El cineasta en tiempos aciagos
“Mi país está viviendo una tragedia, el mundo no está bien, hay tensión social, choque de civilizaciones… por eso el cineasta tiene que tener esta actitud ante su país para hacer reflexionar sobre todo esto”, asegura Eryk Rocha (2016) cuando le preguntan por la función y la intervención del cineasta en relación con su última película, Cinema novo (2016). Junto con No intenso agora (2017) de João Moreira Salles, son dos ejemplos del cine brasileño reciente que activan un doble movimiento: por un lado, el intento de encontrar algún horizonte de utopía (inexorablemente pasado), necesario en tiempos de crisis como el actual; por el otro, el deseo de reescribir la historia del cine y sus cineastas en una clave melancólica, pero que, lejos de arrojarse a la parálisis, posicione la figura del cineasta en un lugar central de la trama político-cultural contemporánea, como un productor de realidad a través de las imágenes.
Una referencia insoslayable para pensar el modo en que el arte constituye una forma legítima de producción política es el breve ensayo de Walter Benjamin de 1934, El autor como productor. Como en otras ocasiones a lo largo de su obra, Benjamin invoca la figura de Bertolt Brecht para pensar la figura del autor operante, es decir, aquel que no se consuela con los goces del confort en su disciplina, sino que los revoluciona para maximizar su potencial de intervención. Benjamin propone la reflexión sobre los medios de producción teniendo como referencia la producción dramatúrgica de Brecht. En esta, Benjamin asegura que no se halla una “mera renovación espiritual, tal y como la proclaman los fascistas, sino que |el autor operante| habrá que proponer innovaciones técnicas” (1999, p. 119). El objetivo en estas afirmaciones es demostrar el carácter organizativo que la praxis debe tener sobre los medios, siendo la pregunta por los medios de producción una de las mayores inquietudes benjaminianas de los años treinta. Esto implica, no solo la propaganda (o la apariencia de propaganda), porque solo la ‘tendencia’ no es suficiente, sino el acompañamiento de una ‘actitud’ que el autor debe volver evidente a través de su obra. El autor operante, entonces, prescribe una actitud hacia la dominación y transforma los medios técnicos, los cuales deben tender a la transformación intelectual de los lectores (eventualmente, espectadores). Este modelo –cuya extensión puede alcanzar a intelectuales o artistas- aparece en Benjamin en el teatro épico, ese que, como el cine revulsivo o más experimental, impide la compenetración afectiva, deconstruye los modos de expectación hegemonizados, realiza una revolución técnica en su propia materialidad y produce lo que denomina una “transformación funcional” (Benjamin, 1999, p. 125). Es la técnica teatral (en Brecht) la que opera de esta forma, la que deconstruye el “aparato de producción” –como dice Benjamin (1999)– transformándolo, aprovechando su potencial, seguro como está de que las intuiciones revolucionarias no pueden quedarse solo en los temas, dado que “el aparato burgués de producción y publicación asimila cantidades sorprendentes de temas revolucionarios (…) sin poner por ello propiamente en cuestión su propia consistencia y la consistencia de la clase que lo posee” (1999, p. 125).
Si bien no albergó una confianza ciega en la alternativa a la estetización fascista de la vida política propuesta por la ortodoxia marxista, Benjamin tenía algunas esperanzas en la prensa comunista, las revistas sobre difusión política, la correspondencia obrera, los reportajes como formas de literatura futura y el cine. Aunque con diferencias que los separaron dramáticamente, valoró la producción de Brecht a la luz de su diagnóstico sobre la modernidad como mundo onírico, fetichizador de la mercancía, productor de fantasmagorías creadoras de identificaciones peligrosas. Era un melancólico revolviendo el pasado, pero para hacerse cargo de él y así evitar su eterno retorno. Teniendo en cuenta la valoración de estos intentos es que se comprende el modo en que Benjamin creía que esfuerzos de este tipo –en el arte y el mundo intelectual en general– podían organizar el pesimismo no arrojando a la pasividad de la nostalgia, sino instando a lo que llamó la inervación –o excitación (individual y colectiva)– como una salida al estado de ensoñación que proyectaba el período de entreguerras.
Este rodeo es para proponer una lectura teórica sobre las producciones fílmicas elegidas para estas páginas. De algún modo, Rocha evita el didactismo para encontrar verdad poética en el entramado sobre aquellos autores-productores de los años sesenta que cambiarían la historia del cine brasileño y harían del desencanto una estética más o menos desbordada, más o menos revolucionaria contra la chanchada o la épica hollywoodense. Además, habían querido “cambiar el mundo”, como reza uno de los carteles que da inicio al film, “en una época en la que el arte, la utopía y la revolución se encontraron”.
Por su parte, Salles encontrará en las imágenes impropias la potencia de una herencia que debe seguir componiéndose. Los dos cineastas producen en una clave similar a la que Benjamin (1999) encuentra en los autores verdaderamente productores: acudiendo a los esfuerzos vanguardistas e insumisos de los cineastas de los años sesenta en Brasil o intentando comprender la trama emocional alrededor del estallido de las revoluciones culturales en torno al año 1968 y la restauración conservadora que vino después. Es allí donde abreva la mirada melancólica que promueven estos artistas. Los años sesenta son a la vez horizonte de expectativa y pasado inhallable; tienen la fuerza de la ilusión, pero constituyen el principio de una experiencia que opacaría todo lo que siguió. Sin embargo, como señala de algún modo Rocha en la frase referida al principio, proponen que la función del artista es vital, que su lectura política constituye un aporte insoslayable y que la agencia histórica del cine es evidentemente inapelable.
De algún modo, estos cineastas ponen en funcionamiento la “inervación colectiva” que Benjamin (1999a) esperaba por parte del arte, es decir, ese encuentro del cuerpo y la imagen como tensión provocadora pasible de ser leída a la luz de la felicidad, una clave que se reconoce en el rostro de la madre de Salles mientras asiste a la Revolución Cultural China o el tejido emocional que encierra el eslogan de la revolución de mayo del 68: “debajo de los adoquines, la playa”. La alegría es también la de los artistas del cinema novo y sus certezas de estar cambiando el mundo; el regocijo de los desconocidos en las cintas amateurs durante la Primavera de Praga y el punctum biográfico del archivo visitado por Salles, la mirada de su madre y una plenitud irrecuperable.
En ambos casos, estos artistas intentan –como los productores que Benjamin valora- pasar de la contemplación a la praxis, de la admiración al deseo, de la nostalgia como estado de quietud a la melancolía como un motivador de la acción. Este desplazamiento implicaba para Benjamin una serie de “pasos previos”, como el de desmontar la mitificación de la sociedad moderna, una superación por medio de una “política poética” que pusiera fin a la “poética política” del capitalismo.
La inervación1Esta noción solo es abordada en las dos primeras versiones del ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, originalmente publicado en 1936 y modificado por Benjamin hasta casi el final de su vida. refiere, precisamente, a un “proceso neuro-fisiológico que media entre lo interno y lo externo, lo físico y lo motor, lo humano y lo mecánico” (Hansen, 1999, p. 313) y su función es ser un antídoto al efecto de adormecimiento que produce el arte convencional o lo que Guy Debord llamaría décadas más tarde cultura espectacular. Al respecto, la benjaminiana Susan Buck-Morss (2015) sostiene que “inervación” se asocia a una recepción mimética del mundo exterior, que permite fortalecer el aparato perceptivo del espectador, a diferencia de la parálisis que ocasiona el resto de la cultura. La inervación permitiría, de este modo, recuperar la capacidad para la imaginación y la acción. Le da al individuo alienado por la sociedad fetichizada la posibilidad de instalarse activamente en la búsqueda de algún curso de acción posible.
Sin negar el diagnóstico de la reproductibilidad técnica, Benjamin encuentra la forma en que se pueda pensar alguna utilización política de la técnica y el arte que permita sustraerse a lo que en el ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936) califica como estetización de la vida política y social. La politización del arte, en definitiva, implica repensar el vínculo entre la vida y la técnica.2En La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Benjamin ve fatalmente modificada la autenticidad de las obras frente a su carácter de reproductibles, como resultado del surgimiento de profusos medios tecnológicos. “El aquí y ahora del original constituye el concepto de su autenticidad”, dice Benjamin y agrega: “El ámbito entero de la autenticidad se sustrae a la reproductibilidad técnica”. Con esto no hace simplemente una crítica, sino que termina proponiendo uno de los programas más influyentes de la estética del siglo XX: “El cine aumenta por un lado los atisbos en el curso irresistible por el que se rige nuestra existencia, pero por otro lado nos asegura un ámbito de acción insospechado, enorme”. De este modo, plantea que los medios técnicos liberan las obras del peso de la autenticidad y lo inducen a un camino nuevo en la esfera de la práctica política. Indagando sobre este razonamiento, Agamben considera que la reproductibilidad técnica “lo empuja |al objeto| hacia el extremo: el momento en que, a través de la multiplicación del original, la autenticidad se convierte en la imagen misma de lo inalcanzable” (2005, p. 170). Ve en esta imposibilidad de lo auténtico, entonces, el aparecer de la belleza estética como misterio y, como parte de su demostración, recupera la importancia de Baudelaire y la operación del shock que perviven en la obra benjaminiana. Véase: Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” en Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1987. Esto es lo que ha hecho el cinema novo y es el énfasis en concebirlo como un movimiento –el mayor del cine latinoamericano– el que Rocha consigue con sus recursos y pasajes de montaje. Entre los fragmentos fílmicos editados algunas veces, precisamente, para dar cuenta de los rasgos comunes, aparecen entrevistas televisivas a los directores, reflexionando sobre sus condiciones de producción y exhibición, sobre sus necesidades estéticas –también nuevas– y sobre la evidencia de formar parte de un grupo que cambiaría muchas más cosas que el cine. Pretendía cambiar eminentemente la mirada.
Rocha y Salles ponen en funcionamiento dos dispositivos que pretenden configurar una intervención en un contexto de devastación política y moral de Brasil, incluso recurriendo a herramientas casi opuestas entre sí, confiando en que el cine constituye un terreno privilegiado para la producción de sentidos políticos: Rocha lo hace revisitando el retrato pobre y tercermundista que arrojó el cinema novo en la década del sesenta, pero extrayendo de ahí la fuerza utópica que siente en falta; Salles lo hace recogiendo los fragmentos de las revoluciones que no fueron. Mientras Rocha recupera las voces de los cineastas que confían en la potencia del cine para torcer el tiempo y cambiar el espacio, Salles entrama un legado en imágenes de la felicidad de las revoluciones y las primaveras que se opacarían al caer el verano. En Rocha no hay pedagogía cinematográfica, sino ensayo visual; en Salles, un impresionismo autobiográfico organizado alrededor –yendo y viniendo– de unas imágenes francesas originarias, las de la salida de los obreros de la fábrica Lumière. Ambos vuelven a las utopías de los años sesenta para interrogar el presente que les toca enfrentar, para medir esas huellas en una contemporaneidad ruinosa. En ambos casos, se traza de algún modo de una narrativa del fracaso con una premisa similar: ambos parecen convencidos de que no hay forma de pensar en utopías sin volver a los sesenta, que hay que ir del arte al acontecimiento, de la representación al evento que cambie el tiempo, del texto al contexto, de la imagen a la historia para volver a ella.
De filosofías e historias melancólicas
Frente a la preocupación por el modo en que se ‘recupera’ el pasado, se vuelve relevante volver sobre la perspectiva de un autor fundamental del siglo XX que deconstruyó los modos de narrar y hacer historia y reposicionó al arte en la plasmación de los acontecimientos del pasado: el recientemente fallecido filósofo norteamericano Hayden White.
Partiendo de que el narrativismo que promovió se aleja de la historia pensada a partir de un ideal de cientificidad propio de las ciencias naturales y las ciencias sociales –en la medida en que se muestra afín a la reflexión sobre el lenguaje como vía para algún acceso posible a los hechos del pasado–, se vuelve relevante indagar sobre el modo en que la obra tardía de White exhibe una preocupación por la literatura y las formas narrativas (o antinarrativas) del modernismo además de la demanda de la teoría literaria para explorar los recursos lingüísticos que intervienen en la producción de los relatos históricos.3Desde Figural Realism (1999), la teoría whiteana de la narración histórica derivó en la exigencia de atender a lo que caracteriza como acontecimientos modernistas, es decir, aquellos sólo posibles por el modernismo. Dado que estos sucesos exhiben una ‘naturaleza’ novedosa y un evidente carácter traumático, implican una revisión del concepto mismo de acontecimiento y nuevas categorías y convenciones para atribuirles significado. Para su representación, White recupera el tipo de escritura explorado por el modernismo literario (Woolf, Proust, Joyce, Döblin) junto con la caracterización de Erich Auerbach en Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental (1946) y la escritura en voz media de Roland Barthes. El “realismo figural” whiteano describe la historización –en tanto práctica– como promesa constante, nunca cumplida, para representar realistamente el pasado, y pone en evidencia la imposibilidad –y la irrelevancia– de lograr una versión definitiva. En su último libro, The Practical Past (2014), White tematiza particularmente lo que denomina “pasado práctico” como un pasado íntimamente vinculado a la experiencia, del que se valen los individuos o las comunidades para operar en la realidad; es decir, se trata de la utilización del pasado de modo tal que permita a los agentes orientarse en el presente.
Estas aproximaciones permiten pensar una figura de historiador –e incluso de artista– que desafía una concepción dogmática de ‘hecho histórico’. White parece proponer un agente que se centra ahora en las posibilidades figurativas del lenguaje y las potencialidades de la construcción imaginativa del pasado. Explorar teóricamente algunas de estas derivas a fin de ponerlas a prueba en la figura del cineasta e indagar sobre el modo en que algunas asunciones habilitadas por White para el historiador pueden ser pensadas con las particularidades del discurso fílmico, permite revisar la relación entre narración y archivo como modos de la ficción –que de ningún modo impugna algún tipo de ‘acceso’ al pasado– y al arte de archivo como paradigma contemporáneo insoslayable.
En su ensayo fílmico, Cinema novo, Rocha parte de una enorme cantidad de documentos para plantear su punto de vista con respecto al cine: archivos fílmicos y fragmentos de películas. Aun la narrativa del fracaso en torno a la disolución del cinema novo y sus ideales permiten insuflar de potencia fulgurante el trayecto de los cineastas contemporáneos, como si fueran allí a buscar el lenguaje y la fuerza de la que adolece el Brasil actual. En este sentido, Rocha parece identificar la efervescencia de aquella tendencia brasileña con el nacimiento de una era y para ello recoge, entre imágenes menos literales, el parto de Macunaíma (1969) de Joaquim Pedro de Andrade, uno de los cineastas emblemáticos del movimiento, en el que un adulto surge gritando de las entrañas de una mujer de pie. Este era el nacimiento de un nuevo retrato de Brasil, que asume su lugar tercermundista y se anima tanto a las estrategias visuales y formales austeras del neorrealismo como a las complejidades narrativas de lo más avanzado de las nuevas olas o la sofisticación de una revisión del montaje eisensteniano. El cinema novo ponía en el centro de la discusión la utopía, los movimientos revolucionarios y el poder del cine para dar cuenta de la realidad. Autores tan dispares como Glauber Rocha, Leon Hirszman, Nelson Pereira dos Santos, Ruy Guerra, Eduardo Coutinho, entre otros, problematizaron en ese contexto la contingencia política, la idea de nación, lo popular y el lugar que el cine debía tener en la cultura y el modo en que debía “volcarse hacia su realidad” como reclama Pereira dos Santos o a poner “en tela de juicio a la sociedad”, como propone Paulo César Saraceni. Los fragmentos de entrevistas a los realizadores permiten pensar sobre estas cuestiones en el marco que ellos mismos señalan como problemático: ir de lo individual a lo colectivo, ir de lo personal a lo político.
El film de Rocha realiza un complejo trabajo de archivo para abordar núcleos temáticos ligados al movimiento incluso emulando a veces las estrategias que aquellos cineastas ponían en funcionamiento: las del neorrealismo italiano y las del cine soviético revolucionario, habilitados tal vez por la Nouvelle vague francesa. Así, Rocha arma series de recurrencias narrativas entre los films del movimiento –las huidas, escenas eróticas, las reuniones políticas, la miseria– componiendo una polifonía paradójicamente afín. Entre Ford, Eisenstein y Rossellini, los cineastas del cinema novo lograron poéticas fílmicas diferentes para hablar del mismo Brasil en pedazos. La multiplicidad de referencias convergía en el intento de retratar el espíritu de una época que se debatía entre la metáfora y el alzamiento, entre las armas y lo poético para denunciar la opresión esclavista. Una de estas series comienza con el final de Dios y el Diablo en la tierra del sol (1964) de Glauber Rocha, en el que los personajes huyen a ninguna parte, que da el tono a Cinema novo en una secuencia a partir de la cual se encadenan distintos personajes corriendo a toda velocidad por distintos ambientes de Brasil. Así pasan los protagonistas de Rio 40 graus, (Pereira dos Santos, 1955), Barravento o La fallecida (Hirszman, 1965) simplemente fugándose.
La recurrencia a las reflexiones de Glauber Rocha y Leon Hirszman marcan cómo fue en el cine la revolución latinoamericana que acompañaron europeos como Jean Rouch y Marco Bellocchio (en efecto, aparecen reunidos en una antológica entrevista en el Festival de Cannes). Mención aparte merece el trayecto dedicado a Nelson Pereira dos Santos y su neorrealismo hiperbólico de Vidas secas (1963). El exceso de pobreza se une a la voluntad de denuncia a través de una revisión de las características formales y narrativas del cine convencional. Nada de esto queda en Tierra en trance (Terra em Transe, Glauber Rocha, 1967), Barravento o Los fusiles (Os Fuzis, Ruy Guerra, 1964), en las que la mirada sobre la realidad está siempre a punto de desbordarse.
Esta escuela revolucionaria, guiada por un saludable agonismo en los sesenta, terminó, como toda buena utopía, en un movimiento inacabado. Rocha hijo muestra las contradicciones, pero su narrativa del desencanto los ubica en una batalla honrosa en un momento en el que el mercado, las ideologías y las armas trababan una indisoluble relación. Entre el cine para pocos, la vanguardia y la necesidad de una mayor distribución –problema que señala con contundencia Hirszman–, el cinema novo se fue diluyendo en el convulso panorama político que desembocaría en la dictadura militar que comienza tras el golpe de Estado de 1964, que precipita la decadencia del grupo como tropa y la dilución de sus doctrinas como cartografía agitadora.4Es fundamental notar aquí el recrudecimiento de la represión que viviría Brasil a partir de 1968, pero no el inicio del autoritarismo del que ya se habían dado muestras evidentes desde el inicio del golpe. Expresadas estas en los fragmentos de Eryk Rocha, su film hilvana en paralelo distintas películas para exhibir las características radicales de ese cine utópico que, como el pasado práctico en White, permite atribuir su función al cineasta de hoy. En Cinema novo de Rocha, el trabajo con la imagen devela que el archivo no es el pasado, sino que la memoria es un movimiento incandescente que ni idealiza ni romantiza, sino que se carga de una melancolía que permite devolver al cine la pasión rebelde que en este momento ‘trágico’ necesita el cine de Brasil. De algún modo aparece en la alusión de Hirszman cuando cerca del final recuerda el movimiento como aquel que tenía “la necesidad de participación de todos en el proceso general de la sociedad brasileña”, aunque esa participación solo es posible “cuando no existe el miedo” mientras un bosque en llamas ilustra el modo en que Rocha desea testimoniar de esa fuerza cinematográfica. “¡No hay fortuna sin sangre!” y “¡Más fuertes son los poderes del pueblo!” se oye sobre un montaje experimental de imágenes que no solo buscan rasgos comunes entre los ‘héroes’ del movimiento, sino también exhibir la ambigüedad de los estilos y sus potencias para narrar. Los dos films trazan, como se ha dicho, cartografías afectivas de un tiempo idealizado en donde ir a beber un antídoto para el presente. En ambos films, la melancolía es el afecto que prima, el que se destaca por sobre la alegría o la tristeza.
La melancolía es un afecto que, naturalmente, tiene una larga tradición en la literatura, el arte, y el pensamiento en general. Entre todas esas referencias, recuperemos un breve texto publicado originalmente en 1931, Melancolía de izquierda (1985), en el que Walter Benjamin desconfía de la melancolía obturadora de la acción que conduce a una parálisis autocomplaciente y que atribuye a algunos intelectuales de la República de Weimar.5Benjamin arremete de modo implacable contra Eric Kästner, poeta y novelista alemán que después de la Primera Guerra mundial se convertiría en una resonada voz pacifista. En la “melancolía de izquierda” de sus poemas, Benjamin reconoce solo añoranza de los restos de los antiguos bienes espirituales desde una mirada tan inactiva como el atesoramiento del burgués. Sin embargo, al rastrear la melancolía en un texto tan fundamental de la primera etapa de su pensamiento como Sobre el origen del drama barroco alemán (1928), la historización benjaminiana de la melancolía –que parte de la teoría medieval de los humores, la antigüedad griega, el Renacimiento, Marsilio Ficino y el grabado de Albrecht Dürer de 1514– arroja un potencial metodológico, pues no se reduce a un estado de contemplación paralizante, sino que se transforma en un estado de plena actividad que mira al pasado para recomponerlo de modo más justo.6En la melancolía illa heroica de Ficino, el spleen de Charles Baudelaire y la figura del flâneur aparece una idea de melancolía que permite conceptualizar en Benjamin alguna resistencia posible a la pérdida o a la naturaleza caída de la experiencia de la modernidad. La melancolía permite, así, un acceso al mundo material que no desactiva las potencias sediciosas, sino que las recompone resilientemente para reconducirlas. De esta materialidad productiva hablan las imágenes del cinema novo que Rocha recupera. La melancolía parece permitirle, entonces, arriesgar cierto agenciamiento por parte de los cineastas frente a la sociedad y sus temblores cuando no se reduce a la parálisis que encuentra alguna forma de placer en la pérdida. En efecto, puede convertirse en antídoto ‘antimoderno’ para volver sobre las ruinas, no a fin de describirlas como fase necesaria de un proceso positivo, sino para afrontar la imagen del dolor. La melancolía como la que Rocha pone en funcionamiento en Cinema novo combate la resignación frente a la irreversibilidad del tiempo y constituye el método retrospectivo que permite volver sobre el pasado para impactar sobre la contingencia, borrando la línea que separa el recuerdo del olvido.
De la melancolía y la inervación
El melancólico que Benjamin valora sabe que debe abandonar su autocomplacencia. Allí reside su fuerza para no reparar con más convicción en las causas de la opresión que en los modos de revertirla. Este parece ser el movimiento que produce el otro film mencionado, No intenso agora, de João Moreira Salles. Se trata también de un trabajo con material de archivo, pero en este caso, el cineasta hace confluir los registros domésticos de tres movimientos revolucionarios que solo escorzada y ocasionalmente hablan de su tierra, Brasil: la Revolución Cultural china, el mayo de 1968 francés y la denominada Primavera de Praga. El contrapeso de estas emociones radicales lo constituye el gobierno militar de Brasil instaurado institucional y definitivamente mente en 1968, del que la familia del director huyó exiliándose en París.7Epítome de un golpe militar llevado a cabo desde marzo de 1964.
Aquí, entonces, no hay un director brasileño que vuelve al cinema novo, sino un desterrado de clase alta que revisa archivos privados, amateurs, home movies, que intentan registrar un momento histórico, el que podría haber sido, como en Macunaíma, un nacimiento de pie y a viva voz, pero que demuestra a todas luces haber sido un trance momentáneo que recuerda el carácter efímero de las emociones jóvenes ligadas a la transformación del mundo. De aquí la melancolía que sobrevuela también los tramos de montaje que arma Salles que bien podrían orquestarse alrededor de una fotografía de Mao y el recuerdo de una poesía escrita por él en la que aparece la siguiente imagen: “maldigo el río del tiempo”. El tiempo y las “maldiciones” articulan el relato que comienza con imágenes que provienen del archivo de la madre del director y su viaje a China del año 1966. Esos registros de viaje funcionan como punto originario de un relato sobre las ilusiones de juventud y la decadencia del tiempo y, concretamente, van menguando como la felicidad, que se volverá escasa en las décadas de los setenta y ochenta hasta casi desaparecer, como lo señala el director.
¿Cuál es el “ahora intenso” de Salles? ¿El de los años revolucionarios del archivo familiar? ¿El del Brasil contemporáneo sangrando entre retornos neoliberales y represivos? ¿El de 1968 en París, que vivió como extranjero?
Con un punto de partida ligado al pasado familiar como en su gran film anterior, en Santiago (2007), Salles recupera materiales ajenos para pensar su propio lugar en el mundo y para investigar qué se puede decir de 1968 a partir de las imágenes. Es esta im-propiedad la que le permite una aprehensión sofisticada, como la del ‘contemporáneo’ de Giorgio Agamben, es decir, la de aquel que habita un desfasaje, que se aleja para ver la luz y la oscuridad y es precisamente este movimiento el que más lo acerca (Agamben, 2011). En aquel entonces, la revolución de estudiantes y operarios le llegó de cerca, pero también el triunfo de De Gaulle poco después. Entre estas contradicciones, el film traza conexiones lábiles armando una colección en el sentido de Benjamin, es decir, convirtiendo los fragmentos en un todo capaz de rememoración. Pues “coleccionar es una forma del recuerdo remitida a la praxis y es la más terminante entre las distintas manifestaciones profanas de la ‘cercanía’” (2007, p. 223), sostiene Benjamin en su obra sobre los pasajes –y la memoria– de París.
La arquitectura de Salles ubica en un lugar neurálgico a Daniel Cohn-Bendit, uno de los líderes del movimiento estudiantil en París y un hombre que cautiva las cámaras del mundo convirtiéndose en un icono de la rebeldía fugaz y asistemática –rápido conocedor de la negociación con el capitalismo poco después–, para luego explorar la juventud de su madre en China cautivando a su cineasta amateur, fascinada como estaba con una suerte de mundo nuevo que tenía delante de sus ojos. El “ahora” del film es el de ese presente de intensidad como presente es siempre el tiempo del cine. El coleccionista Salles hace de su mundo un orden sorprendente, una enciclopedia que confronta al orden natural, como proponía Benjamin. Pero como bien formulaba el filósofo, combate la dispersión y el caos y los amalgama con el tono melancólico que lo acerca al alegorista, quien representa en algún sentido el polo opuesto del coleccionista, que “ha renunciado a iluminar las cosas con el empleo de la investigación de sus afinidades o su esencia. Así que las desliga de su entorno, mientras que deja (…) a su melancolía iluminar su significado” (2007, p. 229). Con este tono, parece buscar la imagen o el tipo de imagen que pueda dar cuenta de modo más ajustado de las emociones revolucionarias.
Salles comienza No intenso agora con imágenes cuya procedencia desconoce, pero en las que puede reconocer la felicidad de una primavera que se esfumaría en el verano, cuando el pueblo pasa de ser protagonista a figurante, tal su expresión. Entre Mao, Dubcek y su madre, el film hilvana la pobreza digna en China durante la Revolución Cultural con Sartre y la huelga general como un quiebre en la temporalidad, para unir la gran muralla con el agosto soviético y la ocupación de Praga con la resistencia. En este sentido, Salles parece tributario de la fuerte hipótesis de Georges Didi-Huberman en Pueblos expuestos. Pueblos figurantes (2014), pues asegura con su ensamble que los “pueblos están expuestos por el hecho de estar amenazados, justamente, en su representación –política, estética– e incluso, como sucede con demasiada frecuencia, en su existencia misma” (2014, p. 11). Como los pueblos, las emociones revolucionarias que Salles retrata están “expuestas a desaparecer”, pues poco después la legendaria voz de De Gaulle recibe un enorme apoyo de la burguesía y las clases medias –medio millón de personas ocupan Champs-Élysées–, y hasta de los estudiantes conservadores que temen la anarquía y prefieren imponerse por sobre cualquier sentimiento libertario. Se produce la ocupación en la entonces Checoslovaquia y se recrudece la represión en Brasil. De estos matices está teñido el pasado práctico de Salles, desde la ilusión revolucionaria al acallamiento de voces, desde las piedras a la policía a los suicidios de quienes no pueden seguir sin esperanza de cambio social.
Si bien la libertad de expresión no se esfumó de un día para el otro con la ocupación soviética, el verano checo se diluyó en el canto a la complacencia y la paz en la voz de la artista Marta Kubisová, quien fuera emblema de la resistencia. De hecho, Salles enlaza un fragmento periodístico en el que una emocionada Kubisová le entrega un talismán a Dubcek –quien será depuesto por ser el líder de la primavera de Praga–, con uno que exhibe que el retroceso político llega hasta los videoclips anodinos y desvinculados totalmente de la coyuntura mientras aluden a la esperanza y la inocencia de las nuevas generaciones.
La intensidad del film de Salles es también la de la muerte. Así aparecen aludidas las muertes de Jan Palach, joven estudiante checo que se inmoló en enero de 1969 a modo de protesta en plena ocupación; la del joven Edson Luís de Lima Souto asesinado por el gobierno militar de Brasil en marzo de 1968 en Río de Janeiro; y la de Gilles Tautin, militante maoísta de 17 años que se ahogó cuando trataba de escapar de una carga de la gendarmería francesa en junio del mismo año. Estos mártires articulan en el film el tema de la precariedad de la vida y cómo esta se valora de modo diverso según el lugar, dependiendo de si se está en una Europa enardecida o en una Latinoamérica dormida, lista para el Plan Cóndor. En efecto, No intenso agora asegura que nadie llora a Edson Luís tanto como se recuerda a Palach prendiéndose fuego o a Tautin actuando en solidaridad con los operarios de Renault. De cualquier modo, estas muertes son apagadas en su potencial sacrificial con la frase de De Gaulle en la cadena nacional que Salles oportunamente hace aparecer: “Casi caemos al mar, como los marineros seducidos por las sirenas”. Esta referencia a Ulises en diciembre de 1968 lo convierte en el gran salvador del naufragio francés.
Salles encuentra un interlocutor fílmico para estas muertes: Morir a los treinta años (Mourir à 30 ans, Romain Goupil, 1982), tejido alrededor del suicidio de Michel Recanati, militante trotskista, en marzo de 1978. Allí los rostros de Anne, Dominique, Pierre Louis, Michel, entre otros, representan a toda una generación que muere cuando descubre que bajo el pavimento no está la playa, que bajo las barricadas de la ciudad no esperaba el paraíso. Salles no abandona su film sin volver a su madre feliz en el viaje a China a partir de su propio miedo a envejecer. La utopía de su ideario anti-occidental se vincula en el film con una alegría que reconoce en su madre en la imagen de archivo como no la vería nunca más en la realidad. “Parece contenta de estar viva”, sostiene el relato en off, mientras parece preguntarse cómo hacer para recuperar ese entusiasmo. El fin de la utopía trae progresivamente la tristeza; la alegría de su madre –asegura Salles– fue desapareciendo al tiempo que menguaron las imágenes en la década siguiente hasta volverse muy escasas a partir de allí.
Su madre –dice– “fue feliz en China” y esta parece ser la motivación principal para indagar en todas estas imágenes de la revolución. ¿Por qué son diferentes en un lugar y en otro? ¿Por qué las imágenes de China están asociadas a una austeridad honrosa y las de la Primavera de Praga a la lucha y la resistencia? ¿Por qué convienen más a Latinoamérica las del mayo francés donde no hubo un auténtico proyecto revolucionario? Estas preguntas quedan flotando en el film, sin definirse del todo, pero volviendo evidente que lo que configura el acontecimiento –de la revuelta y la resistencia, pero también de su propia recordación– no es el archivo porque sea un índice de espacio y tiempo, sino que es su imagen porque da cuenta de la felicidad que allí fue posible.
Ficciones de archivo
En The Practical Past –se ha mencionado–, White desarrolla la noción de “pasado práctico” problematizando los elementos de los que se vale la literatura que relocaliza “hechos fácticos” en un entramado que difícilmente puede ser considerado simplemente como ficcional. Los componentes asertivos y poéticos se combinan en estos artefactos de tal modo que permiten algún tipo de acceso al referente histórico.8White delinea la noción de “pasado práctico” en base a un pasado del que se valen los individuos o las comunidades para operar en el presente, más vinculado a la experiencia como un todo continuamente cambiante. En la literatura que White refiere, es posible pensar esta dimensión eminentemente pragmática, a partir de la cual la obra constituye una suerte de puente al pasado, pero también al presente, una mediación entre los acontecimientos históricos y su forma de configurarlos en un relato. Al mismo tiempo, artefactos configurados con todos los atributos de lo ficcional constituyen un acceso al mundo real y a los referentes históricos que configuran esa imagen del pasado. De este modo, se asegura que el aspecto de ficcionalidad se lo da a la literatura de esta naturaleza la resistencia a conceptualizar: su contenido es necesariamente ‘histórico’, pero su forma rehúsa las formas históricas. Lo realista y lo imaginativo se fusionan para articularse en dispositivos que representan una crítica al historicismo desde comienzos del siglo XX, examinando el pasado a través de las fluctuaciones de la imaginación.
White advierte la necesidad de medirse con el pasado a partir de la ficción y de reflexionar sobre el conocimiento que aportan las aproximaciones del cine y la literatura. A la luz de estas consideraciones, se vuelve evidente la pregunta por la forma en que el conocimiento sobre el pasado proveniente de dispositivos ficcionales permite saber hasta qué punto es cierto el dictum de Michel De Certeau que White convierte en uno de los epígrafes fundamentales del libro: “La ficción es el otro reprimido de la historia” (White, 2014, p. 5).
El pasado práctico queda definido del siguiente modo:
|H|a sido vivido por todos nosotros más o menos individualmente y más o menos colectivamente y que sirve como base para el tipo de percepciones de situaciones, soluciones de problemas y juicios de valor y demás que debemos hacer en situaciones cotidianas del tipo nunca experimentado por los ‘héroes’ de la historia (White, 2014: 15).
Es en este marco que White introduce su análisis sobre lo que podría denominarse la novela (neo)histórica. Para algunos, una desafortunada mezcla de la distinción entre hechos y ficción o entre realidad y fantasía, pero que White ve como medios para poner en el centro de la escena la relación entre pasado y presente. Eligiendo este ámbito indecidible, el artista/ historiador desafía el dogma que determina qué es un ‘hecho histórico’. Este ya no podrá ser visto como aquello opuesto a la ‘ficción’ en tanto relacionado con (o producto de) la imaginación. En este tipo de producciones, la reescritura de la historia no se vincula –o no únicamente– a reproches formulados desde el pasado y para con él, sino que la imaginación interviene para hacer aparecer la dimensión vinculada a una vivencia del pasado desde su productividad en el presente. Así se comprende la dimensión eminentemente práctica de lo que White denomina pasado práctico; se trata del ‘uso’ del pasado que se configura a partir del arte y la ficción como una vía de acceso al presente.
La vieja discusión que rodea al pensamiento de White sobre la (in)distinción entre literatura e historia se puede reactualizar en el ámbito del cine en torno a la tensión entre ficción y documental. La idea no es aquí traer a colación una querella interminable, sino volver sobre el punto whiteano fundamental: asumir que la ficción permite acceder al pasado (como lo hace la historia) y, partiendo de que el cine documental o el ensayo fílmico de archivo comparten muchas de las características de la ficción (especialmente la utilización de una enorme multiplicidad de herramientas retóricas), que alienta cursos de acción en el presente, de otro modo desconocidos. De modo que las premisas de raigambre whiteana enunciadas aquí –la de los ‘usos’ del pasado y la de la indistinción entre ficción y documental– nos permitirán cerrar algunas ideas en torno a los dos films brasileños abordados.
Digamos en primer lugar, que estos films se despegan del documental expositivo9Para un desarrollo de esta noción, véase especialmente: Nichols, B., La representación de la realidad. Cuestiones y conceptos sobre el documental, Barcelona, Paidós, 1997. Especialmente el capítulo II sobre las modalidades de representación documental. convencional en un punto principal: no pretenden la ‘objetividad’ de un narrador en off que no interviene ni ponen en funcionamiento ningún otro artilugio que persuada al espectador de alguna posible neutralidad, sino que se inscriben afectivamente en la historia que cuentan. Rocha lo hace en el homenaje permanente a su padre, pero también al pensarse como cineasta que hereda de modo inexorable una tradición de revolución en el cine. Salles lo hace en el recuerdo de su madre, pero también al resignarse ante fracaso de la utopía. Las últimas imágenes de No intenso agora son los conocidos fotogramas de la Salida de los obreros de la fábrica, una de aquellas primeras películas proyectadas hacia 1895 por los hermanos Auguste y Louis Lumière en París. Ni la música ancla su significado, ni la palabra aclara nada sobre ellas; sin embargo, parecen volver eterno el destino capitalista de opresión después de haber recorrido especialmente la utopía china.
Rocha y Salles no reescriben la historia del cine brasileño ni aspiran posiblemente a una reversión sobre la revolución, pero sin duda problematizan la relación entre la narración y el archivo, entre el contar el pasado a partir de fuentes que pierden su potencial indicial para convertirse en indicadores de entramados afectivos. No hay plano que no refiera al pasado y, por lo mismo, no hay plano que no apunte al presente.
Las dos películas encuadrarían tal vez en algo así como ‘ficciones de lo real’, pero no en el sentido de representar el pasado y darlo a conocer con personajes y argumentos, sino porque deliberadamente rechazan la distinción documental/ficción para posicionarse en un lugar alternativo entre ambas denominaciones, para volverse reescritura de la propia historia, rehusando la responsabilidad del registro, para arrojarse a una melancolía operante sobre el archivo. Una que les permite –como White y Benjamin quieren– usar el pasado para reescribir la vida actual. Sus reescrituras melancólicas se inscriben, entonces, en el intersticio entre el documento y la imaginación volviendo evidente ese hiato que separa, no lo real de lo ficticio, sino la imagen de archivo de la propia y presente acción.
Bibliografía
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Rocha, E. (2016). en La Vanguardia, 1 de diciembre de 2016. Disponible en: http://www.lavanguardia.com/vida/20161201/412323192445/eryk-rocha-recupera-el-cinema-novo-brasileno-de-los-60-en-un-documental.html. Consultado el 1/7/2018
White, H. (2014). The Practical Past. Evanston, IL: Northwestern University Press.
Taccetta, N. (2018). Archivos de la utopía, laFuga, 21. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/archivos-de-la-utopia/879