en la película es tal cual, en forma sintética: un día me dijeron “fucking wog”, es decir, “negro de mierda”, y yo no sabía de dónde venía eso ni porqué. Ese insulto, esas miradas feas, qué se yo, yo no tenía una identidad hindú ni la podía tener, pensaba que era blanco… ¡Pero para los ingleses yo no era blanco jaja! Yo entonces padecí eso de una forma que por ahí mi mamá no lo padeció, porque ella era hindú y sabía muy bien que lo era, y al mismo tiempo sabía que los ingleses eran unos hijos de puta (risas).
Y en Fotografías está también el cruce con la historia de Güiraldes, el escritor argentino que inventó el arquetipo del gaucho, Don Segundo Sombra ¡pero que para hacerlo se inspiró en un gurú hindú! Güiraldes había estado en la India y ahí descubrió el pensamiento hindú y eso está detrás del personaje, un gurú hindú con ropas de gaucho. Cuando él murió, su viuda se fue a vivir a la India y adoptó un niño hindú, Ramachandra, que a la larga terminó siendo el heredero de Güiraldes. Pero tuvo muchos conflictos con la familia y con todo un estamento cultural argentino muy conservador que no podía aceptar que el hijo legal del Gran Escritor Gauchesco fuera un negrito hindú… Bueno, esa historia, la del hijo de Güiraldes, no es mi historia, pero a mí me parecía que expresaba parte de mi verdad, desplazada hacia otro personaje, otra historia. Pero, al contarla, yo la hacía parte de mi propia historia. De hecho, mi propio mito familiar, el de que mi Mamá era la única hindú de la Argentina, se complementa con la existencia de este “otro hindú”. Y no es cualquier historia. Tiene que ver, nada menos, con la propia identidad argentina, el mito del gaucho. Hay quizás un costo en esa decisión, de cruzar historias de ese modo. Soy consciente de que Fotografías es una película que se puede llegar a dispersar, no es un relato clásico y sé que, de alguna manera, algunos espectadores se pueden llegar a quedar afuera en esos cruces y saltos. Aunque no sé. La verdad es que cuando se pasa por televisión es impresionante la cantidad de mensajes que me han llegado con esa película. Se trata de una historia muy individual, muy particular, podría ser casi intransferible. Sin embargo se ve rebotó en mucha gente de una manera extraña, como autobiográfica, para ellos. Y esto quizás tiene que ver con un proceso que yo mismo atravesé. En cierto momento tenía mucho material, demasiado, tenía como tres horas de película, no sabía qué hacer con eso, y la fui reduciendo, reduciendo, y lo que más reduje, aunque parezca mentira, fue la historia de mi mamá, que es el eje emocional de la película, un hijo que quiere descubrir y contar la historia de su madre. Pero en el fondo, en la película queda muy poca información sobre mi mamá. Marta Minujin, por ejemplo, que es una artista bastante famosa en la Argentina y que era la mejor amiga de mi mamá, ella tiene un momento importante en la película. Ella la vió como tres veces, pero hace poco me la encontré y me dijo que la película no le hacía justicia a mi mamá, que ella era mucho más de lo que aparece en Fotografías. Pero, bueno, es la experiencia de un hijo, un hijo nunca ve a su madre en todas sus dimensiones, es como imposible. Además por esa sustracción de la que te hablaba, yo uso la metáfora… Mi mamá sería como la punta del iceberg. Debajo del agua hay como una especie de continente invisible, que sería el bloque gigantesco, sumergido, del iceberg. Y bueno el espectador se lo tiene que imaginar, se tiene que imaginar a mi mamá… ¿y como se la imagina? Con sus propios sentimientos, su propia mamá, sus propios padres, su propio “mambo”…. Entonces, las personas se emocionan con algo que ya no sé qué es, pero calculo que se trata de su propia historia. De hecho, no te puedes imaginar la cantidad de cartas y mensajes que me han llegado, y muchas veces me cuentan la historia de sus padres, me han llegado a mandar su propio álbum de fotografías…
I.P.: La película para mí es también una especie de arqueología del narrador. Nosotros partimos de cero con el personaje, y a la vez el personaje va conociendo sus raíces y su historia personal, y nosotros vamos junto con él, en la narración, entonces ese efecto sincrónico me parece muy potente…
A.D.T.: Sí, hay algo también que me pasó a mí, con la experiencia de investigar la historia de mi madre y la dimensión cultural hindú de mi propia identidad… A veces cuando más sabés de tu mamá, menos entendés ¿no? (risas). Cuando vos pensás que entendés más, mejor dicho cuanto más sabés, es cuando empezás a entender menos. Lo simple, lo que no se conoce, parece a la distancia que se entiende. Pero cuando te acercás te das cuenta que no lo vas a entender nunca. Igual, hay una experiencia de conocimiento en ese proceso. Y la película retrata también ese proceso. Entonces no es que yo termino sabiendo “todo sobre mi madre”, sino que se ahonda el misterio, y eso quizás abre la puerta para que el espectador entre… Esto que te digo ahora es un poco a posteriori, no es que me lo propuse así.
I.P.: Después está presente esta dimensión espiritual que de repente se abre a una extensión con otro sentido, otras ventanas…
A.D.T.: Bueno, yo ayer mostré en la charla un pedazo de Fotografías que es la escena en que voy a ver a un vidente para comunicarme con mi mamá, que me parece un momento interesante, porque mi mamá habla a través del vidente, y entonces se pone en duda también el testimonio: ¿quién está hablando?, ¿es mi mamá?, ¿el vidente?, ¿o es mi primo Gautam, el carnicero, que me traduce o me interpreta, lo que quiere decir el vidente? Y después, cuando volvemos del vidente, ya en la calle, le pregunto a Gautam: ¿te parece que ella estaba ahí? Y él me dice: “Creo que que sí”. Y la cosa queda ahí. Pero después, en el próximo plano, aparece mi mamá, en un viejo super 8, en realidad se trata de la actriz Mayra Bonard y es algo que filmamos ahora, pero aparece como conjurada por el vidente, y entramos como en una zona rara, donde el espectador se puede preguntar legítimamente ¿qué debo creer de todo esto?, ¿y qué cree el cineasta, cree que habló la mamá o no? Toda esta es una zona que me interesa, porque no tendría una respuesta de verdad.
I.P.: Es como un cuestionamiento frente a cosas, primero de un sujeto supuesto, y después de una identidad- nación, dos elementos que de algún modo, la película las abre a otra zona, me parece que es lo más interesante. Y el contraste que tiene con La televisión y yo que apunta al gobierno, al poblador y después también Montoneros, una historia, que está la experiencia que es un elemento desgarrador…
A.D.T.: Sin embargo, alguna vez alguien me señaló que, al final de Montoneros, una historia, las últimas palabras de la película, no sé si te acordás, que es cuando Ana, la protagonista, cuenta que se enteró después que su compañero, Juan, su marido, sabía que ella había salido de la ESMA, del campo de concentración, y no la quiso ver… Lo que dijo fue: “Bueno, Ana pasó por ese lugar y salió, pero… ¿quién es Ana?” Lo que daba a entender es que si Ana había salido con vida del campo de concentración tenía que ser una traidora, o en todo caso podía ser alguien sospechoso, como un doble agente, si la dejaron salir por algo es. Pero también hay algo un poco más metafísico ahí: “¿quién es Ana?” Ella misma lo está diciendo en tercera persona: ¿quién es Ana? Me parece que hay algo ahí que me interesa. Es como que la experiencia te transforma y ya no sos el que eras, o en todo caso ya no sabés exactamente qué sos, como que las categorías y las identidades van cayendo. No fue algo buscado en ese sentido, alguien me lo señaló y creo que es verdad que está esa pregunta, es una cuestión que a mí me interesaba. Y no es casual por supuesto que la película termine con esas palabras, en boca de la misma Ana. Es que esa es la clave, el dilema del documental, para mí. El documental siempre tiende a poner a las personas en una categoría: La montonera, El esquimal, El obrero, El campesino, El pescador, La Madre… pero ellos son individuos, ¿no?
Transmitir, ficcionar
I.P.: Fotografías es una película también sobre el duelo y la muerte… que aunque no se hable directamente, están presentes durante todo el filme…
A.D.T.: Bueno, obviamente todo parte de la muerte de mi mamá. En realidad hice La televisión y yo cuando murió mi mamá y en algún momento iba hablar de ella en la película, pero después decidí no hacerlo porque era demasiado, no entraba en la película. Es como en los westerns, ¿no? “Este pueblo es demasiado pequeño para los dos”. La televisión y yo quedó al final como “la película de mi papá”, y Fotografías como “la película de mi mamá”. Me resistí mucho a esa denominación. O sea, cuando la estaba haciendo, mis amigos me preguntaban: “¿y cómo anda la película de tu mamá?” (risas). Yo les decía: “no, es sobre mi relación con la India y no sé qué….” Después, cuando la película se estrenó, me decían: “¡muy linda la película de tu mamá!” (risas). Bueno en ese sentido, como dicen en España, el soberano es el público… Y eso es una verdad porque uno no es dueño de lo que hizo, porque en el fondo no sabés lo que hiciste, no podés saberlo, no podés convertirte mágicamente en el espectador inocente. Bueno, volviendo a la película, yo creo que hay algo que va más allá de la muerte, que tiene que ver también, con el espíritu del documental, de por qué hacemos documentales. Tiene que ver con esa sensación de pérdida, de que las cosas se pierden, el testimonio como forma de transmisión fallida, destinada al fracaso, pero a la vez la esperanza de que la experiencia de uno sirva para otro. El documental, para mí, es siempre una especie de intento de invocar los espíritus desaparecidos, de evocar la experiencia perdida, de recuperar a las personas olvidadas, hay algo ahí que tiene que ver con la muerte…
I.P.: Y ahí siento que existe un elemento que es como sustancial del documental, una suerte inscripción sensible… cuando por ejemplo tú me dices, “hay una cuestión testimonial, hay un instinto testimonial”…
A.D.T.: Sí, sí… hay como una conciencia de las cosas que se pierden. La televisión y yo termina con unas palabras extrañas: “lo que se perdió, se perdió”. No sé de dónde salió esa frase, pero que todo el intento que yo hacía de rescatar los recuerdos de la televisión, de los primeros años de la televisión argentina, los recuerdos de mis amigos como televidentes, los siete años de la televisión argentina que yo me perdí por haber vivido parte de la infancia en el exterior, como símbolo de ese agujero en mi identidad, la fábrica de mi abuelo que cayó en bancarrota, los recuerdos de mi padre… Ahí hay un punto en que se trata de pérdida, por donde lo mires. Y el cine documental es un intento posible de hacer el rescate de todo eso que está perdido. En algún sentido, también es un triunfo ese rescate, como una victoria ante el olvido, una forma de derrotar la muerte. Pero me parece que está bueno tener consciencia de que hay cosas que se nos escapan y transmitir ese sentimiento…
I.P.: Curioso, ¿no? Pareciera tratarse, por un lado de agarrar cosas que no están, y por otro lado está la experiencia del fracaso…
A.D.T.: Quiere decir que hay algo paradójico que es como una lucha, así como en un punto es imposible transmitir la experiencia, en otro punto sí es posible. Si no, no haríamos lo que hacemos. Entonces cierta dimensión de la experiencia creo que se transmite, tal vez por eso la gente quiere participar en los documentales porque piensa que puede transmitir algo. Por otro lado yo estoy bastante peleado con el documental. Yo uso ciertos recursos “de la ficción”: siempre hay actuación, incluso a veces hay actores en mis películas. En Fotografías hago un par de cosas que son ficción directamente. Hay una escena en que yo estoy por viajar a la india pero me agarra un ataque de vértigo. Viene el médico y me hace hacer unos ejercicios, como pruebas que los médicos manejan en estos casos. Y yo uso la escena para expresar mi temor a ir a la India, como una manifestación física de algo que me pasa, para no decir simplemente, en voz en off, “me daba miedo ir a la India”. Entonces cuento que compré un pasaje a la India y justo me agarró un ataque de vértigo. Pero eso no pasó en realidad. Sí pasó que yo tenía miedo, que me daba vértigo ir a la India, conocer a la familia de mamá, enfrentarme con el fantasma de la India. Ahí hay ficción, es una escena que expresa un sentimiento real mediante una situación ficticia. Me inspiré en que justo le había pasado a mi viejo algo así, él sí tuvo un ataque de vértigo. Me llamaron, fui a su casa muerto de miedo y ahí estaba el médico haciéndole hacer esos ejercicios, un poco misteriosos… Después resultó que mi viejo estaba bien pero pasamos un susto. Entonces me parecía que era una experiencia de mi viejo que yo la podía robar legítimamente, para expresar algo que me pasaba de verdad…
I.P.: Un recurso de ficción…
A.D.T.: Pura ficción. El médico que aparece en la película es el pediatra de mi hijo, que se prestó a ese juego. Y lo filmamos de modo que pareciera una escena “robada”, como que alguien lo filmó desde otra habitación. Nadie que ha visto el documental se le ocurre que no es verdad. ¡Y es verdad! ¿Pero es documental? Entonces yo estoy peleado con ciertos aspectos del documental. Siento que soy documentalista porque me reconozco en una tradición, me siento interpelado por toda una serie de discusiones, hasta en una serie de problemas históricos, desde cómo Robert Flaherty filmó al esquimal Nanouk, fabricando un iglú recortado por la mitad para tener suficiente luz, hasta la postura ética de un Jean Rouch, que hacía participar a sus amigos africanos con su propio imaginario, porque la imaginación y el juego también tienen un lugar en la realidad. Después de tantos años de hacer documentales, de ver documentales, de discutir con documentalistas, de dar clases, de analizar proyectos, de programar festivales… Es como que siento que el documental es mi familia. ¡Y uno por supuesto se pelea con la familia! Hace poco escribí una columna en un diario de Buenos Aires que despertó bastante discusión entre mis colegas porque empezaba asi: “No me gusta la palabra documental”. En algún sentido, el documental parece ubicarse en un polo opuesto al del cine. “Cine” evoca toda una sucesión de palabras que empiezan con f de ficción: fantasía, fábula, fascinación, frenesí, fantasma, felicidad, film. “Documental”, en cambio, trae otra serie de asociaciones, términos que empiezan con t de testimonio: tema, trabajo, tesis, teoría, tarea, tristeza… tedio. Sin embargo, ay, hago documentales. Pero creo que el documental, sin perder la fuerza de lo real, también puede aspirar a esa dimensión cinematográfica propia de la ficción. Todo eso que sería propio de la ficción es algo que yo quiero para mí, para mi cine. De hecho, en este momento se han desdibujado bastante las fronteras entre documental y ficción. A la vez, podría argumentarse que cierto tipo de procedimiento documental está a la vanguardia del cine (incluso, del arte) contemporáneo. La ficción depende demasiado de la imaginación del que escribe el guión, de sus limitaciones, de sus prejuicios, incluso de los estereotipos genéricos de un argumento. La escritura de un documental, del buen cine documental, refleja la experiencia, siempre singular, siempre imprevisible, de una investigación, de un rodaje, de un encuentro con el mundo. El resultado, si no ha de traicionar el proceso, no puede ser otra cosa que único. En el documental están las historias que un guionista difícilmente pudo imaginar. En estos últimos años se está produciendo una mudanza cultural que ha transformado la manera de concebir el documental, tanto por parte de los espectadores como de los hacedores, cambiando acaso el signo de la palabra maldita.
Hachazos
I.P.: Hablemos un poco de Hachazos, tu película siguiente. Parece haber una conexión muy profunda entre Fotografías y Hachazos… está el tema de la India 1NdE: Hachazos es un documental sobre el cineasta experimental Claudio Caldini, quien se retira en la India…
A.D.T.: En realidad después de Fotografías, hice El país del diablo (2008). Partió de un encargo muy abstracto para la televisión, donde me convocaron a presentar un proyecto sobre la temática de “la frontera”. Y yo tenía una idea, bastante vieja, de hacer algo sobre lo que en la Argentina del siglo XIX se llamó “la frontera de la civilización”, que era la guerra del gobierno argentino contra las tribus indígenas de la Pampa. Entonces salí de viaje por la Pampa tras las huellas de un personaje de aquellos tiempos, Estanislao Zeballos, un intelectual que fue el ideólogo de la llamada “conquista del desierto”, la campaña de exterminio de los indígenas de la década de 1870. Pero, después, con el tiempo, se convirtió prácticamente en el primer antropólogo argentino y fue quien rescató la historia y las tradiciones de los indios que él mismo había contribuido a exterminar. Esa fue una experiencia como de viaje, no sólo por la Pampa, sino a la búsqueda de una película porque si bien había investigado mucho, cuando salí al primer viaje no tenía idea qué película podía llegar a hacer. La encaré como una recopilación de “apuntes” para mostrarle a mi montajista, Alejandra Almirón, y después ese terminó siendo de alguna manera la forma de la película, “apuntes de viaje”. Entonces, en la voz en off, que fue en buena medida escrita durante el viaje, me permito decir por ejemplo: “Aquí habría que explicar tal cosa”. O terminar una frase con “etcétera”. Fue una experiencia muy feliz, de viaje y de descubrimiento, tanto de historias como de cuestiones más formales, como esa ligereza, por ejemplo. Fue muy bueno también para poder salir de Fotografías, de eso que que mi amigo Joao Moreira Sales llama “películas intransferibles”, esas películas que solo puede hacer uno mismo. El me llegó a decir que hay ciertas películas como la última que él hizo, Santiago (2004), sobre su propia familia, que son tan intransferibles, que te agotan como cineasta, como si te hibieras dedicado al cine para contar esa historia. De hecho, él no hizo más cine, hace unos años que se dedica a otra cosa, al periodismo, hizo una revista, dirige un centro cultural. Yo tuve la suerte de enganchar ese encargo y zafar del universo familiar, que es algo que te puede atrapar.
Y luego vino Hachazos que es de alguna manera retomar el universo de mi mamá, de eso me doy cuenta recién ahora. Claudio Caldini pertenecía a ese universo (eso lo cuento con más detalle en el libro que edité junto a la película). Yo de hecho lo fui a ver cuando hice Fotografías. Como te conté, yo tenía miedo de ir a la India antes de hacer la película. Conocía el relato de una chica que era de origen Hindú-Inglesa y que se fue a la india a reencontrarse con sus orígenes, y se rayó. O sea, odió la India, odió todo, no sólo no se identificó sino que rechazó todo, porque la experiencia de la india es muy fuerte, por el impacto brutal de la pobreza, por la mezcla, es una sociedad bastante salvaje en muchos aspectos, y es un milagro ver como esto se mantiene una situación imposible, sin mayores desastres, aunque cada tanto explota la violencia, pero como a pesar de todo funciona la democracia… Todo es rarísimo. Y Caldini había estado en la India. Yo sabía que la había pasado mal, que había tenido una experiencia cercana a la locura. Pero en aquel momento no me pudo contar gran cosa de aquella experiencia. Por otra parte, y eso me interesaba mucho en este momento, Caldini fue el primer cineasta que yo vi en acción, justamente filmando a Marta Minujín, la artista amiga de mamá, en una performance, donde yo le tiraba tierra para enterrarla, se trataba de una especie de auto entierro. Eso fue en 1976, justo el año del golpe militar, cuando se estaban produciendo en la Argentina cantidad de entierros clandestinos, de víctimas de los militares, Marta Minujín se auto enterraba… sin ninguna conciencia de lo que eso significaba seguro, pero bueno, ella tenía esas antenas que tienen los artistas. Y Claudio fue el primer cineasta que yo ví en acción, ese día, filmando a Marta Minujín. Pero después Claudio se fue a la India, no aguantó más la situación de represión en la Argentina y se escapó a la India, también buscando alguna especie de utopía. Entonces eso me quedó como pregunta, qué le pasó en la India. También era una forma lateral de hablar de lo que pasó en los años 70, desde otro lugar, menos estereotipado. También tenía que ver, desde ya, con el universo de mi mamá, ella estaba rodeada de artistas y también de fracasados, de tipos muy geniales que nunca concretaron nada, una figura muy de los ‘70, y mi mamá una vez me expresó ese temor de que a mí me pasara lo mismo, de que yo quisiera hacer cine y de que al final no hiciera nada, como alguno de sus amigos. Entonces Caldini pertenecía un poco a ese lugar del idealismo, del riesgo del arte, de jugar al límite. Caldini para mí no es ningún fracasado, por supuesto, en el sentido que ha hecho grandes películas, es uno de los grandes cineastas de la Argentina, aunque no tenga el reconocimiento que le corresponde. Pero en términos sociales fue un fracasado, la sociedad argentina nunca le dio su lugar, la política tuvo su parte, la incomprensión, la experiencia de la dictadura, también hubo motivos personales por supuesto, pero terminó en un lugar muy marginal donde no pudo seguir haciendo cine, se quedó a duras penas sobreviviendo, trabajando de jardinero… Eso también me atraía, contar esta historia. Alguien que sufrió la dictadura pero desde otro lugar, por no hacer ninguna concesión pagó un precio tremendo personal, pero en un punto ni siquiera se trata de una decisión sino de la simple expresión de su forma de ser. Y estaba el desafío de hacer una película con alguien que tenía una fama tremenda, de loco, de personaje difícil, pero igual yo quería hacerlo…. ¡y fue difícil! Pero creo que valió la pena. Y creo que la película, el libro y una serie de presentaciones en vivo, de performances, también lo ayudaron a volver a encontrar su camino, a encontrar un nuevo público.
I.P.: Hay dos elementos ahí, por un lado está la cuestión nuevamente de la experiencia, el sujeto, pero a la vez hay un diálogo, con la historia del cine Argentino, la cuestión del cine experimental…
A.D.T.: Ahora ha cambiado radicalmente la situación, se ha escrito mucho a partir de la película y del libro. Y él mismo ha vuelto a estar muy activo. Pero durante muchos años su obra era completamente ignorada, solo un mínimo personas reconocían a Caldini como símbolo del superochismo. Pero era muy difícil ver sus películas, era como un secreto. Es interesante porque él no se define como artista, él podría haber encontrado un camino quizás por el lado del arte, los museos, no sé, pero no, él se considera cineasta. Y eso me encanta. Creo que mucha gente no considera cine lo que él hace. ¡Pero él no considera cine lo que hacen los demás! Me parece interesante, es un dialogo con el cine, es un diálogo y una confrontación. Como parte de mi propio proceso, yo fui a buscar algo en Caldini, más allá de su historia personal, que tiene que ver con esa obsesión por la imagen, hay algo ahí que yo también estoy buscando, de una manera diferente por cierto, que tiene que ver con el misterio de la imagen, con la elocuencia de la imagen más allá de todo relato. A la vez él se confiesa incapaz de narrar nada y eso también le da fuerza a lo que hace. Es como que asumir determinadas limitaciones te concentra en tu búsqueda. Entonces, yo soy más bien un narrador, me gustan las historias, la conversación, el dialogo. Y a Caldini no, es como que pertenece exclusivamente al ámbito de la imagen, la experiencia de la imagen en sí misma. En ese sentido la conversación por momentos era difícil, como que hablábamos distintos idiomas, pero eso era lo interesante. ¿Cuántas veces una conversación no es simplemente una confirmación? Aquí creo que había en ese encuentro un desafío real y eso se ve reflejado en la película, en las discusiones, que no intentamos ocultar sino todo lo contrario. Por otro lado, había algo en común, un sentimiento tal vez, y un respeto profundo entre los dos.
La película también expresa un momento mío, en el que estoy explorando ese conflicto entre imagen y narración. También un interés por el símbolo y la fábula, lo cual a priori puede entrar en conflicto con cierta idea de lo documental. Hay un conflicto, para mí enriquecedor, entre el símbolo que representa Caldini, como figura casi romántica del Artista, y la persona real, que tiene sus contradicciones y mil aristas, como todos. Siempre hay un conflicto entre lo que se puede mostrar de alguien y lo que no. Y siempre hay una dimensión simbólica, podés trabajarla a mayor conciencia o no. Entonces, un mismo rostro puede expresar muchas cosas, depende de la luz, del tiempo que dura el plano, de la imagen que vino antes, del sonido, por más que sea siempre un simple registro documental. Desde Fotografías me interesa cada vez más dejar que las imágenes cuenten, no usar las imágenes para contar o ilustrar un relato, sino explorar qué cuentan las imágenes, dejarse envolver por su misterio. Y ese tipo de lenguaje a veces no es compatible con otro tipo de narración. Implica entregarse a un universo más asociativo, donde cada espectador de pronto va a encontrar otra cosa y no necesariamente lo que esa imagen tendría que estar contando en determinada economía del relato. Al mismo tiempo, yo no tengo ganas de sacrificar mi instinto de narrador, creo que también hay algo de generosidad en ese deseo de contar historias, de compartir experiencias, de descubrir cosas ocultas o rescatar cosas perdidas, transmitir, comunicar. Yo, al menos, me siento muy agradecido al cine documental que me ha contado esas historias. Entonces estoy en una búsqueda, no de un equilibrio, pero de un lenguaje que combine la imagen y el relato para expresar la complejidad de la experiencia. Cada proyecto, en ese sentido, te va marcando sus propias reglas. Una cosa es Hachazos, por ejemplo, y otra cosa son mis últimos trabajos que hice para la televisión. Sin renunciar a la exploración cinematográfica, sé que tengo que trabajar con un lenguaje directo, que puedan compartir quienes me encargan las películas, que por supuesto no esperan de mí algo convencional pero tampoco algo demasiado hermético. No dejan de ser obras de mi autoría, de hecho a esta altura me resulta difícil no dejar una marca personal en cualquier cosa que hago, tal vez se trata de una cuestión de tiempo. Fotografías me llevó unos cuatro años, Hachazos, entre el libro y la película, otros tres. Son proyectos que, por el sólo hecho de dedicarles tanto tiempo, te transforman. Las películas para la televisión en cambio se hacen mucho más rápido, seis meses como mucho, también por una cuestión de que se trata de trabajo. Las que estoy haciendo ahora, Máquina de sueños y El ojo en el cielo, las estoy haciendo incluso en co-dirección, con mi amigo Darío Schvarzstein. Pero a veces hacer algo rápido también tiene su virtud, te hacen salir de tu modo habitual de trabajo, de cierta comodidad también, hace que salgan cosas que no te habías imaginado, por el simple hecho de que “tengo que resolver este problema”. Al final de cuentas, para mí, hacer películas siempre termina siendo cuestión de encontrar la forma de salir del problema en que me metí.
Pinto Veas, I. (2013). Andrés Di Tella, laFuga, 15. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/andres-di-tella/618