Iván Pinto: ¿Cómo se inserta este libro en el marco de tu recorrido, como pensador, teórico? Lo primero que se me vino a la mente fue vincularlo con tu último libro publicado La semejanza perdida (Metales Pesados, 2009), libro que estaba un poco en este litigio; comunicación y estética, pero pensando justamente en los descalces, entre regímenes de sentido, entre preguntas… ¿no? Desde ahí, ¿por qué aparece el cine como preocupación? ¿Cómo llegaste a las preocupaciones de El ojo mecánico?
Carlos Ossa: Es difícil responder eso… uno no es totalmente consciente de los diseños y de las estrategias intelectuales, estas aparecen después, cuando uno necesita darle cierta sistematicidad y creer que en el fondo hay un itinerario, una lógica. Yo lo único que podría decir al respecto es que creo que lo que une mi trabajo en los últimos diez años es la relación imagen-política. En un momento dado me encontré con el hecho de que en el cine latinoamericano pasaban cosas significativas que estaban siendo castigadas por un tipo de discurso actual, invisibilizándolas bajo un reduccionismo bastante discutible. Al tratar de reiterar un tipo de discurso que se hizo muy característico en los ochenta y noventa sobre la posibilidad de que toda dimensión política deteriora las dimensiones estéticas ya que se vuelve subsidiaria de un régimen representacional donde el interés es la visibilidad del poder exclusivamente. O para decirlo más groseramente, el cine político, y esto se le endosa también como un castigo al conjunto de la producción cultural de la izquierda, no puede ser más que panfleto, testimonial, o testifical, porque el imaginario estético de una cultura que se liga de manera tan odiosa con la mímesis, no tiene imaginación para pensar de otro modo el mundo. Entonces tengo la sensación de que hay un sustrato ideológico en el que resulta muy conveniente defender la idea, de que la relación del arte y la política, salvo cuando viene escoltada por bibliografías o lecturas no latinoamericanas, fracasa… fracasa rotundamente.
Y en ese plano, al encontrarme con obras de distintos autores que parecían no calzar con lo que yo mismo creía en su momento, y descubrir con cierta fascinación los ensambles, los montajes y los problemas visuales que traían, y la contemporaneidad de ciertos debates sobre el régimen del poder en términos de su visibilidad, de alguna manera me sedujeron y me atraparon en esta pregunta por entender ¿qué era ese cine? Teniendo en cuenta que parecía que se había escrito mucho, incluso al amparo del discurso del archivo y también de ciertas líneas vinculadas con “el discurso de la memoria” este, los últimos años ha vuelto con una intensidad y con una preocupación masiva por diferentes autores de indagarlo y de revisarlo. Pero siempre me quede con la sensación de lo que leía, que igual ese prurito, esa especie de sospecha, esa necesidad de escribir lo políticamente correcto sobre ese cine, debía cancelar la posibilidad de que ahí había algo original, y había que devolverlo a ese lugar ya consagrado.
Particularmente me resultó muy complicada e injusta la lectura que hacía Ascanio Cavallo sobre el período, me parece que lo usaba justamente para posicionar su libro más que para entender epocalmente la historicidad del conflicto que estaba ahí.
I.P.: Me parece que a la vez en el libro hay una postura con respecto a cierto fundamentalismo identitario que puede haber postulado a cierta historiografía sobre el cine de los sesenta y la pregunta es ¿qué sería lo denegado en esas posturas, qué es lo que quedaba afuera?
C.O.: Sí, por otro lado tampoco se trataba de abrazar a este cine con una ingenuidad que ya no es posible, y más bien el punto era, siguiendo una frase que ya se ha vuelto bastante común de Deleuze, preguntarse sobre el “Pueblo que falta”. Era justamente la pregunta por eso que falta pensar, más que replicar la pregunta, era “qué es lo que falta pensar del pueblo en el cine”. Atendiendo justamente que la palabra pueblo tiene una connotación que cuando uno la menciona, parece que te devolviera a un grado de monumentalización y de puño en alto, que tiende incluso esta misma afirmación que estoy haciendo sospechosa, algo como que todavía estoy anclado en la red ideológica que no me permite entender bajo una distancia crítica, que ese pueblo haya desaparecido, que ha sido pulverizado.
Tanto por las miserias del propio socialismo, como las atrocidades del individualismo, en el fondo, hoy día más cabe distanciarse de cualquier narrativa que lo vuelva documentable. Entonces yo hice dos operaciones ahí, primero dije no puedo hacer la pregunta por el pueblo, no es la pregunta por el pueblo la que me va a resolver, porque la pregunta por el pueblo ya esta tremendamente ilustrada en ese cine. Es la pregunta por eso que pareciera justamente, el pueblo no logra ser para un modelo latinoamericano donde la modernidad se guía por una estructura de sentido y de poder, donde el pueblo es lo obstáculo de esa modernidad.
Entonces tiene que existir algo que los imagine de otro modo organizado políticamente. Y en esta idea de la comunidad, que a poco andar de realizar, resultaba que el pensamiento político contemporáneo, casi se puede consignar como una aberración, debido a que la señal que la define está directamente vinculada con una marca de muerte, de sacrificio y de aniquilamiento. Entonces la pregunta era: ¿no habrá sido que en el cine latinoamericano del periodo, de alguna manera se filtra, ya no la comunidad del sacrificio al estilo del relato europeo, sino que más bien otra comunidad, esa que efectivamente no pudo ocurrir?. El pueblo sencillamente como los pobres; los pobres como los carenciados; los carenciados, como los condenados de la tierra; los condenados de la tierra, como los sin esperanza; los sin esperanza, como los sin voz, y así sucesivamente… entonces ¿dónde están? porque parece que están en todas esas afirmaciones, y en ninguna, ¿dónde están…?
Entonces se me ocurrió pensar que probablemente el gran problema del cine político latinoamericano, tenía que ver entonces con esa tremenda y poderosa cultura barroca, que bajo la influencia hispana en América Latina, construyó también todo un segmento de la invisibilidad, como parte justamente de las prácticas de la imágenes, en el continente. Y de ahí salió un poco la idea de este “ojo mecánico”, que en ciertos realizadores, empezó a buscar a los invisibles, empezó a buscar a los que estando, y esa es su paradoja, a los que estando no se pueden mirar, no es que no se puedan ver, no se pueden mirar…
Néstor Sepúlveda: Bueno, agradezco mucho la invitación a la conversación, me interesó mucho leer el libro por algunos bordes y conversaciones que hemos tenido con Iván ya hace un par de años. Una de las cosas que me parece interesante es el intento de leer a contrapelo el cine de vanguardia latinoamericana, a partir este concepto que traduces como comunidad imposible, que también es parte de una cierta lectura “contemporánea” (“La comunidad porvenir”, “El pueblo que falta”)…. Ahora bien, me pregunto ¿en qué medida en el montaje y en el discurso que están recorriendo los directores que trabajas (Solanas , Birri, Rocha, Sanjinés, etc.), las excepcionalidades que son abiertas no parecerían más bien funcionales a ciertos regimenes de estetización? Pienso por ejemplo en Solanas, dónde el lugar de esa singularidad está marcado por la entrada de los colonizados, es decir, la entrada de lo invisible en el imaginario cinematográfico pasa por un pueblo que hay que producir a nivel estético, pero en el sentido en que debe ser producida su forma, de manera tal que los procesos puedan ser conducidos.
C.O.: Es justamente el problema que me motivo a tratar de leer otra vez a estos autores que habían quedado de alguna manera enclaustrados en la operación de vanguardia que finalmente termina colonizada por su propia resistencia. En el sentido de que terminaban produciendo un texto crítico, en función de la filmografía anterior, pero utilizando unos recursos que provenían de estilísticas y estéticas que ya habían sido probadas en otros contextos, y que aquí pretendían de alguna manera una oportunidad de novedad, que salvara justamente estas mismas filmografías de no quedar, de alguna manera sujeta al realismo del siglo XIX.
De alguna manera la cuestión de la imagen, las operaciones estéticas mediante la imagen para referir a un sujeto político, adquieren un grado de trabajo que es lo a mi me pareció que no había sido descrito en trabajos anteriores. Porque todo calzaba en la idea que a los ‘60 hay que explicarlos en términos de la relación vanguardia-artística, vanguardia-política, y que por tanto es la lucha de la forma contra el contenido. Cuando en rigor parecía que había un desplazamiento hacia, no tanto el tema de la relación estética y política, porque no era el modelo discursivo que se podía aplicar acá. Y la discusión respecto, a qué tipo de reflexividad habían propuesto estos films, en torno al poder político de la imagen. Qué poder político tenía esa imagen y en qué grado había sido reflexionado por esta filmografía, no al colocarlo didácticamente, sino que genera un ensamble, un montaje, una post-producción, un diseño audiovisual, en el que uno se encontraba con cosas muy complejas. Por ejemplo, descubrir toda la conexión que hace Glauber Rocha en Tierra en trance (1967) entre la catástrofe política y la catástrofe existencial, y como tiene que resolver esos dos niveles, donde de alguna manera tiene que retirarse de un cierto relato ontológico. Y liberar justamente la imagen de determinados supuestos, porque justamente la catástrofe es la que nunca se ve, está siempre atrapada en la desesperación de los diálogos de los personajes, y es tremendamente autorreferencial. En ese sentido, es un cambio completo porque no es oposición de protagonistas, no recurre a lo que podríamos llamar la acción dramática clásica.
Entonces me parecía interesante ver que algunas obras no podrían ser minimizadas al puro hecho de que estaban resolviendo a un nivel o mimético, o documental, la relación entre arte y política. Y digo eso porque en el fondo, uno puede percibir que eso también ocurrió. Y hay una cantidad impresionante de películas que revisamos durante el trabajo del libro, pero entonces la pregunta sería; ¿Debo condenar a toda una época, a que guarde silencio, a que quede en silencio, justamente lo que produjo más allá de lo que ya ha sido de alguna manera consagrado por un tipo de historiografía? Que ni siquiera es una historiografía por el cine, sino que historiografía sobre las películas, y que por tanto sustrae del debate procesos, marcos, culturas, conflictos… Porque nosotros ya lo sabemos, no estamos hablando solo sobre filmes, estamos hablando de una cuestión mucho mas amplia, sobre el problema cinematográfico, es decir, ¿cómo volver visible una época, cómo se hace eso…?
Por eso me parecía que los ‘60 también pueden ser entendidos como un momento de crisis, en el que los modelos figurativos clásicos, empiezan también a estallar sin que aparezcan como una ruptura. Entonces las vanguardias aparecen como renovación, pero a lo mejor las vanguardias latinoamericanas, lo que están sintomatizando es un agotamiento, más que la renovación de los lenguajes. Si pensamos en el ‘65, pasaron ocho años que América Latina se vio envuelta en una reestructuración autoritaria del capitalismo, entonces, ¿cómo leer eso, es decir, si las vanguardias de los ‘60 eran vanguardias que estaban confrontando rupturistamente un régimen representacional para proponer otro? O la tesis inversa, estaban sistematizando lo poco que quedaba de esa representación, con la que todavía podían producir un lenguaje, ante el hecho de que el mismo estaba agotando los sistemas representaciones donde cabía una imagen del pueblo. Porque el pueblo que venía después ya no tenía un modo de caber en estas imágenes…
I.P.: Nos acercamos a una imagen-síntoma…
C.O.: Y muy probable muchas de ellas empiezan lentamente a horadar esa confianza, ese optimismo , en la propia estrategia de vanguardia, y a lo mejor hace falta volver revisar, y a lo mejor ya hay más que síntomas, algunos traumas, algunos descalces. Hay cuestiones que en el fondo lo que dejaron visibles, fue el hecho de que, muy dramáticamente, el cine de vanguardia política de los años sesenta, setenta, de alguna forma podría estar indicando en el plano justamente del análisis de la imagen, el fracaso de una concepción del orden representacional, en el que era posible imaginar el proyecto utópico en América Latina.
I.P.: Hablemos un poco de esos litigios discursivos. En las primeras páginas, te comenté que hay una contra reacción contra este fundamentalismo identitario, también una reacción a la historiografía pensada como compromiso con la realidad directa, y la lucha anti-colonial directa…
C.O.: Yo siento que muchos realizadores de la época, sabían que responder de manera literal y usando los mecanismos realistas del siglo XIX, por mas eficacias que fueran desde el punto de didácticos, no iban a tener ningún resultado. Que de alguna manera entrenar a las audiencias en torno a una cierta pedagogía, que si viviera al relato de la imagen-acción, miro me indigno y lucho, no resolvía la cuestión de fondo, que era plantear que estábamos ante una época estructuralmente, había venido acumulando un modelo de historicidad, donde el sentido del tiempo estaba marcado por una sola figura, la figura de una modernización a toda costa.
Y por tanto, ese concepto de tiempo, se diseminaba por el conjunto del pensamiento, las ciencias sociales, la economía, que además justamente aparecen en ese momento para auxiliar, con un modelo de la sociología de la modernización, esa misma idea, es la convicción de que se van a disputar un tiempo, que a su vez, es político. El que se gana el tiempo se gana las masas, y el que se gana las masas decide justamente el futuro, pero que ninguno de los sistemas didácticos clásicos permitía esa movilización radical y extrema, a no ser que fuera mediante la imagen.
Pero ese punto, y yo lo quiero recalcar, me llevo y me disparo hacia fines del siglo XIX, donde descubro que sobre todo en países como Argentina, Chile, Brasil, México, el uso de la imagen para la movilización nacional no solamente fue decisivo, sino que fue consciente y deliberadamente usado, por tanto ese fenómeno de casi sesenta, setenta años después tenía un antecedente histórico determinante. Entonces ahí se me apareció algo que el libro no plantea, y es que la historia del cine latinoamericano, no es la historia de las identidades representadas, es una cierta historia del tiempo político, que acontece a contrapelo justamente de la propia identidad. Y eso me pareció realmente sorprendente, porque quería decir que nosotros nos hemos negado, parodiando a Hauser, a construir una historia social de la imagen, que ha jugado un papel determinante, en una serie de imaginarios para la elite y para el pueblo.
N.S.: Esta historia del tiempo político del cine latinoamericano está inscrita de alguna manera la gran guerra mundial que es el siglo XX, o las dialécticas de la guerra fría . Sin embargo efectivamente tú rescatas ciertas heterogeneidades de posiciones al respecto, que no son simplemente achatables, o reducibles, sino más bien intentas abrir una especie de aporía estructural entre una veta deconstructiva y una especie de estabilización moral que sería un cine realista del deber.
C.O.: Si mira ahí para darle una cierta organicidad al propio texto, sin que esto fuera una decisión forzada, uno puede reconocer igual un comportamiento dicotómico, que no es tampoco meramente binario y esquematizador. Sino que había dos pugnas, que a lo mejor pueden remitir a replicar en el plano de lo simbólico, y de lo visual, estas condiciones que generaron las polaridades posteriores a la segunda guerra mundial. Es decir, la búsqueda del orden parecía reclamar, devolver el tiempo, a un momento que está entre lo fundacional y lo utópico, colocarlo en el medio, de tal manera, que se estabilizan las heridas, se reponen los pactos, se disuelven los conflictos, y se restituye la sociedad.
Que es un poco se podría decir, lo que va a ser el proyecto de la social-democracia. Y por el otro lado aparecía como un cine experimental, que uno podría vincular a toda esta energía post-utópica, que al ver los campos desmembrados por la guerra, advierte que emerge una nueva economía, una nueva economía que además viene acompañada con la imagen.
Vinculado todo eso entonces esta experimentalidad unido a economía, que además se asocia a un régimen tecnológico que prospera y cambia también el paradigma representacional. Se podría decir entonces, que aparece también la idea, de que todo está en un tiempo de reforma, y que el tiempo debe ser acelerado, y debe ser empujado mas allá de las imágenes clásicas a proponer un orden de a representación distinta. Ya las vanguardias de los años sesenta saben, que es una fantasía el creer que el acto vanguardista es destruir la representación, saben que efectivamente la lucha política en el campo artístico, es proponer otra representación del orden artístico, que pueda tener efectos, sobre la vida.
Y por ende en ese plano, se podría decir que te encuentras entonces con un tiempo que quiere ser colocado después de la utopía, más allá y por tanto reclama una imagen y un tipo de experimentalidad, que se va a confrontar con este otro cine. Y entonces de pronto tu puedes sin ningún problema encontrarte con algo tan increíble como las chanchadas Brasileñas, que operan en el mismo instante en que toda una generación de artistas brasileños quiera reivindicar la idea de un nuevo Brasil. Un Brasil que imagina bajando de las favelas como un cuero de gato, y bajan no bajo la forma de la multitud hambrienta, sino bajo la figura del único sujeto que en el cine Latinoamericana del periodo tiene una notable presencia esperanzadora, los niños.
Es decir la cantidad de películas de los años sesenta, setenta donde los protagonistas son los niños, es impresionante, Yo tenía un camarada (1964) de Helvio Soto, Largo viaje (Patricio Kaulen, 1967), por mencionar las más conocidas. Pero desde Tire dié (Fernando Birri, 1960) en adelante pareciera que también la personificación del futuro vuelve a administrar estereotipos y personificaciones más o menos parecidas, el futuro en los niños, el tiempo nuevo. Pero a su vez también, ahí hay una teoría sobre el tiempo, que me interesaba descubrir, en términos de las operaciones simbólicas, y entonces plantear la idea de que estamos frente a la lógica de un cine del deber, versus un cine experimental, era un poco también, eh… sintomatizar la relación utopía-catástrofe que ha sido como el relato permanente de la historia latinoamericana, y que obviamente en Dios y el diablo en la tierra del sol (Glauber Rocha, 1964) se consagra plenamente y en Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968).
Creo que esa tensión nunca nos ha abandonado, lo que pasa es que actualmente si lo tuviéramos que plantear en esos términos, solo a modo de lectura, no como una hipótesis de trabajo, tendríamos que decir que en el cine más contemporáneo, ya ni siquiera se da la relación utopía–catástrofe, es la catástrofe de la utopía la que posee el eje central. Y que puede atravesar desde el cine autobiográfico, tan criticado pero que leído de cierta manera puede darnos pistas sobre eso, hasta las nuevas formas de realismo sucio, que se vienen documentando desde hace algunos años a la fecha. Es decir, que es lo que ha ocurrido, ya no en el campo del cine, sino en el horizonte histórico de una época, que solamente podemos ofrecernos, y ofrecerle a los espectadores, y a la propia tradición cinematográfica, básicamente el puro relato de la catástrofe de la utopía. Y que significa para nosotros eso, como leer ese cine…
N.S.: Me pregunto por la posición de Ruiz al respecto, o cómo está inscrito en este libro. Si no recuerdo mal creo que hay una sola mención a Ruiz a propósito de Ahora te vamos a llamar hermano (1971), una especie de film antropológico. Pero en relación a la idea de “El pueblo que falta”, no solo en la producción cinematográfica de Ruiz más tardío, sino en plena UP, me pregunto, ¿cómo lees al Ruiz de esos momentos justamente cuando está teniendo una discusión, sintiendo que el film de vanguardia produce una especie de anestesamiento de la población, y no su posibilidad de redención? Es decir, se produce un efecto de estetización, porque de alguna manera se convence al pueblo de que estamos en una revolución y no se hace parte a la población. Ruiz, en cambio, introduce una política pensada en tres niveles, una especie de cine estatal militante, un cine de talleres, pero también está la idea de pasar a las cámaras al mundo proletario, que la revolución sea filmada desde múltiples puntos de vista. Y ahí aparece algo así como una comunidad imposible.
C.O.: Sí, mira, dos cosas, de manera consciente yo no asumí a Ruiz como un capítulo del libro, por dos razones muy simples, la primera porque me iba a demandar un giro que podía personificar todo el debate en torno a su obra, teniendo en cuenta que en los últimos años se han producido muchos trabajos interesantes y valiosos que han sistematizados bajo distintos aspectos su propuesta fílmica. Y dos, porque lo que yo requería generar era fundamentalmente, una tesis transversal a la idea de que afirmar por un lado que había un cine latinoamericano, y a su vez estar continuamente impugnando sus certezas mediante el hecho de poner en por lo menos en suspensión, o interpelar lo que muchos pensarían deberían ser los contenidos programáticos de ese cine latinoamericano.
La identidad, el compromiso social, la militancia, frases como “la cámara como un fusil” etc… Como si estas otras dimensiones, que intentamos visibilizar no pertenecieran a un proceso de construcción, en la que lo que estaba en juego no era tanto la lucha por el poder, como imaginar qué tipo de poder puede generar la representación fílmica, cuando se tiene que hacer cargo, de un espacio cultural, social y político que está totalmente desarticulado, totalmente desarticulado.
Entonces en esa perspectiva, preferí por razones del propio proyecto, no preguntar estas cuestiones desde la obra de Ruiz. Sabiendo que en muchos casos, el parecía incluso como una singularidad que los trabajos posteriores, no sé si con justicia o no, han exacerbado, colocándolo casi como una antípoda, del propio régimen de producción visual de la Unidad Popular, entonces ha quedado instalado como si él hubiera tenido una autoconciencia tan plena de lo que estaba pasando, como que se separó así, y levitó por encima de las cosas. Pero por otro lado aparece también como alguien muy lúcido, interpelando unas operaciones fílmicas que el ya habría visto, que se iban agotar rápidamente por su carácter contingente.
Entonces bajo esa lógica, mi problema era más bien otro, era cual es el tiempo de la comunidad, de esa comunidad que no tiene ninguna posibilidad de constituirse visualmente, cual es el tiempo de esa comunidad en aquel cine que intenta realizar una operación política, sin renunciar al hecho de que esa operación política, debe producir algo que no es exclusivamente un discurso militante o una reivindicación social. Que tiene que traer de vuelta esa condición aurática, es decir tiene que traer de vuelta la lejanía que necesitamos contemplar para ver justamente ese nudillo, esa especie como de fisonomía sin esperanza, que sería justamente este sujeto popular.
Es decir auratizar en este caso no es re-cristianizar con la imagen lo popular, sino que de alguna manera, facilitar una especie de iluminación profana. El único modo en que podría entrar este sujeto al cine, es mediante una luz profana, no una luz sucia, ni una luz torcida, ni una luz experimental, ni ninguno de esos términos, tiene que tener algo de profanación, es decir, tiene que ser justamente la negación del archivo. Donde el archivo ha sido violado es porque ha sido profanado, es decir porque se le ha restado, se la ha denegado la autoridad de cerrar el nombre en torno a un texto.
Esa profanación me parece importante y creo que, yo puedo estar muy equivocado en esto, pero creo que la obra de Ruiz, en el período está más cerca de un cierto tipo de realismo, que de solamente ser un proceso crítico que está desmintiendo ese realismo. Creo que en cierta medida a contrapelo, y a posteriori, se ha ido construyendo también un relato sobre la distancia de Ruiz en el período. Yo a Ahora te vamos a llamar hermano no lo veo como un gran trabajo honestamente, veo que ahí hay un registro que incluso, no sé bajo qué condiciones opera la cámara y exacerba justamente la imagen, la imagen más esperada del mapuche, sobre todo cuando le presta tanta atención al plano de este hombre joven borracho, que escenifica justamente todo su odio de clases. ¿Qué lugar puede ocupar en la escena de la época?
Es decir, la pluralidad, o la pluri-significancia de la imagen ahí es compleja, porque para decirlo de otro modo, es una tesis más de fondo; la imagen siempre incrementa la presencia, y ese es lo que de pronto que nos angustia con las imágenes, que incrementa la presencia. Entonces hace que aparezca un exceso de él mismo, que no sé cómo resolver en términos de su interpretación, entonces tengo que normalizar la imagen en una lectura, para que ese incremento no se desborde, y finalmente impida que la imagen se vaya abriendo, y no me permita el control sobre su propio sentido. Yo creo que esta cuestión es lo más fascinante de la imagen, es lo que hace posible esta lucha permanente con la política, porque la política en el fondo siempre está soñando con la idea, de que su trabajo es el trabajo de la representación, de los controles y la norma de la representación, pero no produce las imágenes, pero quiere producir imágenes que no tengan exceso.
Entonces esa lucha me parece bien interesante, y creo que en el cine del período se dio, porque en alguna medida, hubo cineastas que querían que la imagen se incrementara para castigar los mecanismos de corrección de la política. Y otros en cambio, querían que hubiera un marco representacional que permitiera que la imagen se fijara claramente en un tipo de mensaje, ordenanza y práctica, que no tuviera confusión en término de su sentido y lectura. Entonces nuevamente aparece esta cosa permanente de exceso y control, y que puede tener un poco que ver con la idea de que el control se asocia con la catástrofe, y el exceso con la utopía. Pero la catástrofe no es la destrucción del mundo, es el hecho de que padezcamos un solo mundo, porque no hay posibilidad de imaginarlo de otro modo, esa es la peor catástrofe, no poder imaginarlo de otro modo, no que venga un cataclismo y desarme las coordenadas de la representación, sino que buscar en la representación otro modo de pensarlo, y no encontrar otra más que la misma. Esa es la peor catástrofe, la catástrofe de un pensamiento que se encuentra sin salida, porque busca justamente en sus materiales, la oportunidad de lo otro, y lo que se le devuelve es lo mismo. Entonces ahí hay un juego con la imagen que me parecía sustantivo, en esos tiempos…
Sepúlveda, N. (2014). Carlos Ossa, autor de El ojo mecánico cine político y comunidad en América Latina, laFuga, 16. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/carlos-ossa-autor-de-el-ojo-mecanico-cine-politico-y-comunidad-en-america-latina/713