1. Preámbulo: Una veduta implacable de nuestros gestos
Black Mirror (2011) es una serie de antología producida por Charlie Brooker (quien también es el escritor de la mayor parte de los episodios) para la cadena de televisión británica Channel Four. Sus dos primeras temporadas, cada una de tres episodios, fueron exhibidas en 2011 y 2013 en Reino Unido. A éstas se agrega un capítulo especial estrenado para la Navidad de 2014; y una tercera temporada patrocinada por Netflix, el servicio de entretenimiento por video en streaming, y que ha sido difundida a partir del 21 de octubre de 2016. La rápida difusión de Black Mirror por formatos distintos al de la televisión tradicional, principalmente por la redes informáticas (tanto por medios legales, como Netflix, como por otros, como el torrent), se ha acompañado de una buena fama y hasta de un cierto prestigio intelectual.
Acaso el murmullo y el interés que ha despertado en ciertos círculos se debe a que Black Mirror tiene la pretensión de ahondar, no sin cierta crueldad, en uno de los fondos más oscuros en los que se desenvuelve la humanidad contemporánea: la experiencia individual y colectiva que emerge de la relación que nosotros, en tanto que usuarios, tenemos con la técnica contemporánea a través de las llamadas tecnologías de la información y de la comunicación (TICs). Black Mirror pone en escena los efectos sentimentales, psicológicos, morales y afectivos del uso y difusión de diversos dispositivos técnicos audiovisuales y comunicacionales, que van desde YouTube a los Reality Shows; así como la ubicua presencia de las pantallas en nuestra vida y la adicción a las redes sociales y al Smartphone. Lo interesante de este abordaje es que, después de ver alguno de los episodios de la serie, el espectador llega a presentir que no se trata de problemas que afecten únicamente a individuos y sociedades de países desarrollados como lo es el Reino Unido, ni aun de cuestiones que sólo incumban a lo que sería, aun con todas sus declinaciones, una clase media global. Y es que, al enfocarse en la relación que muchos de nosotros en cualquier parte del mundo conectado tenemos con las nuevas tecnologías, el alcance de Black Mirror se vuelve no sólo global, sino quizá sin preverlo, político. Pues lo que esta serie despliega no es una subjetividad entre otras, como pueden serlo las figuras del héroe, del anti-héroe o la chica en peligro, sino figuras gestuales individuales y colectivas que conforman una alegoría de la experiencia común de nuestro tiempo: una forma subjetiva tecnificada, afectiva, pero también plástica y gestual, es decir estética, o mejor dicho: tecno-estética. 1Al comentar la especificidad de los personajes de la Comedia del Arte, Agamben (2001) observa que “Arlequín o el Doctor no son personajes, en el sentido en que lo son Hamlet o Edipo: las máscaras no son personajes sino gestos que adquieren su figura en un tipo, constelaciones de gestos. En la situación en acto, la destrucción de la identidad del papel corre parejas con la destrucción de la identidad del actor. (…) Gesto es el nombre de esta encrucijada de la vida y del arte, del acto y de la potencia, de lo general y lo particular. Es un fragmento de vida sustraído al contexto de la biografía individual y un fragmento de arte sustraído a la neutralidad de la estética: praxis pura. Ni valor de uso, ni valor de cambio, ni experiencia biográfica ni acontecimiento personal, el gesto es el reverso de la mercancía, que deja que se precipiten en la situación los “cristales de esta sustancia social común” (p. 68). Es en este sentido que se puede entender a los personajes y las situaciones de Black Mirror como figuras de una gestualidad común a la humanidad. Sin embargo, el hecho de que tales figuras se expresen técnicamente a través de imágenes digitales hace más compleja su relación con la mercancía, como se verá más adelante en nuestro texto. Por otro lado, hay que recordar que tomamos el término tecno-estética del texto Réflexions sur la techno-esthétique de Gilbert Simondon (2013). Para Simondon, la tecno-estética se ocupa de los objetos, las percepciones y los gestos en los que se funden las funciones técnicas y estéticas, como sucede en la arquitectura o el diseño. En el caso de este texto, tecno-estética se refiere al carácter ambiguo de la experiencia del usuario respecto a las TICs en la que sensibilidad y uso técnico son inseparables, al contario de una experiencia estética tradicional, en la que la función contemplativa es autónoma y soberana respecto al uso técnico o práctico
Los pesimistas, o si se quiere, los realistas, no verán en Black Mirror sino un producto más de la industria cultural, en el sentido en que Theodor W. Adorno y Max Horkheimer dan a este último término en su Dialéctica de la Ilustración (1997): como engaño de masas perpetrado por el capital. Ciertamente, en tanto que producto industrial, el objeto final de Black Mirror no se distingue del propósito de otras series comerciales: generar audiencia, y luego ganancia financiera, a través del amusement. Bajo este aspecto, Black Mirror no sería sino una mercancía más, edulcorada con un tema de actualidad, sea ésta última real o pretendida. Los entusiastas, que acaso no son más cándidos que los realistas, pensarán que se trata de una obra crítica de los excesos de nuestra civilización híper-tecnificada. Más allá de alabanzas y menosprecios, se puede suponer que si en Black Mirror existe algo así como una singularidad, esta puede ser la siguiente: incluso si se le sigue considerando una mercancía cultural, Black Mirror sería una mercancía contemporánea que habla de sí misma y de otras mercancías conexas.
Como se sabe, Marx (2008) veía ya en las mercancías esta facultad fantasmagórica de parecer cobrar vida propia, 2Nos referimos a la célebre cuarta sección del primer libro de El Capital, intitulado El carácter fetichista de la mercancía y su secreto: “(…) la mesa sigue siendo madera, una cosa ordinaria, sensible. Pero no bien entra en escena como mercancía, se trasmuta en cosa sensorialmente suprasensible. No sólo se mantiene tiesa apoyando sus patas en el suelo, sino que se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías y de su testa de palo brotan quimeras mucho más caprichosas que si, por libre determinación, se lanzara a bailar” (p. 87) pero esto que dice Black Mirror de sí misma y de otros productos no remite más al estatuto, para nosotros ya clásico, de las mercancías de la industria cultural del Siglo XX. Estatuto en el que los medios, real o supuestamente, influyen y envilecen a una masa relativamente pasiva en beneficio de unos cuantos, o quizá como podría entenderlo el situacionista Guy Debord (1967): como una impostura espectacular que nos separa de una vida plena y nos impide acceder a otras formas de existencia más activas. Black Mirror no presenta una situación en la que la manipulación de la población se ejerce desde afuera por una fuerza que desde su centro de poder o bien seduce con imágenes espectaculares, o bien se impone con consignas autoritarias. Tampoco presenta a un público de espectadores que sufren las más de las veces pasivamente su condición, y que cuando actúan lo hacen casi en completa ignorancia de ésta. Por el contrario, lo que Black Mirror pone en escena es una tendencia tecnológica de las masas del Siglo XXI. Por medio de sus diversos modos de conexión, de comunicación y de expresión impulsados por las nuevas tecnologías, estas masas ejercen una fuerza ubicua que tiende a aplastar emocionalmente a los individuos anónimos y paradójicamente solitarios que componen dichas masas.
Lo curioso es que esta fuerza puede resultar más misteriosa que la de la vigilancia totalitaria: en Black Mirror no es el Gran Hermano quien vigila a los individuos desde lo alto, sino el socius mismo que espejea de un lado a otro los afectos que lo componen sin rostro posible. En 1984 de Orwell (1949), el Gran Hermano suponía un guía desconocido que bien pudiera ser una invención, pero que desde su centralidad aspiraba a una rostridad. En Black Mirror, la cuestión del rostro definitivo del poder no tiene sentido, porque el poder o la fuerza que constriñe o engaña no viene de un agente externo absoluto o relativo, sino de los sentimientos, afecciones, gestos y decisiones que componen en complicidad con la tecnología la sustancia variable misma que nos compone pero que también nos oprime. Cuerpo sin rostro fijo que se auto-afecta, sin necesidad de líderes abyectos, por exceso de comunicación, por puro espejeo sentimental y afectivo entre sus miembros a través de la mediación de las pantallas.
La mera seducción de la mercancía no es lo propio de nuestros días, sino el chantaje sentimental que ejercemos tecnológicamente, y aun sin quererlo, unos frente a los otros. Cada uno de nuestros movimientos, convertidos ya en gestos electrónicos (un click, un like, un comentario, un tweet, un snap, un video o un meme posteado, una contraseña bien o mal ejecutada, una teleconferencia por Skype) influye aunque sea en una pequeña medida en la percepción y el destino de los otros, al tiempo que nos sentimos constreñidos a responder, a reaccionar. Vivimos en un estado de cosas en el que somos obligados a correr electrónicamente, pues los otros nos apuran el paso, como en una muchedumbre que corre despavorida a todas partes y en la que nos golpeamos y somos golpeados para no llegar a ningún lado. El único descanso posible es efímero: un respiro en un claro de muchedumbre antes de volver a tomar el dispositivo. Tal universo no remite a la seducción de un mundo absolutamente otro, paradisíaco y kitsch cantado por las sirenas de la mercancía, sino al tedio de este mundo mantenido por nuestra actividad misma. Ya no somos espectadores engañados, sino usuarios agotados. 3Aquí se vuelve necesaria la referencia Jonathan Crary, quien en 224/7: El capitalismo al asalto del sueño (2014), postula que “El sueño (sleep), en cuanto principal obstáculo que queda en pie para la realización del capitalismo 24/7 y última instancia de lo que Marx llamó «barreras naturales», no puede ser eliminado. Pero sí puede ser arruinado y despreciado” (p. 28). Para Crary el capitalismo contemporáneo centra sus ataques en el sueño porque este siempre es un remanente arcaico de la improductividad: dormir se ha vuelto demasiado caro. Uno de los agentes del asedio al sueño son justamente los dispositivos de las TICs. Nuestro tedio no viene del desinterés, sino de que tendemos a percibir que en todo momento hay algo interesante, excitante o importante que nos estamos perdiendo. Dormir no sólo se ha vuelto caro, sino que constituye ya una falta insolente a nuestro modo de vida. De ahí que al contrario del espectador “hipnotizado” de la cultura de antaño pueda oponérsele la figura de un usuario que difícilmente puede dormir. La fatiga es ya inmanente al usuario de las TICs
Como antaño, hoy día, la mercancía habla, pero no desde fuera, como cuando en una publicidad un automóvil nos seducía para invitarnos a ser otros que lo que somos en nuestras pequeñas vidas, sino desde dentro: la mercancía ahora es signo fantasmagórico de nuestra propia sensibilidad, o mejor dicho, ella está compuesta por nuestra sensibilidad, ella es nuestra sensibilidad. Nosotros tendemos ya a convertirnos en la mejor mercancía de los otros e incluso frente a nosotros mismos.
Es cierto que lo anterior parece no ser nuevo: Marcuse hablaba ya en El final de la utopía (1986) que el capitalismo del Siglo XX no sólo fetichizaba las mercancías, sino que las conciencias mismas de los humanos estaban también ya cosificadas y vendidas al capital. Lo que ahora se vuelve mercancía no es la conciencia sino el cuerpo mismo, no ya bajo la forma clásica de fuerza de trabajo, sino en tanto que cuerpo auto-diseñado. 4En su texto Volverse público, Boris Groys (2014) observa que “el giro que Loos anunció en su momento -en Ornamento y delito- se ha vuelto irreversible: cada ciudadano del mundo contemporáneo aún tiene que asumir una responsabilidad ética, estética y política por el diseño de sí. En una sociedad en la que el diseño ha ocupado el lugar de la religión, el diseño de sí se vuelve un credo. Al diseñarse a sí mismo y al entorno, uno declara de alguna manera su fe en ciertos valores, actitudes, programas e ideologías. De acuerdo con este credo, uno es juzgado por la sociedad y este juicio puede, por cierto, ser negativo e incluso amenazar la vida y el bienestar de la persona involucrada. Por lo tanto, el diseño moderno pertenece no tanto a un contexto económico como a uno político. El diseño moderno ha transformado la totalidad del espacio social en un espacio de exhibición para un visitante divino ausente, en el que los individuos aparecen como artistas y como obras de arte autoproducidas. (…) decidir entre el pañuelo como símbolo islámico de convicción religiosa y como marca comercial se vuelve una tarea estética y política extremadamente difícil. El diseño no puede, por lo tanto, ser analizado exclusivamente en el contexto de una economía de la mercancía” (pp. 32-33) Es el diseño de nosotros mismos lo que entra no sólo al mercado en tanto que esfera particular de la sociedad, sino de manera más general al intercambio afectivo y libidinal de la TICs que nutre tanto al mercado como a nuestros deseos sociales, políticos, éticos y estéticos. Y es este punto en el que se puede reconocer que quizá sea más apropiado hablar de gesto que de cuerpo, porque lo que supone tal intercambio en las imágenes, mensajes y sonidos no son tanto las entrañas de cada uno sino el trazo que dejan en una superficie digital, los movimientos, posturas y decisiones de nuestro cuerpo. En tanto que el gesto no es el cuerpo en concreto, sino el testimonio superficial y trazo cuasi-vivo de sus movimientos, vacilaciones, voliciones y repulsiones, es la cuestión gestual lo que daría cuenta con más precisión este estatuto del diseño de sí como mercancía y post-mercancía de la industria de las TICs (si hacemos caso a Groys de que el diseño de sí implica algo más que su pura mercantilización). Por supuesto, como en los viejos tiempos, siguen habiendo beneficiarios de la situación, pero bajo el aspecto de la tecnología contemporánea lo son de manera relativa: también ellos tienen que dar signos electrónicos de vida, también ellos, incluso si están agotados, están obligados a dar su mejor cara electrónica, que ya desde hace un tiempo suele ser más importante que la real.
2. El ocaso de la dimensión desconocida
Como se sabe, Black Mirror se inspira en series de televisión bien añejas como las también británicas Out of The Unknown (1965) y Relatos de lo inesperado (Roald Dahl’s Tales of the Unexpected, 1979). Pero para los efectos de este texto nos concentraremos en la influencia que ejerce sobre Black Mirror la estadounidense The Twilight Zone (1959), que es conocida en parte del mundo hispanoamericano como La dimensión desconocida, y que se difundió por primera vez en Estados Unidos de finales de 1959 hasta 1964, con una nueva versión menos exitosa en los años ochenta. Aquí hay que señalar, que el desarrollo primigenio de la televisión como medio masivo de comunicación, y específicamente el surgimiento de las primeras series grabadas en los países desarrollados tiene como trasfondo ideológico y fantasmagórico ese miedo sutil, ese terror en estado embrionario frente al poder de destrucción total que la humanidad ha recién descubierto con las armas nucleares y que se manifiesta en la Guerra Fría. Es por ello que en la añeja The Twilight Zone, el recurso a la ciencia ficción o a la ficción científica está permeada por dos elementos que constituyen lo que sería el Stimmung o la atmósfera de la Guerra Fría: por una parte la desconfianza frente al otro, frente al vecino, que fue engendrado desde la cacería de brujas del macartismo; por otra parte, una relación de impotencia del individuo frente a la tecnología: no sólo frente a la tecnología nuclear, sobre todo en su uso armamentístico, sino frente al desarrollo técnico mismo, como bien lo vio entre otros el filósofo austriaco-alemán Günther Anders. 5Por ejemplo en su texto La obsolescencia del hombre (2011) Para decirlo en términos marxistas: los protagonistas y las historias de The Twilight Zone, expresan el estado de una humanidad cuyos individuos, sobre todo en los países desarrollados, aunque también de otra forma en los países periféricos, se encuentran alienados por una situación política que es inseparable del progreso técnico. Esto último a pesar de todas las bondades reales o ficticias de dicho progreso.
Más allá de la situación política singular, son dos los aspectos que habría que resaltar de lo que sucede a menudo en The Twilight Zone respecto a su contexto técnico: primero, que la relación de los individuos con la técnica y la ciencia es de exterioridad. El individuo no controla nada de la técnica. Es seducido y a la vez atemorizado por ella, pero siempre le es ajena: la técnica siempre está del otro lado de la dimensión desconocida. Los únicos poseedores de ésta, si se llega a dar el caso, son justamente alienígenas, Aliens, como en el episodio 22 de la primera temporada: Los monstruos de la Calle Maple (The Monsters Are Due on Maple Street, Ron Winston 1960), en el que un apagón eléctrico desata una cacería de brujas entre los vecinos. Lo que no saben es que el apagón forma parte de una estrategia alienígena para controlar la tierra. Segundo, y que es más visible en los capítulos que no recurren a la ficción científica, la máquina de pensar, la zona propia de la dimensión desconocida es la mente humana, como lo muestra justamente la voz en off que introduce cada episodio de la serie en el doblaje en castellano (en la versión de lo que hoy se conoce como ‘español latino’): “Al igual que el crepúsculo que existe entre la luz y la sombra, hay en la mente una zona desconocida en la cual todo es posible. Todo es posible en el reinado de la mente. Todo es posible en la dimensión desconocida.”
En la época de The Twilight Zone el dispositivo técnico (en este caso cada episodio de la serie, en tanto que secuencia automática de imágenes) es percibido como externo. Esto quiere decir que el espectador es invitado a completar el montaje, a completar el sentido de la historia con su mente, como algo que sólo puede suceder en ésta, donde “todo es posible”: por ejemplo, que en el episodio llamado Distancia caminada (Walking Distance, Robert Stevens 1959) un publicista se encuentre con él mismo cuando era niño y con sus padres cuando eran jóvenes. La mente, el cerebro, la memoria biológica, son los lugares en los que las situaciones más enigmáticas, más absurdas, pueden ser entrelazadas; en los que estas situaciones pueden, por así decirlo, ser editadas, ser puestas en montaje. Lo que en The Twilight Zone se presupone es que a pesar de todo, la mente humana es autónoma, interna, acosada, pero no derrotada: la mente se relaciona con una tecnología exterior que la hace delirar, pero que a pesar de todo no la penetra, no logra conquistarla del todo. En un nivel técnico, esta situación se manifiesta en el recurso constante en los capítulos de The Twilight Zone a la explicación verbal de ciertas situaciones por medio del narrador en voz en off. Como el montaje de la historia contiene elementos diegéticos irracionales, el espectador es invitado sin cesar a justificarlo como una posibilidad de la mente, no de la tecnología ni de la realidad.
3. Tecno-ficción y política
Más de cincuenta años separan el apogeo de la Guerra Fría y las primeras emisiones de The Twilight Zone de nuestro tiempo y de la primera emisión de la serie Black Mirror. En términos de avance tecnológicos este salto puede ser casi grande como el que pone en escena Kubrick en 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) cuando el simio, convertido ya en hombre primigenio, lanza un hueso que se transforma en el siguiente plano en una nave espacial. Pero quizá la principal diferencia entre ambas series y entre ambas épocas es, más que el avance tecnológico mismo, el cambio radical en la percepción que tenemos de nuestra relación frente a la ciencia y la tecnología. Es bien cierto que la mayor parte del saber científico y de los modos de desarrollo tecnológicos siguen siendo tan o más oscuros para el individuo promedio de cada una de nuestras sociedades como lo fueron en los años primigenios del desarrollo de la energía nuclear para fines bélicos. A pesar de lo anterior, hay un gran campo de la tecnología que hoy día ya no nos es extraño, pues muchos de nosotros, a falta de comprenderlo totalmente, tarea casi imposible, nos lo hemos apropiado rápidamente y lo hemos internalizado, al punto de hacer tambalear la frontera evidente entre la autonomía de la mente y la exterioridad de la tecnología tal y como se mostraba en la vieja Twilight Zone. Este campo es justamente el de nuestra relación con las TICs, pues estas implican nuestra relación íntima con las pantallas, sus imágenes y nuestros gestos, con los dispositivos personales y las redes sociales. Se trata de un campo en el que muchos de nosotros, incluso quienes ya somos un poco viejos, podemos decir que somos cuasi-expertos. 6Benjamin observó en La Obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (2008) que esta condición de semi-expertise era ya propia del público del cine y del deporte, en la medida que ambas actividades requieren que el público evalúe estas prestaciones de acuerdo más a criterios técnicos que artísticos (pp. 69-70). Con mayor razón, esta condición de semi-experto técnico es inmanente a la figura del usuario. Ser usuario es volverse experto y adquirir velocidad y eficacia en el uso del dispositivo
Dentro de esta nueva relación y dentro de esta nueva percepción de la relación, acaso ya no hay lugar para hablar de ciencia-ficción, pues ésta implicaba un desarrollo posible pero quizá lejano, bajo el modo de la utopía y la distopia, mientras que lo que tiene lugar en Black Mirror y otros sucedáneos, es un futuro probable que quizá esté ya teniendo lugar como proceso técnico. Es en este sentido que más que ciencia-ficción habría que hablar quizá de tecno-ficción. Lo propio de esta tecno-ficción sería que nosotros somos partícipes del proceso y de las situaciones tanto a nivel individual como colectivo a través de la mediación universal de los dispositivos de las TICs. Esto se muestra claramente en el primer capítulo de la primera temporada de Black Mirror, llamado El himno nacional (The National Anthem, Otto Bathurst 2011): un desconocido sube a la red un video que muestra a una princesa de la Casa Real del Reino Unido secuestrada y pidiendo ayuda. A pesar de los intentos gubernamentales por bloquear su difusión, el video se vuelve viral en unos cuantos minutos por medio de YouTube. En el mismo video, el captor de la princesa efectúa una extraña demanda para la liberación de ésta: que el mismísimo Primer Ministro sodomice a una cerda frente a las cámaras para que estas transmitan en vivo, en directo, sin trucos ni montajes, y en cadena nacional el acto repugnante. De lo contrario, ella será sacrificada. Frente a dicha demanda, todo el aparato estatal del Reino Unido se ve desarmado frente a las reacciones en tiempo real de la población: las encuestas que en un principio son favorables al rechazo de la demanda, cambian de sentido en unas cuantas horas debido a la viralización y redifusión incesante del video. Al punto de que lo que en otros tiempos hubiera sido imposible: que un Primer Ministro ceda a un chantaje de baja estofa, se convierte en una verdadera posibilidad para que el gobierno siga funcionando. Pues en una situación tecnológica en la que los Estados no pueden controlar todo el flujo de imágenes y de información, estos mismos Estados tienen que condescender para que este flujo mediático de opinión, que tampoco es controlado del todo por la población, se convierta en una avalancha de nieve mediática que deslegitime el poder mismo.
En El himno nacional, la televisión sigue ahí, ella reacciona a los sucesos de acuerdo a su modo de operación, pero no controla más el flujo de estos, a lo más que llega es a certificarlos ¿Qué es lo que se certifica?: la realidad de un acontecimiento. Más que caja de resonancia, la televisión es hoy día un medio pseudo-jurídico de sanción de los sucesos sobre el cual se apoyan más las instituciones que el público. La decadencia del poder de la televisión para configurar el acontecimiento puede ser bosquejada por el cambio de su papel en conflictos importantes. El 11 de septiembre de 2001 es todavía un acontecimiento televisivo, y quizá la invasión a Irak de 2003 fue la última guerra solamente televisada. Mientras que la llamada Primavera árabe de 2011 sería la primera revuelta importante en la que las TICs funcionan como medio de comunicación plenamente político. En julio de 2016, el Presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdoğan, que en un primer momento desconfiaba, por decir lo menos, de las redes sociales, logró desactivar un golpe de Estado por parte del ejercito en contra suya, en parte gracias al llamado a la población que hizo por medio de la aplicación Face Time. No es que los dispositivos móviles sustituyan plenamente los poderes, ni que se conviertan en algo así como una opinión pública tecnificada, sino que al sembrar un caos por medio de imágenes y mensajes que van más allá de cualquier opinión pública, estos dispositivos tienden a hacer inefectivos los llamados al orden por parte de los poderes. Por supuesto, los estados y las instituciones pueden bloquear la señal de Internet, pero ¿por cuánto tiempo?
4. Del recuerdo al Rewind
Pero no es este episodio, sino el tercero de la misma primera temporada, llamado Tu historia completa (The Entire History of You, Brian Welsh 2011), el que trata de una forma más íntima el aspecto afectivo y gestual de la tecno-ficción a través de nuestra obsesión por las cámaras, pantallas y secuencias de video digital. En este episodio vemos que la mayoría de las personas, por lo menos las de la clase media, tienen implantado un chip llamado grano (grain) cerca de la parte trasera de la oreja que les permite usar su retina como cámara que graba de manera interrumpida todo lo que ven. De tal suerte que los individuos pueden acceder a sus recuerdos por este dispositivo que les permite visualizarlos en sus ojos o si lo prefieren en una pantalla externa para compartirlos con sus amigos por medio de un procedimiento significativamente llamado en el capítulo no rewind (rebobinar) sino re-do (re-hacer).
Tal dispositivo cambia totalmente la relación que los individuos tienen con sus recuerdos, con su historia personal y con las otras personas. Como en el caso de la tendencia con Facebook y otras redes sociales, son pocos los individuos que resisten a la tentación de usar el grano, pues su uso implica pertenecer a la comunidad (signo de los tiempos: hay que estar conectado en la misma frecuencia y con el dispositivo adecuado para entrar en lo común, en lo transmisible, en lo comunicable). La característica técnica más importante del grano es la de posibilitar una gran fidelidad del recuerdo, pues como nuestros reproductores de video contemporáneos, este gadget permite hacer pausas, ampliaciones, zooms, recortes, ediciones, aunque en esta ocasión en cualquier fragmento de la vida. Entre las discusiones que un grupo de amigos tienen en una cena al principio del capítulo, se encuentra precisamente la decisión de una de las invitadas de no usar el grano, que además es de difícil extracción si uno opta por quitárselo. En esta conversación, el principal argumento a favor del uso del dicho grano consiste en la debilidad y la maleabilidad de la llamada por los personajes mismos “memoria biológica”: tendemos a modificar y a idealizar nuestros recuerdos, a hacer más importantes unos frente a otros sin ninguna base objetiva y de acuerdo a nuestras pretensiones y pulsiones. Así pues, lo que el uso continuo del grano provocaría es la desaparición de toda mistificación de un recuerdo específico y de toda deformación de la vida pasada en general. De este modo, este dispositivo ficticio funciona no sólo como una mediación técnica que afecta al tiempo vivido, bajo una especie de estética del rebobinado o del rewind, sino también como un agente moralizador, cuya ética consistiría en hacer desaparecer toda mentira, toda idealización, todo romanticismo a los que somos tan afectos, respecto a ciertos de nuestros recuerdos precisamente porque no tenemos pruebas técnicas de su realidad. Es precisamente la crueldad de esta ética lo que se pone en juego en este episodio y desde ya también en nuestra vida digital.
¿Cuántas cosas no habrían cambiado en nuestras vidas si pudiéramos desde un principio rebobinar nuestra retina para ver las cosas tal y como fueron y no como las imaginamos?: La maestra de la que nos enamoramos en el colegio, las peleas con los compañeros que creímos haber ganado y no lo fueron. ¿Fue nuestro primer encuentro amoroso tal y como lo evocamos? ¿Lo fue para la chica con la que estuvimos? El rebobinado nos permitiría ver cuales fueron en realidad sus gestos y así conocer la ‘verdad’: quizá ella no nos quiso ni el encuentro fue tan agradable como lo recordamos. Es cierto que la pretensión de la fidelidad del recuerdo no es una novedad técnica de hoy. La fotografía ha funcionado desde sus inicios como testimonio de lo que fuimos, de con quien estuvimos y acaso de lo que pretendimos ser.
¿Qué es lo que se anuncia entonces como nuevo en este capítulo? Vemos como Liam, el protagonista, tuvo una entrevista de trabajo fallida que no quiere compartir por vergüenza frente a sus amigos en la pantalla de la casa del anfitrión de la cena. Como llega un poco tarde al encuentro, Liam ve a su mujer, Ffion, a lo lejos conversando alegremente con Jonas, el anfitrión de la velada, un soltero exitoso, quien al momento de la cena fanfarronea sobre sus conquistas amorosas y sexuales y sobre la farsa que son las relaciones amorosas. Liam sospecha que hay algo entre Ffion y Jonas. Poco después en la pantalla de su casa, Liam revisa la grabación que ha hecho con la cámara de su pupila: analiza los gestos de Ffion frente a las palabras del anfitrión durante la cena y sospecha que tienen una complicidad. Reclama entonces a su mujer el entusiasmo que sólo ella experimenta frente a los chistes vulgares de Jonas. Ante la presión de Liam, Ffion reconoce que Jonas tuvo alguna vez algo con ella, pero fue efímero, unos días, dice. Liam recuerda fechas y Ffion tiene que reconocer que fue pareja del Jonas por unos meses hace algunos años pero el tipo ya no le interesa más. Celoso y borracho, Liam va al día siguiente a la casa de Jonas y lo amenaza violentamente de rajarle la cara con un vidrio de botella si no escoge todos los recuerdos que tiene con Ffion y los borra de su memoria visual digital. Pero para que Liam esté seguro de esto, obliga Jonas a visualizar los recuerdos en pantalla. De regreso a casa, Liam confronta a Ffion y visualiza en la pantalla de la habitación lo que él ha grabado del archivo de Jonas. Al agrandar una imagen de la pantalla de la casa de Jonas cuando obligó a éste a borrar sus recuerdos, se percata que Jonas y Ffion tuvieron un encuentro hace poco tiempo. Ahora Liam obliga a Ffion a mostrar sus recuerdos. Ésta tuvo una relación sexual con Jonas en la habitación conyugal mientras Liam estaba ausente. Ella está arrepentida y le dice que lo ama. Liam le pregunta si usaron condón. Ella dice que sí. Él le dice que le muestre en pantalla la escena sexual. Ella le dice que la borró, aunque en realidad trata desaparecerla de su memoria digital sin que Liam la vea, pero fracasa. Frente a las amenazas, ella accede a mostrarle su recuerdo en pantalla. No vemos lo que ellos finalmente sí ven. Días después vemos a Liam rebobinar sus recuerdos felices con Ffion, sabemos que tienen una pequeña bebé de la cual no sabemos quien es el padre pues su gestación correspondería con la aventura de Ffion y Jonas. Deseperado, Liam se arranca con una navaja el dispositivo de su cuerpo mirándose en el espejo de su baño.
La singularidad de este episodio es llevar la fidelidad del recuerdo que se encontraba presente de manera primigenia en la fotografía a una potencia inusitada a través del dispositivo que permite archivar, mostrar y poner en montaje los recuerdos. Encontramos una idea muy similar de esta tecnología en el film de Omar Naim, La memoria de los muertos (The Final Cut, 2004), en el que Robin Williams interpreta a un montajista de recuerdos digitales. La diferencia entre The Entire History of You y este film radica en que en este último el dispositivo archivador de recuerdos sólo puede ser operado y manipulado por un montajista, que entrega su edición a los familiares de los poseedores del aparato cuando estos últimos han muerto. Lo que recuerda la analogía entre muerte y montaje que elabora Pasolini en su texto Observaciones sobre el plano-secuencia:
La muerte realiza un fulminante montaje de nuestra vida: es decir, elige sus momentos verdaderamente significativos (y que ya no pueden ser modificados por otros potenciales momentos contrarios o incoherentes), y los pone en sucesión, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e incierto, y por lo tanto lingüísticamente indescriptible, un pasado claro, estable, cierto, y en consecuencia, perfectamente descriptible lingüísticamente (…). Sólo gracias a la muerte, nuestra vida nos sirve para expresarnos. El montaje realiza, entonces, sobre el material del filme (que está constituido por fragmentos, larguísimos o infinitesimales, de tantos planos-secuencias como potenciales subjetivas infinitas) lo que la muerte realiza sobre la vida. (Pasolini, 2005).
Pero a diferencia del film de Omar Naim, que tiene un final feliz, pues el montajista mismo urde en la memoria de un antiguo conocido para verificar que un mal recuerdo de su infancia no sucedió en realidad, en Tu historia completa, nos encontramos frente a frente con la potencia destructora de una vida cuya totalidad de recuerdos se encuentran siempre disponibles de manera casi fidedigna. Al contrario pues de La memoria de los muertos y de la noción mortuoria que Pasolini postula, aquí el montaje siempre está disponible en tiempo real como cut + paste incesante del mundo de los vivos. Este mundo mostrado por Black Mirror no es tanto el de un futuro cercano o improbable, ni el montaje final de nuestra vida que es la muerte, sino nuestro mundo y las relaciones que ya estamos tejiendo en éste, si bien de manera incipiente (técnicamente primitiva respecto a la tecno-ficción de Black Mirror) con nuestra huella digital en internet, en nuestras cuentas bancarias y en las redes sociales, en nuestro Facebook o en nuestro whatsapp, con lo que conservamos y con lo que pretendemos, acaso inútilmente borrar. Nuestra relación frente al tiempo y frente al recuerdo está rápidamente dejando de ser una cuestión de nuestra mente autónoma o de nuestra mera conciencia. Son cada vez más presentes los dispositivos que tenemos (que no son sólo audiovisuales) para archivar, editar y mostrar nuestras vivencias o la falta de éstas. La auténtica dimensión desconocida de nuestro tiempo ya no está sólo en el reinado de la mente, en el temor frente a una tecnología extraña o frente a nuestra relación con la inmensidad del espacio exterior, sino en la relación de nuestros gestos con las prótesis mnémicas que manejamos cotidianamente. Hoy estamos frente a una tecnología que se vuelve peligrosa porque de alguna manera presentimos que es nuestra. Nos enfrentamos día a día al espacio ubicuo que está latente en nuestros servidores, en nuestros discos duros y en la nube computacional, que puede presentarse en cualquier momento y en cualquier pantalla para mostrarnos como nuestra vida es también este montaje que llevamos a cabo diariamente de ella.
Acaso es vano pensar que el principal criterio para definir lo que en realidad somos es confrontar la banalidad con la que nos presentamos frente a los otros por medio de las TICs con lo que en verdad somos en nuestras vidas. Pues siempre ha sido propio de la humanidad buscar un grado de vanidad, sino es que de mentira, en la presentación y representación frente a los demás. Aunque cierto arte lo haya hecho desde hace tiempo, los humanos no podemos todavía prescindir de la mimesis. Es difícil pensar que podemos tener un criterio en un mundo que tiende a impedir los momentos de distancia que son necesarios para todo juicio: ahí dónde la presencia se presenta como sol sin ocaso, lo que más falta es la sombra liberadora de la reflexión. Sólo podemos vislumbrar un criterio que tenga lugar en una marcha lenta, a contrapelo de la velocidad impuesta. Pero para ello quizá habrá que pensar antes la eventualidad de otra estética y acaso de otra ética del rewind distintas a las que nos muestra Black Mirror. Es decir, antes de decidir arrancarnos los dispositivos de nuestro cuerpo y de nuestra vida, habrá que pensar y atreverse a jugar, y en su caso a enfrentar, las posibilidades peligrosas, pero afirmativas de nuestra relación con estas máquinas del recuerdo que nos obligan o nos seducen a ser montajistas de nuestra existencia. Habrá que pensar un mundo en el que la violencia plástica del rewind pueda mostrarnos otra cosa que un re-do confeccionado de ilusiones, desilusiones y desgracias. Al pseudo-moralismo electrónico que hemos contribuido a crear al aceptar ser usuarios del universo digital y de las TICs, habría que oponer un montaje que, sin dejar de lado la tecnología, nos haga compañeros de ruta nuestra propia época y amantes distantes de nuestros recuerdos.
Quizá está potencia del rewind será política o no será. Es decir, tendrá que ser una potencia compartida por todos y por todas. Ésta podría ser en un futuro nuestra historia, forzosamente incompleta. Pues para parafrasear el cuento breve de Augusto Monterroso, cuando despertemos o quizá antes, si oímos un bip, no sólo las armas nucleares, sino Facebook, o sus sucedáneos, estarán ahí… y quizá ya no podremos desconectarnos.
Filmografía y “serie-grafía”
Anglia Television y Dahl, R. (Productores). (1979-1988). Roald Dahl’s Tales of the Unexpected 7Serie de televisión. Reino Unido: Anglia Television.
Brooker, C. (Productor). (2011-2016). Black Mirror (Serie de televisión). Reino Unido: Zeppotron, Channel 4.
Brooker, C. (Productor) y Bathurst, O. (Director). (2011). The National Anthem (El himno nacional). Black Mirror (Serie de televisión) (Episodio 1, primera temporada). Reino Unido: Zeppotron, Channel 4.
Brooker, C. (Productor) y Welsh, B. (Director). (2011). The Entire History of You (Tu historia completa). Black Mirror (Serie de televisión) (Episodio 3, primera temporada). Reino Unido: Zeppotron, Channel 4.
Kubrick, S. (Director). (1968). 2001: A Space Odyssey (2001: Odisea del Espacio, Película). Estados Unidos: United Artists.
Naim, O. (Director). (2004). The Final Cut (La memoria de los muertos,Película). Estados Unidos: Lionsgate.
Serling, R. (Productor). (1959-1964) The Twilight Zone (La dimensión desconocida. Primera versión, Serie de televisión). Estados Unidos: Columbia Broadcasting Corporation (CBS).
Serling, R. (Productor), y Stevens, R. (Director). (1959) Walking Distance (Distancia caminada). The Twilight Zone (La dimensión desconocida. Primera versión, Serie de televisión. Episodio 5, primera temporada). Estados Unidos: Columbia Broadcasting Corporation (CBS).
Serling, R. (Productor), y Winston, R. (Director). (1960) The Monsters Are Due On Maple Street (Los monstruos de la Calle Maple). The Twilight Zone (La dimensión desconocida. Primera versión. Serie de televisión. Episodio 22, primera temporada). Estados Unidos: Columbia Broadcasting Corporation (CBS).
Shubik, I. y Bromly, A. (Productores). (1965-1971). Ouf of The Unknown (Serie de television). Reino Unido: British Broadcasting Corporation (BBC).
Bibliografía
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