Iván Pinto: Te quiero agradecer, antes que nada, la oportunidad de este diálogo. Creo que tu libro Otros mundos [Aguilar, G. (2006). Otros mundos: un ensayo sobre el nuevo cine argentino. Buenos Aires: Santiago Arcos.] hace aparición oportuna no sólo para establecer un marco de lectura sobre lo que fue el Nuevo Cine Argentino, sino también en un contexto en que “escribir sobre cine” se ha vuelto algo conflictivo, dudoso, tambaleante, donde cierta cultura del cine pareciera caerse a pedazos tras la irrupción de nuevos modos, nuevos ritos, nuevas formas, mostrándose incapaz de encontrar una salida definitiva en la escritura, entonces ella se vuelve un campo de permanente duda y por ende, posibilidad. Tu libro pareciera responder también, entonces, a esta inquietud.
Me gustaría comenzar la entrevista hablando de la cuestión política y las diferencias entre el cine producido en los últimos años y lo que se hacía anteriormente. Hay varios rasgos que marcan las diferencias; entre ellos, señalas, una crisis de la “identidad política”, entendida como demanda (“qué hacer” en los sesenta, “cómo somos” en los ochenta). En tu libro sitúas la hipótesis de que muchas de estas películas se presentan como un rechazo a esta demanda donde, a diferencia de películas de generaciones anteriores, no hay “bajada de línea” (grandes discursos) y existe en cambio lo que denominas una “ausencia de exterioridad”. ¿Presentan ellas “otros modos” de hacer política? ¿Cómo podríamos identificarlos? ¿Qué ejemplos podemos tomar?
Gonzalo Aguilar: La cuestión de la política es la gran encrucijada que enfrenta hoy el discurso crítico. Por un lado tenemos a los profesionales de la política, que son los que “hacen” la política con una gran posibilidad de influir en la vida de las personas y en el medio de un gran conformismo en la práctica (aunque los discursos puedan ser altisonantes y, hasta en algunos casos, se pretendan “revolucionarios”). Para estos profesionales de la política (que van de los presidentes a una serie bastante nutrida y heterogénea de empleados) la pregunta por lo político no tiene mucho sentido (lo máximo a lo que llegan es a sostener que la política genuina era la que se hacía en los setenta, lo que constituye uno de los modos más impiadosos de clausurar toda apertura a las exigencias del presente). Por otro lado, están los pensadores de la política entre los que se destacan ensayistas y filósofos como Jacques Rancière, Giorgio Agamben y Roberto Espósito por mencionar a los más renombrados. En sus libros lo político raramente adquiere positividad, y eso está bien porque si algo caracteriza a la situación actual es que resulta cada vez más difícil acceder a lo político y a lo real. Esta última imposibilidad ha encontrado en el cine –sobre todo en el cine llamado documental– una verdadera vía para dotar de realidad a nuestras experiencias. Por eso me parece muy interesante lo que han hecho algunas películas con el legado político (de un modo de entender la política) de los sesenta. En algunas películas, se observa un rechazo más o menos explícito a la tradición del cine político de los sesenta, como puede verse en Los rubios (2003) de Carri o en El bonaerense (2002) de Trapero, donde el protagonista se encuentra con una marcha piquetera y la atraviesa, la deja atrás y la olvida. Es como si La hora de los hornos (Fernando Solanas & Octavio Getino, 1968) hubiese irrumpido en la película de Trapero sin poder torcer su historia. La pregunta que se impone es si esto se trata de una falta o de un nuevo modo de entender lo político en el arte. Optar por la primera alternativa nos lleva a colocarnos en ese cine militante de los sesenta como si fuera algo pleno. Una posición melancólica en la que todo pasado fue mejor. Sin embargo, cualquiera que vio La hora de los hornos sabe que es una película totalmente maniquea, conformista y dogmática, con errores conceptuales graves (algunos de consecuencias desastrosas, como cuando dicen que el ejército argentino es un ejército de ocupación como en los países coloniales). Por eso es que no me agradan esos retornos al pasado idealizado y prefiero las tentativas de muchos directores del nuevo cine, que no hacen un cine estrictamente político pero que trabajan con percepciones, experiencias y formas de lo social determinantes para comprender los cambios de los últimos años. Mundo grúa (Pablo Trapero, 1999) y el trabajo, Un año sin amor (Anahí Berneri, 2005) y las relaciones sexuales, Silvia Prieto (Martín Rejtman, 1999) y el poder de la mercancía, La ciénaga (Lucrecia Martel, 2001) y el ocaso de lo familiar. No hay acá otros modos de hacer política, sino una apuesta a trabajar estas cuestiones con y en el cine, con sus posibilidades estéticas y formales.
Ahora bien, a partir de estas imágenes el espectador puede establecer un pensamiento sobre el estatuto actual de la política. Esa fue mi intención y reconozco que hay acá un carácter polémico, no necesariamente del nuevo cine contra el viejo cine sino de dos posturas. Hay un cine actual (como el cine “piquetero” o algunos documentales) que continúan la línea del cine militante, así como también filmes que siguen creyendo que lo central es denunciar, revelar, mostrar y enseñar. Así como en el pasado existió Invasión (1969) de Hugo Santiago, una película ejemplar en su uso de la indeterminación estética para hablar del presente. No se trata de “nuevo-contra-viejo” sino que de funcionalización en la forma para buscar la eficacia política o la búsqueda de la eficacia de la forma y de sus mediaciones. Por eso en mi libro rescato las películas en las que entiendo que esta indeterminación (que desde el punto de vista del pensamiento tiene que ver con la duda y con la necesidad de apertura a la percepción) permite trazar un paisaje de lo contemporáneo. En vez de un cine que parte de una noción tradicional de pueblo, por ejemplo, me interesan esas películas que investigan cómo se dan los nuevos agrupamientos y cómo la categoría de pueblo se transformó en anacrónica cuando no en conservadora. En vez de un cine que adopta la postura de que el pasado fue mejor, loable y a la vez irrepetible, prefiero ver esas películas en las que se exhiben las trampas de la memoria idealista y la necesidad de acceder al presente.
I.P.: En una de las partes más bellas del libro, analizas algunas figuras respecto a La ciénaga y Pizza, Birra, Faso (Adrián Caetano & Bruno Stagnaro, 1998): los lugares del accidente y la ruina. Ambas las entiendes como ciertos “excesos” en la representación (del tiempo y del cuerpo, en el accidente; del espacio en cuanto a registro de la ruina). ¿De qué nos hablan estas figuras?
G.A.: La importancia del indicio ha crecido en los últimos años. Esto se hace evidente no en el cine (que desde sus inicios ha sido el arte del indicio por excelencia) sino en las artes plásticas y en el teatro. Sobre todo en este último, donde la categoría de biodrama (por mencionar una) ha instalado la idea de trabajar no con un texto sino con una vida. En las artes plásticas, esto ha tomado una gran importancia, como se ve en los trabajos de Rosalind Krauss quien escribió unas notas sobre el índice en el arte contemporáneo. Pero el cine siempre ha encontrado en el indicio el material de trabajo, y eso que en el cine la espontaneidad no existe. No hay posibilidad de que las cosas lleguen al público sin la mediación de un ojo que piensa, selecciona, elimina y da forma. Pese a eso, la cámara tiene esa capacidad de registro y esa apertura al azar que ha impulsado los movimientos más renovadores, desde el neorrealismo a la nouvelle vague (y también Dogma, aunque no me parezca muy renovador). Ahora bien, ¿por qué esta necesidad de indicios? Mi hipótesis es que lo real está cada vez más lejos, que necesitamos llegar a lo real. El escritor Ballard lo expresó de un modo fantástico: “Para el escritor en particular es cada vez menos necesario inventar el contenido ficcional de su novela. La ficción ya está ahí. La tarea del escritor es inventar la realidad”. En este camino hacia lo real (del que el documental nos consolaría, de ahí que sea cada vez más el género privilegiado del cine) se nos interponen el exceso de realidad virtual, la ausencia de ritos, la política como abstracción y la tiranía de la memoria.
Pese a ser –como ya dije– el medio artístico menos espontáneo, en los últimos años hay una tendencia muy fuerte a poner en escena el accidente (aunque ya acá hay una contradicción entre “poner en escena” y “accidente”). Es decir, tramas muy errantes que cambian a partir de lo imprevisto o lo inesperado. Hay ahí, me parece, una estructura de nuestra vida cotidiana que desea ser sacudida desde el afuera para ser revelada en toda su precariedad.
I.P.: Hay una discusión pendiente sobre el término “realismo”, en efecto; muchos de los autores del NCA dicen “ser realistas” ¿En qué medida habría que entender eso? ¿Se relaciona con una ausencia de conciencia formal (que inhabilita, por cierto, “la política de autor”) o habría que pensarlo desde otro lado?
G.A.: El cine fue un reducto que, a lo largo del siglo XX, conservó ciertas ideas que en otras artes habían sido totalmente abandonadas y rechazadas. La ilusión narrativa, la recurrencia a lo melodramático, la musicalización wagneriana, el placer de llegar al gran público y, también, el realismo. Claro que el modo en que el cine resguardó estos aspectos fue absolutamente original, y eso se hace muy claro en el caso del realismo, ya que lo que se entiende por realismo en cine, en la línea de Kracauer y Bazin, es algo muy diferente al realismo decimonónico que prosperó en la literatura, el teatro y las artes plásticas. En los años ochenta, con el retorno del gusto por las narraciones y el pastiche, el cine se reveló como una cantera de hallazgos increíbles y no es el menor de esos hallazgos el de la categoría de realismo. Un realismo vinculado con el indicio, la toma, el registro, el automatismo tecnológico y el rostro humano (frente a la abstracción de las artes plásticas). Ahora bien, la presencia del realismo no elimina la idea de “conciencia formal” o, usando el término de Aloïs Riegl que prefiero, “voluntad de forma”. Del choque de estos dos aspectos surge una de las tensiones fundantes del lenguaje cinematográfico.
Algo similar sucede con la categoría de documental. Por un lado, toda película tiene un aspecto documental y eso es algo que ya dijo en su momento Eric Rohmer. Desde un auto que se ve al sesgo en la ciudad, los gestos de un rostro o un paisaje, en el cine –a diferencia de lo que pasa en la pintura– siempre hay documento. Y acá puede verse claramente la influencia del cine sobre las artes plásticas a partir de los años ochenta con su obsesión por crear, como dice Rosalind Kraus, “documentos de una presencia fijados indiciariamente”. Ahora bien, el género documental lo que hace es reforzar el carácter indicial y referencial de la imagen. Yo lo definiría al documental como un uso testimonial del carácter documental del cine. Ambas características (lo documental como aspecto de la imagen fílmica y como género) han adquirido una gran importancia para otras actividades como las artes plásticas o el teatro. Por ejemplo, en el boom de la fotografía o en los biodramas. Esa presencia, ese indicio, viene a suplir un trauma de pérdida de realidad que alcanza también a la primera persona.
I.P.: El nuevo cine argentino como totalidad se vuelve inabarcable, y, por ende, como apuntas lúcidamente, no se trataría de buscar una “unidad estética” (como se intentó hacer en algún momento) sino de señalar y marcar tendencias. ¿Qué lecciones podemos sacar de esto? ¿Cómo identificar cuando “algo” sucede en el ámbito del cine?
G.A.: Voy a darte un ejemplo: Anahí Berneri. Su primera película me pareció muy interesante: Un año sin amor, sobre el libro de Pablo Pérez. Escribí un ensayo sobre esta película que va a salir en un libro sobre cine y homosexualidad en la Argentina compilado por Adrián Melo y en el que escriben, entre otros, Diego Trerotola, Daniel Link, Edgardo Cozarinsky, Gabriel Giorgi y Flavio Rapisardi. Creo que va a ser un libro muy interesante porque trata un tema tabú, aunque muchos de los directores del cine argentino clásico eran gays. En fin, en ese texto me ocupo de cómo puede trabajarse con la imagen en una sociedad “monstruosamente porno”, como se dice en el libro y en la película. Lo interesante es que Berneri va hacia el límite y trabaja con sesiones sadomasoquistas documentales que no están actuadas. Un año sin amor nos suscita una serie de preguntas que nos interesan, más allá de que la película sea estéticamente buena o mala: ¿qué cambio implica en nuestro régimen visual la pornografía, tema que está interesando a Tsai-Ming Lian y a Olivier Assayas, entre otros, y que también está presente en Shortbus (2006), de Cameron Mitchell, y en el corto de Godard L’Origine du XXIème siècle (2000)? ¿Cómo definir el régimen visual en el que estamos si ya no es el de la censura ni el de la transgresión? ¿Cómo resensualizar y resexualizar la imagen? Está claro que ya no se puede volver a una era pre-pornográfica de la imagen pero también está claro que es necesario intervenir en ese cúmulo de imágenes: la película de Assayas es casi ingenua en cuanto llama a repensar la prohibición (aunque esto no estaría mal en sí mismo), la de Godard trabaja con la imagen y el horror y hace un montaje de films de hard porno con las torturas de Roma ciudad abierta (Roberto Rossellini, 1945) e imágenes de los campos de concentración. La perturbación, en la película de Godard, está en que ambas imágenes –que se corresponden entre sí– pertenecen, en el caso de Rossellini, a lo execrable y, en el caso del film porno, a lo deseable. ¿Cómo se ha dado ese proceso? Shortbus, en cambio, es una especie de Woodstock del siglo XXI que comienza con comunidades que ya no se organizan alrededor de la idea de paz y amor sino de sexo y placer. También hay una película de animación muy violenta, Princess (2006), de Anders Morgenthaler, que vincula pornografía y negocio. En fin, hay muchos materiales sobre los que todavía no tengo una hipótesis muy sólida pero sobre los que me propongo trabajar en el futuro. ¿Qué es lo que podemos ver y hasta dónde?
Volviendo a Berneri, su segunda película (Encarnación, 2007) me pareció mucho más floja, sobre todo porque hay una serie de planos que en vez de estar articulados con la puesta en escena parecen estar como relleno, como modo de salvar baches (algo de esto analizó muy bien Quintín en su sitio). El plano detalle –que es lo que generalmente se usa para pegar las partes– es muy difícil y tal vez haya que volver a los maestros para comprender sus motivaciones potenciales. La fragmentación en Bresson, la relación entre los pensamientos de los actores en Hitchcock y el estatuto de fetiche de deseo en Buñuel. Ellos no pueden no usar el plano detalle, son arrastrados por él y por su carácter explosivo (tiene que estar muy motivada la necesidad de otorgarle a un objeto pequeño grandes dimensiones). También hay un uso muy interesante del plano detalle en Bruno Dumont, como trato de mostrarlo en mi artículo sobre Flandres (2006) aparecido en Punto de Vista (número 89, diciembre de 2007). En Un año sin amor el plano detalle adquiría sentido porque la idea central era meternos en el mundo de un portador de HIV y exhibir la fuerza material y simbólica de ciertos objetos. Pero en Encarnación, todo el armado estético me resultó deficiente. Sin embargo, la película muestra con cierta agudeza un mecanismo que puede verse en otras películas y que me parece hoy central: cómo nuestro deseo se activa con los cuerpos de las “estrellas” de los medios masivos (sobre todo de la televisión). Digo estrellas, aunque estamos lejos del glamour hollywoodense que estudió Richard Dyer en su libro. No son los cuerpos inalcanzables y siempre bellos (porque son vistos en pocos momentos) de la fotogenia cinematográfica y de fotógrafos como Hurrel en Estados Unidos y Annemarie Heinrich en la Argentina, sino que son los cuerpos atravesados por la televisión que se caracterizó –a diferencia del cine– por alimentarse mucho más del rostro común, del hombre sin glamour. Analizo un poco esta cuestión de espectáculo y deseo en el capítulo de mi libro cuando hablo de Sábado (2001) de Juan Villegas, en un argumento que podría extenderse a Encarnación y también a Estrellas (2007) de Federico León. En Encarnación, el papel protagónico está representado por una actriz en decadencia en la vida real (Silvia Pérez) que trabajaba con un cómico de la televisión muy popular que se llamaba Olmedo. Un análisis de lo que ocurre con la idea de que (casi) toda persona que pasa por los medios activa el deseo, debe tener en cuenta lo que esta película hace y también el hecho de cómo la película es también víctima de este hecho, de este fetichismo. La cuestión estética puede aparecer por momentos pero ya no nos interesa la crítica como celebración de una mirada o una obra o un autor determinados. Sin duda, el riesgo es correrse demasiado hacia un uso documental o probatorio del film, pero si tenemos la sensibilidad estética para evitar este derrame, podemos ganar en amplitud visual y mental. No sólo hay que pensar en las películas sino que, con ellas, podemos ampliar nuestra comprensión de lo que sucede.
Al respecto, creo que un primer tema a resolver-dialogar sería este: ¿cómo leer las imágenes hoy?, ¿desde dónde? Al comienzo del libro anuncias algunos posicionamientos: abogar por una lectura cruzada, “con el plano” y “en el plano”, lectura de procedimientos de lenguaje (y entonces, la planificación, la forma), y aquello que produce contenidos (lo que se registra), ambos polos en los que se ha movido el estudio de cine, se trataría de buscar una síntesis (“…dimensión cultural, social y cinematográfica”) que en el ámbito fetichista de la crítica de cine se hace cada vez más necesaria (“en efecto, pocas críticas de arte son tan resistentes a la lectura contextual y sociológica como el cine” )…
Cada tanto alguien tiene que recordar que el cine no es sólo imágenes. Aun así, la pregunta clave persiste: ¿qué hay en una imagen? Sin embargo, no podemos responder a esta pregunta sólo con el cine: el mundo audiovisual ha crecido enormemente y lo que llamamos cine es sólo una parte, pequeña, mínima. Ya lo decía Daney en sus diarios: “hay una maquinaria menos amplia que es el cine, muy condensada y poderosa, y una maquinaria más amplia que es la imagen en general”. La cuestión es si el cine puede intervenir, boicotear o incidir en la maquinaria de la imagen en general. Por eso es que Daney en su libro L’exercice a été profitable, Monsieur se puso a escribir sobre el cine en la televisión: ¿sigue irrigando el cine nuestra relación con la imagen o se ha convertido en una máquina aislada y solitaria? No existe una respuesta a esta pregunta sino lo que cada espectador y cada crítico haga con ella. Y creo que una de las tareas de la crítica no solo es responder a esta pregunta sino no negarse a ninguna de las posibilidades que existen en el mundo de las imágenes. Desde los emprendimientos más masivos, como la imagen-virus de Cronemberg, las conexiones dementes de David Lynch, hasta las movidas más subterráneas como las de Bruno Dumont o Pedro Costa. No se trata de eclecticismo sino de la necesidad de transitar por diferentes registros y por lo que pasa entre ellos.
En este sentido, traté de escribir un libro que no fuera un pronunciamiento de mis gustos (algo muy habitual en la crítica de cine), sino que fuera un intento de pensar con las películas lo que había pasado en la Argentina de los noventa. Para hacerlo debí subrayar los aspectos temáticos y articularlos con la noción de puesta en escena, de modo de no convertir a ésta en la mera voluntad de arte de un autor o en una serie de procedimientos que algunos definen erróneamente como forma. Porque la forma es donde sedimenta lo social, y para ver el proceso en su conjunto –donde la separación entre contenido y forma sólo puede ser un momento metodológico– es necesario ser, como dijo Haroldo de Campos, un “hipercontenidista de la forma”.
Aunque mi intención fue trabajar en términos positivos (de uso, de producción, de información), trato de diferenciarme de dos tipos de críticas: la que antepone el gusto como criterio de juicio y la visión modernista antitemática que autonomiza el discurso fílmico. En cuanto a la crítica del gusto, ya conocemos esa fiebre por las clasificaciones, notas, puntajes y otras yerbas que hay entre los que escriben sobre cine. Que Fanny y Alexander (Ingmar Bergman, 1982) tiene cuatro puntos y Furia en Cincinati o Juguemos a los bolos, diez puntos. Entiendo que esos puntajes pueden servirnos como guía, además de alimentar el narcisismo de los evaluadores, pero creo que hay consecuencias negativas en esta posición. Marcel Duchamp decía que “el gusto es el hábito”.
En cuanto a la visión modernista, se puede dar el ejemplo de una revista como Punto de vista, que es la más sólida y creativa en el campo de la crítica en la cultura argentina de las últimas décadas, pero que en la crítica de cine opta generalmente por terrenos ya muy cartografiados. En los noventa, Rafael Fillipeli escribió un texto muy importante (“Adiós al cine”) que merecería hoy ser reescrito a la luz de todas las cosas que fueron pasando hacia el final de la década pasada. Creo que hay allí un rechazo del tematismo que a la larga impide analizar a fondo un plano o la puesta en escena. Ese rechazo lleva a los críticos, por momentos, a hacer algunas afirmaciones que considero discutibles aunque sean coherentes con sus puntos de partida.
Un ejemplo está en el artículo de Beceyro en el número 86 de la revista, cuando al analizar Don’t Look Back (D. A. Pennebaker, 1967) afirma que “en el film sobre Dylan es secundario que Dylan sea músico… Da lo mismo que sean cantantes, mecánicos o plomeros” (la afirmación también vale para David Bowie sobre quien Pennebaker hizo Ziggy Stardust en 1973). Puede ser que mi sopresa esté determinada porque para mí Dylan y Bowie, junto con Lennon, son artistas de rock que admiro de un modo extremo (mucho más que a Pennebaker, claro, a quien considero un buen cineasta que supo retratar a gente muy interesante). ¡¡Pero Bob Dylan!! De qué estamos hablando: de un tipo que te pone el cuerpo y te hace el plano (Dylan, además, fue uno de los primeros músicos populares en comprender la importancia de la imagen en la cultura de masas y la necesidad de diseñarla y administrarla así que me imagino que no ha sido ajeno a ciertas decisiones de Pennebaker). Por supuesto que hay elecciones de Pennebaker fundamentales, pero su gran destreza está en haber sabido trabajar con el material Dylan o el material Bowie. Lo que me interesa es el tipo de argumentación que supone este análisis formal (en realidad de los procedimientos) y modernista del cine. En el caso de Don’t look back: ¿quién es su autor, Pennebaker o Dylan? ¿Vale en el cine esta categoría de autor o fue un concepto que emergió en un momento, estratégicamente, para mostrar ciertos aspectos de las películas que habían pasado desapercibidos? No hace mucho, Jean-Luc Godard dijo en una entrevista que uno de los errores de la nouvelle vague fue haber hablado demasiado del autor y no tanto de la teoría.
I.P.: Escribes: “el NCA llegó a hacer una crítica a la noción de pueblo como sujeto privilegiado del cine y al cine como una de sus armas posibles”, ¿cómo se enmarca esto en la discusión de izquierda? ¿qué lugar tiene el filme de Albertina Carri Los rubios en esto? (Ana Amado hablará de una “escena de la disolución de la memoria”).
G.A.: Como te habrás dado cuenta, mi libro es un estudio de cine y una crónica de los noventa. Uno de los fenómenos más impactantes de los noventa, en la Argentina, fue el pasaje en el discurso político del término “pueblo” a “gente”. No concuerdo con aquellos que creen que se trata solo de una artimaña política de los neoliberales. Los neoliberales festejaron el hecho porque confirmaba el proceso de disolución de las comunidades (a favor de los individuos) y hería de muerte al término que se articulaba con el Estado y con la perspectiva de una política progresista, hecho bastante fuerte en toda América Latina. Creo que este es un proceso que se ha dado en varios niveles y del que, efectivamente, resulta difícil hablar hoy por hoy del pueblo en términos políticos tradicionales (la masa que deviene sujeto y llega a dotarse de una voluntad y una historia en diálogo o antagonismo con el Estado, parafraseando a Peter Sloterdijk). Pero es difícil procesar estos cambios porque implican transformaciones muy profundas cuyo sentido a menudo se nos escapa. Lo curioso es que el cine de muchos jóvenes captó esta situación con una gran energía y a través de la forma cinematográfica. Ya no es el “pueblo en trance” de Glauber sino el pueblo que se diluye. Martín Rejtman lo hizo en una escena muy intensa de Silvia Prieto poniendo en evidencia varias cuestiones: del pueblo masculino a la multitud femenina, de las demandas sociales a las demandas de vida (se trata de una marcha por un accidente de trabajo), de la demasía del grito popular que llena toda la pantalla al vacío y al despojo como puntos de partida, de lo épico a lo cómico (los personajes abandonan la marcha porque tienen reservada una mesa en un restaurante chino). Algo similar sucede en El bonaerense de Pablo Trapero donde el protagonista atraviesa transversalmente una marcha de piqueteras y la deja atrás. Son muchísimos los ejemplos sobre los que podemos reflexionar porque al diagnosticar la evaporación del pueblo, estas películas están planteando nuevos agrupamientos posibles. Los rubios de Albertina Carri, que has mencionado, es un ejemplo excelente porque además encara sin complejos uno de los problemas clave de la política actual: ¿qué lugar debe ocupar la memoria en nuestras vidas? ¿hasta qué punto la política de la memoria no obtura otras políticas posibles? ¿Qué valor tiene el testimonio y hasta qué punto debe ser el puente de nuestro acceso al pasado? Para ir más a fondo, Carri lo hace con el tema de los desaparecidos y viola así muchos tabúes o cosas que nadie se animó a decir (el hecho de ser hija de desaparecidos sin duda la ayudó). Ahora hay que sumar a este corpus M (2007) de Nicolás Prividera y entonces ese debate se muestra muy productivo ya que la nostalgia del pueblo de Prividera discute con el intento de exorcización que tiene Los rubios.
I.P.: Después del libro sobre cine, ¿qué es lo que estás escribiendo?
G.A.: Ahora está por salir un libro sobre El bonaerense de Pablo Trapero en la colección Picnic que es una colección excelente con varios títulos, cada uno de ellos sobre una película argentina y escritos por críticos de primer nivel.
Como sabés, de todos modos, mi ámbito específico de investigación académica es la literatura brasileña y actualmente estoy escribiendo un libro sobre el arte en los setenta y la relación entre el artista plástico Hélio Oiticica y el poeta Haroldo de Campos (de hecho acaba de salir un ensayo mío en un libro titulado Fios soltos, dedicado a Oiticica). Este libro continúa otro que escribí sobre poesía concreta brasileña. También tengo un libro en prensa sobre cosmopolitismo que reúne ensayos sobre escritores y cineastas argentinos (incluyo una lectura de Invasión de Hugo Santiago, de Pampa bárbara (1945) de Fregonese y Demare, y La casa del ángel (1957) de Torre Nilsson).
En relación con el cine, siempre traté de mantener mi escritura fuera de los protocolos de la producción académica. Actualmente estoy recopilando una serie de ensayos que tienen un título tentativo: El pato Lucas, el Che Guevara y el nacimiento de la pornografía. Además de la cuestión de la pornografía, incluiré trabajos sobre Serge Daney, Gilles Deleuze (ambos publicados en Kilómetro 111), Caetano Veloso (sobre su excepcional film Cinema falado (1986), texto que está en http://www.caetanoveloso.com.br/ ) y el cine de animación. Me interesa mucho lo que hicieron Disney y Pixar en los últimos años, por un lado porque tengo hijos y me pregunto sobre cómo es esa cultura de la que ellos forman parte y en la que están creciendo. En segundo lugar, porque hubo una literatura crítica sobre los dibujos animados que está muy poco trabajada y que incluye a Benjamin, Adorno y Kracauer, entre otros. También quiero escribir sobre el biopic que es un género que desde hace un tiempo está en auge. Biopic, biodrama, biopolítica: las imágenes y la categoría “vida”. Quiero escribir sobre No Direction Home (2005) de Scorsese, porque es un retrato perfecto de alguien que se inventa a sí mismo. Ahora estoy ansioso esperando I’m Not There (2007) de Todd Haynes, director que me interesa mucho pese a los maltratos a los que ha sometido a Bowie en Velvet Goldmine (1998) (supongo que porque no le cedió los derechos de las canciones). La idea me parece buenísima: Dylan como máscara o semblante de la cultura americana. Escuché la banda de sonido y pude ver algo vía Internet: si la película me conmueve, escribiré algo para mi futuro libro.
Enero de 2008
Pinto Veas, I. (2008). Conversación con Gonzalo Aguilar, laFuga, 7. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/conversacion-con-gonzalo-aguilar/16