El espectador cinematográfico ha sufrido los mismos avatares que el hecho cinematográfico ha experimentado a lo largo de su evolución. Con esta afirmación no estoy pretendiendo asociarme a una interpretación historicista acerca de la expresión o del lenguaje fílmico, si no, más bien al contrario, reducir el papel de la historia a la parte del asunto que le corresponde, el de recogida de datos, con el fin de dar valor a lo esencialmente relevante en esta cuestión aquí tratada, a saber, que en el cine han convivido desde siempre una serie de actos y potencias que se han ido combinando de acuerdo a las características espacio-temporales de cada momento y, con ellos, así también el espectador cinematográfico ha adquirido un conjunto de características que le han ido dando su fisonomía. Si abordáramos la cuestión del espectador desde una perspectiva histórica lineal, cronológica y progresiva, que estoy dejando conscientemente de lado, seguramente llegaríamos a la conclusión de que el espectador de películas, de existir, sería una especie de entelequia, a la que todos podríamos sustanciar con aquello que estuviera de moda en cada estación, pues el todo vale acabaría por imponerse en ese remoto lugar sin nombre al que habríamos confinado a ese individuo pasivo domesticado, relegado por oscuros intereses tanto comerciales como de cine de autor.
Así las cosas, si desde una historiografía más o menos académica suponemos una serie de estadios temporales que irían de un periodo primitivo a otro clásico, para desembocar en la modernidad y acabando por llegar, al fin, a un período posmoderno o contemporáneo (caótico y repleto de crisis de identidad, como en el que nos encontramos), todo esto dicho de forma muy grosera y esquemática para poder de alguna manera posicionarnos, desde una visión circular y en absoluto progresista, el cine se constituye como un arte incapaz de avanzar hacia ningún fin mayor que el de su propia existencia como intento de expresión de lo inefable. Con el primer modelo, evidentemente, hay que marcar los límites de dónde empieza y termina cada período, por ejemplo, cuándo comienza la modernidad (punto harto problemático porque hay respuestas de todo tipo, para algunos será Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941), para otros Roma, cittá aperta (Roberto Rossellini, 1945), para otros Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959), para otros las vanguardias soviéticas, etcétera; todo dependerá de la escuela o punto de vista del que partamos) y, según contestemos, definiremos no sólo en qué consiste esa modernidad escogida como ejemplo, sino también, qué tipo de autores y de espectadores nacen con ella.
Lo importante para mí, llegados a este punto, es por lo tanto dejar de lado esta visión progresiva del acontecer cinematográfico y presuponer que la modernidad, el clasicismo y lo primitivo, por poner la adición básica de elementos temporales, han existido desde el principio de los tiempos, y que existirán interactuando entre ellos hasta el final de los mismos. Si aceptamos este presupuesto, que lógicamente hará bullir las sangres doctas, hay dos dimensiones del tradicional discurso teórico que se quedan en suspenso. La primera, la política de los autores (a la que le corresponde una política de los espectadores). La segunda, la tan cacareada muerte del cine, que irremediablemente convierte al espectador en un cadáver, o, en su versión más humorística, en un zombi. Hablemos un poco de ellas.
El cine no solamente ha muerto, sino que, como Lázaro, ha resucitado. Quizás la imagen más apropiada sea la del mito del Ave Fénix, puesto que el cine ha muerto y resucitado ya en varias ocasiones, reconstruyéndose siempre a partir de sus propias cenizas. El sonido, la televisión, el audiovisual, lo digital y, ahora, lo virtual, han gritado en cada momento: ‘¡El cine ha muerto!’; pero solo para tener que decir al rato: ‘¡Viva el cine!’ Porque más allá de la técnica sobrevive un lenguaje. Al espectador cinematográfico le ha tocado siempre ser testigo admirado de todas y cada una de estas resurrecciones, al tiempo que ha acompañado en su agonía a este lenguaje, con el que a la vez se siente familiarizado y extrañado. Es verdad que las subsiguientes metamorfosis tras cada envite han reformulado ese lenguaje, pero el espectador siempre necesita que le cuenten películas y que éstas sean inmutables, al igual que les pasaba a los personajes envueltos en La invención de Morel (1940), narración con la que Adolfo Bioy Casares nos desveló la naturaleza perenne del film, su continua y perpetua repetición ad eternum. El espectador cinematográfico busca siempre esa continua repetición, imposible de transgredirse sin que se pierda la esencia del arte de hacer (y ver) películas. Lo terriblemente hermoso del cine es su naturaleza de arte enlatado, lo que le acerca más a las artes plásticas que a las escénicas. El espectador que buscara una multiplicidad de alternativas, tal y como se vislumbra en la era virtual, ya no podría ser un espectador de cine, y, sin embargo, si alguna vez existe esa contradicción en el adjetivo que tendría que ser el cine virtual, el auténtico espectador de cine sería aquel que buscara la repetición limitada de unas alternativas narrativas.
La otra gran coordenada que define al espectador cinematográfico es la política de los autores. El espectador aspira a ser un autor en su visión del film. Y como tal su perspectiva se reduce, grosso modo, a la irresoluble dialéctica realismo/idealismo. Por decirlo como lo hiciera Jean Mitry en su monumental Estética y psicología del cine (1963-1965), tenemos o la opción realista, que él representa en Giraudoux, quien le da importancia al autor; o la opción idealista, que él atribuye a Sartre, quien le da importancia a las ideas. En definitiva, es el discurso de siempre entre la forma y el fondo, entre la expresión y el contenido. Puesto que esta es una división imposible de producirse en la realidad, y que opera solamente en el laboratorio de las hipótesis del teórico, lo que de verdad tiene que dilucidar el espectador de films es la vieja pregunta de QUÉ le están contando, toda vez que este qué está supeditado a la forma (y por lo tanto a la expresión de un autor, o sea, a la realidad física y material de un ser vivo, y no a la bondad de una clarividencia racional o científica de un intelectual situado por encima del bien y del mal humano). Esta perspectiva me parece importante por dos razones: la primera porque niega cualquier intento de cientificismo que pretenda restringir la libertad moral del espectador de cine; la segunda, porque devuelve la imaginación y la creatividad a las que todo espectador tiene derecho, pues cada uno de nosotros nos enfrentamos a solas con cada película, pero también porque, como diría Kazantzakis, no vale la pena aspirar a crear escuela alguna, sino más bien a ser uno mismo, aceptando con la mayor de la serenidades tanto las concordancias como las divergencias que tengamos con el resto de espectadores/autores, y renunciando por tanto a la quimera de emprender todo tipo de proselitismo o a la instauración de una doctrina. El espectador no es, así entendido, el receptor de un discurso, sino alguien que queda hechizado, seducido por un brebaje o filtro mágico.
Jean-Luc Nancy ha sido el más radical de los pensadores actuales al mostrar los dos caminos más transitados por el cine más reciente. Por un lado, el cine de representación, en todas sus vertientes, ya sea primitiva, institucional o de fusión con otros lenguajes y tecnologías, como hoy en día pasa sobre todo con los cinemas digitales. De otra banda, el cine como evidencia, entendida ésta como estética de la divergencia frente a los modelos representativos hegemónicos, y que busca una relación más directa con la realidad. Si el cine como representación exige a un espectador sumido en una historia del arte y de la cultura, atrapado en esa vorágine abierta por la civilización –que parece haberse quedado caduca y reseca–, devolviéndonos una y otra vez nuestra mirada hacia ese pasado constituyente de nuestro bagaje cultural, y que reclama constantemente a un espectador, el cine evidente quiere devolver una mirada que aparte el re- de la representación para quedarnos con la presencia mostrada de la realidad, digámoslo así, sin aditivos ni colorantes. Este mostrar, frente al valor antiguo de la representación, tiene la necesidad de un nuevo espectador, aunque a ese espectador ya no sea necesario denominarlo de tal forma, pues ya no hay espectáculo que mirar. Será un sujeto cineado, un singular oteador de imágenes, las cuales ya no remitirán más que a la realidad fílmica mostrada con la mayor sinceridad y honestidad posibles, con el fin de conseguir el más preciado de los deseos, la aprehensión de una realidad. Este sujeto observante, cuya finalidad de observación no será en absoluto la de llenar su tiempo de ocio o la de procurarse una serie de conocimientos académicos, o ni tan siquiera la de ser sujeto pasivo de una lección de historia o de moral, reconquistará su puesto de ser contemplativo que desea tener una experiencia orgánica, mística y cotidiana a un tiempo, de tal forma que le sirva para encontrar o aproximarse al lugar en el que pueda relacionarse comprensivamente con su entorno natural y humano.
Un cine y un ‘espectador’ así han existido siempre, ya en los Lumière o en Louis Feuillade, en Yasujiro Ozu o en Tarkovski, en Angelopoulos o en Abbas Kiarostami. La mirada de los espectadores de estos y otros autores similares, de estos y otros films parecidos, ha sido siempre la de un goce perplejo ante lo extraño de la vida; un mucho de curiosidad y, a veces, una suerte de fascinación ante la realidad experimentada como misterio. El cine seguirá existiendo mientras haya un ojo capaz de buscar ese misterio en las imágenes, mientras haya autores que en la continuidad de la representación, o en la fractura de la evidencia, otorguen la solemnidad que el plano requiera. No se tratará de otra cosa que de encontrarnos a nosotros mismos y de ponernos en situación de encontrar a los demás, a lo otro. Todo esto nunca ha tenido que ver con la industria, la tecnología, el dinero o la transmisión de los valores predominantes. No ha tenido que ver con un cinema entendido como objeto de producción, y sí con un cinema que comprende la enunciación de un predicado que corresponde a un sujeto. Tiene que ver con la verdad oculta que ha habitado en las imágenes puestas en escena por el cine como representación, y que ahora el cine como evidencia intenta hacer aflorar. El reto del espectador o del sujeto contemplador, en estos momentos, es el de respaldar ese cine, sin desviar su mirada por los efectos especiales que intentan cegarnos, ni dejarse seducir por las sombras proyectadas en la caverna platónica. Pero esto siempre ha sido así. No hay progreso, hay repetición cíclica que contiene un infinito número de posibilidades. Lo que ha ido variando son las características concretas en que ese espectador se ha visto envuelto, y por las que ha ido transformándose. Lo inmutable cinematográfico, empero, como absurda y paradójica metáfora del tempus fugit, es lo que parece quedarnos en esa constante contemplación. Y es ese tiempo empleado en las diferentes contemplaciones de lo inmutable, que nos ofrece una película, lo que nos queda cuando vamos al cine. El día que esta necesidad deje de existir será el día en que ya no habrá espectadores de cine. Mientras tanto se trata de disfrutar del viaje por el viaje mismo.
Por decirlo con Kavafis: “Ten siempre a Ítaca en la memoria. Llegar allí es tu meta. Mas no apresures el viaje. Mejor que se extienda largos años; y en tu vejez arribes a la isla con cuanto hayas ganado en el camino, sin esperar que Ítaca te enriquezca” (Kavafis, 2007).
Cagiga, N. (2008). Contemplaciones de lo inmutable , laFuga, 8. [Fecha de consulta: 2024-12-02] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/contemplaciones-de-lo-inmutable/335